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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (52 page)

—¿Por qué estás tan contento? —a su lado, Day se sentaba en la hierba con una ballesta encima de las rodillas, mordiéndose los labios. El uniforme que llevaba, y que debía de haber pertenecido a algún tambor, le quedaba bien. Muy bien. Cosca se preguntó si no sería un enfermo por sentir que una chica con ropas de hombre le parecía extrañamente apetecible. Incluso se preguntó si podría convencerla para que antes del inminente combate le pusiera a punto, a él, su camarada de armas…, la espada. Carraspeó. Claro que no. Pero no está prohibido soñar.

—Porque quizá tenga la cabeza un poco mal —frotó con el pulgar la manchita que acababa de descubrir en el acero—. Me acabo de levantar —un sonido metálico—. Me espera un día de trabajo honrado —la piedra de amolar chirrió—. La paz, la tranquilidad, el seguir sobrio —levantó la espada hacia la luz y observó el brillo del metal— son cosas que me aterran. En cambio, el peligro es lo único que me consuela desde hace mucho tiempo. Come algo. Necesitas hacer acopio de fuerzas.

—No tengo apetito —dijo ella con aire taciturno—. Jamás me había enfrentado a una muerte segura antes de ahora.

—Oh, vamos, vamos, no digas esas cosas —se detuvo para limpiar de las mangas de su uniforme robado la flor que delataba el grado de capitán—. Si algo he aprendido de mis últimas experiencias, que por otra parte han sido muchas, es que la muerte nunca es segura, sino… extremadamente probable.

—Esas palabras me parecen muy inspiradas.

—Intento que lo sean. De veras que lo intento —Cosca guardó su espada en la vaina, recogió la Calvez de Monza y se echó un trotecillo hasta la estatua de
El Guerrero
. Su Excelencia el duque Salier se encontraba bajo la sombra de su musculatura, vestido para una muerte noble con un inmaculado uniforme blanco adornado con galones de oro.

—¿Por qué ha terminado todo de esta manera? —parecía contento. Cosca se había hecho la misma pregunta muchas veces mientras lamía la última gota de una botella de vino barato. Cuando se despertaba desconcertado en un portal que no conocía. Cuando realizaba algún acto de violencia por el que apenas le habían pagado—. ¿Por qué ha terminado todo… de esta manera?

—Porque subestimasteis la ambición emponzoñada de Orso y la profesionalidad implacable de Murcatto. Pero no os sintáis demasiado mal, porque todos somos culpables.

Salier giró los ojos dentro de sus órbitas mientras decía:

—Era una pregunta retórica. Pero tiene razón, desde luego. Creo que he sido culpable de arrogancia, y la pena será muy dura. Será la máxima. ¿Quién podía suponer que una mujer tan joven fuese capaz de conseguir una victoria tras otra? Cómo me reí, Cosca, cuando usted la nombró su lugarteniente. Y cómo nos reímos todos cuando Orso le dio el mando. Cómo habíamos planeado nuestros triunfos y repartirnos sus tierras. Las bromas de antaño se han convertido en sollozos, ¿no le parece?

—Lo que me parece es que las bromas tienen esa fea costumbre.

—Supongo que eso la convierte a ella en un soldado magnífico y a mí en uno muy malo. Pero jamás quise convertirme en soldado, porque habría sido muy feliz siendo simplemente un gran duque.

—Ahora no sois nada, como yo. Así es la vida.

—Me parece que ha llegado la hora de la última actuación.

—La de los dos.

—Como una pareja de cisnes que se preparan para morir, ¿eh, Cosca?

—Más bien como una pareja de pavos viejos. Excelencia, ¿por qué no habéis huido?

—Debo confesarle que yo mismo me lo pregunto. Quizá no lo haya hecho por orgullo. He malgastado toda mi vida siendo el gran duque de Visserine y quiero morir siéndolo. Simplemente, me niego a ser el gordo maese Salier, que antaño fue un hombre importante.

—Orgullo, ¿eh? No puedo decir que yo tenga mucho de eso.

