La chica sobre la nevera (5 page)

Se encaminaron hacia su casa. Las puntas del pelo de la piel de su padre le producían a Ariel un agradable cosquilleo en el cuello.

El tío del mono

Por la noche volvió Lucach a soñar que estaba en la jungla. Que saltaba de árbol en árbol, comía plátanos y que se follaba a todas las monas.

–Venid, cobardicas –tentaba Lucach a los demás monos con su espesa piel brillándole al sol–, que el tío Lucach os va a enseñar lo que es llevarse el gato al agua.

Pero todos los demás machos se ocultaban y permanecían en sus escondrijos, porque sabían que con Lucach era mejor no tenérselas.

Lucach despertó de su sueño con un espantoso dolor de cabeza. Las heridas que tenía por todo el cuerpo le escocían como un demonio. Algunas supuraban un pus espeso porque, por lo visto, se las había vuelto a rascar mientras dormía. Salió de la jaula, cerró la puerta tras de sí y se encaminó apresuradamente hacia el laboratorio experimental número tres (el laboratorio para la investigación del cáncer de piel). Estaba muy orgulloso de su lugar de trabajo. Mientras que la mayoría de los demás animales eran utilizados para experimentos carentes de importancia, como en el laboratorio dos (cosmética) y en el cuatro (ojo vago), Lucach estaba participando en un experimento realmente importante. Llegó justo a tiempo para la inyección de las nueve. La que se la puso esta vez fue Irene.

–Deja de rascarte las heridas, Lucach –le dijo Irene–, lo único que consigues con eso es ponértelo peor.

Lucach dejó de rascarse. Irene era la que mejor le caía de todos los ayudantes.

–Dime –le preguntó Lucach, mientras ella le inyectaba el específico–, cuando el experimento termine y encontremos el medicamento ese para el cáncer, ¿crees que me permitirán tomarme unas vacaciones? Echo muchísimo de menos la jungla.

Irene le extrajo la aguja del hombro y él la vio triste.

–No te preocupes, Irene –intentó tranquilizarla–, no me iré por mucho tiempo, tú ya me conoces, yo ya no me veo sin trabajar, después de un mes de vacaciones estaré subiéndome por las paredes. Cuando vuelva me presentaré voluntario para el experimento del Alzheimer y así podremos seguir trabajando juntos.

Irene lo abrazó, se echó a llorar y Lucach no supo muy bien qué hacer.

–Hei, mira, tengo una idea –le dijo mientras le acariciaba la nuca–. ¿Y si te tomas también tú unas vacaciones y nos vamos juntos a la jungla? Así te podré enseñar dónde me crié, el paisaje, y te presentaré a mi familia. Te lo pasarás muy bien. Allí todo es tan verde.

Irene no le contestaba y seguía llorando, aunque poco a poco se fue tranquilizando. Cuando dejó de llorar soltó el abrazo de Lucach, dio un paso atrás y sonrió:

–Pues claro que iré contigo –le dijo a Lucach–. Este año sí se avendrán ya a darme unas vacaciones.

–¡Estupendo! –se alegró Lucach mirándola a los ojos, que todavía tenía húmedos–. Allí lo pasaremos de fábula –le prometió–, ya verás lo bien que lo vamos a pasar.

Listo para disparar

Se encuentra en medio del callejón, a unos veinte metros de mí, con la
kefiyya
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cubriéndole el rostro, haciéndome unas provocativas señas con la mano para que me acerque a él.

–¡Combatiente, so maricón! –me grita con un fuerte acento árabe–. ¿Qué te pasa, guerrero? ¿Vuestro sargento pelirrojo te folló ayer por la noche con demasiadas ganas por detrás? ¿No te quedan fuerzas para salir corriendo?

Se desabrocha los pantalones y se saca la polla.

–¿Qué te pasa, soldado, que mi polla no es lo suficientemente buena para ti? ¿Y para tu hermana? ¿Será lo bastante buena para ella? ¿Y para tu madre? Pues para tu amigo Abutbul sí fue lo bastante buena. ¿Cómo está tu amigo Abutbul? ¿Se encuentra mejor, el pobrecillo? Vi que tuvieron que traer un helicóptero para llevárselo. ¡Cómo corría detrás de mí! Media calle me siguió como un asno, ¿y al final? Bum, le reventé la cabeza como una sandía.

