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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (6 page)

CARTA DE LADY MORGAN A LADY CLARKE

Lago de Como, Villa Tempi, 27 de junio de 1812

Querida Olivia:

Cuando leas lo que tengo que contarte sobre mis primeros pasos en este paraíso que ha resultado ser Como comprenderás que ya no albergue ninguna duda sobre la conveniencia de nuestra visita. Si buscaba leyendas y supersticiones, aquí las he encontrado todas de golpe. ¡Anoche me topé con una reunión de fantasmas!

Pero déjame que te explique desde el principio cómo ocurrió todo.

En primer lugar, has de saber que Confalonieri no exageraba. Las palabras se quedan cortas para describirte una belleza como la que ocultan las montañas de Lario. Cuando abrimos las ventanas de nuestra habitación en la hospedería de Villa Tempi, apareció ante nuestros ojos un horizonte de colores en escalera desde el suelo a la cumbre, una alfombra de limoneros y naranjos, castaños, acacias, nísperos, cerezos, higueras preñadas de frutos y parras, todos sedientos de las aguas verdes de este inmenso embalse natural que se extiende hacia el norte formando una yunta, con dos ramales idénticos, como serpientes unidas en el vientre.

Pespuntan sus orillas las más grandiosas villas de Italia y, dado que no existen más caminos que los abiertos a la fuerza por los campesinos y sus animales, no hay modo de viajar de una a otra a no ser a bordo de unos barquitos muy pintorescos que parecen pescados dados la vuelta, con las espinas al aire y el lomo surcando el agua.

Existe una clase especial de hombres, los barcaiuoli, el equivalente autóctono del gondoliere veneciano, sólo que más robusto y fornido que aquél y con unos modales menos delicados. Estos barqueros recorren las orillas cantando a pleno pulmón, riéndose a carcajadas o burlándose a gritos de los paesi, que son los pobres de solemnidad de estas tierras; sucios, hambrientos y desharrapados; el contrapunto perfecto a la opulencia con la que viven los nobles en el secreto de sus villas.

Pues bien, tal y como había dispuesto nuestro anfitrión, embarcamos desde Como después del desayuno en una nave con un timonel y dos braceros rumbo a la lejana orilla de Tremezzina, donde, protegida del norte por un altísimo pico, se levanta Villa Sommariva. Con las últimas luces de la tarde llegamos por fin a nuestro destino y, no sé qué opinarás tú, siempre tan razonable, tan poco amiga de lo insólito, sobre lo que voy a relatarte a continuación.

Has de saber que Villa Sommariva es un edificio palaciego que se levanta en lo alto de una escalera de piedra interminable. El interior es de mármol
;
los techos son tan altos que los frescos y las lámparas parecen colgar del cielo; las paredes están pintadas de estuco y decoradas con las más ricas obras de arte. Retratos al óleo, esculturas, tapices, relojes de oro y bustos de bronce se disputan el espacio entre los muebles de madera y pan de oro, las cortinas de terciopelo y las alfombras de mil nudos.

En el comedor nos esperaba una mesa abastecida como para alimentar a un regimiento, aunque únicamente servida para dos, con nuestras copas rebosantes de un vino helado, muy dulce, que en cuanto lo probé me condujo por galerías oscuras. Charles también debió de notar algo extraño, pero él, mucho más experto que yo en asuntos mundanos, apartó la copa de mi boca. Me dijo: «No bebas, Sydney. No escuches, no hables, no creas nada de lo que vean tus ojos a partir de ahora». Y menos mal que me avisó, porque desde el mismo instante en que tomé aquel brebaje, se me echó encima un batallón de fantasmas.

Has leído bien, Livy: fantasmas, espectros, aparecidos, muertos vivientes… todos ellos de noble linaje, muy hermosos pero muy siniestros, con los que me topé en cada esquina. Llevaban los rostros ocultos por máscaras muy vistosas y vestían ropas elegantes.

Charles y yo recorrimos aquellos salones cegados por una belleza espantosa. Él me agarró muy fuerte del brazo, como si temiera perderme en alguno de los pasillos de la casa, secuestrada por aquellas sombras.

Entonces me susurró al oído: «Confalonieri tenía razón. Una casa como ésta no puede pertenecer sino a un demonio». Y fue como si me leyera el pensamiento. Yo también me sentía presa de algún hechizo. Le respondí: «Salgamos de aquí cuanto antes».

Regresamos a la carrera hasta nuestra pequeña embarcación y puedo jurarte, hermana, que escuché risas procedentes de las ventanas abiertas de la villa. Cuando miré hacia la casa, los vi asomados a los balcones, a los fantasmas, de dos en dos o de tres en tres, diciéndonos adiós con sus pañuelos de puntillas y por primera vez dudé si eran reales o imaginados. Le pregunté a Charles, pero él no había visto nada. Sólo las estancias vacías de una casa demasiado grande, demasiado solitaria y demasiado fría.

