Read La mujer del viajero en el tiempo Online

Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (19 page)

Charisse se estremece y hace una mueca de disgusto. Henry remueve el estofado. Cuando dice: «Hora de tomar el Chow», nos arremolinamos todos en torno a la mesa. Gómez y Henry han estado bebiendo cerveza, y Charisse y yo dando sorbitos de vino. El problema es que Gómez nos ha llenado sin cesar las copas hasta el borde, y no hemos comido casi nada. Sin embargo, no me doy cuenta de lo borrachos que estamos todos hasta que casi me caigo de la silla que Henry aparta para mí al sentarme, y Gómez casi se prende fuego al pelo al encender los candelabros.

Gómez levanta la copa.

—¡Por la revolución!

Charisse y yo levantamos nuestras copas, y Henry también.

—¡Por la revolución!

Empezamos a comer con entusiasmo. El
risotto
está untuoso y suave, la calabaza, dulce, y el pollo nada en mantequilla. Me entran ganas de llorar. Está buenísimo.

Henry toma un bocado, y luego señala a Gómez con el tenedor.

—¿Qué revolución?

—¿Cómo dices?

—¿Por qué revolución estamos brindando?

Charisse y yo nos miramos alarmadas, pero ya es demasiado tarde. Gómez sonríe y me temo lo peor.

—Por la próxima.

—¿Aquella en la que el proletariado se levanta en armas, se come a los ricos y el capitalismo es derrotado en favor de una sociedad sin clases?

—La misma.

Henry me guiña el ojo.

—Me parece muy duro para Clare. ¿Qué tienes pensado hacer con los intelectuales?

—Oh, seguramente también nos los comeremos; pero a ti te conservaremos, de cocinero. Esta manduca está de miedo.

Charisse le toca el brazo a Henry en tono confidencial.

—En realidad, no nos comeremos a nadie. Solo redistribuiremos sus aptitudes.

—Menudo alivio... —contesta Henry—. No me gustaría nada tener que cocinar a Clare.

—Pues es una pena —interviene Gómez—. Estoy seguro de que Clare sería muy sabrosa.

—Me pregunto cómo será la cocina Caníbal —digo yo—. ¿Existe algún libro de cocina para caníbales?


Lo crudo y lo cocido
—apunta Charisse.

—Eso no es exactamente un manual de instrucciones. No creo que Lévi-Strauss proponga receta alguna —objeta Henry.

—Podríamos adaptar una receta —propone Gómez, sirviéndose otra porción de pollo—. Ya me entiendes, Clare con níscalos y salsa napolitana con guarnición de lingüini; o bien pechuga de Clare a la naranja o...

—Oye, y ¿qué pasa si a mí no me apetece que me devoren?

—Lo siento, Clare —dice Gómez en tono de circunstancias—. Me temo que tendremos que comerte por el bien de todos.

Henry me echa una mirada cómplice y sonríe.

—No te preocupes, Clare; cuando llegue la revolución, te esconderé en la Newberry. Podrás vivir en las estanterías, y te alimentaré con Snickers y Doritos que robaré en la sala del personal. Jamás te encontrarán.

Niego con la cabeza.

—Y ¿dónde queda aquello de «primero hay que acabar con los abogados»?

—No. No puede hacerse nada sin abogados de por medio —aclara Gómez—. La revolución la cagaría a los diez minutos si los abogados no estuvieran ahí para mantenerla a raya.

—Pero mi padre es abogado —le digo—. Por lo tanto, es imposible que podáis comernos.

—Es un abogado de los malos. Se ocupa del patrimonio de los ricos. En cambio, yo represento a los niños pobres y oprimidos...

—¡Bah, cállate ya, Gómez! —le amonesta Charisse—. Estás hiriendo los sentimientos de Clare.

—¡No es verdad! Clare desea que nos la comamos a la salud de la revolución. ¿A que sí, Clare?

—No.

—Ah.

—¿Qué me dices del imperativo categórico? —le pregunta Henry.

