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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (7 page)

—Perdóname, Claudia —se arrepintió Francesca, que se tiró al suelo de rodillas—. Lo he hecho sin querer.

—No digas sandeces —respondió la chica, la sangre todavía húmeda—. Lo has hecho queriendo, imbécil, pero sin pensar. Eso sí. No lo has pensado.

—No. No lo he pensado. Ha sido de repente. Un impulso. Tienes razón.

—Pues así no funciona la mente de un asesino. —Claudia la miraba desde el espejo, de arriba abajo, mientras la ropa negra se teñía de rojo—. Debes mantener la calma, la sangre fría. No puedes dejarte llevar por los nervios. Tienes los nervios de porcelana, Franchie, el gatillo flojo, la lengua muy suelta. Dices muchas tonterías, ¿sabes? Casi todo lo que dices son estupideces.

—Lo sé.

Se sentaron las dos. Era muy tarde. La noche había caído sobre las aguas. La ventana continuaba abierta y el aire estaba quieto.

—Sobre todo, estás muy equivocada con respecto a mí. Yo no duermo nunca. Siempre estoy velando por ti. No me hace falta tener los ojos abiertos para verte ni los oídos atentos para escucharte. Soy como tu sombra; te protejo, te vigilo, sé en cada momento lo que estás pensando. ¡Qué sería de ti si yo no estuviera contigo!

Francesca asintió sin atreverse todavía a levantar la vista del suelo. Tenía los ojos clavados en las uñas de los pies de Claudia. Amarilleaban un poco.

—En fin —dijo después de un largo suspiro—, si quieres que comencemos, comenzamos. Se levantó, se secó la cara con un pañuelo blanco y con los dedos de la mano derecha enumeró—. En primer lugar, como te dije, tenemos una muerta fabulosa, Sydney Morgan, que encarna todas las cualidades de la víctima perfecta. Es lista, divertida, interesante, temeraria. Ya verás de qué modo sus pasos la encaminan lenta pero inexorablemente hasta una muerte segura. —Levantó el índice—. En segundo lugar, conocemos también el escenario del crimen: este lago, que lo mismo puede ser un paraíso que un infierno, y más concretamente Villa Fontana, la casa en la que se alojó con su esposo durante su viaje de novios.

—Vamos bien —se atrevió a interrumpirle Francesca.

—Avanzamos, Franchie —reconoció Claudia algo molesta por la interrupción—, pero aún nos queda mucho camino que recorrer. Por lo pronto, tenemos que encontrar el móvil y el asesino, son dos piezas fundamentales. Luego, los hechos: por qué acabó flotando envuelta en muselina, los botines altos de tacón, los labios morados. Cómo la asfixiaron, si se valieron únicamente de las manos o utilizaron algún instrumento específico. De qué modo le sumergieron la cabeza en el agua, durante cuántos minutos. Si pataleó, si opuso resistencia o no…

—Adonde iba, de dónde venía… —añadió Francesca.

—Exacto. Seguir las pistas.

—Entonces, deberíamos visitar la casa, Villa Fontana.

—Muy bien —asintió Claudia dándole unas palmaditas a su hermana en la cabeza—. Buena chica. Ya sabes por dónde empezar.

Regresó a la cama y se tumbó boca arriba, las manos sobre el pecho. Cerró los ojos, se durmió. «No olvides que te vigilo», le había advertido a Francesca, pero ésta, incrédula, se acercó a Claudia y le pasó la mano frente a los ojos, dos, tres veces, para ver si se daba cuenta.

—¿Claudia? —susurró muy suavemente, muy cerca de sus oídos.

Claudia no se inmutó.

«Qué mentirosa es», pensó Francesca para sus adentros. Claro que la dejaba sola. En los peores momentos desaparecía sin dejar rastro y era ella quien tenía que cargar con todas las culpas. Desde niñas.