No sé qué habrá sido del criado, del timonel y de los braceros. Los abandonamos allí porque se nos antojaron parte del decorado. Pero ¿y si no lo eran? ¿Y si alguna mujer y unos niños los esperan por los siglos de los siglos?

Tuvo que ser algo que nos pusieron en la bebida, Livy, porque nos detuvimos en una pequeña posada a unas cinco o seis millas de allí y enseguida recobré el juicio. Volví a ser yo y Charles recuperó la calma.

Pasamos la noche en una habitación muy humilde, sin más ornamentos que un crucifijo sobre el cabecero de la cama. Por la ventana abierta nos llegaban los cánticos de los pescadores que regresaban a sus casas y las notas de una guitarra española que acompañaba sus voces.

Hoy, muy de mañana, Charles contrató a un barcaiuole que fumaba en pipa y que tenía dos brazos fuertes como troncos de roble. Nos ha depositado de vuelta en Villa Tempi antes de media tarde y, una vez allí, nuestro querido Confalonieri nos ha dado indicaciones para visitar un par de villas con alquileres razonables.

«Se lo advertí —me dijo el marqués en un aparte—. Es mejor mantenerse lejos de personas como Sommariva».

Hemos tomado la decisión de rechazar amablemente cualquier ofrecimiento proveniente de nuestros amigos milaneses con respecto al uso de sus propiedades en el lago. No porque creamos que todos ellos se puedan parecer a Sommariva, sino porque no hay bien más preciado que la libertad y ésta sólo puede disfrutarse lejos de toda deuda y de toda dependencia. ¿No es preferible alojarse en una hospedería o en una casa alquilada, donde la única obligación hacia sus propietarios es la de pagarles una renta afin de mes, a pasarse la vida tratando de corresponder a la hospitalidad de quien nos ha desbordado con sus atenciones y no saber cómo?

Seguro que sabes a lo que me refiero, Olivia. Pobrecito papá, que no puede valerse ya por sí mismo. Te ruego le hagas creer que su estancia en la casa de Arthur queda compensada con los derechos de autor de sus obras. Dile que yo misma te hago llegar el importe todos los meses y que supera con creces vuestras expectativas de ingresos. Haz que parezca que os hace un favor quedándose allí. ¿Podrás?

Que Dios te bendiga
,

Sydney

CARTA DE LADY MORGAN A LADY CLARKE

Lago de Como, Villa Fontana, 30 de junio de 1812

Queridísima:

Por fin te escribo desde mi propio despacho, aunque no sé si esta habitación tan coqueta merece tal apelativo o debería llamarla más bien gabinete o camarín o algún otro nombre más acorde con sus paredes de seda y sus visillos de encaje.

Puedes imaginarme vestida aún con el camisón, el pelo sin cepillar y los pies descalzos. Es casi mediodía. El calor es tan agobiante que Charles y yo hemos decidido retirarnos cada uno a su rincón en la penumbra, él a continuar con la lectura de los estudios sobre la viruela del doctor Jenner y yo a comenzar mi investigación sobre supersticiones, mitos y leyendas italianas.

Ésta es una tierra de prodigios.

Algunos, como las visiones que tuve en Villa Sommariva, son incomprensibles o, al menos, carecen de una explicación razonable. Es posible que fenómenos como los fantasmas y las apariciones no tengan un origen natural, sino tal vez paranormal, o divino, o que incluso sean producto de la imaginación humana, que es por lo que se inclina mi buen doctor. Él me aconseja que no le cuente a nadie lo que creí ver en esa casa para que no me tomen por loca y yo le respondo que acabarán dándose cuenta de todas formas de mi chifladura congénita, síndrome del que te libraste tú y yo no, por un capricho del destino.

Charles ha enviado una nota muy amable al conde de Sommariva agradeciéndole su ofrecimiento y rechazándolo en los mismos términos de gentileza con la excusa de que yo soy demasiado miedosa para un lugar tan remoto. Es una vil mentira que me hace quedar como una tonta, pero verosímil, eso sí, que es de lo que se trataba.

El caso es que nos hemos instalado con todos nuestros bártulos en esta villa, de nombre Fontana, que es el apellido de nuestros arrendadores, y hemos tomado posesión solemne de ella —Charles alzándome en brazos para cruzar el umbral—, puesto que esta casa será nuestra primera residencia estable de casados. A partir de ahora puedes remitirme las cartas aquí y dirigirlas a la «Signora Morgan», que, te lo creas o no, soy yo, tu hermana, Sydney.

Villa Fontana se compone de dos pabellones unidos por una balaustrada y separados por un jardín muy verde. Nosotros ocupamos el que queda a la derecha; el más cercano a Villa Olmo, de la que ya te hablaré otro día. Cuenta con siete habitaciones en la planta superior y cuatro en la inferior, todas ellas decoradas con muy buen gusto, bien iluminadas y ventiladas. En la fachada llama la atención el pórtico con bajorrelieves de mármol y, a pie de tierra, el embarcadero circular de piedra con incrustaciones de verdín donde tenemos amarrado un bote de remos por si algún día nos apetece emprender alguna aventura acuática.

