Read La mejor venganza Online

Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (7 page)

—Gira, bastarda, gira.

Por fortuna, la cerradura no era cara. Los resortes cedieron y giraron con un sonido de satisfacción. Ella agarró el pomo y abrió la puerta.

Era de noche, una noche bastante desagradable. La fría lluvia azotaba un patio cubierto de hierbajos cuyos extremos relucían tenuemente bajo la luz de la luna, el cual se hallaba rodeado por unas paredes medio derruidas y empapadas de agua. Al otro lado de una valla desvencijada se erguían varios árboles en cuyas ramas se agazapaba la tiniebla. Una noche muy desagradable para que una inválida la pasara al raso. Pero el viento helado que azotaba su rostro y el aire fresco que se le metía por la boca lograron que volviera a sentirse como un ser vivo. Mejor helarse en libertad que pasar un instante más rodeada de huesos. Entró titubeante en la lluvia, cojeando por el jardín, pinchándose con las ortigas. Marchó hacia los árboles, entre sus troncos relucientes, y se apartó del sendero sin mirar atrás.

Una larga pendiente que recorrió con los labios apretados, doblada en dos, la mano buena apoyada en el suelo embarrado para impulsarse hacia delante. Rezongaba ante cada traspié, mientras todos sus músculos chasqueaban. La lluvia caía negra de las negras ramas, serpenteaba entre las hojas caídas, reptaba entre sus cabellos y los pegaba a su cara, reptaba entre sus ropas robadas y llegaba hasta su piel en carne viva.

—Un paso más.

Tenía que poner distancia entre ella y el jergón, los cuchillos y aquella cara floja, blanca e inexpresiva. Entre ella y aquella cara, y también entre ella y la cara que había visto en el espejo.

—Un paso más… un paso más… un paso más.

El suelo negro corría hacia atrás, su mano se arrastraba por el barro húmedo, por las raíces de los árboles. Hacía muchos años que había seguido a su padre mientras él hundía la reja del arado, arrastrando la mano por la tierra recién abierta, en busca de piedras.

¿Qué haría yo sin ti ?

Se había arrodillado en el frío bosque, al lado de Cosca, esperando la emboscada, su olfato lleno del olor húmedo y tostado de los árboles, el corazón a punto de estallar por el miedo y la excitación.

Tienes el diablo en el cuerpo.

Pensó en todo lo que necesitaba para seguir en pie, y los recuerdos avanzaron por delante de sus pesadas botas.

Por la terraza, y acabemos de una vez.

Se detuvo en seco, aún agachada, lanzando el humeante aliento a la húmeda noche. No tenía ni idea de lo lejos que había llegado, ni de dónde había comenzado a andar ni de adónde iba. Para entonces, apenas le importaba.

Apoyó una vez más la espalda contra el delgado tronco de un árbol, agarró el cierre de su cinturón con la mano buena y empujó con el dorso de la otra. Hasta que consiguió abrir el maldito trasto, tardó una eternidad de dientes apretados. Al menos no tenía que quitarse los pantalones. Bajó su huesudo trasero, y sus piernas llenas de cicatrices se flexionaron para equilibrar su peso. Se detuvo un momento, preguntándose cómo podría volver a levantarlas.

Sólo una batalla a la vez, había dicho Stolicus.

Se agarró a una rama baja, resbaladiza por la lluvia, se colocó bajo ella y llevó la mano derecha hasta su camisa mojada, mientras le temblaban las desnudas rodillas.

