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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (10 page)

Margherita sí debió de notar algo porque dijo que hacía un poco de frío y como respuesta Stefano la abrazó aún más fuerte y le cubrió los hombros con su propio jersey de punto.

El viento estaba en calma; la luna asomaba ya por encima de la sierra del fondo. No había más ruido que el de la pequeña barca y los remos.

Francesca colocó el candil en la popa y Claudia se acomodó en el pequeño saliente que le servía de asiento, con el libro abierto sobre las piernas. Siempre le tocaba a ella el trabajo duro, pensó Francesca mientras remaba de espaldas al destino haciendo un esfuerzo tremendo por mantener el ritmo y el rumbo. En cambio, a su hermana, como era más pequeña, y menos fuerte, y más delicada, que todo el tiempo tenía tos, fiebre o anginas, siempre le correspondía la tarea fácil.

Ahí estaba, reclinada junto a la lucecilla vacilante de la vela, leyendo en voz alta, exclamando y riendo con las ocurrencias de lady Morgan, y no se daba cuenta de que a escasas millas de allí, muy cerca de Villa Mondolfo, aunque en otro mundo, en otro tiempo, otra villa de nombre Villa Garrovo ya estaba engalanada para una fiesta, iluminada con cientos de farolillos y que los invitados estaban a punto de llegar a bordo de sus elegantes embarcaciones tripuladas por mozos en uniforme de gala, con sus botones dorados y sus bandas color turquesa.

Las damas lucían las creaciones más fantásticas procedentes de los talleres artesanos de Milán sobre sus amplios escotes: plumas de avestruz, sedas salvajes y crinolina. Los caballeros exhibían sus condecoraciones militares prendidas de las chaquetas de terciopelo azul. Sobre la cabeza el sombrero de copa, alrededor del cuello la lazada de seda y en el cinto el puño del sable.

Eran recibidos con solemnidad en el embarcadero y conducidos al templete de Hércules que quedaba en alto, a través de un túnel de castaños iluminado por antorchas. A medio camino les esperaban las doncellas portadoras de las bandejas con el vino fresco y dulce de la casa. Arriba, los anfitriones —Domenico Pino y Vittoria Peluso—, como dos figuras teatrales, los saludaban con una reverencia exagerada, importada de la corte de Bonaparte, que tan bien conocían ambos.

Todo eso ocurría ante las narices de Claudia y ella, que era tonta, qué tonta era, se lo estaba perdiendo por leer y leer y no mirar hacia delante.

X

Historia romántica de Lario, un estudio

LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA

En el verano de 1812 el Imperio francés navegaba por aguas turbulentas. El todopoderoso Napoleón Bonaparte todavía dominaba media Europa, pero era evidente que, de un tiempo a esa parte, algunos de sus súbditos y aliados estaban sacando los pies del tiesto de una manera bastante molesta. Por un lado, estaban los españoles, que, auspiciados por los ingleses, se habían levantado contra el Imperio y no abandonaban sus ansias de independencia a pesar de la sangrienta represión ejercida por las tropas enviadas desde París. Y por otro, la Rusia del zar Alejandro se había negado a continuar respaldando el bloqueo contra Gran Bretaña impuesto por Bonaparte y había reabierto el comercio prohibido con la corona británica con la excusa de que sus campesinos se morían de hambre por falta de suministros y capitales.

Con dos frentes abiertos al mismo tiempo, y dado que la mayoría de las tropas imperiales se encontraba luchando en España, se le ocurrió al emperador la gloriosa idea de enviar a Rusia un ejército artificial, cosido de retales, en el que incluyó, cómo no, a la recién nacida armada italiana, al frente de la cual nombró ni más ni menos que a su hijastro, Eugéne de Beauharnais, virrey de esas tierras. Y resultó que uno de sus generales más valientes se llamaba Domenico Pino y vivía con su esposa, Vittoria Peluso, en Villa Garrovo, cerca de Cernobbio, a orillas del lago de Como.

En aquel tormentoso verano de 1812, exactamente el 2 de julio, la noche antes de partir hacia la lejana Rusia, quiso el general Pino despedirse de sus vecinos más ilustres y organizó una fiesta a la que invitó a lord y lady Morgan porque así se lo exigieron Visconti y Confalonieri.

A pesar de sus recelos hacia aquel general afrancesado al que culpaban de la jugarreta de Napoleón —que después de alimentar sus ansias de autogobierno con la patraña aquella de «igualdad, libertad y fraternidad» había tenido la desfachatez de autoproclamarse rey de Italia dejándolos a todos boquiabiertos, estupefactos y con la sensación de haber caído en el timo más pueril de la historia del mundo—, tanto Visconti como Confalonieri habían respondido afirmativamente a la invitación del general Pino con tal de no discutir con sus mujeres. Eso sí, como venganza encubierta, lo habían forzado a convidar a aquellos dos ingleses recién llegados a Italia: lord y lady Morgan, nobles y cultos, sí, pero ingleses al fin y al cabo, cuya presencia en la velada no podía tener más explicación que la de incomodarle.

