Las llanuras del tránsito (142 page)

–Creo que sé cuál es el lugar más conveniente para los caballos –dijo Jondalar–. Los llevaré allí. ¿Quieres ocuparte de Whinney? Voy a atar a Corredor con una cuerda larga.

–No, no creo que sea lo mejor. Ella se quedará cerca de Corredor –Ayla advirtió que Jondalar se sentía tan cómodo que ni siquiera había pensado en oponerse. Pero ¿por qué no? Estas personas son sus parientes–. De todos modos, te acompañaré. De ese modo Whinney se tranquilizará enseguida.

Atravesaron un pequeño prado cubierto de pastos, con un arroyo que lo atravesaba rodeándolo por un costado. Lobo les acompañó. Después de atar bien la cuerda de Corredor, Jondalar inició el regreso.

–¿Vienes? –preguntó.

–Me quedaré un poco más con Whinney –dijo ella.

–Entonces, ¿puedo ocuparme de meter nuestras cosas?

–Sí, adelante.

Él parecía ansioso por regresar y Ayla no se lo criticaba. Ordenó a Lobo que permaneciera con ella. También para él todo era nuevo. Salvo Jondalar, los animales y Ayla necesitaban un poco de tiempo para adaptarse. Cuando regresó, le buscó y descubrió que estaba inmerso en una conversación con Joplaya. Vaciló, porque no deseaba interrumpirles.

–Ayla –dijo Jondalar cuando la vio–. Estaba hablando de Wymez a Joplaya. ¿Después le mostrarás la punta de la lanza que él te regaló?

Ayla asintió. Jondalar se volvió hacia Joplaya.

–Ya verás lo que hemos traído. Los mamutoi son excelentes cazadores del mamut y emplean en sus lanzas puntas de pedernal en lugar de hueso. Perforan mejor el cuero grueso, sobre todo si las hojas son delgadas. Wymez inventó una técnica nueva. Talla la punta para obtener dos caras, pero no como lo haría con el filo de un hacha tosca. Calienta la piedra, ahí está la diferencia. De ese modo se desprenden esquirlas más finas, más delgadas. Puede fabricar una punta que no es más larga que mi mano, de un grosor tan reducido y un filo tan agudo que parecería increíble.

Estaban de pie, tan cerca que los cuerpos casi se tocaban, mientras Jondalar explicaba excitado los detalles de la nueva técnica; esa desenvuelta intimidad inquietaba a Ayla. Aquellos dos habían vivido juntos durante sus años de adolescencia. ¿Qué secretos había revelado Jondalar a Joplaya? ¿Qué alegría y dolores habían compartido? ¿Qué frustraciones y triunfos habían conocido juntos mientras ambos aprendían el difícil arte de tallar el pedernal? Quizá Joplaya conociera a Jondalar mucho mejor que ella.

Antes ambos habían sido forasteros para los pueblos con quienes se cruzaron en el viaje. Ahora, sólo ella era la forastera.

Se volvió hacia Ayla.

–¿Qué te parece si voy a buscar esa punta de lanza? ¿En qué canasto estaba? –preguntó, y ya había comenzado a alejarse.

Ella respondió a la pregunta y sonrió nerviosamente a la mujer de cabellos oscuros después que él se alejó; pero ninguna de las dos habló. Jondalar regresó casi al instante.

–Joplaya, he dicho a Dalanar que viniese..., hace mucho que deseo mostrarle esta punta. Ya verás cuando él la conozca. –Abrió con mucho cuidado el envoltorio y mostró una punta de pedernal cuidadosamente trabajada, en el momento mismo en que apareció Dalanar. Al ver la fina punta de lanza, Dalanar la recibió de las manos de Jondalar y la examinó atentamente.

–¡Es una obra maestra! Nunca vi un trabajo tan minucioso –exclamó Dalanar–. Mira esto, Joplaya, tiene dos caras, pero muy delgadas; se han eliminado las escamas más pequeñas. Piensa en el control y la concentración que sin duda fueron necesarios. El tacto y el lustre de este pedernal son diferentes. Parece casi... resbaladizo. ¿Dónde lo conseguiste? ¿En el este tienen un tipo distinto de pedernal?