Recordó, por ejemplo, el día en que su hermana la convenció para robarle unos pendientes a su madre. Daba igual que no tuvieran los lóbulos de las orejas perforados, lo emocionante era entrar en el dormitorio grande sin permiso, sin llamar a la puerta, una vigilando en el pasillo, la otra de puntillas sobre la alfombra, abrir el primer cajón de la cómoda, rebuscar entre los pañuelos de seda, sacar la cajita de las joyas, llevarse los pendientes escondidos en el bajo del vestido, correr de vuelta a su cuarto, revolcarse de risa, abrazarse, saltar en la cama.

Pero luego, cuando su madre lloraba y su padre gritaba, y su querida asistenta, Beatrice, la de los ojillos tristes y las ricas tartas, juraba por todos los santos del cielo que ella no era una ladrona, Claudia seguía riéndose con la boca contra la almohada y, en cambio, ella sufría horrores de pensar en todo el dolor que estaban causando. Y cuando pusieron a Beatrice de patitas en la calle, quiso confesar el robo y fue su hermana la que la convenció para que se callara como una muerta. «¿Quieres quedarte sin postre, tonta?». No. No quería quedarse sin postre, pero se dijo: «¿Quién cocinará las tartas ahora?».

Claro que la dejó sola. Y aparecieron los pendientes el día de la colada. Era su vestido, su delito, su castigo. Claudia la señaló con el mismo dedo con el que se sacaba los mocos.

Por eso, y porque cuando en una casa hay sólo dos niñas a la fuerza una ha de ser la buena y otra la mala, se había pasado media infancia pagando por los crímenes de su hermana. Francesca la fama, Claudia la lana.

Habría que tener en cuenta estas cosas ahora que pensaban matar a Margherita, no fuera a acabar ella en alguna cárcel maloliente mientras Claudia disfrutaba de su doble libertad: la de vivir sin la bruja y sin antecedentes penales. De hecho, pensó preocupada, a su hermana todavía le faltaba bastante para alcanzar la mayoría de edad.

Si no fuera porque la idea del asesinato se le había ocurrido a ella solita, sin ayuda de nadie, pensaría que la ocasión era sospechosamente propicia para Claudia.

La muñeca de trapo de las pestañas largas disfrutaba de un sueño apacible, las manos cruzadas sobre el pecho. ¿No decía que no dormía nunca?

Francesca se desnudó y se metió en la cama. Sería una noche larga plagada de recuerdos: la casa de Milán, el colegio de monjas, la vespa dorada, la esquina oscura y las dos sombras clandestinas. Papá y Margherita saliendo de un hotel para amantes en una calle vacía.

Amaneció nublado. Buen augurio, según dijo Claudia, para ponerse en marcha.

—No hay nada en el mundo que llame más la atención que tu pamela nueva, Franchie.

Caminaban las dos a buen paso porque el recorrido era fácil, apenas un par de kilómetros por una carretera estrecha y poco transitada, hasta una casa llamada Villa Fontanelle, donde esperaban hallar la primera pista. Mientras Claudia dormía, Francesca había consultado un mapa del lago y había encontrado aquel nombre, «Fontanelle», que era lo más parecido al de «Fontana» que andaban buscando. Era cierto que la palabra no era estrictamente igual, pero Fontana y Fontanelle eran términos tan similares que Claudia se convenció enseguida de que aquélla era, sin duda, la misma casa.

—Es como Isabel e Isabela o dama y damisela —sentenció rotunda.

Así que se pusieron en marcha en cuanto desayunaron, las dos vestidas de rojo, como tontas, dijo Claudia, siempre del mismo color, porque Francesca esperaba detrás de la puerta del cuarto de baño y no escogía la ropa hasta que no veía qué se había puesto su hermana.

—No te copio —protestaba cuando Claudia la acusaba de imitarla en todo—, es una casualidad, te lo prometo, o a lo mejor es que pensamos lo mismo, o que tenemos el gusto idéntico. Si estoy contenta, me visto de amarillo; si estoy enfadada, de azul; si voy al cementerio, de negro; si voy a cometer un asesinato, pues de rojo. Funciona así.

