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Authors: Charles Dubow

Tags: #Erótico, #Romántico

Indiscreción (39 page)

Cuando Harry vivía y estaban juntos, todos nos sentíamos tan satisfechos con el mundo que se había construido en torno a su matrimonio que eran pocas las relaciones que teníamos fuera de él. No las necesitábamos. La gente venía a nosotros. Pero eso ya no era así. Maddy seguía muy medicada. Yo incluso dejé de ir a mis clubes, temeroso de dejarla, aunque sólo fuera para asegurarme de que cenaba algo o no olvidaba un cigarrillo encendido cerca de una cortina. De día contaba con una enfermera a la que contraté para que la cuidara y así poder ir yo al despacho, pero de noche sólo estábamos nosotros dos.

Sufría unas pesadillas que la atormentaban. La oía chillar en la cama y me acercaba corriendo a su puerta, esperaba y aguzaba el oído. Algunas veces llamaba, pero la mayoría simplemente la dejaba dormir. Sin embargo, ella siempre sabía que yo estaba allí.

—Walter —decía llorando—. ¿Estás ahí?

—Sí —le contestaba—. ¿Quieres que entre?

—No, sólo ha sido otra pesadilla.

Por lo general, después de uno de esos episodios me esperaba allí hasta que se calmaba. En otras ocasiones ya no era capaz de volver a dormirme, y me ponía a leer o a enredar con algo hasta que amanecía. Un día tuve que regresar pronto a casa corriendo después de que la enfermera me llamara aterrorizada para decirme que Maddy se había encerrado en el cuarto de baño y se negaba a salir y a responder a sus preguntas. Cuando llegué, llamé a la puerta y le pregunté a Maddy, desesperado, si se encontraba bien. Para alivio mío se oían señales de vida y no del agua de un grifo corriendo. Ya iba a llamar a la policía cuando oí la cerradura y Maddy salió. Se había cortado el pelo, esa melena espléndida ahora estaba esparcida por el lavabo y por el suelo del cuarto de baño. Al día siguiente mandé quitar todas las cerraduras, sin decirle nada a Maddy, y le subí el sueldo a la enfermera después de suplicarle que se quedara.

Poco a poco fuimos pasando las cosas de Maddy a mi casa de la playa o al piso de la ciudad, pero fue mucho más lo que dejamos atrás. Hicimos el mismo equipaje que uno hace para irse de viaje: coger sólo lo esencial, dejar todo lo demás. Ella no quería gran cosa: un abrigo caliente, ropa interior, botas de agua, un jersey andrajoso de su padre, un osito de peluche de cuando era pequeña. Unos viejos álbumes de fotos familiares, medallas de cuando nadaba. Algunas joyas de su abuela que no estaban en la caja fuerte del banco. Dejó los libros de cocina, los cacharros, los cuchillos. Era como si estuviese abandonando las dos últimas décadas de su vida. No cogió nada de Johnny, nada de Harry. Pedí que metieran sus cosas en cajas y las llevaran a un guardamuebles.

Cuando se hizo patente que Maddy no volvería a ninguna de las dos casas, propuse venderlas, o por lo menos alquilarlas. «Me da lo mismo —aseguró ella—. No puedo volver.» No abrigué ninguna duda en lo tocante a la de Manhattan, pues yo no atesoraba muchos recuerdos de ella. Sin embargo, lo de la casita fue harina de otro costal. No sólo ocupaba un lugar especial en mi corazón, sino que además me preocupaba que algún zafio gestor de fondos de riesgo la comprara, la echara abajo y levantara sobre sus cimientos una mansión moderna horrorosa que me vería obligado a ver a diario. De manera que en lugar de venderla, la compré y, a instancias de Maddy, la derribé. En la actualidad es un campo donde crecen flores silvestres en verano.

No obstante, lo que sí hicimos fue colocar una gran piedra, más bien una roca, en realidad, a orillas de la laguna, cerca de donde Maddy había esparcido las cenizas. Pesaba varias toneladas y fue necesario emplear una grúa. Un cantero labró los nombres completos de Harry y Johnny, las fechas de su nacimiento y su muerte y un epitafio que escribió Maddy: OS QUERRÉ SIEMPRE. También pusimos al lado un banquito de piedra, y ella plantó flores alrededor. Iba allí a diario y se pasaba horas sentada.

Nos casamos al año siguiente. Puede que para algunos sea una sorpresa, pero no debería ser así. Ella se estaba recuperando y, por lo menos a mi juicio, me parecía lo indicado. La única opción posible, a decir verdad. Le había pedido la mano en varias ocasiones, y ella siempre me decía que no estaba lista. Me daba las gracias por ayudarla y se preguntaba qué importancia tenía. Ya estábamos juntos, así que, «por favor, ¿por qué no cambiamos de tema?». Yo seguí insistiendo. Tenía mis motivos, naturalmente. En parte creía que si Maddy se casaba conmigo sería más capaz de cerrar sus heridas. Pero también lo deseaba con toda mi alma.

