La chica sobre la nevera (6 page)

Buenas intenciones

En el buzón me esperaba un sobre abultado. Lo abrí y conté el dinero. Estaba todo. Dentro del sobre se encontraba también el nombre del blanco, una foto de carnet y el lugar donde podría encontrarlo. Solté un improperio. No sé por qué, ya que soy un profesional, y de un profesional no cabría esperar un comportamiento así, pero la palabrota, sencillamente, se me escapó de la boca. No, no me habría hecho falta leer el nombre, porque había reconocido a la persona de la foto. Grace. Patrick Grace. El premio Nobel de la Paz. Un hombre bueno. El único hombre bueno que he conocido en mi vida y, con toda probabilidad, el hombre más bueno del mundo.

Con Patrick Grace me había visto una sola vez. Fue en el orfanato de Atlanta. Allí nos trataban como animales. Nos pasábamos los días en medio de la suciedad, apenas nos daban de comer, y si a alguien se le ocurría abrir la boca lo azotaban con un cinturón. Y a menudo, también, aunque nadie la abriera, el cinturón caía sobre nosotros. Cuando Grace fue, se cuidaron de lavarnos, y lo mismo hicieron con esa cloaca que ellos llamaban orfanato. Antes de que entrara Grace, el director nos instruyó bien: el que se queje de algo lo pagará después. Todos habíamos recibido ya lo suficiente como para saber que no se estaba marcando un farol. Cuando Grace entró en nuestras habitaciones nos mantuvimos callados como muertos. Grace intentó hablar con nosotros, pero apenas le contestábamos. A medida que íbamos recibiendo el correspondiente obsequio, volvíamos junto a la cama. Al darle las gracias, él alargó la mano hacia mi cara. Me encogí. Creí que me iba a pegar. Grace me revolvió el pelo con una delicada caricia y sin decir nada me alzó la camisa. Por aquella época yo había abierto mucho la boca. Grace lo pudo apreciar en mi espalda. Al principio se quedó callado, pero después repitió varias veces el nombre de Jesús. Finalmente me volvió a bajar la camisa y me abrazó. Al abrazarme me prometió que nadie más volvería a pegarme. Yo, claro está, no le creí. Nadie es bueno contigo porque sí. En aquel momento pensé que era una treta. Sospechaba que en cualquier momento se iba a quitar el cinturón para pegarme. El rato que me estuvo abrazando lo único que yo quería era que se marchara. Se marchó, y aquella misma tarde cambiaron al director y a todo el equipo. Desde entonces nadie más volvió a levantarme la mano.

A Patrick Grace no volví a verlo, pero leí mucho sobre él en los periódicos. Sobre toda la gente a la que ayudaba y las muchas buenas obras que hacía. Era un hombre bueno. Puede que el más bueno de la Tierra. Él era la única persona en este feo mundo a la que yo le debía algo. Y dentro de dos horas iba a encontrarme con él. Dentro de dos horas debía meterle un balazo entre ceja y ceja.

Tengo treinta y un años. Durante mi vida laboral he recibido veintinueve encargos. Los he cumplido todos. Veintiséis a la primera. Nunca intento comprender a la gente que mato. Nunca intento comprender por qué. El negocio es el negocio y, como ya he dicho antes, soy un profesional. Me he hecho con un buen nombre, y en mi profesión gozar de un buen nombre es lo único que cuenta. Porque ni aparecen anuncios en la prensa ni se obtienen puntos al pagar con la tarjeta de crédito. Lo único que trae hasta mí al cliente es la absoluta seguridad de que el trabajo va a quedar hecho. Por eso siempre me he cuidado mucho de no rechazar ningún encargo. Quien compruebe mi trayectoria no se va a encontrar más que con clientes satisfechos. Con clientes satisfechos y con cadáveres.