—Entonces, Cosca, ¿por qué no ha huido?

—Supongo que… —Tenía razón, ¿por qué no había huido? El viejo maese Cosca, que antaño fue un hombre importante, que lo primero en lo que pensaba era salvar su propio pellejo. ¿Por un amor loco? ¿Por una bravura desatinada? ¿Porque tenía que pagar viejas deudas? ¿O, simplemente, porque aquella muerte piadosa le evitaría más vergüenzas? —¡Mirad! —y señaló la puerta—. Sólo con pensar en ella, aparece.

Llevaba un uniforme de Talins, se había recogido el pelo por debajo del yelmo y apretaba las mandíbulas. Igual que un joven oficial bastante serio que se hubiera afeitado aquella mañana para meterse de lleno en los complicados asuntos de la guerra. Cosca no la habría reconocido de no saber que se iba a disfrazar, o eso suponía Monza. Aunque quizá la hubiera delatado esa manera suya de caminar. O la forma de sus caderas. O lo largo que tenía el cuello. Otra mujer vestida de hombre. ¿Por qué le torturaban de esa manera?

—¡Monza! —dijo—. ¡Me preocupaba que no vinieras con nosotros!

—¿Y dejar que fueras el único que muriese de una manera gloriosa? —Escalofríos acababa de aparecer por detrás de ella, vestido con el peto, las grebas y el yelmo del cadáver de gran envergadura que habían encontrado cerca de la brecha. Los vendajes que tapaban su ojo vaciado le miraban fijamente con aspecto acusador—. Por lo que alcanzo a oír, ya han llegado a las puertas del palacio.

—¿Tan pronto? —la lengua de Salier asomó entre sus labios de color ciruela—. ¿Dónde está la capitán Langrier?

—Ha huido. No parecía que la gloria le atrajera mucho.

—¿Es que ya no queda lealtad en Styria?

—No lo sé, porque yo nunca me he encontrado con ella —Cosca lanzó al aire la envainada Calvez, y Monza la recogió al vuelo—. A menos que se refiera a la que, a título individual, puedan profesarle algunas personas. ¿Hay algún plan que no sea el de aguardar a que Ganmark nos llame?

—¡Day! —Monza señaló con el dedo las estrechas ventanas de la planta superior—. Te quiero ahí. Baja el rastrillo en cuanto tengamos a Ganmark. O en cuanto él nos tenga a nosotros.

La joven parecía muy aliviada por alejarse del peligro, aunque para Cosca aquello sólo fuese algo temporal.

—Sólo entonces bajaré el rastrillo. Entendido —dijo, y echó a correr hacia una de las puertas.

—Nos quedaremos aquí. Y cuando Ganmark llegue, le diremos que hemos capturado al gran duque Salier. Nos acercaremos con Su Excelencia, y entonces… ¿sois consciente de que todos podemos morir?

El duque sonrió sin ganas, y sus papadas temblaron.

—No soy un luchador, general Murcatto, pero tampoco un cobarde. Si tengo que morir, que pueda escupir desde mi tumba.

—Con eso me basta —dijo Monza.

—Pues a mí no —intervino Cosca—. Una tumba es una tumba, se pueda escupir desde ella o no. ¿Estás completamente segura de que vendrá?

—Vendrá.

—¿Y entonces?

—Lo mataremos —dijo Escalofríos con un gruñido. Alguien le había proporcionado un escudo y una pesada hacha que tenía un largo pincho en su extremo inferior. Tenía toda la pinta de haber practicado con ella de la manera más bestial.

—Creo que sólo nos queda esperar a ver qué pasa —el cuello de Monza se movió al tragar ella saliva.

—Ah, esperar a ver qué pasa —Cosca sonreía—. Mi plan favorito.

De algún lejano lugar del palacio les llegó un ruido estrepitoso, un grito distante, quizá incluso el débil sonido del chocar de los aceros. Monza acarició muy nerviosa la empuñadura de la Calvez que colgaba al lado de una de sus piernas.