Me apoyo el fusil de asalto en el hombro y lo encuadro en el visor.

–Mira, maricón –me grita, al tiempo que se abre la camisa y se ríe–. Dispárame exactamente aquí –y se señala el corazón.

Le quito el seguro al arma y contengo la respiración. Él se queda como está por lo menos un minuto, esperándome, con las manos en la cintura, indiferente. Tengo su corazón, ahí debajo de la piel y de la carne, perfectamente encuadrado en el visor.

–¡Nunca vas a disparar, so cobarde! ¿A lo mejor es que si me disparas tu sargento pelirrojo ya no te va a dar más por atrás?

Bajo el arma del hombro y él me hace un gesto de desprecio.

–Hala, pues me marcho. ¡Marica! Mañana nos vemos. ¿Cuándo toca vigilar la pólvora? ¿De diez a doce? Para entonces vuelvo.

Ya empieza a marcharse en dirección a una de las callejuelas laterales cuando, de pronto, se detiene sonriente.

–Saluda a Abutbul de parte de Hamás, ¿eh? Pídele mil disculpas de mi parte por el ladrillazo.

Levanto con rapidez el fusil hacia el hombro y vuelvo a encuadrarlo en el visor; la camisa ya está abrochada, pero el corazón es mío. En ese preciso instante algo choca contra mí. Caigo sobre la arena y de repente veo a Eli, el sargento, sobre mí.

–Dime, Kramer, ¿te has vuelto completamente loco? –me grita–. ¿Se puede saber qué me estás haciendo aquí con el fusil pegado a la cara como un vaquero cualquiera? ¿Qué te crees que es esto, el lejano Oeste, y que le puedes andar disparando a quien te venga en gana?

–Eli, te juro que no le iba a disparar, que sólo quería asustarlo –le digo, y aparto la vista de su mirada.

–¿Que querías asustarlo? –me grita, a la vez que me zarandea por las correas del chaleco–. ¡Pues cuéntale historias de terror! ¿Cómo se te ocurre apuntarle con un arma cargada y liberar el seguro? –añade, soltándome una bofetada.

–Me parece que tu pelirrojo hoy no te va a querer follar por detrás, más que maricón –oigo gritar al árabe–. Te felicito, pelirrojo, dale por el culo también de mi parte.

–Tienes que aprender a ignorarlos –me dice Eli con una voz jadeante mientras me suelta y se levanta–. ¿Me has oído, Kramer? –y ahora se pasa a un susurro amenazador–: Tienes que aprender a dominarte, porque si te vuelvo a ver haciendo algo parecido me voy a ocupar personalmente de que se te haga un consejo de guerra.

Por la noche alguien ha llamado desde Tel Ha–Shomer para decir que la operación no ha ido demasiado bien y que Jecky seguramente se quedará en estado vegetativo.

–Lo principal es que aprendamos a ignorarlos –le he dicho a Eli entonces–, sigamos así y al final acabaremos por ignorarlos del todo, como Jecky.

–¿Qué broma es ésa, Kramer? –me ha contestado Eli poniéndose de pie de un salto–. ¿Qué te crees, que a mí no me importa Abutbul? Era tan amigo mío como lo era tuyo. ¿Crees que a mí no me están entrando ganas, ahora, de coger el jeep y pasar casa por casa, de arrastrarlos fuera y meterles a cada uno un balazo en la cabeza? Pero si lo hago, seré exactamente igual que ellos. ¿No lo entiendes? ¡Tú no entiendes nada!

Y el caso es que de repente sí lo entiendo todo, lo entiendo muchísimo mejor que él.

Se encuentra en medio del callejón, a unos veinte metros de mí, con la
kefiyya
cubriéndole el rostro.

–Buenos días, maricón –me dice a voces.

–Magnífica mañanita –le respondo en un susurro.

–Oye, marica, ¿cómo está Abutbul? –grita ahora–. ¿Le diste recuerdos de Hamás?

Me quito el chaleco y lo dejo caer al suelo, después me quito el casco.

–¿Qué te pasa, marica? –vuelve a gritarme–.¿Se te ha estropeado el cerebro de tanto como el pelirrojo te ha estado dando por el culo?

