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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (49 page)

Pero el momento había pasado. El disfraz de despreocupación y de ojos adormilados ya había caído nuevamente encima de Salier cuando él comentó:

—Estas dos son mis favoritas, o eso creo —y señaló con indiferencia dos pinturas impresionantes—. Parteo Gavra y sus estudios de mujer. Siempre los pintaba a pares. Son de su madre y de su puta favorita.

—Madres y putas —dijo una enfadada Monza—. Qué peste, esos malditos artistas. Estábamos hablando de Ganmark. ¡Ayudadme!

—Ah, Monzcarro, Monzcarro —el gemido de Salier era de cansancio—. Si me hubiese pedido ayuda hace cinco años, antes de Dulces Pinos. Antes de Caprile. Incluso antes de la primavera pasada, antes de que clavara la cabeza de Cantain en una pica y la dejase delante de la puerta de su ciudad. Incluso entonces, qué cosas tan buenas habríamos hecho juntos, qué golpes tan fuertes habríamos infligido en defensa de la libertad. Incluso…

—Excelencia, disculpadme si me siento algo torpe, pero es que anoche me infligieron tantos golpes como los que se le dan a un saco de
carne
—Monza puso un énfasis especial en la última palabra—. Me habéis pedido mi opinión. Y yo os diré que habéis perdido por ser demasiado débil, demasiado blando y demasiado lento, no por tener demasiada bondad. No os importó luchar al lado de Orso cuando ambos teníais las mismas metas, y os agradaron sus métodos mientras os servían para haceros con más tierras. Vuestros hombres propagaron el fuego, la violación y el asesinato cuando os convino. No en defensa de la libertad. La única mano abierta que por entonces ofrecíais a los granjeros de Puranti era una que luego se cerraba sobre ellos y los aplastaba. Jugad al mártir si queréis, Salier, pero sin mí. Ya tengo demasiadas ganas de vomitar.

Cosca hizo una mueca de dolor. Nada hay más peligroso que decir la verdad, sobre todo a los hombres poderosos.

—¿Torpe, dice usted? Si le habló a Orso de esa manera, no me extraña que la tirase montaña abajo. Casi me gustaría disponer de algo que tuviese una larga pendiente hasta abajo. Dígame, puesto que el candor parece estar de moda, ¿por se enfadó Orso tanto con usted? Yo pensé que la quería como a una hija. Mucho más que a sus pequeños, aunque ninguno de ellos (zorra, musaraña y ratón) fuesen muy de querer.

La mejilla que tenía herida se contrajo involuntariamente cuando contestó:

—Porque había llegado a ser muy popular entre la gente.

—Sí. ¿Y?

—Porque tenía miedo de que pudiese quitarle su silla.

—¿De veras? Y supongo que usted nunca se preocupó de esa silla.

—Sólo me preocupé de que siguiera sentado en ella.

—¿De veras? —Salier miró de soslayo a Cosca mientras le hacía un guiño—. No sería la primera silla que esas manos suyas, tan leales, le quitaban a su propietario, ¿verdad que no?

—¡No hice nada! —dijo ella con un berrido—. Excepto ganar las batallas por él y convertirle en el hombre más grande de Styria. ¡Nada más!

—Monzcarro —dijo el duque de Visserine luego de suspirar—, la grasa la tengo en el cuerpo, no en el cerebro; pero seguiré su razonamiento. Usted es completamente inocente. Nadie duda de que lo que usted repartió en Caprile fueron pastelillos y no muerte. Guárdese los secretos si así lo desea. Y que le aprovechen.

Mientras bajaban por unos escalones y atravesaban la arcada que resonaba con los ecos de sus pasos, Cosca volvió a cerrar los ojos para protegerse del resplandor del sol. Acto seguido llegaron al prístino jardín situado en el centro de la galería de Salier. El agua formaba pozas en sus rincones. Una agradable brisa inclinaba las flores recién nacidas, agitaba las hojas de los setos, arrancaba trocitos de flores de los cerezos de Seljuk, sin duda robados de su suelo nativo y llevados por barco para solaz del duque de Visserine.