—Adelante —dijo con un siseo, intentando que se le relajara la encogida vejiga—. Si hay que hacerlo, hazlo. Hazlo. Sólo…

Lanzó un gruñido de satisfacción cuando su orina cayó en el barro, se mezcló con la lluvia y avanzó colina abajo en un reguero. La pierna derecha le quemaba más que nunca y los marchitos músculos le hacían estremecerse. Torció el gesto cuando intentó soltar su mano de la rama y desplazar su peso hacia la otra pierna. En un instante febril, uno de sus pies la abandonó y ella cayó de espaldas y sin resuello, abandonada toda razón por el fugaz recuerdo de la caída. Se mordió la lengua mientras su cabeza se hundía en el barro, se deslizó uno o dos pasos y pudo detenerse en un charco lleno de hojas podridas. Seguía bajo la insistente lluvia con los pantalones alrededor de los tobillos, y empapada.

Era un momento penoso, de eso no había duda.

Se enrabietó como una niña. Inerme, desatendida, desesperada. Sus sollozos la atormentaron, la ahogaron, hicieron estremecer su cuerpo magullado. No recordaba cuándo había llorado por última vez. Quizá nunca hubiese llorado. Benna se encargaba de llorar por los dos. En aquellos momentos, todo el dolor y el miedo de doce años de negros pesares afloraron de repente en su desgraciado rostro. Se quedó en el barro, torturándose por todo lo que había perdido.

Benna había muerto, y todo lo que de bueno había en ella había muerto con él. La manera en que cada uno de ellos hacía reír al otro. La comprensión que sólo da una vida en común se había ido. Él había sido casa, familia, amigo y más cosas, y todo eso había desaparecido al mismo tiempo. Con la misma levedad con que se apaga una vela barata. Tenía destrozada la mano. Se llevó al pecho la burla de mano que le quedaba. Le dolía. Esa manera suya de esgrimir una espada, de escribir con una pluma, de estrechar fuertemente una mano, había quedado aplastada por la bota de Gobba. Esa forma suya de caminar, de correr, de cabalgar, había quedado destrozada montaña abajo tras la caída por el balcón de Orso. El sitio que le correspondía en el mundo, el trabajo de diez años, construido con sangre y sudor, por el que había luchado, por el que había sudado, se habían desvanecido como humo. Todo por lo que había trabajado, todo lo que había esperado, todo por lo que había soñado.

Había muerto.

Intentó abrocharse el cinturón, pero las hojas muertas le hicieron resbalar por el esfuerzo. Unos cuantos sorbetones finales y lo consiguió, apartando con una mano helada las hojas que tenía debajo de la nariz. La vida que ella conocía se había marchado. La mujer que fue, había desaparecido. Lo que habían roto nunca podría arreglarlo nadie.

Pero no tenía sentido lamentarlo.

Se arrodilló en el barro, estremeciéndose en la tiniebla, en silencio. Todo eso no se había ido, sino que se lo habían robado. Su hermano no había muerto, lo habían asesinado. Lo habían matado como si fuese un animal. Se obligó a juntar sus retorcidos dedos para cerrarlos en un puño tembloroso.

—Los mataré.

Una tras otra, pasó revista a sus caras. Gobba, el cerdo grasiento que se repantigaba entre las sombras.
Un desperdicio de carne buena
. Torció el rostro al recordar cómo su bota le aplastaba con fuerza la mano, cómo le rompía los huesos. Mauthis, el banquero, cuyos fríos ojos miraban fijamente el cadáver de su hermano. Incómodo. Fiel Carpi. El hombre que caminó a su lado, que comió a su lado, que luchó a su lado un año tras otro.
De veras que lo siento
. Vio cómo echaba el brazo hacia atrás para apuñalarla, sintió que la herida se insinuaba en su costado, la taladraba a través de la camisa empapada, mientras ella hundía sus dedos dentro hasta sentir cómo la quemaba.

—Los mataré.

Ganmark. Veía su mirada blanda y cansada. Cómo retrocedía cuando su espada atravesaba el cuerpo de Benna.
Se acabó
. El príncipe Ario, repantigado en su silla, la copa de vino bailando en su mano. Su puñal le abría el cuello a Benna, la sangre borboteaba entre sus dedos. Se obligó a rememorar todos los detalles, a recordar todas las palabras que habían dicho. También Foscar.
No tomaré parte en esto
. Pero eso no cambiaba nada.