—¿Lo han oído? —el blando rostro de Salier, que seguía a su lado, acababa de volverse tan pálido como la mantequilla. Sus guardias, que habían tomado posiciones en el jardín, empuñaban las armas robadas con el mismo entusiasmo que él acababa de mostrar. Era lo que sucedía al enfrentarse a la muerte, como Benna había puesto de manifiesto muchas veces. A medida que se le acerca a uno, parece más difícil de soportar. Pero eso no parecía afectarle a Escalofríos. Porque quizá el hierro al rojo también hubiera quemado las dudas que pudiese albergar al respecto. Tampoco a Cosca, cuya mueca de alegría se hacía más tremenda a cada momento. Amistoso seguía sentado con las piernas cruzadas, tirando los dados encima de los adoquines.

Con aquella cara suya tan inexpresiva como siempre, levantó la cabeza para mirar a Monza y comentó:

—Cinco y cuatro.

—¿Es algo bueno?

—Nueve —respondió, encogiéndose de hombros.

Monza enarcó las cejas. Aunque fuese innegable que su grupo era de lo más variopinto, los planes que son una locura sólo pueden llevarse a cabo con gente que esté medio loca.

Porque la gente cuerda puede tener la tentación de atajar por el camino fácil.

Más estrépitos y un débil grito, en aquella ocasión más cercano. Los soldados de Ganmark, que se abrían camino por el palacio para llegar al jardín situado en su parte central. Amistoso lanzó los dados y luego los recogió, levantándose espada en mano. Monza intentó mantener la calma mientras miraba fijamente hacia la abierta puerta, hacia la sala llena de pinturas, hacia la arcada por donde se accedía al resto del palacio. El único camino por el que se podía llegar a donde ellos se encontraban.

Una cabeza cubierta con un yelmo apareció al lado de la columna de uno de los arcos. La siguió un cuerpo vestido con una armadura. El de un sargento talinés, espada y escudo en alto y a punto. Monza vio cómo se deslizaba furtivamente por debajo del rastrillo, sobre las losetas del suelo. Salió a la luz del día y avanzó con mucha precaución, frunciendo el ceño al verlos.

—Sargento —dijo un Cosca que parecía muy contento.

—Capitán —se irguió y bajó la espada. Le seguían más hombres. Bien armados, soldados de Talins, veteranos barbudos y precavidos que entraban en la galería con las armas listas. En un principio, parecieron sorprendidos al descubrir en el jardín a varios de los suyos, sorprendidos pero contentos—. ¿Es él? —preguntó el sargento, señalando a Salier.

—Lo es —afirmó Cosca con una mueca.

—Bien, bien. ¿El jodido seboso?

—El mismo.

En aquel momento aparecieron más soldados y un grupo de oficiales de estado mayor enfundados en uniformes inmaculados, con espadas elegantes pero sin ninguna armadura. A su cabeza, dando zancadas con un aire de autoridad incuestionable, llegaba un hombre de rostro blando y ojos húmedos y tristes.

Ganmark.

Si no hubiera sido por la oleada de odio que la dominó nada más verlo, Monza habría sentido una pizca de satisfacción perversa por haber predicho sus movimientos con tanta facilidad. Llevaba una espada larga en la cadera izquierda y otra más corta en la derecha. Un acero largo y otro corto, según la costumbre de la Unión.

—¡Asegurad la galería! —exclamó mientras se dirigía al jardín, con aquel acento suyo que tendía a comerse las últimas letras de las palabras —. ¡Sobre todo, aseguraos de que las pinturas no sufran daño alguno!

—¡Sí, señor! —las botas resonaron mientras los soldados se ponían en marcha para cumplir sus órdenes. Eran muchos. Monza los observó mientras seguía apretando las mandíbulas. Quizá demasiados, pero de nada servía lamentarse. Lo único importante era matar a Ganmark.

—¡General! —Cosca le saludó enérgicamente—. Hemos capturado al duque Salier.