Rompo el envoltorio protector de mi vendaje personal y me lo enrollo alrededor de la cara dejándome al descubierto nada más que los ojos. Cojo el fusil. Lo monto. Compruebo que tenga el seguro puesto. Lo sujeto con ambas manos por el cañón, lo muevo en círculo varias veces por encima de mi cabeza y de repente lo suelto. El fusil sale volando por el aire, se desliza un trecho por el suelo y se detiene aproximadamente a media distancia entre ambos. Ahora estoy exactamente igual que él. Ahora también yo tengo posibilidades de vencer.

–Es para ti, asno –le digo a gritos.

Él me mira confundido por un instante, y después echa a correr en dirección al fusil. Él corre hacia el fusil y yo hacia él. Corre más deprisa que yo y va a llegar antes al fusil. Pero yo venceré, porque ahora estoy exactamente igual que él, y él, con el fusil entre las manos, va a estar exactamente como yo. Su madre y su hermana follarán con judíos, sus amigos estarán en los hospitales en estado vegetativo y él estará plantado ante mí como un maricón con el fusil en la mano pero sin poder hacer nada. Así es que ¿cómo voy a poder perder?

Galil coge el fusil cuando me encuentro a menos de cinco metros de él, le quita el seguro, apunta, rodilla en tierra, y aprieta el gatillo. Pero entonces descubre lo que yo ya he descubierto durante este último mes en este infierno: que este fusil vale una mierda. Tres kilos y medio de acero inservible. Con él no se puede hacer nada. Sencillamente, nada de nada. Me llego hasta él antes de que le dé tiempo a incorporarse y le descargo una patada en toda la cara. Cuando cae al suelo lo levanto por el pelo y le quito la
kefiyya
. Veo su rostro frente al mío, lo agarro y lo estampo salvajemente contra un poste de la luz. Una vez, dos veces, tres. A ver qué pelirrojo va a querer ahora darte por atrás.

La novia de Korbi

Korbi era un macarra como cualquier otro. De esos que no sabes si es más tonto que feo. Y como todo macarra tenía también una novia guapa que nadie podía llegar a entender por qué estaba con él. Era castaña, con buen cuerpo, más alta que él, y se llamaba Marina. Siempre que me cruzaba con ellos por la calle cuando iba con Meron, mi hermano mayor, me encantaba ver a éste mover lentamente la cabeza de un lado para el otro, como en un lento gesto que expresaba un «no», en cuanto habían pasado. Como si se dijera para sus adentros: qué desperdicio, qué desperdicio. Según parece también la novia de Korbi disfrutaba con esos movimientos de cabeza de mi hermano, porque siempre le sonreía cuando nos cruzábamos por la calle con ella y con Korbi. Hasta que en un momento dado aquello pasó de una simple sonrisa, y ella empezó a venir a casa y mi hermano a echarme de la habitación. Al principio se quedaba poco rato, sólo un momento al mediodía. Después ya se quedaba horas y todos en el barrio empezaron a saberlo. Todos menos Korbi y Krotochinski, el tonto de su amigo, porque se pasaban el día sentados en unas cajas de fruta dadas la vuelta a la puerta del ultramarinos del persa, jugando al
backgammon
y tomando zumos. Como si, fuera de esas dos cosas, no hubiera nada más que hacer en la vida. Eran capaces de pasarse horas sentados frente al tablero contando miles de puntos de victorias y derrotas que no interesaban a nadie más que a ellos. Cuando pasabas a su lado tenías siempre la sensación de que si el persa no fuera a cerrar la tienda por la noche o Marina no apareciera, se quedarían allí fijos para siempre. Porque si no fuera por Marina y porque el persa le tiraba de la caja que tenía debajo, nada habría conseguido que Korbi se levantara.

Habían pasado unos meses desde que la novia de Korbi empezó a visitarnos en casa. Y eso de que mi hermano me echara de la habitación se había convertido ya en algo tan normal, que creía que aquello duraría eternamente, o por lo menos que nada iba a cambiar antes de que lo mandaran al ejército. Hasta que un día mi hermano y yo fuimos a un campamento juvenil. Estaba un poco lejos de nuestra casa de Ramat Gan, a unos cinco kilómetros. Pero mi hermano se empeñó en que fuéramos a pie y no cogiéramos el autobús, porque creía que sería bueno para él como ejercicio de precalentamiento para el campeonato de salto del campamento juvenil. Atardecía ya, los dos íbamos vestidos con chándal, y al pasar por delante de la tienda del persa, vimos a éste echando el agua de fregar el suelo en el alcorque del árbol de enfrente y a punto de cerrar la tienda.