También había motivos de índole práctica. Como marido suyo, podría ir a verla al hospital. Podría hacer cosas por ella legalmente que siendo tan sólo un amigo no me permitirían. Además, estaré chapado a la antigua, sí, pero creo en las convenciones, y si íbamos a vivir bajo el mismo techo, debíamos hacerlo como marido y mujer. Al final ella claudicó.

Sólo se lo dijimos a unos pocos. A Ned y a Cissy, pero sólo después. No hubo recepción. La ceremonia se celebró en el ayuntamiento, mi encargado de mantenimiento y el profesor de golf del club fueron los únicos testigos. Intercambiamos las alianzas. Yo entregué el cheque. Después nos fuimos los dos a un cine. A Maddy le encanta el cine.

Seguíamos durmiendo en habitaciones separadas. El sexo no hacía falta ni mencionarlo. Nos habría resultado imposible a los dos después de todo lo que había pasado. Al igual que los hijos. Aunque Maddy era demasiado mayor, podríamos haber adoptado. Pero eso no venía al caso. Me bastaba con que Maddy ahora fuera mi esposa. Sé que ella sólo accedió motivada por una mezcla de apatía, gratitud y miedo. Mientras se restablecía, empezó a sentir un miedo irracional a estar sola. La idea de tener que pasar la noche sola la aterraba. Siempre dejábamos una luz encendida.

Por suerte yo llevaba lo bastante en el bufete para organizar mi agenda en función de ella, ya que Maddy, además de ser incapaz de quedarse sola por la noche, también se negaba a volar. En consecuencia me vi obligado a ceder a otros abogados del bufete unos cuantos trabajos en el extranjero. No la culpo, no era sino una cortapisa adicional con la que teníamos que vivir.

Sin embargo, no todo era malo. Hubo días buenos. Maddy volvió a jugar al golf, un deporte que no practicaba desde pequeña, cuando ella y su padre, que era un jugador de primera, ganaban el torneo tan a menudo que al final les daban la copa directamente. A Harry nunca le interesó el golf, le parecía demasiado lento, así que ella lo dejó sin más. Se hallaba en perfecta forma, y podía lanzar la bola igual de lejos que cualquier hombre. Habría sido de lo más feliz haciendo treinta y seis hoyos todos los días, empezando temprano cada mañana y no cejando en su empeño hasta por la tarde, hiciera el tiempo que hiciese. Por mi parte soy un golfista mediocre, en el mejor de los casos, a pesar de haber tomado clases desde la infancia, pero jugaba encantado por Maddy.

A Maddy no le importaba que fuera mejor que yo. Le bastaba con concentrarse en la bola, el viento, el
green
. Incluso disfrutaba de la camaradería de otros golfistas, y a menudo jugábamos con otra pareja de socios o iba ella sola si yo no podía. Su belleza, su complexión atlética y el aire de misterio hicieron de ella una figura irresistible en el club, claro está, y al principio nos llovieron las invitaciones a cócteles, bailes, cenas. Declinamos educadamente todas y cada una de ellas. Una cosa era charlar en el campo de golf, otra muy distinta hacerlo en casa de alguien.

Una de las peores épocas del año para ella comenzaba cuando el club cerraba el campo durante el invierno. Para hacer que se sintiera mejor, acabé comprando una casa en Florida, en el mismo club del norte de Palm Beach donde mis padres tuvieron una vivienda en su día. Aún había algunas ancianas que los recordaban. La casa, de color rosa, de una planta y estilo colonial español, con piscina, un dormitorio para cada uno y un pequeño apartamento sobre el garaje, estaba en el mismísimo campo de golf.

Empezamos a pasar más tiempo en Florida, nos subíamos al tren que bajaba hasta West Palm Beach —tardábamos veinticinco horas— después de Acción de Gracias y nos quedábamos hasta abril. Allí fue donde Maddy empezó a relacionarse de nuevo y animarse un tanto. Para entonces el pelo le había crecido, pero ya no era tan largo ni tan dorado como antes. Seguía sin cocinar, pero comenzamos a aceptar algunas invitaciones, y ella empezó a disfrutar yendo al campo de golf o al club principal a cenar. Eran amigos nuevos, gente que no tenía nada que ver con su vida anterior. Muchos de ellos felices en su incultura. Los libros que tenían en las estanterías, si es que tenían alguno, eran novelas de espías para leer en la playa, manuales sobre cómo mejorar el
swing
, un puñado de biografías abultadas que tal vez no hubieran sido abiertas nunca. También tenían la colección habitual de vistosos libros de gran formato con cuidadas fotografías de casas y jardines. A esos banqueros, abogados y directores generales jubilados no les habría dicho mucho que Maddy hubiera estado casada con Harry Winslow, el escritor, lo cual le permitía no sólo un reconfortante anonimato, sino también la oportunidad de empezar de cero. En ese mundo ella era únicamente Maddy Gervais, ni Wakefield ni Winslow. No diré que fuera feliz, pero sí que sufría menos, y yo estaba sumamente agradecido.

Poco a poco empezó a volver a la vida. Comenzó con el golf y siguió con esa otra gran actividad dominical: ir a misa. Después de que Maddy se fuera a vivir conmigo, yo cada vez podía ir menos a misa los domingos. Le pregunté con tiento si le apetecía ir, pero rehusó, diciendo amargamente: «No creo que a Dios le haga gracia oír lo que tengo que decirle.»

