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Authors: Hanns Heinz Ewers

La mandrágora (3 page)

—Siéntese usted, señora princesa.

El consejero se hubiera mordido la lengua antes de llamar
Alteza
a aquella mujer. Era su cliente, y no la trataba mejor que a cualquier aldeana.

—Quítese el abrigo.

Pero él no acudió a ayudarla.

—Precisamente acabábamos de escribirle —continuó, leyéndole la linda carta.

—¡Pues no faltaba más! —gritó la princesa Wolkonski—. Mañana por la mañana se enviará.

Abrió su cartera y extrajo de ella una abultada carta.

—Vea usted, querido consejero. Precisamente venía a causa de nuestro asunto. ¿Sabe usted? Éste es el escrito del conde palatino Ormos, de Gross-Becskerekgyartelep.

El señor Gontram arrugó el entrecejo. ¡Era lo único que faltaba! ¡Ni al rey le hubiera dejado hablar de negocios cuando estaba en su casa! Se levantó, y, tomando la carta, dijo:

—¡Bien, bien! Mañana lo arreglaremos en mi despacho.

Ella se defendía:

—Pero es que es muy urgente, muy importante...

El consejero la interrumpió:

—¿Urgente? ¿Importante? ¿Qué sabe usted lo que es importante o urgente? Absolutamente nada. Sólo en mi despacho se puede juzgar.

Y luego, en tono de benévolo reproche:

—¡Señora princesa, usted es una mujer educada! ¿Ha disfrutado usted también de una educación de este carácter? Entonces debe usted saber que no se va por las noches a molestar a nadie con negocios.

Pero ella insistía:

—Pero, querido consejero, ¡en su despacho nunca consigo encontrarle! Sólo esta semana he estado cuatro veces...

—Venga usted la semana próxima. ¿Cree usted que no tenemos que ocuparnos más que de sus cosas? ¿Usted sabe lo que uno tiene que hacer además? El tiempo que me cuesta sólo el asesino Houten... Y ahí se trata de una cabeza, no de un puñado de milloncejos.

Y comenzó, carraspeando incesantemente, a contar una historia eterna con la vida de aquel notable capitán de bandidos, que sólo vivía en su imaginación, y las hazañas jurídicas que él realizaba en favor de aquel incomparable asesino.

La princesa suspiraba, pero oía. También se echaba a reír algunas veces, siempre inoportunamente. Era la única, entre todos los numerosos oyentes de Gontram, que no se enteraba de que éste mentía, y era también la única que no entendía sus chistes.

—¡Bonitas historias para niñas! —chillaba el abogado Manasse. Las dos muchachas escuchaban curiosamente, mirando al consejero con la boca y los ojos muy abiertos.

Pero éste no se dejaba interrumpir:

—¡Ah, bah! Nunca es demasiado pronto para acostumbrarse a esas cosas.

Era como si diera a entender que los asesinos eróticos eran la cosa más vulgar del mundo, como si cada uno se topara diariamente con una docena.

Por fin terminó, y miró al reloj.

—¡Las diez ya! Los niños deben acostarse. Bebeos aprisa otro vaso de ponche.

Las muchachas bebieron y la princesita declaró que no se iba a su casa de ninguna manera. Que tenía tanto miedo, que no podría dormir. Con su miss tampoco..., quizá resultara un asesino erótico disfrazado. Quería quedarse con su amiga. No se cuidó de pedir permiso a su mamá; sólo a Frieda y a la madre de ésta.

—Por mí... —dijo la señora Gontram—. Pero que no se os peguen las sábanas, que tenéis que ir a la iglesia temprano.

Las muchachas asintieron, y se marcharon muy cogidas del brazo.

—¿Tienes miedo tú también? —preguntó la princesita.

Frieda dijo: «Todo lo que papá refiere es mentira.» Pero, a pesar de todo, tenía miedo. Miedo... y, al mismo tiempo, un sentimiento de curiosidad hacia aquellas cosas. No a vivirlas... ¡Oh, no, de seguro que no!; pero pensarlas, poderlas contar también...