–No, es un proceso nuevo, inventado por un mamutoi llamado Wymez. Es el único tallador que he conocido que pueda compararse contigo, Dalanar. Calienta la piedra. De ahí el lustre y el tacto; pero hay algo todavía mejor: después de calentarla, puedes desprender esas escamas tan finas –explicó Jondalar, muy animado.

Ayla comprobó que ella misma estaba observándole.

–Las escamas casi se desprenden solas, por eso se puede controlar bien el proceso. Te mostraré cómo lo hace. No soy tan bueno como él, necesito trabajar y perfeccionar mi técnica, pero ya verás cómo lo hago. Necesito conseguir buen pedernal mientras estemos aquí. Con los caballos podemos transportar más peso y me gustaría llevar a casa algunas piedras de los lanzadonii.

–Jondalar, ésta es también tu casa –dijo Dalanar–. Pero sí, podremos ir mañana a la mina y extraer piedras nuevas. Me gustaría ver cómo lo haces; pero ¿es realmente una punta de lanza? Parece tan fina y elegante, casi demasiado frágil para cazar con ella.

–Emplean estas puntas de lanza para cazar el mamut. Sí, se quiebran más fácilmente, pero el pedernal afilado perfora el cuero grueso mucho mejor que una punta de hueso y se desliza entre las costillas –dijo Jondalar–. Tengo que mostrarte otra cosa. La inventé mientras me recobraba de las heridas que me infligió el león de las cavernas, en el valle de Ayla. Es un lanzavenablos. Con este aparato, una lanza recorre doble distancia. ¡Espera, te mostraré cómo funciona!

–Jondalar, creo que quieren que vayamos a comer –dijo Dalanar, al ver que se había reunido la gente a la entrada de la caverna y que hacía señas–. Todos querrán escuchar tus relatos. Entrad; así estaréis más cómodos y los demás podrán escuchar. Nos intrigas con estos animales que obedecen tus deseos y los comentarios acerca de los ataques del león de las cavernas, los lanzavenablos y las nuevas técnicas para tallar las piedras. ¿De qué otras aventuras y maravillas tienes que hacernos partícipes?

Jondalar se echó a reír.

–No hemos hecho más que empezar. ¿Me creerás si te digo que hemos visto piedras que permiten encender el fuego y piedras que arden? Viviendas construidas con huesos de mamut, puntas de marfil para pasar el hilo y enormes botes usados en el río para pescar peces tan grandes que se necesitan cinco hombres de tu estatura, uno encima del otro, para llegar de la cabeza a la cola.

Ayla nunca había visto a Jondalar tan feliz y relajado, tan desembarazado y expresivo, y comprendió cuánto le alegraba estar con su gente.

Jondalar pasó los brazos alrededor de Ayla y Joplaya mientras regresaban a la caverna.

–Joplaya, ¿todavía no has elegido compañero? –preguntó Jondalar–. Me pareció no haber visto a nadie decidido a reclamarte.

Joplaya se echó a reír.

–No, Jondalar, estaba esperándote.

–Otra vez con tus bromas –dijo Jondalar, sonriendo. Se volvió para hacer una aclaración a Ayla–. Como sabes, los primos cercanos no pueden unirse.

–Lo tengo todo planeado –continuó diciendo Joplaya–. Pensé que podíamos huir juntos y fundar nuestra propia caverna, como hizo Dalanar. Aunque, por supuesto, sólo aceptaríamos a los talladores de pedernal.

La risa de Joplaya parecía forzada y miraba únicamente a Jondalar.

–Ayla, ¿entiendes lo que quiere decir? –dijo Jondalar, volviéndose hacia ella, pero propinando al mismo tiempo un pellizco a Joplaya–. Siempre bromeando. Joplaya es una guasona.

Ayla no estaba muy segura de entender la broma.

–En serio, Joplaya, tendrás que comprometerte.

–Echozar me solicitó, pero yo todavía no lo he decidido.

