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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (79 page)

Además de los documentos de su abuelo, Ardabasto encontró una carta, como una confesión, de su padre, Atanagildo. En él hablaba de que alguien le había engañado incitándole al mal, a la venganza; pero ahora, en el momento en que escribía la carta, Atanagildo ya sabía que no había nada que vengar. Sólo cabía cumplir el destino de la copa y entregarla a los guardianes designados por el Hado, los monjes de Ongar, en la cordillera cántabra en el norte de Hispania.

Por lo tanto, Ardabasto había llegado a la Spaniae bizantina decidido a encontrar la copa. Pero…, ¿cómo encontrarla? Él no la quería para sí. Era inmensamente rico. Al ser por vía materna el único descendiente del asesinado emperador Mauricio, Heraclio dispuso que heredase los bienes que pertenecían a la familia del finado.

Tampoco buscaba el poder, Ardabasto era fiel al emperador Heraclio, como un padre para él. Amaba su ciudad, Constantinopla; no quería sumarse a los destinos de los godos.

Los ojos de Gádor relucen al oír aquella antigua historia.

—Yo os ayudaré… —le asegura.

Él siguió diciendo que no quería ponerla en peligro, pero ella le interrumpió con decisión.

—Sí. Yo os ayudaré. El palacio es un laberinto, pero conozco bien las salidas y recovecos, sé cuándo tienen lugar los cambios de guardia. Necesitaréis ropas y algo de dinero para poder huir. ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?

—A través del torreón del vigía…

Ella sonríe.

—Hace tiempo, mi hermano Ricimero y yo exploramos el palacio, esos pasadizos de los torreones fueron cegados cuando se alzó la torre del alcázar y la vigilancia subió a un piso superior, pero se pueden abrir. Regresad a vuestra prisión. Yo prepararé la huida.

Él se acerca, asiéndola por los hombros. La huida significa la libertad, pero también la separación, y ahora él, al reencontrarse de nuevo con ella, no se siente capaz de abandonarla, intuye de un modo confuso que los destinos de ambos están unidos.

—¡Huid conmigo! —se atreve a pedirle.

Ella con firmeza le retira las manos de sus hombros, después se dirige a él muy seria, con la tristeza latiéndole en la voz.

—No. No debo; no me pidáis eso.

Después da unos pasos hacia atrás y le ordena:

—¡Esperadme aquí oculto! Y, por favor, no os mováis. Quiero ayudaros.

Con ligereza sale del pequeño cuarto en el que habían mantenido esta conversación. Al cabo de un tiempo, que a Ardabasto se le hace eterno, regresa con una capa de algún soldado de la guardia.

—¡Cubríos! —le dice.

Salen del escondrijo, vestido con la capa goda. La princesa le acompaña hasta la entrada del corredor junto a las almenas. Al cruzarse con la guardia, éstos sólo ven a la princesa goda seguida por un hombre con una capa de la Guardia Real.

—Volved mañana al jardín del palacio antes de la puesta del sol… —le dice.

Ya dentro de su prisión, Ardabasto se siente, ahora, animoso. Cae la noche. El legado se acuesta y entra en un sueño intranquilo, ve la ciudad de Constantino que le aguarda más allá, en el otro extremo de Mediterráneo, y le parece divisar a Gádor, reflejándose en el estanque del palacio de la ciudad del Bósforo.

Al alba se dirige al torreón; allí alguien —él sospecha muy bien quién es— ha dejado el atuendo completo de la Guardia Real, monedas de oro y unas joyas.

El día pasa lentamente para el prisionero. Recorre la celda de un lado a otro, caminando nerviosamente. Cuando el sol comienza a descender sobre el horizonte de la meseta, Ardabasto se viste con el uniforme de la guardia, recoge unas cuantas pertenencias y aquellas cartas, tan queridas para él, que hablan de su destino; después, sale del torreón, cruzando el adarve sin ser reconocido.