Una escultura magnífica los dominaba desde la parte central de un lugar cubierto de adoquines, realizada a una escala por lo menos el doble de la natural, esculpida en un mármol completamente blanco y casi traslúcido. Un hombre desnudo, tan delgado como un bailarín y tan musculoso como un luchador, alargaba un brazo rematado por una espada de bronce que se había vuelto oscura y estaba manchada de verde. Como si dirigiese un poderoso ejército al asalto del comedor donde habían estado. El yelmo de su cabeza, que mantenía echado hacia atrás, concordaba con el austero gesto de mando que remataba sus rasgos perfectos.


El Guerrero
—musitó Cosca cuando la sombra de la enorme hoja cayó encima de sus ojos y el resplandor del sol se silueteó en su filo.

—Sí, de Bonatine, el más grande de todos los escultores de Styria, y quizá ésta sea su obra más excelsa, esculpida durante el esplendor del Nuevo Imperio. Originariamente se encontraba en Borletta, en la escalera por la que se llegaba al Senado. Mi padre se la trajo como indemnización después de la Guerra del Verano.

—¿Hizo una guerra? —Monza curvaba sus labios partidos—. ¿Para conseguirla?

—Sólo fue una guerra a pequeña escala. Pero valía la pena. ¿No le parece hermosa?

—Preciosa —Cosca mentía. Para el que se muere de hambre, el pan es hermoso. Para el que vive a la intemperie, un techo es hermoso. Para el borracho, el vino es hermoso. Pero un trozo de piedra sólo puede parecerles hermoso a los que lo tienen todo.

—Creo que se inspiró en Stolicus, cuando éste dirigía la famosa carga en la batalla de Darmium.

—Así que dirigió una carga, ¿eh? —Monza arqueó una ceja—. ¿No se os ha ocurrido que un trabajo como ése tuvo que hacerlo con los pantalones puestos?

—Se llama «licencia artística» —dijo Salier—. Es una fantasía, uno puede esculpir como le apetezca.

—¿De veras? —Cosca fruncía el ceño—. Pues siempre había pensado que un hombre consigue más puntos si lo que hace se acerca siempre a la verdad…

Le interrumpió un ruido de botas que atravesaba el jardín. Un militar muy nervioso, con el rostro manchado de sudor y una mancha de barro negro que le recorría el lado izquierdo de la guerrera, plantó una rodilla en los adoquines e hizo una reverencia.

—Excelencia.

Salier ni siquiera le miró cuando dijo:

—Habla, si es tan importante.

—Ha habido otro asalto.

—¿Tan cerca de la hora de comer? —el duque hizo una mueca mientras se llevaba una mano a la barriga—. Este Ganmark es un típico hombre de la Unión que respeta la comida menos que usted, Murcatto. ¿Y cuál ha sido el resultado?

—Los talineses han abierto una segunda brecha cerca del puerto. Los rechazamos a costa de sufrir cuantiosas bajas. Nos sobrepasaban mucho en número…

—Por supuesto. Ordene a sus hombres que mantengan la posición todo lo que puedan.

El coronel se lamió los labios antes de preguntar:

—¿Y luego…?

—Eso es todo —Salier no había apartado la mirada de la imponente escultura.

—Excelencia —el militar se dirigió hacia la puerta. Y, sin lugar a dudas, hacia una muerte heroica e inútil, ya fuese en aquella brecha o en otra. A Cosca siempre le había parecido que las muertes más heroicas eran las más inútiles.

—Visserine no tardará en caer —Salier chasqueó la lengua mientras seguía mirando la estatua de Stolicus—. Qué cosa tan profundamente… deprimente. Si al menos me hubiera parecido a ése.

—¿Os referís a tener menos cintura?

