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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (3 page)

—Así lo haré —Mauthis recogió los documentos—. Esto concluye nuestro asunto, Excelencia. Debo irme ahora mismo, si quiero aprovechar la marea de la tarde para llegar a Westport…

—Aún no. Quédese un poco más. Debemos tratar otro asunto.

—Como desee Vuestra Excelencia —los inexpresivos ojos de Mauthis fueron hacia Monza y luego hacia Orso.

El duque se levantó parsimoniosamente de su escritorio y dijo:

—Entonces, tratemos cuestiones más placenteras. Me traen buenas noticias, ¿no es así, Monzcarro?

—Así es, Excelencia.

—Ah, ¿qué haría yo sin usted?

Sus cabellos negros tenían una veta de color gris acero que Monza no había visto en la última entrevista mantenida con él y, quizá, unas líneas más profundas en los rabillos de los ojos, aunque su forma de mandar en todo fuera tan impresionante como siempre. Se inclinó hacia delante y la besó en ambas mejillas, para luego susurrarle al oído:

—Aunque Ganmark pueda dirigir a los hombres con cierta facilidad, no tiene el menor sentido del humor, y eso que es un chupapollas. Vamos, cuénteme sus victorias en el campo de batalla —puso un brazo encima de los hombros de la joven y, dejando atrás al príncipe Ario, que se había echado a roncar, pasó con ella por uno de los abiertos ventanales, llegando a la alta terraza.

El sol comenzaba a escalar el cielo y el brillante orbe se llenaba de colorido. El cielo había perdido su color de sangre, adquiriendo otro azul intenso mientras unas nubes blancas se arrastraban en lo alto. Abajo, en el mismísimo fondo del vertiginoso precipicio, el río serpenteaba por las boscosas estribaciones del valle, cubiertas con otoñales hojas de verde pálido, de naranja tostado, de amarillo desvaído, de rojo intenso, y la luz relucía plateada en las apresuradas aguas. Hacia el este, el bosque daba paso a un parcheado de campos de labranza, cuadrados de tierras verdes de barbecho, de rica tierra negra, de rastrojos dorados. Un poco más lejos, el río se encontraba con el mar gris para formar un amplio delta plagado de islas. Con la fuerza de la imaginación, Monza vislumbraba en ellas torres, edificios, puentes, murallas. La Gran Talins, no mucho mayor ante su vista que la uña de su pulgar Entornó los ojos ante la fuerte brisa que apartaba de su rostro algunos de sus cabellos.

—Jamás me canso de esta vista.

—No me extraña. Por eso edifiqué este maldito lugar. Desde aquí siempre puedo vigilar a mis súbditos como un padre a sus pequeños. Pero sólo para asegurarme de que no se hacen daño mientras juegan, ya me comprende.

—Vuestra gente tiene suerte de tener en vos a un padre tan justo y preocupado —respondió ella con una mentira piadosa.

—Justo y preocupado —Orso frunció la frente, pensativo, mientras miraba el distante mar—. ¿Cree usted que la historia me recordará?

—¿Qué dijo Bialoveld?
La historia la escriben los vencedores
—pero eso le parecía harto improbable.

—Muy bien, veo que además es usted muy leída —el duque le apretó nuevamente en el hombro—. Ario posee la necesaria ambición, pero carece de perspicacia. Me sorprendería que fuese capaz de leer de corrido una señal de carretera. Sólo se preocupa por las putas. Y por los zapatos. Por otra parte, mi hija Terez no hace más que llorar desconsoladamente porque la casé con un rey. Puedo asegurarle que si le hubiera dado como marido al gran Euz, habría estado gimoteando por no tener un marido que se amoldase mejor a su condición —lanzó un profundo suspiro—. Ninguno de mis hijos me comprende. Ya sabe usted que mi bisabuelo fue un mercenario. Es una circunstancia que no me agrada revelar —pero que contaba a Monza cada vez que se veían—. Un hombre que jamás derramó una lágrima en toda su vida y que pisoteó lo que tenía al alcance de la mano. Un luchador de baja cuna que se apoderó de Talins con la agudeza de su mente y de su espada —la versión que había oído Monza hablaba de una rudeza desmesurada y una gran brutalidad—. Usted y yo estamos hechos de la misma pasta. Nos hemos hecho a nosotros mismos a partir de cero.

