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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (56 page)

—Así lo haré —Amistoso se levantó para dirigirse a donde había caído la cuerda, y no miró hacia atrás. Monza le observó mientras se iba. Le dolían las manos, el hombro, la pierna, todo el cuerpo. Miró furtivamente los cadáveres dispersos por el jardín. La dulzura de la victoria. La dulzura de la venganza. Hombres convertidos en carne.

—Hazme un favor —Cosca sonreía con tristeza, como si adivinase sus pensamientos.

—¿Quieres venir con nosotros, verdad? Puedo tirar de la cuerda.

—Quiero que me perdones.

—Creía que yo era la traidora —dijo con una entonación que estaba a medio camino entre la burla y la náusea.

—¿Y eso qué importa ahora? La traición es algo muy corriente. El perdón es todo lo contrario. Quiero irme sin dejar ninguna deuda atrás. Excepto todo el dinero que me llevé de Ospria. Y de Adua. Y de Dagoska —movió lentamente una mano ensangrentada—. Me refería a que no quiero irme debiéndote nada.

—Pues te perdono. Estamos en paz.

—De acuerdo. He vivido de una manera asquerosa. Me agrada ver que al menos muero como debe ser. Vete.

Una parte de ella quería quedarse con él, estar presente cuando los hombres de Orso entraran en tromba por la puerta, para asegurarse de que no le quedaban cuentas por saldar. Pero aquella parte no era muy grande. Jamás había sido amiga de sentimentalismos. Orso tenía que morir y, si a ella la mataban en aquel lugar, ¿quién le mataría a él? Levantó la Calvez del suelo, la devolvió a su vaina y dio media vuelta sin añadir nada más. En aquel tipo de situaciones, las palabras eran unas herramientas bastante pobres. Caminó cojeando hacia la cuerda, la echó alrededor de sus caderas lo mejor que pudo y la enrolló en su muñeca.

—¡Vámonos!

Desde el tejado, Monza podía ver toda la ciudad. Toda la amplia curva que formaba el Visser, junto con sus bonitos puentes. Las numerosas torres que llegaban al cielo, empequeñecidas por las columnas de humo que aún subían de los incendios dispersos. Day había conseguido una pera y la mordía con gusto, los rizos amarillos ondeando bajo la brisa, el jugo resbalándole por la barbilla.

Morveer arqueó una ceja al ver la carnicería del jardín y dijo:

—Me consuela comprobar que, en mi ausencia, ha logrado mantener la carnicería bajo el control más estricto.

—Algunas cosas nunca cambian —le replicó ella.

—¿Y Cosca? —preguntó Vitari.

—No viene con nosotros.

Morveer hizo una mueca que reflejaba cierta tristeza y comentó:

—¿No ha logrado salvar la piel en esta ocasión? Vaya, después de todo, hasta un borracho puede cambiar.

Aunque hubiese acudido a su rescate, Monza le habría pegado una cuchillada si la mano que tenía libre hubiese sido la buena. Vitari debía de estar sintiendo lo mismo que ella, por la manera en que acababa de mirar al envenenador. Aún así, movió hacia el río su cabeza de erizo y dijo:

—Tendremos que hacer el funeral en el bote. La ciudad está llena hasta los topes con las tropas de Orso. Ya deberíamos haber salido a mar abierto.

Monza echó una última mirada. En el jardín todo seguía en calma. Salier se había deslizado del pedestal de la escultura caída para quedar tendido de espaldas, los brazos abiertos, como para dar la bienvenida a un antiguo amigo. Ganmark seguía arrodillado encima de un enorme charco de sangre, empalado en la enorme espada de
El Guerrero
, con la
cabeza
colgando. Cosca seguía con los ojos cerrados, las manos en el regazo y una leve sonrisa en los labios. Las flores del cerezo acariciaban su uniforme robado para quedarse encima de él.

—Cosca, Cosca —murmuró—, ¿qué haré yo sin ti?

V. PURANTI

«Pues los mercenarios son individualistas, están sedientos de poder, son ir disciplinados y desleales; son valientes delante de sus amigos y cobardes ante el enemigo; no tienen miedo de Dios, no son fieles a sus seguidores; evitan la derrota tanto como la batalla; en la paz son ellos los que te despojan, mientras que en la guerra lo hace el enemigo.
»

NICCOLÒ MACHIAVELLI

Durante dos años, la mitad de las tropas de las Mil Espadas hizo como si luchara contra la otra mitad. Cuando estaba lo suficientemente sobrio para hablar, Cosca se jactaba de que nunca antes en la Historia tan pocos hombres hubieran conseguido tanto por tan poco. Dejaban completamente vacías las arcas de Nicante y de Affoia y luego, cuando sus esperanzas se frustraban por la súbita llegada de la paz, se volvían al norte, buscando nuevas guerras de las que aprovecharse o patrones ambiciosos que pudiesen contratarlos.