Baja la escalera que conduce al jardín. Gádor no ha llegado aún. El patio vacío se llena de las sombras del atardecer. Ardabasto escucha un ruido y se esconde en aquel cobertizo que utilizan los jardineros, esperando a que ella aparezca. Al poco tiempo, una figura blanca y suave surge entre los macizos de mirto y las rosas. Unas vestiduras de tela muy fina se balancean, movidas por el viento de la tarde, que parece querer abrazar a la princesa. Camina suavemente sin hacer apenas ruido, moviendo las largas sayas y las amplias mangas del vestido; un fino cordón dorado le realza el pecho. El cabello del color del trigo maduro, rizoso y largo cae sobre su espalda hasta alcanzar la cintura. La piel de Gádor es muy blanca, con un color suavemente rosado en las mejillas, la nariz recta y firme, marca sus rasgos, dotándola de una expresión de determinación. Ardabasto no se mueve de su escondite contemplando su belleza. Ahora que quizá no vuelva a verla, el legado desea grabar en su mente el hermoso rostro de Gádor, su airosa figura, para no olvidarla cuando esté lejos.

La princesa dirige la vista a uno y otro lado, con precaución. Ardabasto se da cuenta de que lo está buscando y que en sus ojos late un punto de tristeza. Bruscamente, él irrumpe desde su escondite. Ella da un respingo exclamando:

—Me habéis asustado.

—No debéis temer de mí.

De nuevo, ella examina lo que les rodea asegurándose de que no haya nadie cerca, le dice en un susurro:

—Debemos esperar a que caiga el sol para que no os descubran. Venid conmigo.

Le indica que la siga. Al fondo del jardín hay un lugar cerrado por arrayanes y macizos de flores; tras él se abre un arco bajo la muralla que entre rejas deja ver la vega del Tagus, con la llanura de la Sagra a lo lejos. Sobre la celosía crece la hiedra tamizando el paso de la luz. Gádor ama aquel lugar que pocos conocen, se sienta junto al arco y él a su lado. Necesitan hablar; están impacientes, excitados por la huida. Probablemente no les queda ya mucho tiempo para estar juntos.

—Ayer me hablasteis de los secretos de vuestra familia. Esta noche no he podido dormir…

—Yo tampoco —dice él—, vos turbabais mis sueños.

Ella, muy seria, reconcentrada en sí misma, le dice.

—Hay algo que tenemos en común. Mi padre también posee una copa.

Ante el gesto interrogador de Ardabasto, Gádor prosigue:

—Esa copa lo destroza. Mi madre le ha dicho que no beba de ella, pero él está atado, esclavizado a la copa, depende totalmente de ella. Es la que le da el poder… Cuando ayer hablasteis de la copa de vuestra familia yo me acordé de la de mi padre. No sabemos cómo la consiguió. Mi madre dice que por esa copa murió mi abuelo Sisebuto. Que en ella hay algo maligno… Vos habláis de una copa que conducía al bien y la verdad; pero en mi familia sólo existe una copa, la que conduce a la perdición.

Ante estas palabras, Ardabasto se altera; ella le está revelando algo que enlaza con el cometido que le ha traído a las tierras más occidentales del mundo, el encargo unido a los suyos, a sus antepasados. El legado, entonces, le revela a ella:

—Sí, hay dos copas, un cáliz de oro que llena de ambición al que bebe de él y es el cáliz de poder; pero hay otro, una copa de ónice, que lo complementa. He llegado a estas tierras buscando el cáliz y la copa. No habrá paz entre los míos hasta que se cumpla la promesa. Tiempo atrás se me hizo llegar la historia de mi familia, de mi padre y del padre de mi padre. Una historia que se me reveló en una carta. Ahora entiendo mejor su sentido. Escuchad lo que dice el que murió.