–¿Has visto hoy a Marina? –le preguntó mi hermano.

El persa le contestó con un ruido similar al de medio chasquido de la lengua, un sonido que aunque no entiendas persa sabes que quiere decir «no».

–Tampoco he visto hoy a Korbi –dijo el persa–, es la primera vez este verano que no viene. No lo entiendo, porque hace un día buenísimo.

Nosotros seguimos andando.

–Seguro que también ha ido con Krotochinski al campamento juvenil –le dije yo.

–¿A mí qué me importa adónde hayan podido ir? –masculló mi hermano–. ¿A quién puede importarle adónde hayan ido?

Pero Korbi no había ido al campamento juvenil. Lo sé porque nos lo encontramos por el camino, en el parque HaYarkon, no lejos del lago artificial. Él y Krotochinski venían hacia nosotros por el sendero. Korbi llevaba en la mano una barra de hierro oxidada y Krotochinski se rascaba la cabeza; no iban hablando entre ellos, sino que avanzaban como si estuvieran concentrados en algo muy importante. No los saludamos, ni ellos a nosotros. Fue sólo cuando nos encontrábamos exactamente junto a ellos, cuando casi los habíamos pasado, cuando Korbi abrió la boca y dijo:

–Hijoputa.

Y antes de que me diera tiempo a comprender lo que estaba pasando, ya le había atizado a mi hermano en pleno vientre con la barra de hierro oxidada, y éste había caído sobre el camino de asfalto y se retorcía de dolor. Intenté llegarme a él para ayudarlo a levantarse, pero Krotochinski me sujetó por detrás.

–Tú –le gritó Korbi a mi hermano mientras, a patadas, le daba la vuelta, de manera que de estar tendido boca abajo pasó a estarlo de espaldas–, tú me
robastes
a mi novia cuando yo estaba con ella –siguió desgañitándose con la cara completamente roja, y antes de que a mi hermano le diera tiempo a contestarle, Korbi le había plantado ya el zapato en el cuello y se apoyaba en él con prácticamente todo su peso.

Intenté soltarme, pero Krotochinski me tenía bien agarrado.

–Sabes muy bien, Meron, que uno de los diez mandamientos habla de lo que tú has hecho –masculló Korbi–, no robarás, se llama, no robarás, pero según parece a ti eso te resbala.

–No cometerás adulterio –dije yo, sin saber por qué, y entonces vi que en el suelo mi hermano ponía los ojos en blanco.

–¿Qué es lo que has dicho? –dijo Korbi cortante, y al volverse hacia mí levantó algo de su peso del cuello de mi hermano, que se puso a toser y a carraspear.

–He dicho que te estarás refiriendo a «no cometerás adulterio» –murmuré–, que es otro mandamiento.

Le rogué al cielo que Meron consiguiera levantarse en ese momento y le partiera la jeta a Korbi.

–¿Crees que eso va a cambiar algo? ¿Que por eso voy a dejar que el maníaco de tu hermano retire el cuello de mi pie? –y volvió a apoyarse hacia delante.

–No –le dije a Korbi–, por eso no, pero quítate de encima de él, Korbi, que lo estás asfixiando, ¿no ves que se ahoga?

Korbi retiró el pie del cuello de mi hermano y vino hacia mí.

–Dime, Gold, tú eres un buen estudiante, ¿no? O por lo menos tienes cara de serlo.

–Regular –susurré.

–No seas modesto, anda, no digas que regular –me dijo Korbi, mientras me rozaba la cara con el dorso de la mano y yo retiraba la cabeza hacia atrás–, tú eres un estudiante de puta madre.

Vi cómo detrás de él, en el suelo, mi hermano intentaba levantarse.

–Así es que ven y dime, Gold –prosiguió Korbi, mientras recogía la barra de hierro de la acera–, ven y dinos tú cuál es el castigo que pone en la Biblia que tiene que recibir el que no cumple los mandamientos.

Me quedé callado. Korbi empezó a hacer saltar la barra de hierro en la mano.