Ningún patrón era más ambicioso que Orso, el flamante gran duque de Talins, lanzado al poder después de que el caballo favorito de su hermano mayor lanzase a éste al suelo de una coz. Así que firmó a toda prisa un contrato con la archiconocida mercenaria Monzcarro Murcatto. Sobre todo, después de que sus enemigos de Etrea contratasen al infame Nicomo Cosca para mandar sus tropas.

Aún así, no fue nada fácil que los dos se comprometieran en batalla. Como dos cobardes que se moviesen en círculo antes de una pendencia, malgastaron toda una campaña en maniobras tan caras que le arruinaban a uno, haciendo mucho daño a los granjeros de la región, pero apenas muy poco el uno al otro. Finalmente, ambos se apresuraron para encontrarse en los campos de trigo, por entonces listos para la cosecha, próximos a la villa de Afieri, lo que a todos les hizo pensar que la batalla estaba próxima. O algo muy parecido.

Pero aquella tarde, Monza recibió en su tienda una visita inesperada. Ni más ni menos que el duque Orso en persona.

—Excelencia, no esperaba…

—Déjese de formalidades. Sé lo que Nicomo Cosca ha planeado para mañana.

—Supongo que habrá planeado combatir, lo mismo que yo —dijo Monza, frunciendo el ceño.

—No planea hacer nada de eso, y usted tampoco. Los dos han puesto en ridículo a quienes los contrataron durante estos dos últimos años. Pero a mino me gusta que me pongan en ridículo. Para ver batallas de mentirijillas, me voy al teatro, que me sale más barato. Por eso voy a pagarle el doble para que combata en serio…

—Yo. —Monza no se lo esperaba.

—Usted le es leal. Lo sé. Y lo respeto. Todos debemos agarrarnos a algo en esta vida. Pero Cosca es el pasado, y yo he decidido que usted sea el futuro. Su hermano está de acuerdo conmigo.

Era evidente que Monza se esperaba aún menos todo aquello. Miró a Benna y éste le devolvió una mueca.

—Es mejor así. Tú tienes que mandar.

—Pero no puedo… los demás capitanes nunca…

—Ya he hablado con ellos —dijo Benna—. Con todos, excepto Fiel, y ese perro viejo nos seguirá cuando vea por dónde sopla el viento. Están cansados de Cosca, de sus borracheras y de sus disparates. Quieren un contrato largo y un jefe del que puedan sentirse orgullosos. Te quieren a ti.

El duque de Talins la vigilaba. No podía permitirse dar la impresión de que le obedeciese a regañadientes.

—Si así están las cosas, acepto, cómo no. Eso de la paga doble me ha convencido —pero mentía.

—Ya me parecía —Orso sonrió— que usted y yo estábamos hechos el uno para el otro, general Murcatto. Mañana estaré pendiente de su victoria —y entonces se fue.

Cuando el faldón de la tienda dejó de moverse, Monza le dio una bofetada a su hermano que le tiró al suelo.

—Benna, ¿qué has hecho? ¿Qué has hecho?

Ella miró con hosquedad y, llevándose una mano a la boca que le sangraba, dijo —Pensé que te gustaría.

—¡No tenías por qué hacerlo, so cabrón! Te gustaba a ti. Espero que estés contento.

Pero no había nada que ella no pudiese perdonarle mediante el expediente de quitarle importancia. Era su hermano. La única persona que realmente la conocía. Y Sesaria, Victus, Andiche y la mayoría de los demás capitanes estaban de acuerdo. Estaban cansados de Nicomo Costa. Por eso no había vuelta atrás. Al día siguiente, cuando la aurora se descolgara por el este y ellos se preparasen para la batalla inminente, Monza ordenaría a sus hombres que cargasen en serio. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Por la tarde se sentaba en la silla de Cosca junto a Benna, que sonreía tan burlón como siempre, y sus recientemente enriquecidos capitanes, que bebían por la primera victoria de ella. Todos reían, excepto ella. Pensaba en Cosca y en todo lo que le había dado, en todo lo que le debía y cómo se lo había pagado. No tenía ganas de celebrar nada.

Además, se había convertido en la capitán general de las Mil Espadas. No podía permitirse reír.

Seises

Los dados sacaron una pareja de seises.

En la Unión lo llamaban
La docena de soles
, refiriéndose al sol que estaba en su bandera. En Baol lo llamaban
Gana dos veces
, porque la casa pagaba el doble. En Gurkhul lo llamaban
El Profeta
o
El Emperador
, según la persona en la que el jugador hubiese depositado su lealtad. En Thond era
Los doce dorados
. En las Mil Islas,
Los doce vientos
. En Seguridad, a los dos seises los llamaban
El Carcelero
, porque el carcelero ganaba siempre. Aunque por todo el Círculo del Mundo toda la gente quisiera sacar dos seises, para Amistoso era una tirada más. No le hacía ganar nada. Centró su atención en el gran puente de Puranti y en la gente que lo cruzaba.