Ardabasto introduce la mano en su túnica, para sacar una carta de una faltriquera interior, un pergamino antiguo, estropeado y amarillento por el paso del tiempo. Lo desenrolla y lee:

Hijo mío, Atanagildo:

Ahora no eres más que un niño, pero un día llegarás a ser un hombre adulto y te preguntarás por qué tu padre originó una guerra civil entre hombres de la misma raza. Nunca obré de mala fe, busqué la justicia y alejar al tirano de un trono que detentaba indignamente. Yo no inicié la guerra, Leovigildo me atacó con una saña y un odio fuera de lo común.

Nada ha ocurrido como yo pensaba.

No he cumplido el juramento que hice ante el lecho de agonía de mi madre.

Es posible que muera, los hombres del rey Leovigildo me siguen los pasos. Mi última esperanza es llegar a tierras francas, a Borgoña o Austrasia, allí encontraré protección y apoyo.

Perdono a todos los que me han hecho mal, hazlo tú también. Mi hermano Recaredo no entendió mi postura, mi rebelión contra quien él llamaba padre y yo no consideraba más que un asesino.

Recaredo y yo, desunidos por los avatares de la vida, estamos unidos por una promesa que debemos cumplir.

Has de saber que existe un vaso de ónice que me ha acompañado y sostenido en las horas amargas de los últimos días de mi vida; es el cáliz del Bien, la Verdad y la Belleza. La copa de Cristo. Ese vaso debe regresar a los pueblos del norte, al santuario oculto en las montañas de Vindión, al convento de los monjes de Ongar.

El rey Leovigildo posee la parte complementaria: una hermosa copa de oro adornada de ámbar y coral; una copa que lleva al Triunfo y al Poder, pero que es peligrosa y puede deshacer el corazón de los hombres, encadenándolos al mal. El poder de la copa aumenta cuando ambos cálices, el de oro y el de ónice, están unidos.

Busca a Florentina, abadesa de Astigis, ella conoce el contenido de esta carta; le haré saber dónde se oculta la copa de ónice.

Hijo mío, Atanagildo, esperanza de los godos y de los francos, en quien la estirpe de Alarico y la de Meroveo ha sido unida, cumple la promesa que ha marcado a nuestra familia. Si pasases de este mundo sin cumplirla, ésta se transmitirá a los hijos de tus hijos. No habrá paz para nosotros mientras la copa sagrada no regrese a Ongar.

Hijo mío, Atanagildo, respeta la voluntad de tu padre.

Hermenegildo,

príncipe de los godos, rey de la Bética

Gádor escucha las palabras de la carta; entiende mejor el peligro al que está expuesto su padre; el porqué de su apego a la copa. Ambos callan un momento; después Gádor exclama:

—¡Hay dos copas…! Por un lado la copa del poder que conduce al deshonor. Por otro, la copa de la verdad que conduce al bien. ¡Estoy segura de que mi padre posee la copa del deshonor! —concluye con amargura.

—Nada es azar, nada proviene de un destino ciego. No es casualidad que nos hayamos encontrado. —No, no lo es.

—Mi abuelo era un príncipe godo… —le dice Ardabasto.

—Mi abuelo fue el gran rey godo Recaredo… —habla Gádor.

—Ambos eran hermanos.

—Debemos encontrar las dos copas. Así, el mal morirá.

—Huyamos de aquí, Gádor, venid conmigo hacia el sur. Busquemos a esa mujer de la que habla mi padre.

La princesa se levanta, se apoya en la reja y ve entre las hojas de hiedra las aguas del Tagus fluyendo con fuerza. Continúa hablando:

—Desearía ir con vos. Oh, sí, lo desearía tanto… pero no debo hacerlo.

—¿Piensas en las damas de la corte, en el qué dirán…? Teodora, la mujer del gran Justiniano, fue actriz y muchas veces se vistió de muchacho, salvó al imperio en la revolución Nikka.

Ella se dirige a él, con dulzura.

—No. No es eso.