–¿Echozar? Me parece que no le conozco. ¿Es un zelandonii?

–Es lanzadonii. Se unió a nosotros hace pocos años. Dalanar le salvó la vida, le encontró cuando ya casi se había ahogado. Creo que todavía está en la caverna. Es un hombre tímido; comprenderás la razón cuando lo veas. Parece... bien distinto. No le agrada tratar con extraños y dice que no desea acompañarnos a la Reunión de Verano de los zelandonii. Pero es muy bondadoso cuando llegas a conocerle y está dispuesto a hacer lo que sea necesario por Dalanar.

–¿Iréis a la Reunión de Verano este año? Así lo espero, por lo menos para asistir a la Ceremonia Matrimonial. Ayla y yo nos uniremos.

Esta vez Jondalar dio un pellizco a Ayla.

–No lo sé –dijo Joplaya, con los ojos fijos en el suelo. Después miró a Jondalar–. Siempre supe que no te unirías con Marona, esa mujer que quedó esperándote el año en que te marchaste; pero tampoco supuse que traerías contigo una mujer.

Jondalar se sonrojó ante la mención de la mujer con quien había prometido unirse y que había quedado en la región y no advirtió que Ayla erguía el cuerpo mientras Joplaya se acercaba deprisa a un hombre que acababa de salir de la caverna.

–¡Jondalar! ¡Ese hombre!

Jondalar percibió el sobresalto en la voz de Ayla y se volvió a mirarla. La joven tenía el rostro ceniciento.

–¿Qué sucede, Ayla?

–¡Se parece a Durc! O quizá a lo que parecerá mi hijo cuando crezca. ¡Jondalar, ese hombre tiene sangre del clan!

Jondalar miró con más atención. Era cierto. El hombre a quien Joplaya exhortaba a acercarse tenía la apariencia del clan. Pero cuando se aproximaron, Ayla advirtió una importante diferencia entre el hombre y los miembros del clan a quienes ella conocía. Era casi tan alto como la propia Ayla.

Cuando se aproximó, Ayla esbozó un movimiento con la mano. Era sutil, casi imperceptible para el resto, pero los grandes ojos castaños del hombre se abrieron sorprendidos.

–¿Dónde has aprendido eso? –preguntó, y esbozó el mismo gesto. Tenía la voz profunda, pero clara y bien definida. No tenía dificultades para hablar; una señal evidente de que era una mezcla.

–Me crio un clan. Me descubrieron cuando yo era muy pequeña. No recuerdo cuál era mi familia antes de que sucediera eso.

–¿Un clan te crio? Ellos maldijeron a mi madre porque me dio a luz –dijo el hombre con amargura–. ¿Qué clan aceptó criarte?

–No me ha parecido que el acento de Ayla fuese mamutoi –intervino Jerika. Varias personas estaban alrededor.

Jondalar respiró hondo y cuadró los hombros. Había previsto desde el principio que el pasado de Ayla apareciera más tarde o más temprano.

–Jerika, cuando yo la conocí ni siquiera sabía hablar..., por lo menos, no hablaba con palabras. Pero me salvó la vida después que me atacó el león de las cavernas. La adoptaron los mamutoi del Hogar del Mamut porque es muy hábil para curar.

–¿De modo que es Mamut? ¿La Que Sirve a la Madre? ¿Dónde está su señal? No veo ningún tatuaje en su mejilla –dijo Jerika.

–Ayla aprendió a curar de la mujer que la crio, una hechicera del pueblo a quien ella denomina el clan, los cabezas chatas, pero es tan eficaz como los zelandonii. El Mamut estaba comenzando a enseñarle para que Sirviera a la Madre, antes de nuestra partida. Nunca la iniciaron. Por eso no tiene la marca –explicó Jondalar.

–Sabía que era Zelandoni. Tiene que serlo para controlar así a los animales, pero ¿cómo pudo aprender de una cabeza chata el arte de curar? –exclamó Dalanar–. Antes de conocer a Echozar, yo pensaba que eran poco más que animales. Por lo que él me dice, entiendo que, en cierto modo, saben hablar, y ahora tú dices que tienen curadores. Echozar, debiste explicarme eso.