Asomada al balcón que hay en mi dormitorio veo a la derecha el duomo de la catedral de Como, que, imponente, precede a la ristra de villas que jalonan la orilla hasta mi puerta. De frente, el agua brillante del lago, en la que se reflejan las montañas altísimas y detrás, una especie de huerto en forma de pirámide donde crecen la hierbabuena, la lavanda, el orégano y la pimienta. También hay tomates, cebollas, apios, lechugas, patatas, zanahorias y todas las verduras que se te puedan ocurrir, las cuales, bien picaditas, llegan algunas noches a nuestra mesa flotando en una rica sopa, de nombre minestrone.

Desde la ventana de este gabinete en el que me encuentro ahora mismo, oculta por los visillos de encaje, puedo espiar sin ser vista a la familia Fontana. Son siete en total: padre, madre, un chico rubio y espigado, de nombre Domenico, que viste el uniforme militar de la armada de Italia, dos jovencitas muy lindas, donna Giovanna y donna Rosina, otro muchachito de unos diez años que responde al nombre de León y una niña pequeña que es una copia idéntica a su madre en miniatura. Con ellos hay una mujer mayor llamada Abbondia que siempre lleva ropa negra. Probablemente sea una sirvienta, o tal vez la abuela, quién sabe, aún no estoy muy familiarizada con las costumbres de estas gentes ni con su manera de vestir.

No entiendo una palabra de lo que dicen. Entre ellos hablan un dialecto endiablado parecido al milanés, pero más cerrado todavía. Para mí que se entienden más bien a base de gestos. Se comunican con las manos, los ojos, las muecas de la cara, el tono de voz… y cantan. Se pasan el día cantando a coro y tienen un oído estupendo.

Por cierto, Charles está aprendiendo a tocar la guitarra. El signore Fontana guardaba una muy vieja en el desván y se la ha regalado. Ahora la está puliendo y afinando en su laboratorio con el mismo cuidado con el que trata a sus pacientes. ¡Me ha contado que las cuerdas las fabrican con tripas de gato! Le faltan dos. Espero que no tengamos que sacrificar a ningún inocente minino para poder dar rienda suelta a su nueva afición musical.

Por si acaso, tengo localizado uno muy gordo que se pasea por la tapia de atrás.

Haz el favor de escribirme pronto. Echo de menos tus cartas.

Besos a papá, a los niños y a mi querido Arthur.

Que Dios os bendiga a todos,

Sydney

P. D. No sufras, Livy, estoy bromeando. Sé cuánto te gustan los gatos.

CARTA DE LADY CLARKE A LADY MORGAN

Londres, Great George Street, 10 de julio de 1812

Querida Glorvina:

Creo que Italia está teniendo un efecto preocupante en tu salud. ¿O será tal vez el resultado de la felicidad matrimonial? En cualquier caso, hermana, descansa mucho y protégete del sol.

Cuídate también de fantasmas y demás aparecidos por muy nobles que sean.

Sydney, tengo la impresión de que las visiones de las que me hablas en tu carta no tuvieron su origen en ningún brebaje de bruja, sino que fueron la consecuencia lógica del alcohol. No sé si eres consciente de que el vino, más aún si es dulce y fresco, se sube a la cabeza sin que nos demos cuenta, sobre todo cuando tenemos el estómago vacío, por ejemplo, después de una larga travesía de veinticinco millas a remo, a pleno sol.

Lo que quiero decirte, pequeña Glo, es que tú, tan elegante y delicada, tan lady Morgan, te emborrachaste como una vulgar estibadora de algún puerto pirata, lo cual me está haciendo retorcerme de risa y patalear. No me hace ninguna gracia, en cambio, la historia de las tripas de gato.

Eres lo peor, pero te adoro.

Tu hermana del alma,

Olivia Clarke

VI

Se le estaban empezando a cerrar los ojos, cansados de tanto leer. Francesca apartó el libro y constató dos hechos: uno, que Claudia dormía vestida sobre la cama deshecha; y dos, que su padre y Margherita no las habían avisado para la cena.

Lo segundo era previsible: el justo castigo por haber destrozado las flores; pero lo otro —lo de Claudia—, eso sí que era imperdonable. Que su hermana roncara como una bendita mientras ella se esforzaba por resucitar a la muerta lady Morgan y conocer, capítulo a capítulo de aquel libro, la fórmula para cometer un crimen romántico no tenía excusa posible. Qué caprichosa era Claudia; qué egoísta; qué flema, señor, qué flema.

Le palpitó la nuca.

Se acercó de puntillas a la cama de su hermana con el libro en la mano. Lo levantó lentamente sobre su cabeza, tomó aire y lo lanzó con fuerza contra el rostro de cristal de Claudia, que se resquebrajó igual que el lago helado en invierno. Brotó la sangre y se derramó por la frente, los ojos, la boca y el cuello.

Se despertó.

—¡Estás loca! —gritó. Se miró al espejo y, detrás de su cara rota, se encontró con la expresión de espanto de su hermana.

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