—Oh, Gádor, huid conmigo… —le insiste Ardabasto con determinación—. Averiguaremos lo que sea de la copa y en Hispalis tomaremos un barco hacia la ciudad de Constantino. Allí nadie nos perseguirá. Deseo que conozcáis la más hermosa ciudad del mundo civilizado… El Bósforo surcado de naves y lleno de luces en las noches…

Está oscureciendo, una luna de verano redonda y blanca se levanta en el horizonte. Mientras, Ardabasto describe la capital del imperio, allá en lo alto, muy lejos, brilla alguna estrella.

Ella se conmueve, y se sienta de nuevo, pensativa. Intuye que nunca llegará a ver aquellas cosas hermosas de las que él habla con tanta pasión. Es una dama. Entre ellos se alzan, oponiéndose a su unión, obstáculos políticos, de raza y cuna. Conmovida, le asegura con voz tierna de la que ha huido ya de todo protocolo:

—Yo he sido educada para ser princesa goda. No sería feliz huyendo de mis obligaciones. No, ése no es el camino. No, no huiré con vos… Encontrad la copa de ónice, unidla a la de oro, quizás así se rompa el maleficio sobre mi padre. Quizás entonces él acceda a nuestra unión. Os lo pido… ¡Juradme que volveréis!

—Regresaré. Lo juro por mi honor, volveré a vos. El destino querrá que cuando las copas se unan, nosotros lo hagamos también.

En la llanura, los últimos rayos del sol lo tiñen todo de un color violáceo. La luna llena resplandece con fuerza. Apenas pueden ya distinguirse. Por último, ella se levanta, apretando suavemente la mano de Ardabasto; al tocarse algo vibra en el interior de ambos. Con su mano en la de él, Gádor le conduce hacia delante siguiendo la pared cubierta de hiedra. Unos cuantos metros más allá, ella levanta la capa de hiedra y se encuentran con un portillo en la muralla. Al abrir la puerta, entran a un amplio pasillo que les lleva hacia las salas regias. En las paredes del corredor lucen antorchas que lo iluminan, está vacío. Gádor mira a uno y otro lado, cruza el pasillo y desprende de la pared uno de los hachones. Enfrente y oculta por un tapiz hay una pequeña puerta. Al abrirla, ven unos escalones, que descienden, iluminados por el resplandor tenue del hachón de madera. Ella va delante, guiándole, aquellos escalones avanzan rectos al principio, para después torcer a la derecha. Conforme van bajando, se nota la humedad del río. En algún momento escuchan ruidos y deben detenerse, pegándose a la pared, apretándose el uno contra el otro. Gádor tiene frío y tiembla. Él se desprende de la capa y se la coloca sobre las finas vestiduras. Al fin llegan a la parte más baja del pasadizo. Salen a un camino embarrado que circunda por dentro de la muralla. Gádor apaga la antorcha al salir, para no ser vistos por los vigías; les guía la luna. Unos pasos más allá escuchan los relinchos de los caballos. Gádor mira con confianza a Ardabasto y le sonríe. Él no la ve bien por la oscuridad, pero siente su sonrisa. La princesa le pide que se quede fuera y penetra en unas cuadras. Sabe bien que, a esa hora, los hombres que cuidan los caballos salen a buscar el rancho que se les distribuye por la noche y suelen bajar la guardia. Se acerca a un hermoso caballo negro, de patas nervudas, al que conoce bien, lo ha montado en innumerables ocasiones. El bruto se deja conducir por la dama, quien lo carga con algunos pertrechos y víveres que previamente ha guardado en el establo. Salen de la cuadra.

Fuera se despiden.

Gádor tiene los ojos llenos de lágrimas. Él la besa, mil veces, en los párpados húmedos, en la cara. Se llenan el uno del olor del otro. No saben separarse. Arriba se oyen gritos en la muralla. En la cuadra los caballerizos están entrando, pronto se darán cuenta de que falta uno de los animales. Gádor le separa de sí, se quita la capa y se la devuelve, abrazándole.

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