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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (12 page)

Un muerto. Quedan seis.

—Seis y uno —dijo ella en voz baja.

Amistoso abrió unos ojos como platos y se la quedó mirando. Y ella no supo por qué lo hacía.

—¿Qué tal es? —Escalofríos seguía vigilándola desde las sombras.

—¿A qué te refieres?

—A la venganza. ¿Le hace sentirse mejor?

Monza no estaba muy segura de sentir otra cosa que no fuese dolor, el que atenazaba la mano que se había quemado y el que sentía en la mano rota, por no hablar del que le subía por las piernas y le llegaba hasta el cráneo. Benna seguía muerto y ella seguía siendo una lisiada. Mantuvo el gesto torcido y no contestó.

—¿Queréis ayudarme a quitar eso de ahí? —Amistoso señaló con una mano el cadáver mientras en la otra enarbolaba una pesada hacha.

—Aseguraos de que nadie lo encuentre.

Amistoso agarró a Gobba por los tobillos y comenzó a acercarlo al yunque, dejando un rastro de sangre por el suelo.

—Lo trocearemos y lo arrojaremos a las alcantarillas. Las ratas se encargarán de él.

—Es más de lo que se merece —pero Monza se sentía un poco mareada. Necesitaba una pipa. Para pasar lo que quedaba de día.

Una pipa le asentaría los nervios. Sacó una bolsa de pequeño tamaño, la única que contenía cincuenta escamas, y la lanzó a Escalofríos.

—¿Está todo? —las monedas bailotearon cuando agarró la bolsa.

—Lo está.

—De acuerdo —hizo una pausa, como si quisiera decir algo y lo hubiese olvidado—. Lo siento por su hermano.

Ella miró su rostro bajo aquella luz. Su mirada penetrante intentaba averiguar lo que él sabía. Apenas sabía nada de ella y de Orso. Casi nada de lo que fuera, algo que era evidente sólo con mirarle. Pero sí sabía luchar, como ella misma había podido ver. Había ido solo a ver a Sajaam, y para eso se necesitaba coraje. Era un hombre con coraje y, quizá, también con moral. Un hombre con orgullo. Eso quería decir que también podía mostrarle algo de lealtad, siempre que consiguiese que se fijase en ella. Y los hombres leales eran una mercancía muy rara en Styria.

Jamás había estado sola durante mucho tiempo. Benna siempre había estado a su lado. O, bien mirado, detrás de ella.

—Estás triste —dijo Monza.

—Así es. Yo también tenía un hermano —y se volvió hacia la puerta.

—¿Quieres seguir trabajando conmigo? —echó a andar sin dejar de mirarle, llevando la mano buena hacia su espalda para tocar el mango de un cuchillo. Él había escuchado su nombre junto con el de Sajaam y el de Orso, lo que era suficiente para que los mataran diez veces seguidas. De una u otra manera, tenía que quedarse con ella.

—¿Se refiere a hacer más trabajos como éste? —frunció el ceño al contemplar el serrín manchado de sangre que ella pisaba con sus botas.

—Me refiero a matar. Puedes decirlo —entonces no supo si darle una puñalada en el pecho o en la barbilla, o esperar a que se volviera para apuñalarle por la espalda—. ¿Qué te parece? ¿Te apetece seguir ordeñando la cabra?

Él movió la cabeza, y sus largos cabellos ondearon.

—Quizá le parezca extraño, pero vine hasta aquí para ser mejor persona. Seguro que usted tendrá sus razones, pero creo que, si le hiciera caso, no tomaría el camino apropiado.

—Seis hombres más.

—No. No. Ya he terminado —era como si quisiera convencerse a sí mismo—. No me importa cuánto…

—Cinco mil escamas.

Aunque hubiera abierto la boca para volver a decir «no», la palabra no salió por sus labios. Se la quedó mirando. Al principio, impresionado, luego pensativo. Intentando calcular cuánto dinero sería todo eso. Todo lo que podría comprar con él. Monza siempre tenía el don de calcular el precio de un hombre. Todos los hombres tienen un precio.

Ella dio un paso adelante y le miró a los ojos.

—Sé que eres un buen hombre, pero también un tipo duro. El tipo de hombre que necesito —miró su boca y se echó hacia atrás—. Ayúdame. Necesito tu ayuda y tú necesitas mi dinero. Cinco mil escamas. Con todo ese dinero te será mucho más fácil ser mejor persona. Ayúdame. Podrías comprar medio Norte. Y convertirte en rey.

—¿Y quién dice que quiera ser rey?

—Pues conviértete en reina, en lo que tú quieras. No voy a decirte lo que tienes que hacer —se inclinó sobre él, tan cerca que le echó el aliento en el cuello—. Mendigar un trabajo. Ya me dirás si no resulta penoso ver a alguien con tu orgullo en ese estado —y apartó la mirada—. Pero no puedo obligarte.

Él no se movía, sopesando la bolsa. Pero ella ya había apartado la mano del cuchillo. De hecho, ya conocía la respuesta. Como había dicho Bialoveld,
el dinero supone algo diferente para cada hombre, pero siempre algo bueno.