Seguro que muchos años después, cuando los rostros de las estatuas que remataban sus columnas estuvieran llenas de agujeros, cuando la carretera se hubiera agrietado por los años y el parapeto se hubiese desplomado, los seis arcos seguirían igual de altos y esplendorosos, burlándose de la gente apresurada que corría por debajo. Los grandes pilares de roca en los que se asentaban, de una altura de más de seis metros, aún desafiaban a las aguas turbulentas. Aunque tuvieran al menos seiscientos años, el Puente Imperial era la única construcción que permitía cruzar la profunda garganta del Pura en aquella época del año. La única vía terrestre para llegar a Ospria.

El ejército del gran duque Rogont la cruzaba en perfecto orden, avanzando en fila de a seis. Las rítmicas pisadas de las botas de sus soldados, latidos de un enorme corazón, eran acompañadas por el tintineo y estruendo metálico de armas y arneses, por las llamadas esporádicas de los oficiales, por el constante murmullo de la muchedumbre que los contemplaba, por el latido impetuoso del río que estaba muy por debajo de ellos. Llevaban toda la mañana cruzándolo, por compañías, por batallones, por regimientos. Bosques de puntas de lanzas, de metal reluciente y de cuero tachonado de clavos en movimiento. Rostros polvorientos, sucios, llenos de determinación. Banderas orgullosas que pendían inmóviles bajo el aire en calma. Hacía no mucho habían pasado seiscientas filas. Cerca de cuatro mil hombres a los que aún debían seguirles otros tantos, como mínimo. Llegaban en grupos de seis por seis por seis.

—Buen orden. Para una retirada —en Visserine, el vozarrón de Escalofríos se había convertido en un susurro ronco.

—La retirada es algo que se le da bien a Rogont —decía Vitari con voz burlona—. En eso tiene mucha práctica.

—Hay que apreciar la ironía de la situación —comentó Morveer, que veía pasar a los soldados con una pizca de desprecio—. Las orgullosas legiones del hoy marchan sobre los últimos vestigios del decaído imperio del ayer. En eso se convierte el esplendor militar. En desmesura hecha carne.

—Qué cosa tan increíblemente profunda —dijo Murcatto, frunciendo los labios—. Como podéis ver, viajando con Morveer uno no sólo consigue divertirse, sino aprender.

—Soy un filósofo y un envenenador en la misma persona. Le ruego que no olvide que mis honorarios son por ambos oficios. Y que me remunera por mi perspicacia insondable, porque el veneno es gratis.

—¿Es que su suerte no tiene fin? —ella seguía zahiriéndole.

—No creo que ni siquiera tenga principio —comentó Vitari.

El grupo se había reducido a seis personas que estaban más irritables que nunca. Murcatto, que se había echado la capucha por encima para ocultar bajo ella su negra y lacia cabellera, de suerte que sólo se le veía el extremo de la nariz, la barbilla y la boca, esta última tan apretada como siempre. Escalofríos, aún con media cabeza vendada, mientras la otra, que era casi tan blanca como la leche, contrastaba con la negra ojera circular que rodeaba el ojo que le quedaba. Vitari, que se sentaba en el parapeto con las piernas hacia fuera, apoyando los hombros en una columna rota, el pecoso rostro echado hacia atrás ante el brillante sol. Morveer. Su ayudante, que, inclinada hacia las bulliciosas aguas, miraba el río con cara de pocos amigos. Y Amistoso, cómo no. Seis. Cosca había muerto. A pesar de su nombre, a Amistoso no solían durarle mucho los amigos.

—Hablando de remuneraciones —Morveer seguía rezongando—, creo que deberíamos hacer una visita al banco más cercano para sacar algo de dinero. Me desagrada que a la persona que me contrató aún le quede una deuda por pagarme. Añade cierto sabor amargo a nuestra relación, por otra parte, tan dulce como la miel.

—Dulce —dijo Day con la boca llena, y nadie supo si se refería al pastel que se estaba comiendo o a la relación.

—Me debe mi parte en el fallecimiento del general Ganmark, colateral, aunque vital, puesto que evitó otro fallecimiento, el de usted. También tengo que reemplazar el equipo que perdimos en Visserine de una manera tan descuidada. Debo poner de manifiesto una vez más que, si me hubiera permitido eliminar a nuestros problemáticos granjeros de la manera que yo quería, no hubiese…

—Ya basta —dijo Murcatto entre dientes—, no le pago para que me recuerde mis errores.

—Supongo que ese servicio también es gratis.

Vitari se bajó del parapeto. Day deglutió lo que le quedaba del pastel y se chupó los dedos. Todos se dispusieron a irse, excepto Amistoso. Seguía quieto, mirando el río.

—Hay que irse —dijo Murcatto.

—Sí. Yo me vuelvo a Talins.

—¿Que te vuelves adonde?

—Sajaam tenía que haberme mandado una carta a este sitio, pero no ha llegado.

—Hay un largo camino hasta Talins. Estamos en guerra…

—Estamos en Styria. Aquí siempre hay guerra.

Quedaron en silencio mientras ella le miraba con los ojos prácticamente ocultos por la capucha. Los demás aguardaban, aunque a ninguno le importase gran cosa que se fuera. A la gente no solía importarle, y a él mucho menos.

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