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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (15 page)


Ah, Mademoiselle Abshire, asseyez-vous, s'il vous plait.

Me siento entre Laura y Helen. Esta me escribe una nota: «Te felicito». La clase está traduciendo a Montaigne. Trabajamos en silencio, y madame Simone camina por el aula, corrigiendo. Me cuesta mucho concentrarme. La mirada de Henry después de dar una patada a Jason era de absoluta indiferencia, como si acabara de estrechar una mano, como si ningún pensamiento ocupara su mente, y luego se le veía preocupado porque no sabía cómo reaccionaría yo; y me doy cuenta de que Henry disfrutó golpeando a Jason. ¿Acaso no es lo mismo que sintió este mientras se divertía hiriéndome a mí? No, de ningún modo, porque Henry es bueno.¿Es eso lo que hace aceptable su actitud? ¿Hice lo correcto cuando le pedí que me ayudara?


Clare, attendez
—dice madame Simone cogiéndome por el codo.

Después de sonar la campana de nuevo todos salen corriendo. Camino junto a Helen. Laura me abraza a modo de disculpa y se apresura hacia la clase de música, que se imparte en el otro extremo del edificio. Helen y yo coincidimos en gimnasia durante la tercera clase.

—Vaya follón, reina. No podía creérmelo. ¿Cómo conseguiste atarlo a ese árbol?

Al final acabaré cansándome de oír esa pregunta.

—Tengo un amigo que hace este tipo de cosas. Fue él quien me ayudó.

—¿Quién es?

—Un cliente de mi padre —miento.

—Mientes fatal —me contesta Helen, negando con la cabeza.

Yo sonrío, y no digo nada.

—Se trata de Henry, ¿verdad?

Niego en silencio y me llevo un dedo a los labios. Hemos llegado al gimnasio de chicas. Entramos en el vestuario y... ¡abracadabra! Todas las chicas dejan de hablar. Luego se oye un suave murmullo de charlas que vence al silencio. Helen y yo tenemos las taquillas en la misma zona. Abro la mía y saco el equipo de gimnasia y las zapatillas de deporte. Ya he pensado en lo que voy a hacer. Me quito los zapatos y las medias, y me desnudo hasta quedarme en camiseta y braguitas. No llevo sujetador porque me duele demasiado.

—Mira, Helen —digo. Me quito la camiseta y Helen se da la vuelta.

—¡Por el amor de Dios, Clare!

Los morados tienen peor aspecto que ayer. Algunos se están poniendo verduscos. Tengo verdugones en los muslos por culpa del cinturón de Jason.

—¡Oh, Clare! —Helen se acerca a mí y me abraza con cuidado.

Los vestuarios se han quedado en silencio. Miro por encima del hombro de Helen y veo que todas las chicas se han congregado a nuestro alrededor, y que todas nos miran. Helen se endereza, se vuelve hacia ellas y les dice:

—¿Qué os parece?

Alguien del fondo empieza a aplaudir, y luego todas aplauden, y ríen, charlan y bromean. Me siento ligera, ligera como una pluma.

Miércoles 12 de julio de 1995

Clare tiene 24 años, y Henry 32

C
LARE
: Estoy echada en la cama, casi dormida, cuando noto la mano de Henry rozándome el estómago y me doy cuenta de que ya ha regresado. Abro los ojos, él se inclina hacia mí y me besa la pequeña cicatriz de la quemadura de cigarrillo. Bajo la penumbrosa luz de la noche le toco el rostro.

—Gracias —le digo.

—Fue todo un placer —me contesta él, y esas son todas las palabras que llegamos a cruzar sobre el tema.