Cuando él la miró, su rostro ya se había endurecido.

—¿A quién hay que matar?

En aquellas ocasiones, Monza solía sonreír disimuladamente, para luego comprobar que Benna le devolvía una sonrisa similar.
Hemos vencido una vez más
. Pero Benna estaba muerto, y los pensamientos de Monza estaban puestos en el hombre que iba a formar parte de su vida.

—A un banquero.

—¿Un qué?

—Un hombre que cuenta dinero.

—¿Uno que hace dinero al contar dinero?

—Exactamente.

—Qué extrañas costumbres tiene aquí su gente. Y, ¿qué hizo?

—Mató a mi hermano.

—¿Más venganza?

—Más venganza.

—Puede considerarme contratado —Escalofríos asentía—. ¿Qué necesita?

—Que eches una mano a Amistoso para tirar la basura, y nada más por esta noche. En Talins no hay que perder el tiempo.

Escalofríos volvió a mirar el yunque y se sobresaltó ligeramente. Luego desenvainó el cuchillo que ella le había dado y se acercó a donde Amistoso había comenzado a trabajar con el cadáver de Gobba.

Monza miró su mano izquierda, cuyo dorso estaba manchado con unas cuantas motitas de sangre. Los dedos aún le temblaban un poco. Por acabar de matar a un hombre, o por no matar a otro más, o porque necesitaba una pipa. No estaba segura.

Quizá fuera por las tres cosas.

II. WESTPORT

«
La gente se acostumbra a que la envenenen poco a poco.
»

VÍCTOR HUGO

Durante el primer año siempre estaban hambrientos, y Benna tenía que ir a mendigar al pueblo mientras Monza labraba y recogía leña.

El segundo año tuvieron una cosecha mejor y plantaron en una pequeña parcela que estaba cerca del granero, y cuando cayeron las nieves y convirtieron el valle en un lugar de blanco silencio, el viejo Destort, que era el molinero, les proporcionó algo de pan.

El tercer año hizo mejor tiempo y la lluvia cayó a su debido momento, y Monza obtuvo una cosecha muy buena en el campo de arriba. Una cosecha mejor que las que conseguía su padre. El precio estaba muy alto por los problemas en la frontera. Tendrían dinero y podrían arreglar el tejado, y Benna se compraría una camisa nueva. Monza miraba las olas que el viento formaba en el trigo, sintiendo ese orgullo que siempre da el hacer algo con las propias manos. Aquel orgullo del que su padre solía hablarle.

Poco días antes de la siega se despertó en la oscuridad y escuchó ruidos. Despertó a Benna, que dormía con ella, y le puso una mano en la boca. Tomó la espada de su padre, abrió lentamente la ventana y ambos salieron en silencio por ella y llegaron al bosque, ocultándose entre las zarzas que había detrás de un tronco.

Delante de la casa había varias figuras de negro, con unas antorchas que parpadeaban en la oscuridad.

—¿Quiénes son?

—Shhhh.

Escuchó cómo tiraban la puerta abajo y hacían ruido al moverse por dentro de la casa y del granero.

—¿ Qué quieren?

—Shhhh.

Entraron en el campo y lo incendiaron con las antorchas, de suerte que el fuego prendió en el trigo y lo incendió por completo. Escuchó los aplausos de uno de ellos. Y las risotadas de otro.

Benna miraba ensimismado, el rostro ligeramente iluminado por un color naranja que cambiaba, mientras los regueros de las lágrimas brillaban en sus mejillas menudas.

—Pero, ¿por qué querrían… por qué querrían…?

—Shhhh.

Monza vio el humo ascendiendo en volutas por la noche iluminada. Todo su trabajo, todo su sudor, todo su dolor. Siguió allí después de que aquellos hombres se hubiesen ido, viendo cómo ardía.

A la mañana siguiente llegaron más hombres. Gente de los alrededores del valle, con rostros graves y vengativos, el viejo Destort a la cabeza, con una espada a la cintura y sus tres hijos a la espalda.

—Entonces, ¿se fueron de allí? Tenéis suerte de seguir vivos. En el valle mataron a Crevi y a su mujer. También a su hijo.

—¿Qué vais a hacer?

—Vamos a perseguirlos y luego a colgarlos.

—Iremos con vosotros.

—Mejor sería que…

—Iremos con vosotros.

Destort no siempre había sido molinero y sabía lo que se hacía. A la noche siguiente alcanzaban a los saqueadores, que habían tirado hacia el sur y acampado al amparo de unos fuegos, pero sin poner centinelas. Eran más ladrones que soldados. También había entre ellos granjeros, de este lado de la frontera más que del otro, que habían decidido ajustar por su cuenta varias deudas pendientes mientras sus señores intentaban hacer lo propio con las suyas.

—El que no esté dispuesto a matar, que se quede aquí — Destort desenvainó su espada, y los demás aprestaron sus cuchillas de carnicero, sus hachas y sus lanzas improvisadas.

—¡Espera! — dijo Benna en voz baja mientras agarraba a Monza del brazo.

—No.

Corrió en silencio y despacio con la espada de su padre en la mano, mientras los fuegos del campamento bailaban entre los negros árboles.