Francesca llevaba también unos zapatos de tacón, unas enormes gafas de sol, un cinturón negro muy ancho y unos aretes dorados que le colgaban casi hasta los hombros. Con su melena ondulada y sus piernas firmes, parecía una joven aristócrata recién llegada de Ascot. Nadie se quedaba indiferente cuando se cruzaba con ella por la carretera; todos volvían la cabeza para mirarla: los hombres con picardía, las mujeres con curiosidad. A Claudia se la llevaban los demonios.

—Explícame cómo piensas entrar en Villa Fontanelle sin que te vean. Todo el mundo te está mirando, Francesca. El plan consistía en colarnos discretamente en el jardín y esperar escondidas entre los arbustos hasta que llegara el momento de meternos dentro de la casa, echar un vistazo rápido, hacernos con lo que fuera que sirviera para nuestra investigación y regresar corriendo sin que nadie se diera cuenta. ¿Te parece apropiado el modelo que te has puesto?

—Eres una envidiosa —respondió la mujer de rojo sin dignarse dirigirle la vista, la cabeza bien alta bajo la pamela—. Lo que pasa es que te fastidia que no te miren a ti. Siempre ha sido así. Yo la guapa y tú la fea. Y lo seguirá siendo por mucho que te esfuerces en impedírmelo. Algún día me casaré con un millonario, ya lo verás.

Discutiendo en voz alta cruzaron Moltrasio y continuaron por una senda que se dirigía al lago a través de un frondoso bosque.

No era fácil acceder a aquella villa desde que tres años antes, el rico y famoso emperador de la moda italiana Gianni Versace había rescatado de la ruina el antiguo palacio de los Cambiaghi para convertirlo en su residencia de verano. La propiedad estaba rodeada por una verja de hierro con la que el nuevo dueño pretendía evitar, precisamente, que alguien como Francesca o Claudia irrumpiera por sorpresa en su piscina y lo encontrara tomando el sol en traje de baño junto a sus invitados. Directores de cine, estrellas de Hollywood, espectaculares modelos, millonarios, cantantes y hasta alguna que otra princesa destronada formaban parte del numeroso elenco de huéspedes habituales de la casa.

En aquel preciso instante, Gianni estaba desayunando en el magnífico comedor neoclásico junto a dos bellezas indiscutibles, una rubia y otra morena, norteamericanas las dos, muy altas y esbeltas, de labios carnosos y piernas muy largas. Sus nombres eran Patty Hansen y Janice Dickinson.

—¿Nos vas a decir ya cuál es la sorpresa? —preguntó Patty, la de los ojos de gato.

—La sorpresa es un juego —respondió él, misterioso.

Y arrastrando su butaca hacia atrás se levantó de un brinco. Cogió dos servilletas y las anudó sobre los ojos de las chicas como si fueran antifaces.

—El juego se parece un poco a la búsqueda del tesoro, pero a ciegas. No habrá pistas, sólo un maravilloso perfume del que vais a disfrutar de un momento a otro. La que demuestre tener mejor olfato será la ganadora.

—¿Y cuál es el premio? —quiso saber Janice levantando un extremo de su servilleta para poder ver.

—¡No está permitido destaparse los ojos! —gritó Versace con una voz muy aguda—. ¡Eso es trampa! A la que pille mirando la elimino… Y la castigo toda la mañana encerrada en su cuarto —añadió entre risas—. Ahora, escuchad con atención. Es muy simple. Voy a dejar caer unas gotitas de un perfume muy especial hasta el lugar en el que está escondido el tesoro. Vosotras tendréis que seguir el rastro guiándoos únicamente por vuestras preciosas narices. ¿Lo habéis entendido?

Las chicas respondieron entre risas que sí, que las reglas del juego estaban muy claras.