—Me honráis sobremanera, Excelencia —Monza se mordía la lengua, porque Orso, que había nacido en el ducado más poderoso de Styria, no sabía lo que era trabajar duro.

—Se merece aún más. Y ahora hábleme de Borletta.

—¿Queréis que os hable de la batalla de la Margen Alta?

—¡Me han dicho que usted desbarató el ejército de la Liga de los Ocho como antes en Dulces Pinos! Ganmark dice que las fuerzas del duque Salier triplicaban en número a las suyas.

—El número de las fuerzas no favorece cuando son flojas, están mal preparadas y mandadas por idiotas. Un ejército de granjeros de Borletta, de zapateros remendones de Affoia, de sopladores de cristal de Visserine. Aficionados. Acamparon junto al río, suponiendo que estábamos lejos, y apenas pusieron centinelas. Atravesamos los bosques a medianoche y caímos sobre ellos al amanecer, porque ni siquiera se habían puesto las armaduras.

—¡Me imagino a ese cerdo seboso de Salier saltando de la cama para echar a correr!

—Fiel dirigió la carga. Los derrotamos enseguida y nos hicimos con sus suministros.

—Me han dicho que los campos, de dorados que eran, se volvieron carmesíes.

—Lucharon mal. Los que se ahogaron al intentar cruzar el río fueron diez veces más que los que murieron luchando. Hicimos más de cuatro mil prisioneros. Unos quedaron en libertad tras pagar el rescate, otros no, y los demás fueron ahorcados.

—Nadie derramó muchas lágrimas, ¿verdad, Monza?

—Yo no. Si tanto querían vivir, ¡que se hubiesen rendido!

—Como hicieron en Caprile —Monza miró fijamente los negros ojos de Orso—. Entonces, ¿Borletta sigue bajo asedio?

—Ya ha caído.

—¿Ha caído? ¿Se ha rendido Cantain? —el rostro del duque se encendió como el de un chico en su fiesta de cumpleaños.

—Cuando los suyos se enteraron de la derrota de Salier, perdieron la esperanza.

—Y la gente sin esperanza es una muchedumbre peligrosa, incluso en una república.

—Especialmente en una república. El populacho sacó a Cantain del palacio y lo colgó en la torre más alta; luego abrieron las puertas y se pusieron a merced de las Mil Espadas.

—¡Ja! Asesinado por el mismísimo pueblo al que quiso dar la libertad. He ahí la gratitud de los plebeyos, ¿eh, Monza? Cantain debió aceptar mi dinero cuando se lo ofrecí. A los dos nos habría salido más barato.

—Todos se atropellan unos a otros para convertirse en vuestros súbditos. He ordenado que no les hagan daño, siempre que sea posible.

—¿Piedad?

—La piedad y la cobardía son lo mismo —dijo ella, cortante—. Vos queréis sus tierras, no sus vidas. Los muertos no obedecen.

—¿Por qué será que mis hijos no se saben la lección tan bien como usted? —Orso sonreía—. Estoy completamente de acuerdo. Que ahorquen sólo a los líderes. Y que la cabeza de Cantain siga encima de las puertas. Nada anima más a la obediencia que un buen ejemplo.

—Ya está a punto de pudrirse junto con las de sus hijos.

—¡Excelente trabajo! —el señor de Talins aplaudió, como si la noticia de aquellas cabezas pudriéndose fuese una música agradabilísima que jamás hubiese escuchado—. ¿Qué hay de los ingresos?