En el embarcadero de Villa Fontana, iluminado con espectaculares lámparas de aceite, esperaban ya Sydney y Charles elegantemente ataviados con la sobriedad propia de los británicos —chaleco sin adornos, él; camafeo, ella—, escoltados por el mayor de los chicos de los Fontana, el joven Domenico, que vestía el uniforme de la armada italiana: pantalón blanco, casaca azul forrada de rojo, bandas de seda blanca cruzadas sobre el pecho, botas de caña y chacó de piel calado hasta las cejas con una enorme pluma roja en lo alto. A pesar de su juventud, el muchacho poseía un atractivo innegable. Era claro de piel, alto y fuerte, y sus ojos, del mismo azul verdoso que el agua del lago, transmitían una autoridad extraña porque su mirada era la de un alma vieja atrapada en el cuerpo de un niño.

En cuanto atracó el barco, Domenico Fontana ayudó a Sydney Morgan a embarcar tomándola con seguridad de la mano que ésta le tendía y, al depositarla junto a las dos Teresas —Teresa Casati de Confalonieri y Teresa Trotti de Visconti—, le regaló una sonrisa picara que no pasó desapercibida al pobre sir Charles, el cual no tuvo más remedio que encogerse de hombros y hacerse el desentendido.

—Este joven, Domenico Fontana, me recuerda una barbaridad al
David
de Miguel Ángel —dijo Teresa Casati, abanicándose sin recato.

—Sé perfectamente a lo que te refieres —le respondió la marquesa de Visconti, que no había podido quitarse de la cabeza el cuerpo desnudo y perfecto de aquel gigante de mármol desde que lo viera por primera vez en Florencia y descubriera extasiada la belleza masculina en estado puro.

Lady Morgan no dijo nada, pero inconscientemente persiguió con la vista la sombra de aquel soldado por la cubierta hasta que se perdió en la noche. Entonces se cruzó con los ojos de su esposo, que la estaban vigilando desde la proa del barco. Tenía esa mirada acusadora de los celos y tierna de los amantes secretos y sintió una punzada de culpa por ser tan voluble y casquivana. Bajó la vista. Se ruborizó.

—Oh, querida Sydney, espero no haberte ofendido —dijo Teresa Casati al notar su incomodidad—. No era más que una broma sin malicia.

—Es posible que para una recién casada resulte algo violenta tu observación —señaló la Trotti—. Habrán de pasar algunos años, amiga —dijo dirigiéndose a la irlandesa—, para que encuentres el justo equilibrio entre el amor sereno, que consiste en el dominio de la voluntad sobre las pasiones, y la sana admiración de la anatomía masculina. Observa a mi esposo y comprenderás lo que quiero decir.

Carlo Arconati Visconti había llegado a esa edad indefinida en la que los hombres se abandonan físicamente. Su afición a la buena mesa lo había dotado de una enorme barriga que subía y bajaba al ritmo de su respiración pesada. Caminaba con cierta dificultad, ayudándose con un bastón de marfil, y su rostro, amable, se congestionaba de tal modo con cualquier pequeño esfuerzo que parecía que iba a estallar como un globo.

—Pues le adoro —continuó Teresa Trotti después de la pausa con la que permitió a Sydney disculpar su aparente frivolidad—. Jamás lo cambiaría por ningún otro. Ni siquiera por el joven Fontana, por muy tentador que sea.

Tenía razón. Sydney entendía perfectamente lo que quería decir la marquesa y, sin embargo, cuando esa noche soñó por primera vez con los ojos azules de Domenico, se sintió mal. Traidora e infiel, por mucho que se repitiera a sí misma que los sueños son incontrolables.

—Sólo si muriera, que Dios no lo permita —añadió Teresa Casati.

—Eso cambiaría las cosas —concedió Teresa Trotti.

—Pero, en caso de enviudar y de volver a comprometerme en matrimonio, jamás escogería dejándome llevar sólo por la atracción física —continuó la marquesa—. Tendría más en cuenta otros factores.

—La posición, la renta, el linaje —enumeró la Trotti.

—Exacto —asintió ella—. Lo mismo que Vittoria Pino. ¿Conoces la historia de nuestra anfitriona, Sydney? ¿Sabes de dónde procede su fortuna?

Lady Morgan negó con la cabeza. Comprendió que sus nuevas amigas estaban dispuestas a contarle el chisme quisiera ella escucharlo o no. Y sí quería. Cómo no iba a querer escuchar un secreto de semejante alcurnia. Así que las dejó hablar al alimón; de marquesa a condesa, como en un partido de ping-pong visto desde la banda.

—Pues verás —comenzó Teresa Trotti, tomando aire—, resulta que su nombre de pila es, en realidad, Vittoria Peluso. Tal vez te resulte familiar, ya que fue una de las más famosas bailarinas de la Scala de Milán.

—Probablemente hayas oído hablar de la Pelusina, ése era su nombre artístico —añadió la Casati—. Cantaba y bailaba como un ángel.

—O como un demonio.