Alquilé una habitación que daba a la calle, justamente enfrente de la cafetería. Le dije a la casera que mis demás pertenencias llegarían el lunes y le pagué dos meses por adelantado. Me quedaba una media hora hasta el momento en que había calculado que él iba a llegar. Monté el rifle y gradué el visor de infrarrojos. Me quedaban otros veintiséis minutos. Encendí un cigarrillo. Intenté no pensar en nada. El cigarrillo se consumió y lancé lo que quedaba de él a un rincón de la habitación. ¿Quién querría matar a una persona como ésa? O el mismísimo diablo o un loco. Yo conocía a Grace, él me abrazó cuando yo todavía era un niño, pero el negocio es el negocio. Si te dejas vencer una sola vez por los sentimientos, estás acabado. De la alfombra que había en la habitación empezó a salir humo. Me levanté y pisé la colilla. Dieciocho minutos más, dieciocho minutos más y ya estaría. Intenté pensar en el fútbol, en Dan Marino, en una puta de la calle 42 que me la mama en el asiento de delante del coche. Intenté no pensar en nada.

Él llegó puntualmente a la hora prevista; lo reconocí por la forma de andar, como si flotara, y por el pelo, que le llegaba hasta los hombros. Se sentó en una de las mesas de la terraza, en el sitio más iluminado, de manera que quedaba completamente de cara a mí. El ángulo de visión era perfecto. La distancia, media. Ese disparo podría hacerlo con los ojos cerrados. El punto rojo le apareció junto a la sien, un poco demasiado a la izquierda. Lo corregí hacia la derecha todo lo que pude y contuve la respiración.

Justo en ese momento pasó por allí un viejo con toda la casa metida en unas bolsas de plástico, un sin techo, y es que la ciudad está llena de ellos. En la acera de la cafetería se le rompió una de las asas. La bolsa se le cayó al suelo y de ella salió rodando todo tipo de porquería. Vi cómo a Grace se le tensaba el cuerpo por un instante, cómo torcía la boca muy ligeramente para enseguida levantarse a ayudar. Rodilla en tierra sobre la acera recogió los periódicos y las latas vacías y las fue metiendo en la bolsa. El visor no había perdido el encuadre ni por un segundo. Su rostro era mío. Llevaba el punto rojo del visor grabado en medio de la frente como una joya hindú. Su rostro era mío, iluminado como estaba por la sonrisa que le brindaba al viejo. Como los cuadros de los santos que cuelgan de los muros de las iglesias.

Dejé de mirar por el visor. Clavé la mirada en el dedo del gatillo. El dedo se deslizaba en paralelo al guardamonte, tieso, casi retirado, sin intención alguna de actuar, no tenía sentido seguir haciéndome ilusiones, porque el dedo, sencillamente, no lo iba a hacer. Acerrojé el arma echando el seguro hacia atrás. El proyectil se deslizó fuera de la recámara.

Bajé a la cafetería con el rifle en la maleta. En realidad ya no era un rifle, porque había vuelto a convertirse en cinco inofensivas piezas. Me senté a la mesa de Grace, enfrente de él, y le pedí un café a la camarera. Grace me reconoció de inmediato. Yo era un niño de once años la última vez que lo había visto y, sin embargo, me reconoció sin dificultad ninguna. Hasta se acordaba de mi nombre. Dejé el sobre del dinero encima de la mesa y le dije que alguien me había contratado para que lo matara. Intenté comportarme con sangre fría, que pareciera que ni por un instante había sopesado la posibilidad de cumplir con el trato. Grace me sonrió y dijo que ya lo sabía. Que era él mismo quien había mandado el dinero en el sobre, que deseaba morir. Reconozco que su respuesta no pudo sorprenderme más. Me puse a tartamudear un poco. Le dije que por qué. Le pregunté si padecía alguna enfermedad incurable.