–¿Cómo podía saberlo? ¡No soy un cabeza chata! –Echozar escupió la palabra–. Sólo conocí a mi madre y a Andovan.

Ayla se sorprendió ante el rencor que se reflejaba en la voz del hombre.

–¿Has dicho que maldijeron a tu madre? ¿Y, sin embargo, ella sobrevivió y te crio? Seguramente fue una mujer notable.

Echozar miró francamente los ojos azul grisáceos de la mujer alta y rubia. No hubo vacilación y ella no esquivó la mirada. Echozar se sentía extrañamente atraído por esta mujer a la que nunca había visto antes; se sentía cómodo con ella.

–No hablaba mucho del asunto –dijo Echozar–. La atacaron unos hombres, que mataron a su compañero cuando intentó protegerla. Él era hermano del jefe de su clan y achacaron a mi madre la culpa de su muerte. El jefe dijo que traía mala suerte, pero después, cuando ella supo que tendría un hijo, él la tomó como segunda mujer. Y cuando yo nací, el jefe dijo que yo era la prueba de que mi madre era una mujer de mala suerte. No sólo había provocado la muerte de su compañero, sino que había dado a luz un hijo deforme. Y entonces la maldijo con la maldición de la muerte.

Hablaba con esta mujer más francamente de lo que lo hacía con otros, y él mismo estaba sorprendido.

–No sé muy bien qué significa eso..., una maldición de la muerte –continuó diciendo Echozar–. Ella me habló del asunto una sola vez, pero no terminó de relatarme el episodio. Afirmó que todos se apartaban de ella, como si no pudiesen verla. Decían que estaba muerta, y aunque intentaba conseguir que la mirasen, era como si no estuviese allí, como si estuviera muerta. Seguramente tuvo que ser terrible.

–En efecto –dijo Ayla en voz baja–. Es difícil continuar viviendo si uno no existe para los seres amados.

Sus ojos se enturbiaron con el recuerdo.

–Mi madre me llevó y se alejó de ellos para morir, como supuestamente debía hacer; pero Andovan la encontró. Él era ya anciano y vivía solo. Nunca me dijo por qué se había alejado de su propia caverna; había algo acerca de un jefe cruel...

–Andovan... –le interrumpió Ayla–. ¿No era sarmunai?

–Sí, creo que sí –dijo Echozar–. Pero no hablaba mucho de su pueblo.

–Sabemos algo de ese jefe cruel –dijo Jondalar con gesto sombrío.

–Andovan nos cuidó –continuó Echozar–. Me enseñó a cazar. Aprendí a hablar el lenguaje de los signos del clan gracias a mi madre, pero ella nunca pudo decir más que unas pocas palabras. Yo aprendí las dos lenguas, aunque ella se sorprendía al ver que yo podía pronunciar los sonidos y las palabras que me enseñaba Andovan. Andovan murió hace pocos años y con él se desvaneció la voluntad de vivir de mi madre. Finalmente, la maldición de la muerte se la llevó.

–Y entonces, ¿qué hiciste? –preguntó Jondalar.

–Viví solo.

–Eso no es fácil –dijo Ayla.

–No, no es fácil. Traté de buscar compañía. Ninguno de los clanes permitió que me acercase. Me apedreaban y decían que yo era deforme, que traía mala suerte. Tampoco las cavernas querían relacionarse conmigo. Afirmaban que era una abominación de espíritus mezclados, mitad hombre y mitad animal. Al cabo de un tiempo me cansé de intentarlo. Ya no quería estar solo. Cierto día me arrojé de un peñasco al río. Y cuando recobré el sentido, Dalanar estaba mirándome. Me llevó a su caverna. Ahora soy Echozar de los lanzadonii –concluyó orgullosamente, mirando al hombre de elevada estatura a quien idolatraba.

Ayla pensó en su hijo y se sintió agradecida porque le habían aceptado cuando era muy pequeño, y también porque había gente que le amaba y deseaba tenerle cuando ella tuvo que abandonarlo.

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