—Los mataré a todos.

Y, finalmente, Orso. Orso, para quien había luchado, combatido y matado. El gran duque Orso, señor de Talins, que se había vuelto contra ellos a causa de un rumor. Que había asesinado a su hermano y que a ella la había descoyuntado por nada. Por miedo de que le quitaran el sitio. La mandíbula le dolía por lo fuerte que apretaba los dientes. Sintió la mano de su padre en el hombro, y entonces se le puso carne de gallina. Vio la sonrisa y escuchó la voz que resonaba en su aporreado cráneo.

¿Qué haría yo sin ti?

Siete hombres.

Se levantó, mordiéndose el dolorido labio inferior, y se tambaleó por entre los árboles que estaban a oscuras, mientras el agua caía en su cabellera empapada y le bajaba por la cara. El dolor le mordió las piernas, los costados, la mano, el cráneo… pero ella mordió con más fuerza y se obligó a seguir avanzando.

—Los mataré… los mataré… los mataré…

Huelga decir que ya había dejado de llorar.

El viejo sendero estaba lleno de malezas que casi lo ocultaban. Las ramas golpeaban el dolorido cuerpo de Monza. Las zarzas agarraban sus ardientes pies. Se metió por el hueco que dejaban dos setos muy crecidos y contempló el lugar donde había nacido, que estaba más abajo. Cuánto le habría gustado que el testarudo suelo le hubiese dado una cosecha tan abundante como aquella otra, de espinos en flor y ortigas, que contemplaba en aquel momento. El campo de arriba era un mosaico de malezas muertas. El de abajo era un amasijo de zarzas. Las ruinas de la granja principal se asomaban con tristeza por el borde del bosque, con la misma tristeza con que ella las contemplaba.

Era como si el tiempo les hubiera dado a las dos una patada.

Se agachó, apretando los dientes cuando sus músculos doloridos hicieron trabajar sus retorcidos huesos, mientras escuchaba a unos cuantos pájaros graznar bajo el sol poniente y observaba cómo el viento doblegaba las malezas y meneaba las ortigas. Hasta que estuviera segura de que el lugar estaba tan abandonado como parecía. La vida regresó lentamente a sus cansadas piernas cuando avanzó cojeando hacia los edificios. La casa donde había muerto su padre era una cáscara caída en la que apenas quedaban unas pocas vigas, con un perímetro tan pequeño que le pareció imposible haber vivido en ella. Ella, su padre y, también, Benna. Volvió la cabeza y escupió en el barro seco. No había vuelto a aquel lugar para tener recuerdos agridulces.

Había vuelto para vengarse.

La pala seguía en el granero, donde la dejara hacía dos inviernos, su parte metálica aún reluciente, aunque con un poco de óxido. Treinta pasos hacia los árboles. Mientras caminaba como un pato por entre los hierbajos, arrastrando la pala tras de sí, le resultó difícil recordar lo fácil que había sido dar aquellos pasos largos, elásticos y homogéneos. En el silencio del bosque, mientras hacía una mueca a cada paso, los diseños rotos creados por la luz del sol que se hundía en el horizonte bailotearon alrededor de las hojas caídas.

Treinta pasos. Apartó las zarzas con la hoja de la pala, logrando finalmente empujar hacia un lado el tronco podrido para luego comenzar a cavar. Si aquello le hubiera resultado bastante trabajoso pudiendo servirse de manos y pies, en su situación actual era una ordalía que le hacía gemir, sudar y rechinar los dientes. Pero Monza jamás había sido una de esas personas que dejan las cosas a medias, por mucho que les cueste.
Tienes el diablo en el cuerpo
, solía decirle Cosca, y tenía razón. Ella lo había aprendido por las malas.