—Ya lo veo. Bien hecho, capitán. Ha sido el más rápido, y por eso será recompensado. Muy rápido —entonces hizo una reverencia burlona—. Excelencia, es un honor. El gran duque Orso os envía saludos fraternales.

—Me cago en sus saludos —dijo Salier de malos modos.

—Y sus pesares, por no haber podido venir en persona para presenciar vuestra completa derrota.

—Si hubiera venido, también le mandaría a cagar.

—Sin duda. ¿Estaba solo?

—Estaba esperando en este sitio —respondió Cosca, asintiendo—, mirando eso —y movió la cabeza hacia la gran estatua que se encontraba en medio del jardín.


El Guerrero
de Bonatine —Ganmark echó a andar despacio, sonriendo a la imponente estatua de Stolicus—. Es más bonita en persona que en los dibujos. Quedará muy bien en los jardines de Fontezarmo —casi estaba a cinco pasos. Monza intentó respirar despacio, pero el corazón martilleaba su pecho—. Debo felicitaros por vuestra maravillosa colección, Excelencia.

—Me cago en sus felicitaciones —dijo Salier, rezongando.

—Al parecer, os cagáis en demasiadas cosas excelsas. Aunque una persona de vuestro tamaño, seguro que genera una considerable cantidad de la materia involucrada. Traedme aquí a ese gordo.

Era el momento. Monza agarró con fuerza la empuñadura de la Calvez y avanzó al frente, cogiendo con su mano derecha, la del guante, el codo de Salier, mientras Cosca se situaba a su derecha. Los oficiales y guardias de Ganmark se habían dispersado. Miraban la estatua y a Salier, ya fuera desde el jardín o desde las ventanas de las galerías. Aunque dos de ellos permanecieran al lado de su general, uno con la espada desenvainada, no parecía que desconfiasen de nada. No parecían en tensión. Porque todos eran camaradas.

Amistoso seguía tan quieto como una estatua, con la espada en la mano. Aunque Escalofríos cogiera el escudo sin fuerza, Monza vio que los nudillos de la mano que empuñaba el hacha estaban blancos, por lo fuerte que la agarraba, y que su único ojo iba de un enemigo a otro, calculando el peligro. La sonrisa burlona de Ganmark aumentó a medida que Salier se acercaba a él.

—Bien, bien, Excelencia. Aún recuerdo las palabras del discurso que pronunciasteis al crear la Liga de los Ocho. ¿Cómo era? Ah, sí. Que antes moriríais que arrodillaros delante de un perro como Orso. Pues ahora me gustaría mucho veros de rodillas —hizo una mueca burlona a Monza, que apenas estaba ya a dos pasos de él—. Teniente, ¿podría…? —sus pálidos ojos se entornaron durante un instante y entonces la reconoció. Monza saltó hacia él, apartando al guardia que estaba más cerca mientras lanzaba una estocada hacia su corazón.

Escuchó el familiar sonido del acero contra el acero. De algún modo, Ganmark había tenido tiempo de desenvainar su espada a medias, lo suficiente para evitar por un pelo la estocada de Monza. Echó la cabeza hacia un lado y la punta de la Calvez le hizo un largo corte en la mejilla, mientras su espada cantaba al abandonar la vaina.

Entonces se hizo el caos en el jardín.

La hoja de Monza acababa de hacerle a Ganmark un largo corte en la cara.

—Pero… —el oficial que estaba más cerca miró aturdido a Amistoso mientras éste le hundía la espada en la cabeza. Como la hoja se le quedó clavada en el cráneo, Amistoso no se molestó en sacarla de él. Era un arma incómoda, y a él le gustaba luchar más de cerca. Sacó la cuchilla de carnicero y el cuchillo que llevaba al cinto, sintiendo el calorcillo que despertaba en sus puños el contacto con aquellos dos objetos tan familiares, la satisfacción abrumadora de saber que todo sería más sencillo. Matar a todos los que pudiera antes de que se dieran cuenta. Aun con la suerte en contra. Pues que once luchasen contra veintiséis era jugar contra la suerte.

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