–Venga, Gold –insistió torciendo la boca–, dímelo,
pa
que yo lo sepa, porque soy muy corto, y cuando lo
estudiemos
en clase no me enteré muy bien.

–No lo sé –le dije–, te lo juro por mi madre que no lo sé. Nos enseñaron los mandamientos y punto. No nos dijeron nada de un castigo.

Korbi se volvió hacia mi hermano, que yacía sobre el asfalto, y le soltó una patada en las costillas. Pero sin nervios, con una especie de parsimonia, como quien está aburrido y le da una patada a una lata de Coca-Cola. A Meron le salió una especie de ruidito de la boca, como si ya no le quedaran fuerzas ni para gritar. Me eché a llorar.

–Gold, tío, deja de llorar –me pidió Korbi– y contesta sólo a lo que se te pregunta.

–¡Que no lo sé, joder! –seguí llorando–. ¡Que no sé qué castigo tienen tus mandamientos de la mierda! Y ahora suéltame, gilipollas, y a él también.

Krotochinski me retorció el brazo por detrás de la espalda con una sola mano al tiempo que me daba un capón.

–Esto es por lo que has dicho de la Biblia –me soltó entre dientes–, y esto –y me dio un segundo capón– es por lo que le has dicho a Nisan.

–Déjalo, Kroto, suéltalo –suspiró Korbi–, que bastante jodido está ya por culpa de su hermano –y dirigiéndose ahora a mí con una voz ronca, al tiempo que blandía la barra por el aire, añadió–: Haz el favor de decírmelo, dímelo, por favor, o me cargo a tu hermano.

–Korbi, no –lloraba yo–, no, por favor.

–Pues entonces desembucha –insistió Korbi, manteniendo la barra de hierro en alto–, entonces cuéntanos lo que dijo Dios que merece quien le birla la novia a alguien.

–La muerte –susurré–, quien hace eso tiene que morir.

Korbi echó hacia atrás todo lo que pudo la barra y la lanzó con todas sus fuerzas. La barra fue a parar al lago artificial.

–¿Has oído lo que ha dicho, Kroto? –dijo Korbi–. ¿Has oído bien al pequeño Gold? Que merece morir, y eso –añadió señalando hacia el cielo– no lo he dicho yo, sino que fue Dios quien lo dijo.

Había un no sé qué en su voz, como si también él estuviera a punto de echarse a llorar.

–Vamos –dijo–, larguémonos. Sólo quería que oyeras decir al pequeño Gold quién es el que tiene razón.

Krotochinski me soltó y los dos se fueron de allí. Antes de marcharse, Korbi todavía me pasó el dorso de su caliente mano por la cara y me dijo:

–Eres un tipo muy legal, sí, un buen chico.

En el aparcamiento que hay al lado del parque encontré a alguien que nos llevó a urgencias. Teniendo en cuenta el aspecto que presentaba al llegar allí, Meron acabó saliendo bastante bien parado. Todo se resumió en un collarín que debería llevar un par de meses y algunos moratones por el cuerpo. Korbi no se volvió a acercar ni a mi hermano ni a Marina. Ésta y mi hermano fueron novios durante un año y después rompieron. Una vez, cuando todavía estaban juntos, nos fuimos de excursión toda la familia al mar de Tiberíades. Mi hermano y yo estábamos en la orilla mirando cómo Marina jugaba en el agua con nuestra hermana mayor. Mirábamos cómo salpicaba en todas direcciones con sus bronceadas piernas y cómo su larga cabellera le caía hacia delante tapándole casi por completo aquella cara de facciones perfectas. Y mientras la mirábamos, de repente me acordé de Korbi, de cómo casi se había echado a llorar. Le pregunté a mi hermano sobre aquella tarde en la que nos habían cogido en el parque, si todavía pensaba en eso. Mi hermano me dijo que sí. Nos quedamos un rato en silencio mirando a Marina en el agua. Y después me dijo que pensaba a menudo en ello.

–Dime –le pregunté–, ahora que ella está ya contigo, ¿crees que lo que entonces pasó en el parque mereció la pena?

Nuestra hermana se había dado ahora la vuelta y se protegía la cabeza con las manos, pero Marina no dejaba de salpicarla y de reírse.

–Aquella tarde –dijo mi hermano moviendo el cuello con un gesto lento de un lado para el otro–, no hay nada en el mundo que valga lo de aquella tarde.

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