—¡Qué pecados para la confesión! —suspiraba.

Arriba se apuró el bol y la señora Gontram fumó todavía un cigarro. El señor Manasse se había levantado y metido en el cuarto de al lado, y el consejero contaba una nueva historia a la princesa, que escondía sus bostezos tras el abanico, tratando a cada paso de tomar la palabra de nuevo.

—¡Ah, querido consejero! —dijo rápidamente—, ¡casi lo había olvidado! ¿Puedo venir mañana con el coche o recoger a su señora? Un pequeño paseo a Rolandseck...

—De acuerdo —respondió él—, de acuerdo... Si ella quiere...

Pero la señora Gontram dijo:

—No puedo salir.

—¿Por qué no? —preguntó la princesa—. Le sentaría a usted muy bien salir un poco a respirar este aire de primavera.

La señora Gontram se quitó, despacio, el cigarro de entre los dientes.

—No puedo salir: no tengo un sombrero decente que ponerme.

La princesa se echó a reír, como si lo tomara a broma. Mañana mismo, a primera hora, enviaría a la modista con las últimas modas de primavera y tendría dónde elegir...

—Por mí... —decía la de Gontram—. Pero entonces envíe usted a la Becker, la de la calleja de Quirino..., que tiene los mejores.

Y se levantó lentamente, contemplando, meditativa la apurada colilla:

—Y ahora me voy a dormir... ¡Buenas noches!

—¡Oh, sí; ya es tiempo!... Yo también me voy —dijo rápidamente la princesa. El consejero la acompañó hasta abajo y, a través del jardín, hasta la calle. La ayudó a subir al coche y cerró, con aire meditabundo, la puerta del jardín.

Cuando volvió, su mujer estaba a la puerta de la casa con una bujía encendida en la mano.

—No podemos acostarnos —dijo tranquilamente.

—¿Qué? ¿Por qué no? —preguntó él. Ella repitió:

—No podemos acostarnos... Manasse está tendido en la cama...

Subieron la escalera hasta el segundo piso y entraron en el dormitorio. En el inmenso tálamo yacía atravesado, durmiendo a pierna suelta, el pequeño jurista. Sus vestidos colgaban, cuidadosamente ordenados, de una silla, las botas al lado. Había tomado del armario una camisa de dormir limpia y se la había puesto. Junto a él, hecho una bola, como un puercoespín, dormía Cyklop.

El consejero Gontram tomó la bujía y alumbró.

—¡Y todavía me reprocha este hombre que soy vago! —dijo, con admirativos meneos de cabeza—. ¡Y él es vago hasta para ir a casa!

—¡Pst —dijo la mujer—, pst...!; vas a despertar a los dos.

Sacaron ropa de un armario y salieron con mucho tiento. La señora Gontram preparó abajo, sobre los sofás, dos camas.

Y se durmieron.

* * *

Todos dormían en la vasta casa. Abajo, junto a la cocina, Billa, la recia cocinera, y, junto a ella, los tres perros. En el cuarto de al lado, los cuatro chicos traviesos: Philipp, Paulche, Emilche y Jösefche. Arriba dormían las dos amigas, en el dormitorio de Frieda, que tenía un gran balcón, y Wölfchen, pared por medio, con su negra colilla; en el salón, los esposos Gontram. En el segundo piso roncaban a porfía Manasse y su Cyklop, y en lo más alto, en la buhardilla, descansaba Söfche, el cuerpo de casa, que había vuelto del baile y había trepado, a escondidas, escaleras arriba. Todos dormían, dormían. Cuatro seres humanos y cuatro inquietos perros.

Pero había algo que seguía insomne, que se deslizaba cautelosamente alrededor del vasto caserón.