—¿De qué me hablas?

—De eso, de la Ley de Oro: «No te comas a los demás, a menos que desees que los demás te coman a ti».

Gómez se está limpiando las uñas con los dientes del tenedor.

—¿No crees que lo que mueve al mundo es más bien la norma «Come o serás comido»?

—Básicamente, sí; pero ¿acaso no ofreces tú un buen ejemplo de altruismo?

—Claro, pero dicen por todas partes que soy un hueso duro de roer.

Gómez habla con fingida indiferencia, pero yo me doy cuenta de que Henry lo desconcierta.

—Clare, ¿y el postre?

—¡Madre mía! Casi me olvidaba... —digo; me levanto demasiado deprisa y debo agarrarme a la mesa para apoyarme en algo—. Iré a buscarlo.

—Te ayudo —dice Gómez, siguiéndome a la cocina. Llevo tacones altos y al entrar en la cocina, me cojo al marco de la puerta y me tambaleo hacia delante, pero Gómez me atrapa al vuelo. Durante unos segundos nos quedamos abrazados, y noto sus manos en mi cintura, pero luego me suelta.

—Estás borracha, Clare —me dice Gómez.

—Ya lo sé. Tú también.

Aprieto el botón de la cafetera y el café empieza a gotear en la jarra. Me apoyo sobre el mármol y saco con cuidado el celofán de la bandeja de galletas de chocolate. Gómez está justo detrás de mí, y me dice con voz queda, inclinándose hasta que su aliento me cosquillea en el oído:

—Es el mismo tipo.

—¿A qué te refieres?

—Es el tipo contra el cual te previne. Henry, él es el tipo que...

Charisse entra en la cocina y Gómez tiene el tiempo justo para apartarse de mí de un salto y abrir la nevera.

—Hola, ¿puedo ayudaros?

—Toma, coge las tazas de café...

Reunimos tazas, platitos, platos de postre y galletas, y conseguimos llegar sanos y salvos a la mesa. Henry nos espera como si estuviera en el dentista, con una mirada de paciente temor. Me río, es la misma mirada que ponía cuando le traía comida al prado... Solo que él no se acuerda porque aún no ha estado ahí.

—Cálmate —le digo—. Solo son galletas de chocolate. Incluso yo sé hacerlas.

Todos nos reímos y tomamos asiento. Las galletas están poco cocidas.

—Tarta de galletas de chocolate —dice Charisse.

—Relleno chocolateado de salmonela —apunta Gómez.

—A mí siempre me ha gustado la masa cruda —comenta Henry chupándose los dedos.

Gómez lía un cigarrillo, lo enciende y le da una profunda calada.

H
ENRY
: Gómez enciende un cigarrillo y se recuesta en la silla. Hay algo en ese chico que me inquieta. Quizá sea su instinto natural de mostrarse posesivo con Clare, o puede que se trate de su curiosa forma de enfocar el marxismo. Estoy seguro de que no es la primera vez que lo veo. ¿En el pasado o en el futuro? Ahora lo descubriremos.

—Me suena mucho tu cara —le digo.

—¿Ah, sí? Sí..., creo que nos hemos visto antes.

Entonces caigo en la cuenta.

—¿En el concierto de Iggy Pop en el teatro Riviera?

—Sí... —Parece sorprendido—. Ibas con aquella rubia, Ingrid Carmichel, con la que siempre solía verte.

Gómez y yo miramos a Clare. Esta clava los ojos en Gómez, y él le sonríe. Clare desvía la mirada, pero rehuye la mía.

Charisse acude al rescate.

—¿Fuiste a ver a Iggy sin mí?

—Estabas fuera de la ciudad —responde Gómez.

—Me lo pierdo todo —se queja Charisse haciendo pucheros—. Me perdí a Patti Smith y ahora se ha retirado. Tampoco pude ver a los Talking Heads la última vez que vinieron de gira.

—Patti Smith volverá a dar otra gira —le digo.

—¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes? —pregunta Charisse. Clare y yo intercambiamos una mirada.

—Lo supongo —le confieso.

Empezamos a explorar los gustos musicales de los cuatro y descubrimos que a todos nos encanta el punk. Gómez nos cuenta que vio a las New York Dolls en Florida, justo antes de que Johnny Thunders abandonara el grupo. Por mi parte, describo el concierto de Lene Lovich, al que asistí durante uno de mis viajes a través del tiempo. Charisse y Clare están excitadas porque Violent Femmes actuarán en la sala de baile Aragón dentro de unas semanas, y Charisse ha conseguido entradas gratis. La velada discurre sin más preámbulos, y al marcharme, Clare me acompaña abajo. Nos quedamos de pie en la entrada, entre la puerta exterior y la interior.

—Lo siento —me dice.

—Bah, no te preocupes. Me he divertido mucho; además, a mí no me importa cocinar.

—No —me corta Clare, contemplándose los zapatos—. Me refiero a Gómez.

Hace frío en la entrada. Estrecho a Clare entre mis brazos y ella se recuesta en mí.

—¿Qué pasa con Gómez?

Sé que algo le preocupa, pero Clare se encoge de hombros.

—No pasa nada, en realidad —me contesta, y yo no insisto.

Nos besamos. Mientras abro la puerta exterior, Clare aguanta la interior. Me alejo por la acera y miro hacia atrás. Clare sigue en pie con la puerta entreabierta, contemplándome. Me detengo; deseo regresar sobre mis pasos y abrazarla, anhelo subir con ella al piso. Clare entonces se da la vuelta y empieza a subir las escaleras, y yo la observo hasta que desaparece de mi vista.

Sábado 14 de diciembre de 1991; Martes 9 de mayo de 2000

Henry tiene 36 años

H
ENRY
: Estoy pateando la inmundicia viva de un tipejo borracho, grande y burgués que ha tenido la osadía de llamarme maricón y luego ha intentado propinarme una paliza para demostrar su teoría. Nos encontramos en el callejón que hay junto al teatro Vic. Oigo cómo se filtra por la salida lateral del teatro el bajo de Smoking Popes, mientras aplasto sistemáticamente la nariz de este idiota y lo remato golpeándole en las costillas. Tengo una mala noche, y este imbécil pagará por toda mi frustración.

—¡Eh, bibliotecario!

Desvío la atención de mi yuppie quejoso y homofóbico y descubro que Gómez está apoyado en un contenedor, con expresión preocupada.

—Camarada... —le digo, apartándome del tipo al que he estado machacando, el cual se desliza agradecido por la acera, doblado en dos—. ¿Cómo va todo?

Estoy aliviadísimo de ver a Gómez: de hecho, encantado; pero él no parece compartir mi satisfacción.

—Caray... En fin, no quisiera interrumpir lo que te traes entre manos, pero ese individuo al que estás desmembrando es amigo mío.

No es posible.

—Bueno, la verdad es que lo pedía a gritos. Ha aparecido de repente y me ha dicho: «Señor, necesito que me maceren con contundencia».

—Ah, ya... Buen trabajo, entonces. Jodidamente artístico, en realidad.

—Gracias.

—¿Te importa si recojo con una pala al viejo Nick y me lo llevo al hospital?

—Encantado. —Maldita sea. Pensaba apropiarme de la ropa de Nick, sobre todo de sus zapatos: unos Doc Martens nuevos de marca, color rojo intenso y poco usados—. Gómez.

—Dime. —Se inclina para levantar a su amigo, que escupe un diente en su propio regazo.

—¿Qué día es hoy?

—14 de diciembre.

—¿De qué año?

Me mira como si tuviese cosas mejores que hacer que entretener a lunáticos y levanta a Nick por un hombro en un gesto que debe de ser terriblemente doloroso. Este empieza a gimotear.

—1991. Debes de estar más borracho de lo que parece.