Luego, unas navidades, accedió a acompañarme. Hacía años que no íbamos juntos a la Misa del Gallo. Nos encontrábamos en Florida, y la Christ Memorial Chapel estaba engalanada, adornada con guirnaldas y coronas de flores, un pesebre en un rincón, el coro con sobrepelliz, velas rojas ardiendo en todos los candelabros. El servicio se celebraba a las once, y la iglesia estaba atestada de gente que lucía sus mejores galas, montones de corbatas rojas y verdes, la alegría del momento sin duda avivada por una buena cena. Había niños adormilados contra el hombro de sus padres, ancianas sentadas juntas.

El párroco, que nos recibió afectuosamente a la puerta, celebró la tradicional misa con un marcado y cálido acento escocés, mientras los niños que hacían de san José, la Virgen María, los pastores y los reyes representaban la historia. Cantamos villancicos, yo encantado de que uno de ellos fuese uno de mis preferidos:
El acebo y la hiedra
.

Después, cuando volvíamos a casa, Maddy comentó:

—Se me había olvidado cuánto me gustaba ir a la iglesia. ¿Podemos volver el domingo?

De manera que volvimos la semana siguiente y a partir de ahí todas las demás. También cuando estábamos en Long Island. Y si bien yo continué yendo únicamente los domingos, Maddy empezó a estudiar la Biblia y no tardó en sacarse el título necesario para trabajar en programas de ayuda a la comunidad. Tomaba parte en campañas de recogida de ropa, echaba una mano en comedores de caridad, visitaba a enfermos en el hospital y llevaba alimentos a los ancianos. Acabó metiéndose de lleno en ello.

A esas alturas yo estaba prácticamente apartado del bufete, una decisión que fue una de las más fáciles de mi vida. Mantenía allí un despacho, e iba de vez en cuando, pero sobre todo por distraerme, ya que no tenía mucho que hacer, salvo firmar algún documento que otro y leer detenidamente
The
Wall Street Journal
. A Maddy y a mí no nos hacían falta más ingresos, claro está. Además de mi dinero, Maddy seguía teniendo el fondo fiduciario, que ahora gestionaba yo. También contaba con el dinero de la venta de las casas y de los libros de Harry, y por primera vez en su vida era bastante rica.

Las ventas de los libros de Harry aumentaron vertiginosamente tras su muerte, y después de muchas vacilaciones, se rodó una película basada en la segunda novela. Gracias a la participación de una de las estrellas más rentables de Hollywood, la película fue relativamente bien en taquilla. Naturalmente nos invitaron al estreno, invitación que indefectiblemente rehusamos. Maddy no quería ver la película. Yo me escabullí una tarde, y me resultó moderadamente entretenida, pero no tenía nada que ver con el libro. Con todo, no pude evitar pensar cuánto le habría gustado a Harry ver su libro llevado al cine, aunque es posible que el resultado final le pareciera decepcionante. Sé que habría agradecido, y mucho, el dinero. Su agente, Reuben, llevaba años detrás de Maddy para que le dejara leer el borrador de la última novela por si se podía salvar algo, pero ella se aseguró de que nadie lo viera.

Bueno, eso no es del todo cierto. Yo lo leí sin que ella se enterara. Una de las responsabilidades que contraje tras el accidente fue gestionar el patrimonio de Harry, lo que también implicaba sacar sus pertenencias del piso que había alquilado. No había gran cosa, pero estaba su ordenador. Todo lo demás lo metí en cajas, no así el portátil. No fue muy difícil averiguar su contraseña —por cierto, era «Maddy»—, lo cual me permitió encontrar la novela y guardarla. En el archivo más reciente había varios cientos de páginas. Le di el ordenador a Maddy, pero me guardé una copia de la novela a escondidas. Fue por curiosidad. Maddy aún estaba tan frágil que yo no quería hacer o decir nada que pudiera disgustarla.

Era un buen libro, mejor en muchos sentidos que el anterior. Giraba en torno a nosotros, aunque en realidad no éramos nosotros. Supongo que eso es lo que hacen los escritores. Había una familia, un matrimonio felizmente casado: un marido atractivo, una esposa bella, un hijo encantador. Eran queridos y admirados. Incluso aparecía un amigo de la familia. En semejante panorama idílico irrumpe una joven guapa, sensual. Pero no es una persona traicionera. Es lista, rebosa vida, desea encontrar el amor. Hay una aventura, a la que siguen un corazón partido y remordimientos. Las descripciones de la primera noche, París, todos los viajes que hicieron, el tiempo que pasaron juntos: allí había detalles que sólo podían conocer ellos dos. Ésa es la razón de que yo sepa tantas cosas. Harry tomó nota de todo. Lo distinto era que la historia acababa bien. Marido y mujer volvían a unirse. Era una historia de perdón. Es posible que algunos lectores pudieran encontrar semejante conclusión poco realista, almibarada incluso, pero para mí tenía sentido. Era, como me dijo Harry la última vez que lo vi, una «carta de amor» a Maddy.

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