Domingo 11 de septiembre de 1988

Henry tiene 36 años, y Clare 17

H
ENRY
: Clare y yo estamos en el huerto una cálida tarde de septiembre. Los insectos zumban en el prado bajo un sol dorado. Todo está en calma. Dejo vagar la mirada entre la hierba seca, y noto el aire, vibrante por el calor. Nos hemos cobijado bajo un manzano. Clare se apoya en el tronco, con un cojín debajo para suavizar la presión de las raíces del árbol. Yo estoy echado, con la cabeza sobre su regazo. Hemos comido, y los restos del almuerzo están desperdigados a nuestro alrededor, intercalados entre las manzanas caídas. Me siento somnoliento y satisfecho. Es enero en mi presente, y Clare y yo estamos peleados. Este interludio veraniego es idílico.

—Me gustaría dibujarte tal como estás ahora —me dice Clare.

—¿Cabeza abajo y dormido?

—Relajado. Se te ve tan tranquilo...

¿Por qué no?

—Adelante.

Nos hallamos aquí fuera porque Clare tenía que dibujar árboles para la clase de arte. Coge su cuaderno de dibujo, que mantiene en equilibrio sobre una rodilla, y elige un carboncillo.

—¿Quieres que me mueva? —le pregunto.

—No, cambiaría muchísimo la composición. Tal como estabas, por favor.

Recobro la postura anterior y miro ocioso los dibujos que las ramas trazan contra el cielo.

La inmovilidad es una disciplina. Puedo estar muy quieto durante largos períodos de tiempo cuando leo, pero posar para Clare siempre es sorprendentemente difícil. Incluso una postura que en un principio resulta de lo más cómoda acaba convirtiéndose en una tortura al cabo de unos quince minutos. Sin mover nada, salvo los ojos, miro a Clare. Está absorta en su dibujo. Cuando Clare dibuja, mira como si el mundo hubiera desaparecido, y los únicos vestigios de civilización fueran ella y el objeto de su estudio. Por esa razón me encanta que Clare me dibuje: cuando me mira con esa atención, siento que lo soy todo para ella. Es la misma mirada que me brinda cuando hacemos el amor. En este momento me mira a los ojos y sonríe.

—He olvidado preguntarte de qué época vienes.

—De enero de 2000.

—¿De verdad? —exclama con expresión sombría—. Pensaba que era más adelante.

—¿Por qué? ¿Tan mayor te parezco?

Clare me acaricia la nariz. Sus dedos recorren mi puente hasta llegar a las cejas.

—No, claro que no; pero se te ve feliz y tranquilo. Por lo general, cuando vienes de 1998, 1999 o de 2000, estás triste, o bien asustado, y no quieres decirme por qué. Luego, en 2001, vuelves a estar bien.

—Pareces una echadora de cartas —le digo riendo—. Nunca he sido consciente de que captaras mis cambios de humor con tanta precisión.

—¿Acaso tengo más datos en los que basarme?

—Recuerda que es el agobio lo que suele enviarme hacia ti. Es decir, que no deberías interpretar que todos esos años son horribles y que soy infeliz. En esa época también hay muchísimas cosas agradables.

Clare vuelve a su dibujo. Ha dejado de hacerme preguntas sobre nuestro futuro.

—Henry, ¿de qué tienes miedo? —me pregunta, en cambio.

Me sorprende la pregunta, y tengo que pensarla.

—Del frío. Tengo miedo del frío. Tengo miedo de la policía. Tengo miedo de viajar a un lugar y a un tiempo equivocados, y que me atropellen o me den una paliza. O bien de quedarme atrapado en el tiempo y no ser capaz de regresar. Tengo miedo de perderte.

Clare sonríe.

—¿Cómo podrías perderme? Yo no iré a ninguna parte.

—Me preocupa que no soportes el hecho de que yo no sea digno de confianza y me abandones.

Clare deja a un lado su cuaderno de dibujo, y yo me levanto.

—No te abandonaré jamás —me dice—. Aunque tú siempre estés abandonándome.

—Olvidas que yo nunca quiero marcharme.

Clare me muestra su dibujo. Ya lo he visto antes; está colgado junto a la mesa de dibujo de Clare en el estudio que tiene en casa. Es cierto que tengo un aspecto tranquilo en la composición. Clare la firma y empieza a escribir la fecha.