Se va por el callejón y desaparece en dirección a la entrada del teatro. Evalúo la situación con rapidez. Hoy no hace mucho que Clare y yo empezamos a salir, así que Gómez y yo apenas nos conocemos. No me extraña que me haya desafiado con esa mirada espeluznante.

—Le he dicho a Trent que se encargue de él —me dice al regresar, nada agobiado—. Nick es su hermano. No le ha sentado demasiado bien.

Empezamos a caminar por el callejón, hacia el este.

—Perdona que te lo pregunte, bibliotecario, pero ¿por qué diablos vas vestido así?

Llevo unos tejanos azules, un jersey azul bebé, con unos patitos amarillos estampados, y un chaleco rojo fluorescente con unas zapatillas de tenis de color de rosa. La verdad es que no me sorprende que alguien sintiera la necesidad de pegarme.

—Es lo único que he podido encontrar. —Espero que el tipo a quien le quité esa indumentaria estuviera cerca de su casa. Aquí fuera el termómetro debe de marcar unos seis grados bajo cero—. ¿Por qué confraternizas con tipos de las asociaciones estudiantiles?

—Ah, porque fuimos juntos a la facultad de derecho.

Pasamos frente a la puerta trasera del almacén, donde venden excedentes del ejército de tierra y de la marina, y siento el profundo deseo de llevar ropa normal. Decido arriesgarme a escandalizar a Gómez; sé que lo superará.

—Camarada —le digo, deteniéndome—. Solo me llevará un minuto, pero necesito ocuparme de un asunto. ¿Podrías esperarme al final del callejón?

—¿Qué vas a hacer?

—Nada. Allanamiento de morada. No hagas caso del hombre que verás tras las cortinas.

—¿Te importa si te acompaño?

—Sí.

Se le ve alicaído.

—De acuerdo. Si quieres, ven.

Me meto bajo la hornacina que protege la puerta trasera. Es la tercera vez que saqueo este lugar, aunque las dos ocasiones anteriores sucederán en el futuro. He hecho de ese arte toda una ciencia. Primero abro la insignificante combinación de la cerradura que protege la rejilla de seguridad, deslizo la rejilla, fuerzo la cerradura Yale con la mina de un viejo bolígrafo y un imperdible que he encontrado antes en la avenida Belmont, y uso un trozo de aluminio que introduzco entre la puerta de dos hojas para levantar el pestillo interior.
Voilà.
En total, la operación me lleva unos tres minutos. Gómez me observa con una devoción casi religiosa.

—¿Dónde diantres has aprendido a hacer eso?

—Es un don —contesto con modestia.

Entramos en el edificio. Hay un panel de parpadeantes luces rojas que pretende emular un sistema de alarma antirrobo, pero a mí no me engañan. Dentro está muy oscuro. Reviso mentalmente la forma de la habitación y el género.

—No toques nada, Gómez.

Quiero mostrarme afectuoso y pasar desapercibido. Camino con cautela entre los pasadizos hasta que mis ojos se acostumbran a la oscuridad. Empiezo con los pantalones: unos Levi's negros. Elijo una camisa de franela azul oscuro, un grueso abrigo de lana negro con un forro de resistencia industrial, unos calcetines de lana, unos calzoncillos, unos guantes de escalada muy gruesos y un sombrero con orejeras. En la zapatería encuentro, para gran satisfacción personal, unos Doc exactamente iguales a los que mi colega Nick llevaba puestos. Ya estoy listo para la acción.

Gómez, mientras tanto, saca la cabeza tras el mostrador.

—No vale la pena que lo intentes —le aconsejo—. En este lugar no dejan efectivo en la caja registradora por las noches. Vamonos.

Other books

Shadow Of A Mate by SA Welsh
Mammon by J. B. Thomas
Eye Collector, The by Sebastian Fitzek
True Love by Wulf, Jacqueline
Never Been Bitten by Erica Ridley
Maid of the Mist by Colin Bateman