—Hechizó a muchos caballeros de alta cuna. Tenía ese cabello rubio y rizado propio de una dama de hielo y unos ojos de fuego, rojinegros, como el carbón ardiendo. Igual se congelaban que se abrasaban los hombres entre sus brazos.

—Eso dicen.

—Algunos la visitaban en su camerino…

—Y no regresaban jamás…

—Se fue creando a su alrededor una leyenda de magia negra, de brujería, que tal vez no fuera cierta, pero lo parecía.

—Entonces apareció el marqués.

—Don Bartolomeo Calderara.

—Había nacido en Milán y tenía fama de vividor, de hombre disoluto y sin principios.

—De cruel, de soberbio, de derrochador y mujeriego.

—Otro demonio.

—Él fue uno de los que más contribuyó económicamente en la construcción de la Scala. Se reservó el mejor palco para su propio disfrute y el de sus invitados. Frecuentemente asistía a las funciones acompañado por las más extravagantes mujeres.

—Exuberantes.

—Ruidosas.

—Una noche, alguien lo convenció para que bajara al camerino de la Pelusina. Fue una apuesta tonta. Un reto para un hombre temerario como él en asuntos de amores.

—Cuentan que pasaron veinte noches y veinte días encerrados en aquel sótano. Que sólo abrían la puerta para recibir licores y alimentos y que se escuchaban los más salvajes gemidos procedentes del interior del camerino.

—Dicen que salía por debajo de la puerta un intenso olor a azufre.

—Un perfume raro, como de incienso quemándose.

—Después de aquel encuentro el marqués no volvió a ser el mismo. Caminaba sonámbulo por los callejones oscuros de la ciudad.

—Estaba pálido, ojeroso…

—Flaco, consumido.

—Sólo salía de su palacio de noche y envuelto en una capa negra. Se encaminaba al teatro. Se acurrucaba en el palco, escondido entre las butacas vacías, y desde allí contemplaba la función. Después bajaba al camerino de la Pelusina y volvía a encerrarse con ella durante horas y horas.

—Hasta que se casaron.

—Fue una boda inolvidable a la que no faltamos ninguno. ¡Quién iba a perderse semejante fiesta!

—Sin embargo, la Pelusina, que es muy inteligente, se dio cuenta enseguida de que jamás sería aceptada por los aristócratas milaneses. Al fin y al cabo, ella no era más que una actriz de teatro. Bonita y lista, pero sin nobleza.

—Por eso convenció a Calderara de las ventajas de instalarse en Como.

—Pensó que las damas y los caballeros de estas tierras no estarían al tanto de las habladurías de Milán.

—Entró en Villa Garrovo como una ráfaga de aire fresco que barrió de un soplo todo lo viejo. Trajo pinturas, tapices, muebles y hasta vajillas y cristalerías venecianas. Tomó posesión de su palacio y lo transformó en un reino. Ahora lo verás, querida Sydney, el resultado es asombroso.

—Cuando murió Bartolomeo lo lloró durante meses.

—Y eso que nos figurábamos que su amor no era más que una patraña.

—Pero se consoló deprisa.

—Conoció a Domenico Pino, ministro de la Guerra, vestido de uniforme de gala en una de las recepciones de Augusta Amalia de Baviera, la esposa del virrey Beauharnais. Y se enamoró perdidamente de él.

—Es que vestidos así los hombres ganan mucho.

—Se casaron en la más estricta intimidad. Ella perdió el título de marquesa, pero en su lugar obtuvo el de condesa y un esposo de cuarenta años recién cumplidos, apuesto y galante.

—Te puedes imaginar cómo la odian sus cuñadas, que se han quedado sin uno solo de los bienes de su familia mientras el general disfruta del dinero y de las propiedades de los Calderara, heredadas en su totalidad por su joven esposa.

—Ellas no están invitadas esta noche.

—Claro. Faltaría más.

Federico Confalonieri se aproximó en ese momento a las mujeres e, interrumpiendo su comadreo, les anunció que estaban a punto de llegar a Villa Garrovo.

—Le encantará Vittoria Pino —dijo, dirigiéndose a su invitada.

—Ya lo creo —respondió lady Morgan con una sonrisa enigmática.

El embarcadero de piedra de Villa Garrovo estaba atestado de barcazas tan lujosas como la suya disputándose el mejor amarradero con gritos y golpes de remo. Los
barcaiuoli
que habían acudido hasta allí atraídos por la algarabía como insectos a la luz voceaban en el extraño dialecto de la tierra lanzando a diestro y siniestro insultos que no entendía nadie, ni siquiera los mozos de la casa, que trataban de poner algo de orden en aquel terrible caos.

En medio del jaleo, Domenico Fontana desenfundó el sable —era impetuoso aquel chaval— y amenazó con él a todo el que osara interrumpir el paso al barco que comandaba. De este modo, lograron colocarse en la mejor posición: en el centro mismo de la escalinata que, majestuosa, emergía del agua.

Sydney descendió por una rampa de madera móvil con abrazaderas de cordón de seda y, al contemplar por primera vez la fabulosa fachada de Villa Garrovo, soñó despierta con el mágico Versalles y se sintió de pronto convertida en una reina. La reina del Este.

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