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Authors: Milan Kundera

Tags: #Novela

La lentitud (11 page)

El científico checo se tira y, con algunas poderosas brazadas, se acerca a la mujer.

—¡Déjala! —aúlla el hombre en pijama y se tira también al agua.

El científico está a dos metros de la mujer; su pie ya toca el fondo. El hombre en pijama nada hacia él y aúlla otra vez:

—¡Déjala! ¡No la toques!

El científico checo ha estirado los brazos por debajo del cuerpo de la mujer, que se desploma emitiendo un largo suspiro.

En ese momento, el hombre en pijama ya está muy cerca:

—¡Déjala o te mato!

A través de las lágrimas, no ve nada ante él, nada sino una silueta deforme. La agarra por un hombro y la sacude con violencia. El científico se tambalea, la mujer cae de sus brazos. Ninguno de los dos hombres se ocupa ya de ella, que nada hacia la escalerilla v sube. El científico mira los ojos iracundos del hombre en pijama, y sus ojos se encienden con la misma ira.

El hombre en pijama no aguanta más y le golpea.

El científico siente un dolor en la boca. Inspecciona con la lengua un diente de delante y comprueba que se mueve. Es un diente falso muy laboriosamente atornillado a la raíz por un dentista de Praga que le había ajustado alrededor otros dientes falsos; le había explicado insistentemente que éste le aguantaría todos los demás y que, si un día lo perdía, no escaparía a la fatalidad de la dentadura, por la que el científico checo siente un indecible horror. Su lengua examina el diente que se mueve y se pone pálido, primero de angustia, después de rabia. Toda su vida surge ante él y unas lágrimas, por segunda vez aquel día, le inundan los ojos; sí, llora, y desde el fondo de su llanto una idea le…viene a la cabeza: lo ha perdido todo, sólo le quedan sus músculos; pero esos músculos, sus pobres músculos, ¿de qué le sirven? Como un resorte, esa pregunta pone en un terrible movimiento su brazo derecho. Resultado: una bofetada, una bofetada inmensa como la tristeza de una dentadura, inmensa como medio siglo de enloquecida orgía al borde de todas las piscinas francesas. El hombre en pijama desaparece bajo el agua.

Su caída ha sido tan rápida, tan perfecta que el científico checo piensa que lo ha matado; tras un instante de alejamiento, se inclina, lo levanta, le da unas ligeras palmadas en la cara; el hombre abre los ojos, su mirada ausente se encuentra con la aparición deforme, luego se libera y nada hacia la escalerilla para reunirse con la mujer.

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Esta, en cuclillas en el borde de la piscina, ha mirado atentamente al hombre en pijama, su pelea y su caída. En cuanto él se sube al borde embaldosado de la piscina, ella se levanta y se dirige hacia la escalera, sin girarse, pero con la lentitud suficiente para que él pueda seguirla. Así, sin decir palabra, soberbiamente mojados, atraviesan el vestíbulo (vacío ya desde hace tiempo), se meten por los pasillos y llegan a la habitación. Su ropa chorrea, ellos tiemblan de frío, tienen que cambiarse.

¿Y luego?

Luego, ¿qué? Harán el amor, ¿qué se habían creído? Esa noche lo harán en silencio, ella tan sólo gemirá como alguien a quien se le ha hecho daño. Así todo podrá seguir, y la obra de teatro que acaban de representar por primera vez esa tarde volverá a representarse durante días y semanas. Con el fin de demostrar que ella está por encima de toda vulgaridad, por encima del mundo corriente al que desprecia, lo pondrá otra vez de rodillas, le acusará, llorará, se volverá por ello aún más malvada, le pondrá cuernos, exhibirá su infidelidad, le hará sufrir, él se rebelará, será grosero, amenazará, decidido a hacer algo innombrable, romperá un jarrón, aullará espantosos insultos, momento en que ella simulará tener miedo, le acusará de ser violador y agresor, él volverá a caer de rodillas, volverá a llorar, se declarará culpable de nuevo, luego ella accederá a acostarse con él y así en adelante, y así en adelante durante semanas, meses, años, para toda la eternidad.