Como el asunto de los ingresos incumbía a Benna, éste dio un paso al frente mientras sacaba un papel doblado del bolsillo que tenía en la pechera de su casaca.

—La ciudad fue registrada, Excelencia. Todos los edificios quedaron vacíos, se miró debajo de todas las alfombras, se cacheó a todo el mundo. Hemos seguido las reglas acostumbradas, según los términos del contrato. Una cuarta parte para el hombre que encuentra lo que sea de valor, otra para su capitán, otra para los generales —entonces hizo una reverencia, alisó el papel y se lo entregó— y la última para nuestro noble patrón.

La sonrisa de Orso creció a medida que observaba las cuentas.

—¡Mis bendiciones para la regla de las cuartas partes! He conseguido lo suficiente para que ustedes dos sigan un poquito más a mi servicio —se acercó a Monza y Benna, puso una mano amable encima de sus respectivos hombros y atravesó con ellos los abiertos ventanales, conduciéndolos hacia la mesa circular de blanco mármol que se hallaba en el centro de la habitación y el gran mapa desplegado encima. Ganmark, Ario y Fiel estaban alrededor de ella. Gobba seguía agazapado entre las sombras, sus gruesos brazos sobre el pecho—. ¿Y? qué ha sido de nuestros antaño amigos y ahora peores enemigos, los traidores ciudadanos de Visserine?

—Los campos que rodean la ciudad quedaron arrasados —Monza había hecho una carnicería por la región con sólo mover un dedo—, los granjeros fueron expulsados y el ganado aniquilado. Será un magro invierno para el duque Salier, y la primavera aún lo será más.

—Tendrá que contar con el noble duque Rogont y sus soldados de Ospria —dijo Ganmark con la más sutil de las sonrisas.

—Ospria siempre habla mucho, pero nunca hace nada —era el príncipe Ario.

—Visserine caerá en vuestro regazo el próximo año, Excelencia.

—Y entonces le habremos arrancado el corazón a la Liga de los Ocho.

—La corona de Styria será vuestra.

—Y se lo tendremos que agradecer a usted, Monzcarro. No lo olvidaré —la sonrisa de Orso se hizo aún más marcada al oír hablar de coronas.

—No sólo a mí.

—Al infierno su modestia. Pues claro que Benna ha tenido parte en ello, lo mismo que nuestro buen amigo el general Ganmark y también Leal; pero nadie puede negar que el trabajo ha sido suyo. ¡Su compromiso, su disposición de pensamiento, su rapidez al actuar! Tendrá un gran triunfo como los héroes de la antigua Aulcus. Cabalgará por las calles de Talins y mi gente le arrojará una lluvia de pétalos de flores para honrar sus muchas victorias —aunque Benna sonriese, enseñando los dientes, Monza no le secundó, porque nunca se había complacido en aquel tipo de celebraciones—. Creo que la vitorearán mucho más de lo que jamás harán con mis hijos. La vitorearán mucho más que a mí, su legítimo señor, a quien tanto deben. —Cuando Orso dejó de sonreír fue como si su rostro mostrase cansancio, tristeza y la edad de los muchos años que tenía—. A decir verdad, creo que la vitorearán un poquito más fuerte de lo que me gustaría.

Monza percibió un súbito destello con el rabillo del ojo, lo suficiente para levantar una mano instintivamente.

El alambre suscitó un siseo a su alrededor, alcanzándola en la barbilla y hundiéndose profundamente en su garganta, tanto que casi la ahogó.

Benna se abalanzó hacia delante.

—Ben…

Hubo un brillo metálico cuando el príncipe Ario le apuñaló en el cuello. El puñal no fue a parar a su garganta, sino debajo de una oreja.

Orso retrocedió precavidamente cuando la sangre salpicó de rojo las losetas del suelo. Foscar se quedó boquiabierto mientras la copa de vino se le caía de las manos y se hacía añicos en el suelo.