—No. No está fechado.

—¿Ah, no?

—Ya lo he visto antes, y no lleva ninguna fecha.

—De acuerdo —dice Clare mientras borra la fecha y escribe «Casa Alondra del Prado» en su lugar—. Ya está. —Me mira sorprendida—. ¿Te ha pasado alguna vez regresar al presente y encontrar algo cambiado? Quiero decir, ¿qué ocurriría si escribiera la fecha en este dibujo ahora mismo? ¿Qué pasaría?

—No lo sé. Inténtalo —le digo con curiosidad.

Clare borra «Casa Alondra del Prado» y escribe: «11 de septiembre de 1988».

—Ya está. Ya ves qué fácil. —Nos miramos, desconcertados. Clare ríe—. Si hemos violado el continuo espacio-temporal, de momento no se nota demasiado.

—Ya te diré si has provocado la tercera guerra mundial. —Empiezo a notar temblores—. Creo que me voy, Clare.

Ella me besa, y desaparezco.

Jueves 13 de enero de 2000

Henry tiene 36 años, y Clare 28

H
ENRY
: Después de cenar sigo pensando en el dibujo de Clare, así que me voy a su estudio para echarle un vistazo. Clare está creando una enorme escultura con diminutas virutas de papel púrpura; parece un cruce entre un teleñeco y el nido de un pájaro. Rodeo la obra de arte con cuidado y me sitúo frente a su mesa. El dibujo no está en su lugar.

Clare entra con una brazada de fibra de abacá.

—¡Eh! —exclama, lanzando la carga al suelo y acercándose a mí—. ¿Qué pasa?

—¿Dónde ha ido a parar el dibujo que tenías colgado aquí mismo? Me refiero a aquel que me hiciste.

—¿Cómo? Ah, sí... No lo sé. A lo mejor se ha caído al suelo. —Clare se mete bajo la mesa y dice—: No lo veo. Ah, sí. Espera, ya lo tengo. —Sale de su escondite agarrando el dibujo con dos dedos—. Ecs, está lleno de telarañas.

Le pasa un trapo y me lo entrega. Lo examino. Sigue sin haber ninguna fecha en el dibujo.

—¿Qué le ha sucedido a la fecha?

—¿Qué fecha?

—La que escribiste al pie, aquí, bajo tu nombre. Parece como si la hubieran rascado.

—De acuerdo —dice Clare riendo—. Lo confieso. La he rascado.

—¿Por qué?

—Me asusté mucho con tu comentario sobre la tercera guerra mundial. Empecé a pensar que a lo mejor no nos conoceríamos en el futuro por culpa de mi insistencia en probar este experimento.

—Me alegro de que lo hicieras.

—¿Por qué?

—No lo sé. Es lo que siento.

Nos miramos y luego Clare sonríe, y yo me encojo de hombros. Ahí termina todo. ¿Por qué me parece, sin embargo, que algo imposible ha estado a punto de suceder? ¿Por qué me siento tan aliviado?

Nochebuena, uno (siempre estrellándome con el mismo coche)

Sábado 24 de diciembre de 1988

Henry tiene 40 años, y Clare 17

H
ENRY
: Es una oscura tarde de invierno. Estoy en el sótano de Casa Alondra del Prado, en la sala de lectura. Clare me ha dejado comida: rosbif y queso con pan integral y mostaza, una manzana, un litro de leche y un tubo entero de plástico con galletas de Navidad, un postre a base de helado, perlas de canela y nueces, y galletitas de cacahuete con Hershey's Kisses incrustados. Llevo mis tejanos favoritos y una camiseta de los Sex Pistols. Tendría que sentirme como un campista feliz, pero nada más alejado de la realidad. Clare también me ha dejado el
South Haven Daily
de hoy; lleva fecha del 24 de diciembre de 1988. Nochebuena. Esta noche, en la sala Colocón, de Chicago, mi yo de veinticinco años beberá hasta deslizarse en silencio del taburete del bar y caer, para terminar luego con un lavado de estómago en el hospital de la Caridad. Es el decimonoveno aniversario de la muerte de mi madre.