Escuchó un grito, el chocar de los aceros, el tañido de la cuerda de un arco.

Salió de los zarzales. Había dos hombres acostados junto a un fuego en el que hervía un puchero. Uno de ellos tenía la barba espesa y agarraba un hacha de leñador con la mano. Antes de que pudiera incorporarse, Monza le acertó entre los ojos, haciéndole caer con un grito. Cuando el otro intentó salir corriendo, ella le atravesó la espalda antes de que hubiese dado un paso. El barbudo gemía sin parar, agarrándose la cara con las manos. Ella le clavó la espada en el pecho y él aún pudo dar unos cuantos quejidos, callándose después.

Miró ceñuda los dos cadáveres, mientras el sonido de la lucha se hacía más tenue. Benna salió de entre los árboles y cogió la bolsa que el hombre de la barba llevaba al cinto, desparramando en su mano un buen montón de monedas de plata.

—Hay diecisiete escamas.

Dos veces el precio que habrían conseguido por toda la cosecha. Con unos ojos como platos, acercó a su hermana la bolsa del otro hombre.

—En ésta hay treinta.

—¿Treinta?

Monza miró la sangre que había en la espada de su padre y pensó en lo extraño que le parecía que acabara de convertirse en una asesina. Y lo extraño que le parecía que hubiese sido tan fácil. Más fácil que destripar aquel suelo lleno de piedras para poder vivir. Mucho, pero mucho más fácil. Después de aquello, esperó a que el remordimiento acabara por llegar. Esperó durante largo tiempo.

Pero nunca llegó.

Veneno

Era, precisamente, el tipo de tarde que a Morveer más le gustaba. Inestable, incluso desapacible, pero perfectamente tranquila, inmaculadamente clara. El brillante sol relucía a través de las desnudas ramas negras de los árboles frutales, suscitando raros destellos dorados en los trípodes de cobre mate, las barras y los tornillos, chispeando de manera nunca vista entre la maraña de brumosos cachivaches de cristal. Nada mejor que trabajar fuera de casa cuando el día es tan bueno, con la ventaja añadida de que cualquier vapor letal que pueda desprenderse se disipa al momento sin hacer daño. A fin de cuentas, las personas que tenían la profesión de Morveer solían ser despachadas con frecuencia por sus propios agentes tóxicos, y él no tenía la intención de convertirse en una de ellas.

Morveer sonrió por encima de la ondeante llama del mechero, asintiendo al tamborileo del serpentín y la retorta, al suave silbido del vapor que se escapaba, al industrioso gorgoteo de las burbujas producidas por los reactivos y a las pequeñas explosiones que creaban. Aquellos sonidos eran para Morveer como el de la hoja para el maestro espadero al ser desenvainada, como el tintineo de las monedas para el maestro comerciante. Los sonidos de un trabajo bien hecho. A pesar de todo aquello, miraba el rostro de Day con una agradable satisfacción, también con concentración, a través del vidrio deformante del frasco.

Aquel rostro era ciertamente hermoso: con forma de corazón y rodeado de rizos rubios. Pero su belleza no tenía nada que ver con aquellas otras que son vistosas y amenazadoras, porque se veía realzada por un aura de inocencia que desarmaba a cualquiera. Un rostro capaz de suscitar una respuesta positiva, pero no un comentario. Y por aquel rostro, más que por cualquier otra cosa, Morveer la había elegido. Él nunca hacía nada por casualidad.

Una gema de humedad comenzó a formarse en la parte superior del serpentín. Se estiraba, se hinchaba, se soltaba del vidrio, una gota que chispeaba en el aire, y caía silenciosamente al fondo del frasco.

—Excelente —musitó Morveer.

Aparecieron nuevas gotas que cayeron en solemne procesión. Como la última se adhirió obstinadamente al borde, Day se acercó hasta el frasco para golpearlo suavemente. La gota cayó y se juntó con las demás, convirtiéndose a los ojos de cualquiera en algo parecido al agua que queda en el fondo de un frasco. Apenas suficiente para mojarle a uno los labios.

—Con mucho cuidado, querida mía, con mucho, mucho cuidado. Tu vida pende de un hilo. Tu vida y la mía.

Ella oprimió su labio inferior con la lengua, desenroscó el serpentín y lo dejó encima de la bandeja. Los demás aparatos le siguieron uno tras otro, lentamente. La aprendiza de Morveer tenía unas manos bonitas y delicadas. Pero rápidas, como debía ser. Introdujo cuidadosamente un corcho en la boca del frasco, lo apretó y luego levantó el frasco a contraluz, para que los rayos del sol convirtieran aquellas parcas gotas de fluido en diamantes líquidos. Sonrió. Una sonrisa inocente, preciosa, ciertamente inolvidable.

—No parece mucha cantidad.

—Eso es, precisamente, lo interesante. Es incoloro, inodoro e insípido. Y, aún así, la gota más infinitesimal que se beba, el vapor más tenue que se inhale, incluso el toque más suave con él en la piel, matará a un hombre en cuestión de minutos. No hay antídoto, no hay remedio, no hay inmunidad para él. Realmente es… el rey de los venenos.

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