—Me refiero a hacer bien la guerra. Pero, ya que hablamos de deseos, ¿por qué no tener una cintura más estrecha? General Murcatto, le agradezco su… sugerencia tan sincera, aunque me haga sentirme muy incómodo. Me llevará algunos días decidirme —mejor hubiera dicho que para retrasar lo inevitable al precio de cientos de vidas—. Mientras tanto, espero que sigan con nosotros. Ustedes dos y sus tres amigos.

—¿Como invitados o como prisioneros? —preguntó Monza.

—Ya han podido ver cómo se trata a mis prisioneros. Dejo la elección en sus manos.

Cosca respiró profundamente y se rascó el cuello con disimulo. La elección era más que evidente.

Una jalea asquerosa

La cara de Escalofríos se curaba muy deprisa. Una banda de color rosa pálido le cruzaba la parte izquierda de la frente para, luego de pasar por la correspondiente ceja, terminar debajo de la mejilla. Aunque el ojo sano le doliera un poco, ya podía ver bastante bien con él. Monza estaba en la cama, con una sábana alrededor de la cintura y la espalda morena vuelta hacia él. La miró durante un momento con su mueca de lobo y observó cómo sus costillas bajaban y subían lentamente al ritmo de su respiración. Luego dejó el espejo sin hacer ruido y se acercó a la ventana, que estaba abierta, para mirar hacia fuera. La ciudad ardía y los incendios iluminaban la noche. Le extrañó no estar seguro de qué ciudad podía tratarse ni del motivo por el que se encontraba en ella. Su mente trabajaba despacio. Arqueó las cejas y se frotó la mejilla.

—Duele —dijo con un gruñido—. Por los muertos, que duele.

—Oh,
¿te
duele?

Se volvió de repente, tropezando con la pared. Fenris el Temible estaba encima de él, rozando con su cabeza calva el techo, medio cuerpo tatuado con letras minúsculas y el otro medio enfundado en un metal negro, el rostro tan retorcido como las gachas al hervir.

—¡Estás… estás muerto, cabronazo!

—No dejo de decírmelo a mí mismo —el gigante reía a pesar de tener clavada en el cuerpo una espada que lo atravesaba de parte a parte, la empuñadura en una cadera y la punta saliéndole por debajo del brazo contrario. Taponó con un pulgar enorme la sangre que salía por la empuñadura y que manchaba la alfombra—. Me refiero a que duele de
verdad
. ¿Te has cortado el pelo? Me gustaba más como lo tenías antes.

Bethod señaló su cabeza destrozada, un revoltijo de sangre, sesos, piel y huesos, mientras decía:

—Que ezos dozh shicos ze callen —no pronunciaba bien porque le habían aplastado la boca—. ¡Veg eze thipoo de cozas me pgoduze dolog! —dio un empujón al Temible—. ¿Pog qué no pudizte vencel a tu túppido y magdito hegmanaztro?

—Estoy soñando —Escalofríos no dejaba de decírselo mientras intentaba salir de aquella situación, pero la cabeza no dejaba de latirle—. Debo de estar soñando.

—¡Estoy… hecho… de muerte! —era la voz de alguien que cantaba.

—¡Soy la Gran Niveladora! —el sonido de un martillo contra un clavo.
Bang bang bang
. Y a cada golpe, la cara de Escalofríos sentía un ramalazo de dolor.

—¡Soy la tormenta que se abate sobre los Sitios Altos! —el Sanguinario cantaba para sí mientras cortaba en trocitos el cadáver del hermano de Escalofríos, rajándolo hasta la cintura mientras su propio cuerpo, una masa de cicatrices y de músculos retorcidos, quedaba bañado en sangre—. Así que eres una buena persona, ¿eh? —apuntó con su cuchillo a Escalofríos y sonrió de manera siniestra—. Chaval, tienes que endurecerte de cojones. Tendrías que haberme matado. Anda, optimista, ayúdame a cortarle los brazos.