Monza intentó gritar. Pero como apenas podía farfullar por culpa de su tráquea, que estaba medio obstruida, sólo consiguió un chillido porcino. Y como la mano que tenía libre podía llegar hasta la empuñadura de su puñal, alguien la agarró por la muñeca. Fiel Carpi se apretaba contra su costado izquierdo.

—Lo siento —musitó a la joven en el oído mientras sacaba su espada de la vaina y la tiraba al suelo, donde cayó con un estruendo de metal.

Benna tropezó. Era una cosa espantosa manchada de rojo, con una mano agarrada a uno de los lados de su rostro y la negra sangre saliéndole a borbotones por entre los blancos dedos. Su otra mano fue hacia la espada mientras Ario le miraba alelado. Cuando apenas había sacado un palmo de acero, y eso con suma dificultad, el general Ganmark se le acercó y le apuñaló fría y metódicamente, una, dos, tres veces. La delgada hoja entró por el cuerpo de Benna y salió de él, mientras lo único que se escuchaba era el tenue hálito que abandonaba su boca entreabierta. La sangre cruzó el suelo en largos regatos y comenzó a formar unos círculos oscuros en su camisa blanca. Titubeó hacia delante, tropezó con sus propios pies y se derrumbó, rascando con su espada medio desenvainada el mármol que se encontraba bajo él.

Monza se envaró y tensionó todos los músculos de su cuerpo, pero estaba tan indefensa como una mosca atrapada en la miel. Oyó que Gobba le decía algo al oído, resoplando mientras lo hacía, aplastando su rostro porcino contra su mejilla, apoyando su cuerpo enorme y sudoroso en el suyo. Sintió que el alambre comenzaba a cortarle lentamente ambos lados del cuello y la mano que había quedado aprisionada por debajo de él. Sintió que la sangre le corría por el antebrazo para llegar al cuello de su camisa.

Benna se apoyó en el suelo con una mano, para impulsarse con ella y acercarse a Monza. Pudo levantarse medio palmo mientras las venas se le marcaban muchísimo en el cuello. Ganmark se agachó hacia delante y, muy despacio, le atravesó el corazón por detrás. Benna se estremeció durante un instante y luego cayó al suelo, quedándose inmóvil mientras sus pálidas mejillas se manchaban de rojo. La negra sangre reptó por el suelo y se abrió paso por las hendiduras de las baldosas.

—Bueno —Ganmark se agachó y limpió su arma en la espalda de la camisa de Benna—. Se acabó.

Mauthis lo observaba todo con el ceño fruncido. Entre sorprendido, molesto y aburrido. Como si examinara a un grupo de personas con las que no quisiera juntarse.

—Deshazte de eso, Ario —Orso señalaba al cadáver.

—¿Yo? —el príncipe hizo una mueca.

—Sí, tú. Y que Foscar te ayude. Los dos tenéis que aprender todo lo que hay que hacer para que nuestra familia siga en el poder.

—¡No! —Foscar tropezó—. ¡Yo no tomaré parte en esto! —se volvió y salió corriendo de la habitación, pisando con fuerza en el suelo de mármol.

—Ese chico tiene la inconsistencia del jarabe —murmuró Orso cuando se hubo ido—. Ganmark, ayúdale tú.

Los ojos salientes de Monza los siguieron mientras arrastraban el cadáver de Benna y lo llevaban a la terraza. El siniestro y cuidadoso Ganmark lo agarraba por la cabeza mientras que Ario maldecía y lo cogía, melindroso, por una bota, sin importarle que la otra dejase una senda de sangre tras ellos. Subieron a Benna a la balaustrada y lo dejaron caer. Ya se habían librado de él.

—¡Ah! —Ario se quejó lastimeramente—. ¡Maldito! ¡Me he cortado por tu culpa!

—Lo lamento, Alteza. El asesinato puede ser un asunto doloroso —Ganmark se le había quedado mirando durante un instante.

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