Me siento en silencio y pienso en ella. Es curioso cómo se deteriora la memoria. Si dispusiera únicamente de recuerdos infantiles, lo que sabría de mi madre se reduciría a detalles vagos y difusos, en los que destacarían algunos momentos lacerantes. A los cinco años la oí cantar
Lula
en la Ópera Lírica. Recuerdo a mi padre, sentado junto a mí, sonriendo a mamá al final del primer acto con un profundo júbilo. Recuerdo asimismo estar sentado junto a ella en el Palacio de Conciertos, contemplando cómo mi padre tocaba Beethoven bajo la dirección de Boulez. Recuerdo que me permitieron quedarme en la sala de estar durante una fiesta que daban mis padres para recitar «Tigre, tigre que brillante ardes» a los invitados, con una completa puesta en escena a base de gruñidos; tenía cuatro años, y cuando terminé, mi madre me cogió en volandas y me besó, y todos aplaudieron. Llevaba un pintalabios oscuro, y yo me empeñé en irme a la cama con la marca de sus labios en la mejilla. La recuerdo sentada en un banco del parque Warren mientras mi padre me empujaba en el columpio y ella oscilaba: se acercaba y se alejaba sin parar.

Una de las cosas más extraordinarias, aunque también más dolorosas, de viajar a través del tiempo ha sido tener la oportunidad de ver a mi madre viva. Incluso he hablado con ella alguna vez; hemos intercambiado algún comentario del tipo «Qué tiempo más horrible, ¿verdad?». Le cedo mi asiento en el metro, la sigo al supermercado, la observo cantar. Deambulo por las inmediaciones del apartamento en el cual todavía vive mi padre, y los contemplo a los dos, a veces conmigo de pequeñito, mientras pasean, comen en restaurantes o entran en el cine. Estamos en los sesenta, y ambos forman una pareja de músicos elegantes, jóvenes y brillantes, con el mundo a sus pies. Se les ve muy felices, y despiden esa luz que brindan la suerte y la alegría. Cuando nos cruzamos en la calle, me saludan; creen que soy alguien que vive en el vecindario, alguien que da muchos paseos, que lleva el pelo cortado de un modo extraño y parece oscilar misteriosamente de edad. En una ocasión oí que mi padre sé preguntaba si yo no estaría enfermo de cáncer. Todavía me resulta increíble que mi padre nunca se haya percatado de que ese hombre que los acecha durante los primeros años de su matrimonio sea su hijo.

Veo a mi madre junto a mí. Ahora está embarazada, luego mis padres salen del hospital y me llevan a casa; más tarde ella me saca al parque en mi cochecito y se sienta a memorizar partituras, canta bajito y hace breves señas con las manos, muecas con la cara y me enseña juguetitos. Más adelante caminamos de la mano y admiramos las ardillas, los coches, las palomas, cualquier cosa que se mueva. Ella lleva abrigos de paño y mocasines con pantalones pirata. Tiene el pelo oscuro y un rostro teatral, la boca grande, los ojos almendrados, el pelo corto; parece italiana, pero en realidad es judía. Mi madre se pone pintalabios, perfilador de ojos, máscara para las pestañas, colorete y lápiz de cejas para ir a la tintorería. Mi padre es muy parecido a como es ahora: alto, enjuto, austero en su indumentaria y amigo de llevar sombrero. La diferencia está en su semblante. En esa época se siente profundamente satisfecho. Los dos se tocan a menudo, se dan la mano, caminan al unísono. En la playa los tres llevamos gafas de sol a juego, y a mí me han puesto un ridículo sombrero azul. Tomamos el sol untados con aceite de bebé. Bebemos ron con Coca-Cola y un ponche hawaiano.

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