–¿Una enfermedad? –se rió–, pues algo parecido –y al decirlo se le volvió a torcer la boca, como antes, con el mismo gesto que le había visto desde la ventana, y después se puso a hablar–. Desde niño padezco una enfermedad. Sólo que nadie ha intentado curármela, a pesar de que los síntomas están muy claros. Regalaba a los otros niños mis juguetes, nunca mentía, nunca robaba nada. Incluso en las peleas del patio de la escuela nunca tuve la tentación de devolver los golpes, sino que siempre me cuidaba de poner la otra mejilla. Mi bondad compulsiva sólo fue empeorando con los años, pero nadie quería ayudarme. Si, por ejemplo, hubiera manifestado una maldad igual de compulsiva, enseguida me hubieran llevado al psicólogo para intentar detenerla. Pero ¿cuando eres bueno? A la sociedad le resulta muy cómodo ver siempre satisfechas sus necesidades a cambio de alguna que otra expresión de asombro y unos pocos halagos. De manera que yo no hice más que ir de mal en peor. Tanto, que hoy ya no soy capaz de comer sin que en cuanto me meto el primer bocado en la boca no esté buscando a alguien con más hambre que yo para que se termine la comida. Y por la noche no consigo conciliar el sueño, porque ¿cómo va uno a pensar en dormir tranquilamente en Nueva York cuando a veinte metros de la casa de uno hay personas congelándose en los bancos de la calle?

Aquel gesto torcido volvió a apoderarse de la comisura de su boca y todo el cuerpo le empezó a temblar.

–Yo no puedo seguir así, sin dormir, sin comida, sin amor. Porque ¿a quién le queda tiempo para amar con tanto sufrimiento como tenemos a nuestro alrededor? Esto es una verdadera pesadilla. Tienes que entender que yo nunca quise ser así. Es como estar endemoniado pero al contrario, como si estuvieras poseído por un ángel. ¡Maldita sea! Si por lo menos se tratara del diablo, hace ya tiempo que alguien se habría ocupado de acabar conmigo, pero ¿así? –Grace soltó un breve suspiro y cerró los ojos–. Escúchame bien –continuó–, todo el dinero está aquí. Cógelo. Sube a cualquier balcón o azotea y acabemos con esto. Es que yo no puedo hacérmelo a mí mismo, y cada día que pasa es peor. Para mí, sólo el hecho de haberte enviado el dinero, de mantener esta conversación contigo –y se enjugó el sudor de la cara– me resulta difícil, muy difícil. No estoy muy seguro de tener el valor de volverlo a hacer. Así que, por favor, sube a cualquier terraza y acaba con esto. Te lo suplico.

Me quedé mirándolo. Vi su torturado rostro, como el de Jesús en la cruz, exactamente igual al de Jesús. No dije nada. No sabía qué decir. Por lo general siempre tengo la frase adecuada y lista para ser disparada, sin importarme que sea contra un cura confesor, una puta o un agente federal. Pero ¿con él? Con él me había convertido de nuevo en el niño asustadizo del orfanato que se encoge ante cualquier gesto brusco. Se trataba de un hombre bueno, El Hombre Bueno, nunca sería capaz de liquidarlo. De nada serviría intentarlo, porque el dedo, sencillamente, no iba a doblarse.

–Lo siento, señor Grace –susurré al fin–, es que sencillamente no...

–Sencillamente no puedes matarme –sonrió él–, no te preocupes, quiero que sepas que no eres el primero al que le pasa. Dos más ya me han devuelto el sobre antes que tú. Según parece forma parte de la maldición. Sólo que tú, con lo del orfanato y todo eso –añadió, mientras se encogía de hombros–, como cada día que pasa estoy más débil, no sé muy bien por qué había pensado que podrías devolverme el favor.

–Lo siento, señor Grace –susurré, con lágrimas en los ojos–, si yo pudiera...

–No te preocupes –dijo–, lo comprendo. No pasa nada. Deja la cuenta –sonrió al ver el billete que yo había sacado–, que invito yo. No admito discusión. Además, ya sabes, tengo que invitar yo, porque es como una especie de enfermedad.

Empujé el arrugado billete de vuelta al bolsillo. Le di las gracias y me fui. No había dado más que unos pocos pasos cuando oí que me llamaba: me había olvidado el rifle.

Volví a cogerlo. Me maldije para mis adentros porque me sentía como un aficionado.

Tres días después de aquello, en Dallas, disparé a cierto senador. Fue un disparo complicado. Doscientas yardas, medio cuerpo, con el viento de lado. Murió antes de tocar el suelo.