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¿Y el científico checo? Con la lengua pegada al diente que se mueve, se dice: esto es lo que queda de toda mi vida: un diente que se mueve y el pánico de verme obligado a llevar dentadura postiza. ¿Nada más? ¿Nada de nada? Nada. En una repentina iluminación, todo su pasado ya no se le aparece como una aventura sublime, rica en acontecimientos dramáticos y únicos, sino como la minúscula parte de un tropel de acontecimientos confusos que atravesaron el planeta a tal velocidad que no pudo distinguirse sus rasgos, hasta tal punto que tal vez tenga razón Berck al tomarlo por húngaro o polaco porque, tal vez, él es realmente húngaro, polaco o quizá turco, ruso o incluso un niño moribundo de Somalia. Cuando las cosas ocurren tan aprisa, nadie puede estar seguro de nada, de nada de nada, ni siquiera de uno mismo.

Cuando evoqué la noche de Madame de T., traje a colación la archí conocida ecuación de uno de los primeros capítulos del manual de la matemática existencia!: el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido. Pueden deducirse varios corolarios de esta ecuación, por ejemplo éste: nuestra época se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente a sí misma. Ahora bien, prefiero invertir esta afirmación y decir: nuestra época está obsesionada por el deseo de olvidar y, para realizar ese deseo, se entrega al demonio de la velocidad; acelera el paso porque quiere que comprendamos que ya no desea que la recordemos; que está harta de sí misma; asqueada de sí misma; que quiere apagar la temblorosa llamita de la memoria.

Querido compatriota y compañero, descubridor de la célebre
Musca Pragensis
, heroico obrero de los andamios, ¡ya no quiero padecer viéndote por más tiempo ahí plantado en el agua! ¡Te vas a poner perdido! ¡Amigo, hermano! ¡No te atormentes! ¡Sal! Vete a dormir. Alégrate de que te olviden. Arrópate en el chal de la dulce amnesia general. Deja de pensar en la risa que te ha herido, esa risa ya no existe, ya no existe corno tampoco existen tus años pasados en los andamios ni tu gloria de perseguido. El castillo está tranquilo, abre la ventana y el olor de los árboles llenará tu habitación. Respira. Son castaños viejos de tres siglos. Su murmullo es el mismo que oyó Madame de T, y su caballero cuando se amaron en el pabellón que entonces se entreveía desde tu ventana, pero que ya no verás, ay, porque quince años después lo destruyeron, durante la revolución de 1789, y del que no quedó más que unas pocas páginas en el cuento de Vivant Denon que tú nunca has leído y, con toda probabilidad, nunca leerás.

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Vincent no ha encontrado su calzoncillo, se ha puesto el pantalón y la camisa sobre el cuerpo mojado y se ha apresurado a correr detrás de Julie. Pero ella es demasiado ágil y él demasiado lento. Recorre los pasillos y comprueba que ella ha desaparecido. Al ignorar dónde está la habitación de Julie, sabe que tiene pocas probabilidades, pero sigue vagando por los pasillos con la. esperanza de que se abra una puerta y de que la voz de Julie le diga: «Ven, Vincent, ven». Pero todo el mundo duerme, no se oye ningún ruido y todas las puertas permanecen cerradas. El murmura: «¡Julie, Julie!». Eleva su susurro, aúlla, su susurro, pero sólo el silencio le contesta. El la imagina. Imagina su rostro, que se ha vuelto diáfano bajo la luz de la luna. Imagina su ojo del culo. ¡Ah, ese ojo del culo desnudo junto a él y que él ha dejado escapar, escapar del todo! Que no ha tocado ni visto. ¡Ah, esa imagen terrible está otra vez allí y su pobre miembro se despierta, se le empina, oh, se empina, inútil, irrazonable y enormemente!