Fuera, frente al huerto, fluía el Rin; levantaba su pecho, ceñido por los muros, y contemplaba las villas dormidas y se apretaba amorosamente contra la vieja Aduana. Gatas y gatos se escurrían entre los arbustos, bufaban, mordían, se arañaban, se lanzaban con ojos centelleantes de ardor unos contra otros y se poseían lascivos con una voluptuosidad dolorosa y atormentada. De más allá, de la ciudad, llegaba el cantar ebrio de los estudiantes.

Algo se arrastraba alrededor de la casa blanca junto al Rin. Se deslizaba por el huerto, ante los bancos rotos y las sillas cojas, y contemplaba complacido la danza sabática de los gatos en celo.

Subía a la casa, arañaba las paredes haciendo caer el estuco; batía las puertas, haciéndolas trepidar ligeramente, tan suavemente como si fuera una brisa.

Y ya estaba en la casa. Subía de puntillas todos los peldaños, se arrastraba cauteloso por todas las habitaciones, se detenía y miraba en torno suyo sonriendo quedo.

Sobre el aparador de caoba había maciza plata, ricos tesoros de los días del Imperio, pero los vidrios de las ventanas habían saltado y las grietas estaban recubiertas de papel. De las paredes colgaban buenos cuadros holandeses de Koekkoek, Verboekhoeven, Verwée y Jan Stobbaerts. Pero tenían rasgones y los antiguos marcos dorados estaban negros por las telarañas. La magnífica araña procedía del mejor salón arzobispal, pero las moscas habían ennegrecido sus rotos prismas.

Algo se deslizaba por la casa silenciosa y dondequiera que llegaba se quebraba algo. Una insignificancia indigna de nombrarse. Pero así una y otra vez.

Dondequiera que llegaba, un ligero murmullo brotaba de la noche: el claro crujir de un entarimado, o un clavo que se desprendía, o un viejo mueble que se combaba. Algo crujía en los cajones vacíos o tintineaba extrañamente entre las copas.

Todos dormían en la vasta casa junto al Rin. Pero algo se deslizaba cautelosamente por todos sus rincones.

CAPÍTULO II
Que refiere cómo se concibió el pensamiento Alraune

El sol había caído ya y las bujías ardían en las arañas del salón al llegar el consejero ten Brinken. Su aspecto era bastante solemne, de frac, con una gran estrella sobre la blanca pechera y una cadena de oro en el ojal, de la cual pendían veinte pequeñas condecoraciones. El consejero Gontram se levantó a saludarle, hizo las presentaciones y el anciano señor dio vuelta a la mesa con una sonrisa pálida, diciendo a cada uno una palabra agradable. Por fin se detuvo ante las muchachas en cuyo honor se daba la fiesta y les entregó lindos estuches de piel con sortijas: un zafiro para la rubia Frieda y un rubí para la morena Olga, pronunciando ante las dos una sabia arenga.

—¿Quiere usted acompañarme, señor consejero? —preguntó Sebastian Gontram—. Aquí estamos desde las cuatro... ¡Diecisiete platos! Ahí está el menú. Pida usted lo que quiera.

Pero el consejero dio las gracias. Había comido ya.

Entonces entró la señora Gontram, con traje de cola de seda azul, un poco pasado de moda, y con peinado alto.

—¡No podemos tomar helado! —gritó—. Billa ha metido en el horno el Fürstpückler.

Los invitados se echaron a reír. Algo así tenía que pasar. De otra manera, no se sentía uno a gusto en casa de Gontram. Y el abogado Manasse gritó que se debían entrar las fuentes, que aquello no se veía todos los días, un ¡Fürstpückler acabado de salir del horno! El consejero ten Brinken buscaba una silla. Era pequeño, afeitado, con los sacos lacrimales hinchados bajo los ojos. Era bastante feo, los labios abultados y colgantes y la nariz caída y carnosa. El párpado izquierdo se entornaba, hasta cubrir el ojo casi enteramente, mientras que el derecho miraba, muy abierto oblicuamente, como al acecho. Alguien dijo a su espalda: «Buenos días, tío Jakob.»