Ya anochecía cuando escuchó el sonido hueco del metal al chocar con la madera. Apartó la poca tierra que quedaba y atrapó la anilla de hierro con las yemas de sus dedos rotos. Tiró de ella, rezongó, y las ropas robadas golpearon con su frialdad su carne llena de cicatrices. La trampilla se abrió con un quejido de metal y un agujero negro apareció ante su vista, dejando adivinar una escalera medio oculta en las tinieblas.

Lenta y dolorosamente, se abrió paso hacia el fondo, porque no le apetecía romperse más huesos. Bajó a tientas hasta dar con el estante, para acto seguido comenzar a pelearse, con la ayuda de su simulacro de mano, con el pedernal para encender una antorcha. La luz reverberó débilmente en la cripta abovedada, reluciendo en los cantos metálicos de todo lo que Benna había tenido la precaución de guardar, que seguía tal y como lo habían dejado.

A Benna siempre le había gustado planificar las cosas con anticipación.

Las llaves colgaban de una hilera de ganchos oxidados. Llaves de edificios desocupados, dispersos por toda Styria. Un aparador que recorría la pared de la izquierda estaba erizado de espadas, tanto largas como cortas. Abrió el cofre que estaba cerca de ella. Ropas cuidadosamente dobladas que jamás se habían puesto. No le pareció que fueran de la misma talla que el cuerpo tan menguado que se le había quedado. Se acercó para tocar una de las camisas de Benna, recordando que la había escogido por lo buena que era su seda, y observó su propia mano bajo la luz de la antorcha. Cogió un par de guantes, descartó uno de ellos y metió aquella cosa maltrecha por el otro, haciendo una mueca al mover los dedos y comprobar que el meñique seguía empeñándose en apartarse de los demás.

Las cajas de madera estaban apiladas en la parte trasera de la bóveda, veinte en total. Se acercó cojeando hasta la más cercana y levantó su tapa. El oro de Hermon brilló ante ella. Montones de monedas. Una pequeña fortuna sólo en aquella caja. Con amargura, pasó los extremos de los dedos por una de sus sienes y sintió el contorno de algo duro bajo la piel. Oro. Tienes mucho más de lo que puedes gastar, así que no pierdas la cabeza.

Metió la mano en la caja y dejó que las monedas tintineasen entre sus dedos. Hay que ver las posibilidades que se le abren a uno cuando se encuentra a solas con una caja llena de dinero. Ésas serían sus armas, ésas y…

Pasó la mano por las espadas que estaban en el anaquel y cogió una. Una larga espada artesanal de gris acero. Aunque sus adornos no fuesen demasiado floridos, le pareció una belleza digna de temer. La belleza de aquel objeto se adecuaba perfectamente a su propósito. Era una Calvez, forjada por el mejor herrero de Styria. Se la había regalado a Benna, aunque él no supiera distinguir una buena hoja de una zanahoria. La había llevado durante una semana para luego cambiarla por otra de pésimo acero, y además muy cara, sólo porque tenía una ridícula cazoleta dorada.

La misma que había intentado desenvainar cuando ellos le mataron.

Pasó los dedos por la fría empuñadura, que sintió como extraña al sujetarla con la mano izquierda, y la extrajo un palmo de su vaina. Relucía brillante y ansiosa bajo la luz de la antorcha. El excelente acero forjado, que nunca se rompe. El excelente acero que jamás se embota y que siempre está a punto. El excelente acero que no siente dolor, piedad ni, lo que es mejor, remordimientos.

Fue consciente de sonreír. Por primera vez durante meses. Por primera vez desde que Gobba le apretase con fuerza en el cuello.

Other books

Obsessed With You by Jennifer Ransom
Rose Red by Speer, Flora
The Young Lions by Irwin Shaw
The Equivoque Principle by Darren Craske
Winterspell by Claire Legrand
Ghostwalker (Book 1) by Ben Cassidy
Breaking the Bow: Speculative Fiction Inspired by the Ramayana by Edited by Anil Menon and Vandana Singh
Estranged by Alex Fedyr