De vuelta a su habitación, se derrumba en una silla y sólo tiene en la cabeza el deseo de Julie. Está dispuesto a hacer cualquier cosa para volver a encontrarla, pero no hay nada que hacer. Ella irá mañana al comedor a desayunar, pero él, ay, estará ya en París en la oficina. No conoce ni su dirección, ni su apellido, ni su empleo, nada. Está solo con su inmensa desesperación, que se materializa en el incongruente tamaño de su miembro.

Hace apenas una hora, éste hacía gala de un loable sentido común al saber conservar dimensiones convenientes, hecho que justificó en un notable discurso con argumentos cuya racionalidad nos había dejado impresionados a todos; pero ahora tengo mis dudas con respecto a la razón de ese mismo miembro, que, esta vez, ha perdido todo su sentido común; sin motivo defendible alguno, se yergue contra el universo como la
Novena sinfonía
de Beethoven, que, ante la lúgubre humanidad, aúlla su himno a la alegría.

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Vera se despierta por segunda vez.

—¿Por qué te crees con derecho a poner la radio a todo volumen? Me has despertado.

—No escucho la radio. Todo aquí está en calma, como no lo está en ningún otro lugar del mundo.

—No, has escuchado la radio y es feo por tu parte. Yo estaba durmiendo.

—¡Te lo juro!

—¡Y además ese himno a la alegría tan imbécil! ¿Cómo puedes escuchar eso?

—Perdóname. Es una vez más por culpa de mi imaginación.

—¿Tu imaginación? ¿Acaso has compuesto tú la
Novena sinfonía
? ¿Empiezas a creerte Beethoven?

—No, no me refería a eso.

—Nunca esa sinfonía me ha parecido tan insoportable, tan desplazada, tan inoportuna, tan puerilmente grandilocuente, tan necia, tan ingenuamente vulgar. No puedo más. Ya es el colmo. Este castillo está embrujado y no quiero quedarme aquí un minuto más. Por favor, vámonos. Además, empieza a amanecer.

Y se levanta.

44

Despunta el alba. Pienso en la escena final del cuento de Vivant Denon. La noche de amor en la alcoba secreta del castillo se terminó con la llegada de una doncella, la confidente, que anunció a los amantes que amanecía. El caballero se viste a toda velocidad, sale pero se pierde por los pasillos del castillo. Temiendo ser descubierto, prefiere salir al parque y simular un paseo matutino como quien, tras un buen sueño, se ha levantado muy pronto.

Con la cabeza aún aturdida, intenta comprender el sentido de su aventura: ¿acaso habrá roto Madame de T. con su amante el Marqués? ¿Está rompiendo ahora? ¿O tan sólo quería castigarlo? ¿Qué mañana tendrá la noche que acaba de terminar?

Perdido en sus interrogantes, ve de pronto ante él al Marqués, el mismísimo amante de Madame de T. Acaba de llegar y se precipita hacia el caballero: «¿Cómo le ha ido?», le pregunta con impaciencia.

El diálogo que sigue le dará a entender al caballero a qué se debe su aventura: había que desviar la atención del marido hacia un falso amante y le había tocado a él ese papel. No precisamente un papel muy brillante, un papel más bien ridículo, reconoce riendo el Marqués. Y como si quisiera recompensar al caballero por su sacrificio, le concede algunas confidencias: Madame de T. es una mujer adorable y sobre todo de una incomparable fidelidad. Sólo tiene una debilidad: su frialdad física.

Vuelven los dos al castillo para presentar sus saludos al marido. Este, acogedor cuando se dirige al Marqués, se muestra desdeñoso con el caballero: le recomienda que se vaya lo antes posible, a lo que el amable Marqués le propone su propia calesa.