—Bien saben los muertos que este bastardo sigue sin gustarme, pero tiene razón —la cabeza del hermano de Escalofríos le miraba desde lo alto del estandarte de Bethod, donde la habían clavado—. Tienes que hacerte más duro. La piedad y la cobardía son lo mismo. ¿Crees que podrás sacarme este clavo?

—¡Eres una molestia muy jodida! —su padre, con su inexpresivo rostro surcado de lágrimas, daba vueltas a una jarra—. ¿Por qué no sigues muerto y dejas que tu hermano viva tranquilo? ¡Eres un jodido mierdica inútil! ¡Un pedazo de mierda, molesto y acojonado, que no sirve para nada!

—Es un disparate —dijo Escalofríos mientras apretaba los dientes y se sentaba junto a la chimenea con las piernas cruzadas. Le latía toda la cabeza—. ¡Un disparate! ¡Eso es lo que es!

—¿Qué es un disparate? —preguntó Tul Duru entre borboteos, porque, al hablar, la sangre le salía a chorros por el corte que tenía en la garganta.

—Todo esto. Los rostros que llegan del pasado, chorradas sin sentido. Es jodidamente obvio, ¿o no? ¿No podéis hacer algo mejor que toda esta mierda?

—Uh —dijo Hosco.

Dow el Negro parecía un poco fuera de lugar cuando dijo:

—No lo pagues con nosotros, chaval. Estás soñando, ¿o no? ¿Te has cortado el pelo?

—Si fueses más avispado, quizá tuvieras sueños más inteligentes —apuntó el Sabueso, encogiéndose de hombros.

Sintió que le agarraban por detrás y torció el rostro. El Sanguinario estaba a su lado, los cabellos pegados a la cara a causa de la sangre, el rostro surcado de cicatrices y manchado de negro, y le decía:

—Si fueses más inteligente, quizá no te hubieran quemado ese ojo —y entonces le metió el pulgar en él y apretó. Escalofríos arqueó el cuerpo, se retorció y gritó, pero sin poder soltarse. Ya casi había terminado todo.

Se despertó gritando, cómo no. Siempre lo hacía. Aunque apenas hubiera podido llamarse a eso un grito, porque su voz le rascaba la garganta que tenía en carne viva y se convertía en un silbido.

Estaba oscuro. El dolor le mordía en el rostro como el lobo los restos de un cadáver. Se quitó las mantas sin darse cuenta de dónde estaba. Como si aún tuviesen el hierro apretado contra él y le quemase. Chocó con una pared y cayó de rodillas. Se dobló en dos mientras se apretaba las sienes con las manos, como si así pudiera detener la sensación de que su cráneo iba a estallar. Se movió de un lado a otro mientras todos los músculos de su cuerpo se tensionaban, a punto de romperse. Gimió y se quejó, lloriqueó y gruñó, escupió y lloró, babeó y farfulló, loco de dolor, sin saber qué hacer. Tocó la parte que le dolía, la apretó. Mantuvo sus dedos estremecidos encima de las vendas.

—Shhhh —sintió una mano. La de Monza, que le acariciaba el rostro y le echaba el pelo hacia atrás.

El dolor alcanzó la parte de la cabeza donde estaba su ojo como el hacha al golpear un leño, alcanzando también su mente y abriéndosela, de suerte que sus pensamientos salieron por ella en loca confusión.

—Haz que pare… por los muertos… mierda, mierda —le agarró la mano, ella se asustó y tragó saliva. Pero a él ni le importó—. ¡Mátame! ¡Mátame! Haz que pare. —Ni siquiera sabía en qué idioma hablaba—. Mátame. Por los… —gemía, y las lágrimas le escocían en el ojo que le quedaba. Ella apartó la mano y él volvió a moverse de un lado para otro, mientras el dolor le rajaba el rostro como la sierra a un tronco de árbol. ¿No había intentado ser buena persona?

—Lo intenté, joder si lo intenté. Haz que pare… por favor, por favor, por favor, por favor…

—Toma.

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