Sacó del bolsillo del albornoz un frasquito de perfume y fue derramando unas gotas aquí y allá: sobre los sofás de terciopelo azul del salón, las esculturas de mármol, los tibores, las alfombras y las cortinas. Abrió después la puerta del jardín y dejó caer un poco más en cada uno de los escalones que descendían desde el porche hasta alcanzar una vasija de barro de gran tamaño que adornaba un rincón sombrío. Sobre la cántara dejó un pequeño paquete envuelto en papel dorado que sacó del otro bolsillo: el tesoro.

Lo había recibido esa misma mañana, recién salido del laboratorio de Milán. Era el primer perfume que llevaría su nombre.

—Muy bien —dijo regresando sin aliento al comedor, donde lo esperaban las chicas—. ¡Comienza la búsqueda!

Las jóvenes olisquearon primero el aire, después la mesa, se pusieron a cuatro patas, gatearon, se levantaron de nuevo, se chocaron la una con la otra, se enredaron en los visillos. Gritaron: «¡Por aquí, por aquí!». Y Versace disfrutaba como un niño.

Mientras tanto, Francesca había logrado colarse por un diminuto hueco entre la verja del jardín y la baranda de la terraza que se asomaba al lago. No medía más de medio metro aquella abertura peligrosamente inclinada sobre las aguas, pero ella, delgadísima como era, había conseguido introducir un pie, después una pierna y la cadera, luego la otra pierna y, finalmente, la cabeza. La pamela se la pasó Claudia desde el otro lado.

—Tú quédate ahí y vigila —había ordenado Francesca—. Las dos sabemos lo torpe que eres. Eres capaz de engancharte con la verja y caerte al agua, Claudia. Eres muy poco hábil para nadar. Así vestida, con esa ropa tan pesada, podrías ahogarte.

—No me ahogaría, me salvarías tú.

—O nos hundiríamos las dos —había replicado Francesca con brusquedad—. Mejor comprueba que no viene nadie.

—¿Qué crees que encontraremos aquí, Francesca? Han pasado más de ciento cincuenta años desde que murió Sydney Morgan.

—A lo mejor basta con echar un vistazo dentro de la casa para comprender mejor las cosas. Qué era lo que veía por la mañana, desde qué ángulo espiaba a sus vecinos, si desde su habitación observaba los movimientos de alguien que pudiera desear su muerte, o si tal vez presenció algo que nunca debería haber visto.

—¿Un asesinato? ¿Un adulterio? ¿Un robo?

—¡Quién sabe! Por lo pronto, me asomaré a su balcón. Te haré señales desde arriba con la pamela, Claudia. Tú respóndeme agitando tu pañuelo si todo va bien. Si no te veo, sabré que hay algún peligro a la vista.

Francesca había dado un saltito sobre los tacones, que se le clavaron en la tierra húmeda del césped. Desde allí, parapetándose entre el seto y el enorme magnolio de la esquina, se había aproximado a la casa.

Frente a la escalinata de piedra observó que el jardín estaba muy bien cuidado. Los dos parterres dibujaban una medusa de margaritas amarillas sobre la alfombra verde y en cada esquina había una estatua griega de mármol blanco. Se preguntó si esas obras de arte estarían allí desde hacía mucho tiempo o si, por el contrario, se debían al gusto artístico del nuevo propietario.

Conocía muy bien el nombre y la obra de Gianni Versace. Su magnífica
boutique
había abierto sus puertas hacía tres años en la Via della Spiga de Milán, tan sólo un par de meses antes del
desastre
. A Paola Cossentino, su madre, solían invitarla a ese tipo de fiestas. Tenía fama de ser una dama elegante, aunque algo melancólica, y su presencia etérea, casi vaporosa, convertía en oro todo lo que tocaba. Aquella noche, la de la inauguración de la tienda en Milán, Paola regresó a casa con una bolsa de regalo que contenía una vela de olor.

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