Era Frank Braun. El consejero se volvió; le era un poco desagradable encontrar allí a su sobrino.

—¿Tú aquí? —preguntó—. Debía habérmelo figurado.

El estudiante se echó a reír.

—¡Naturalmente! ¡Eres tan sabio, tío!... Y has venido oficialmente, como consejero secreto efectivo y profesor ordinario de la Universidad, soberbiamente adornado con todas tus condecoraciones... En cambio, yo estoy aquí completamente de incógnito. Me he escondido en el bolsillo del chaleco la banda de la Corporación.

—Esto prueba que no tienes la conciencia tranquila —le dijo su tío—. Si tú...

—Sí, sí —le interrumpió Frank Braun—; cuando sea tan viejo como tú, etc. Era esto lo que querías decir, ¿verdad? Gracias a Dios, no tengo más que veinte años y me encuentro con ellos perfectamente bien.

El consejero se sentó:

—Perfectamente. Ya me lo figuro. Vas por el cuarto curso y no haces otra cosa que andar de camorras y borracheras, tirar a la esgrima, pasear a caballo, amar y hacer necias calaveradas. ¿Te ha mandado tu madre para eso a la Universidad? Di, muchacho: ¿has estado siquiera una vez en clase?

El estudiante llenó dos copas.

—Bebe, tío Jakob, y podrás oírme más tranquilo. Bueno. He estado en clase, sí, señor. Y no sólo en una, sino en todo un curso. Una vez para cada materia. Y no pienso ir más a menudo. Salud.

—Salud —dijo alzando también la copa el consejero—. ¿Y crees tú que esto basta?

—¿Si basta? —dijo riendo Frank Braun—. Yo creo que sobra. Ha sido completamente superfluo. ¿Qué tengo yo que hacer en clase? Es posible que otros estudiantes aprendan una pila de cosas con vosotros los profesores; pero siguiendo ese método tiene que paralizarse su cerebro. Y el mío no lo está. Yo os encuentro a todos y a cada uno en particular increíblemente tontos, necios y aburridos.

El profesor le miró con los ojos muy abiertos.

—Tienes una formidable petulancia, querido —respondió con tranquilidad.

—¿De verdad?

El estudiante se recostó cruzando una pierna sobre otra.

—¿De verdad? No lo creo, pero pienso que, aunque así fuera, nada importaría. Porque mira, tío: yo sé perfectamente por qué digo todo esto. Primeramente, para enfadarte un poco..., porque te pones tan cómico cuando te enfadas... Y después, para oírte decir que tengo razón. Tú, por ejemplo, tío Jakob, eres con toda seguridad un viejo zorro, muy ladino, muy hábil e inteligente, y sabes una porción de cosas; pero en clase eres tan intolerable como tus respetables señores colegas. Dime tú mismo si te gustaría disfrutar de sus cursos.

—¿Yo? De seguro que no —dijo el profesor—. Pero esto es cosa distinta. Cuando tú... Bueno, ya sabes. Y ahora dime qué diablos te trae por aquí. Me concederás que no es ésta una casa en la que tu madre te vería con gusto. En cuanto a mí...

—Bueno, bueno —gritó Frank—. Por lo que se refiere a ti lo sé todo perfectamente. Tú has alquilado esta casa a Gontram; y como él no es, seguramente, pagador puntual, es bueno dejarse ver de vez en cuando. Su mujer te interesa, claro está, como médico... Todos los médicos de la ciudad están entusiasmados con ese fenómeno sin pulmones. Además está ahí la princesa, a quien tu desearías vender tu castillo de Mehlem; y finalmente, tío, están las dos gatitas. Cosa rica, ¿eh? ¡Oh! Lo digo guardando todos los respetos. Ya sé que en ti todo es honorable, tío Jakob.

Calló, encendió un cigarrillo y lanzó una bocanada de humo. El profesor, venenoso y en guardia, le lanzó la oblicua mirada de su ojo derecho.

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