Un afeitado finísimo

Ella le dijo que estaba mucho más guapo afeitado, así que él se afeitó, especialmente para ella. La tersa piel del rostro le brillaba con todo su esplendor cuando la fue a recoger aquella tarde y también el aroma de la loción para después del afeitado era de lo más agradable. Vieron una película, tomaron un café en un sitio cualquiera y, a continuación, él la acompañó a casa en coche. Se trataba, al fin y al cabo, de un segundo encuentro, de manera que él no intentó nada y ni tan siquiera le sugirió subir con ella a su piso. Antes de salir del coche ella le había dado un beso precipitado en la rojiza mejilla y él le había respondido con una tímida sonrisa sin devolverle el beso.

Se trataba de una chica por la que merecía la pena esperar pacientemente.

Pasaría un día, pasaría otro día, pero al final todo terminaría por llegar. Una película, un café, una película más.

Una puesta de sol, un par de veces a la bolera y, finalmente, sería suya.

Ella le dijo que resultaba mucho más agradable afeitado, porque sencillamente los pelos de la barba le picaban por el cuerpo. Y es que, ahora que estaban juntos, ¿dónde iba a poner él la cara que no fuera en su cuerpo? A él ni siquiera se le podía ocurrir pensar en otro sitio mejor. Se afeitaba todos los días, incluso dos veces al día. Eliminaba los incipientes pelos antes siquiera de que les hubiera dado tiempo a asomar, de manera que la estimulada piel parecía estar ardiendo en medio de una especie de cálida rojez. También los dientes se los cepillaba constantemente: tres, cuatro, y hasta cinco veces al día. Subía y bajaba el cepillo, escupía en el lavabo y, a continuación, se enjuagaba bien con agua para eliminar la espuma blanca del dentífrico. Después de todo eso se encontraba a sí mismo mucho más agradable, más estético, y una vez a la semana hasta se pasaba hilo dental por entre los dientes. A ella no le hubiera importado besarlo también si no hubiese hecho todo eso, porque lo amaba, pero no se podía esperar de ella que fuera a poner la lengua en un lugar que oliera mal o que estuviera sucio.

Ella le dijo que las cejas también le molestaban; resultaba difícil irse deslizando así, con los labios, por la pendiente de la frente para besarle los ojos. La cuchilla, al fin y al cabo, era la misma cuchilla, así es que si ya, de cualquier modo, se afeitaba, ¿qué más le daba? Una vez al día, dos, a veces hasta tres. Y también empezó a usar el hilo dental con más asiduidad, hasta el punto de que se compró un rollo entero que, aunque no era más grande que una cajetilla de cigarrillos, tenía diecisiete metros de longitud. Porque lo habían enrollado muy apretado, como los sacos de dormir, que se pueden reducir hasta el tamaño de una baguette. Aprovechó y compró también loción para después del afeitado, un frasco de litro, porque el viejo ya se le había terminado.

Pasó el tiempo y ya llevaban dos meses viviendo juntos; él ocupándose exclusivamente de su higiene personal y ella de todo lo demás. Ni un solo vaso le pedía que fregara. Del pecho para abajo no tuvo necesidad de decírselo, porque él le captó enseguida la mirada. Y la verdad era que ya que se afeitaba antes de cada comida, e incluso con mayor frecuencia, ¿qué más le daba depilarse entero? Incluso las pestañas, porque le picaban en la lengua a ella, que tanto lo amaba, y a la que él le gustaba lampiño, sin recovecos ni partes punzantes. Como todos los demás con los que él se había encontrado en el suelo del salón, tan agradables y cómodos. Al principio había creído que se trataba de unos silloncitos rosados en forma de puf, porque muchas veces la había visto allí sentada tan feliz, así que también él se sentaba en ellos. Resultaban tan agradables y suaves. Les había preguntado cómo lo conseguían, y ellos se lo habían contado todo. Las partes punzantes era por los huesos, pero había un tipo en Rosh Pina que los sacaba con toda facilidad, incluidos el cráneo y la columna vertebral. Ni siquiera dolía, a ella le resultaría mucho más agradable, y eso era, a fin de cuentas, lo único importante. Y es que la sonrisa de ella, cuando se le sentaba encima, lo valía todo.

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