Luego, el Marqués y el caballero van a visitar a Madame de T. Al final del encuentro, en el umbral, ella consigue decir unas palabras afectuosas al caballero; éstas son las frases finales tal como nos las transmite la novela: «En este momento, vuestro amor os reclama; la dama que es objeto de este amor es digna de él. (…) Adiós, una vez más. Sois encantador… No me indispongáis con la Condesa».

«No me indispongáis con la Condesa»: son las últimas palabras de Madame de T. a su amante.

Inmediatamente después, las últimas palabras de la novela: «Subí al carruaje que me esperaba. Intenté encontrarle una moral a toda esta aventura, y… no encontré ninguna».

No obstante, la moral está ahí: la encarna Madame de T.: ha mentido a su marido, ha mentido a su amante, el Marqués, ha mentido al joven caballero. Es la verdadera discípula de Epicuro. Amable amiga del placer. Mentirosa dulce y protectora. Guardiana de la felicidad.

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La historia de la novela está contada en primera persona por el caballero. No sabe nada de lo que piensa realmente Madame de T. y es más bien parco cuando habla de sus propios sentimientos y pensamientos. El mundo interior de los dos personajes permanece en la sombra o la penumbra.

Cuando, al alba, el Marqués le habla de la frigidez de su amante, el caballero podría reírse por lo bajo, ya que con él ésta acaba de dar prueba de lo contrario. Pero salvo esta certeza no tiene otra más: lo que Madame de T. ha vivido con él ¿formará parte de su rutina o ha sido ésta una aventura infrecuente, incluso única? ¿Le habrá llegado al corazón, o permanece éste intacto? ¿Se habrá vuelto celosa de la Condesa después de su noche de amor? ¿Serán sus últimas palabras, por las que la encomienda al caballero, sinceras o dictadas por una simple necesidad de seguridad? ¿La llenará de nostalgia la ausencia del caballero, o la dejará indiferente?

¿Y él? Cuando al alba el Marqués se mofó de él, contestó con gracia, consiguiendo mantenerse dueño de la situación. Pero ¿cómo se habrá sentido en realidad? Y ¿cómo, se siente cuando abandona el castillo? ¿En qué piensa? ¿En el placer que acaba de vivir o en su fama de jovenzuelo ridículo? ¿Se siente vencedor o vencido? ¿Feliz o desgraciado?

Dicho de otra manera: ¿puede vivirse en el placer y para el placer, y ser feliz? ¿Es realizable el ideal del hedonismo? ¿Existe esta esperanza? ¿Se vislumbra al menos un tenue fulgor de esta esperanza?

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Está muerto de cansancio. Tiene ganas de tumbarse en la cama y dormir, pero no puede correr el riesgo de no despertarse a tiempo. Tiene que irse dentro de una hora, no más tarde. Sentado en una silla, se pone el casco de motociclista en la cabeza, con la intención de que el peso le impida dormir. Pero estar sentado con un casco en la cabeza y no poder dormir no tiene sentido. Se levanta y decide marcharse.

La inminencia de la partida le recuerda la imagen de Pontevin. ¡Ah, Pontevin! Le hará preguntas. ¿Qué deberá contarle? Si le cuenta lo que ha ocurrido, le hará gracia, seguro, y con él a todos los demás. Porque siempre es divertido cuando un narrador desempeña un papel cómico en su propia historia. Nadie, por otra parte, sabe hacerlo mejor que Pontevin. Por ejemplo cuando cuenta su experiencia con la mecanógrafa que arrastró por los pelos porque la había confundido con otra. Pero ¡cuidado! ¡Pontevin es astuto! Todo el mundo supone que su relato cómico enmascara una verdad mucho más halagadora. Los oyentes le envidian esa chica que le exige que sea brutal e imaginan, celosos, a una mecanógrafa guapa con la que sabe Dios lo que hace. Mientras que si Vincent cuenta la historia de su simulada copulación al borde de la piscina, todo el mundo le creerá y se reirá de él y de su fracaso.

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