Las llanuras del tránsito (144 page)

–Si uno lo recibe cuando es bastante joven –dijo Ayla–. Creo que si uno cría a cualquier animal en compañía de la gente desde que es muy pequeño, puede enseñarle algo. Por lo menos, puede enseñarle a que no tema a la gente. Los mamuts son inteligentes; pueden aprender mucho. Ya vimos cómo rompían el hielo buscando agua. Y muchos otros animales también se aprovecharon de ello.

–Pueden oler el agua desde muchísima distancia –dijo Hochaman–. En el este el tiempo es mucho más seco y allí la gente siempre dice: «Si se te agota el agua, busca un mamut». Pueden resistir bastante sin agua, si es necesario; pero más tarde o más temprano te llevan adonde hay agua.

–Es bueno saberlo –dijo Echozar.

–Sí, sobre todo si viajas mucho –dijo el hombre.

–Pero vendrás a la Reunión de Verano de los zelandonii –observó Jondalar.

–Por supuesto, para nuestra Ceremonia Matrimonial –explicó Echozar–. Y me gustaría veros de nuevo –sonrió, inseguro–. Sería estupendo que tú y Ayla vinieseis aquí.

–Sí. Espero que ambos aceptéis nuestro ofrecimiento –dijo Dalanar–. Jondalar, sabes que aquí tienes siempre tu hogar. Y excepto Jerika, que en realidad no está entrenada, no tenemos curador. Necesitamos un Lanzadoni y ambos pensamos que Ayla sería perfecta. Podrías visitar a tu madre y regresar con nosotros después de la Reunión de Verano.

–Créeme, Dalanar, agradecemos tu ofrecimiento –dijo Jondalar–, y lo tendremos en cuenta.

Ayla miró a Joplaya. Había adoptado una actitud retraída y se había replegado en sí misma. La mujer agradaba a Ayla, pero las dos se referían a temas superficiales. Ayla no podía superar su pena en vista del sufrimiento de Joplaya –ella había estado casi en una situación parecida– y su propia felicidad era un recordatorio permanente del dolor de Joplaya. Aunque había llegado a simpatizar mucho con todos, se alegraba de partir por la mañana.

Sobre todo, echaría de menos a Jerika y a Dalanar y sus acaloradas «discusiones». La mujer era minúscula; cuando Dalanar extendía el brazo, ella podía pasar debajo y hasta sobraba espacio. Pero tenía una voluntad indomable. Ejercía el mando de la caverna tanto como él y discutía a gritos cuando las opiniones de ambos discrepaban. Dalanar la escuchaba atentamente, pero también es verdad que no siempre cedía. El bienestar de su pueblo era su preocupación principal, y a menudo consultaba con la gente el asunto sometido a discusión; pero adoptaba por sí mismo la mayor parte de las decisiones con la misma naturalidad que demuestran los verdaderos jefes. Jamás exigía nada; simplemente, imponía respeto. Después de las primeras veces en que interpretó mal esos choques, Ayla comenzó a escuchar con agrado las discusiones entre ellos dos, y casi no se molestaba en disimular una sonrisa ante el espectáculo de la mujer de pequeña estatura que sostenía un debate acalorado con el hombre gigantesco. Lo que la sorprendía más era la facilidad con que podían interrumpir una discusión violenta con una tierna palabra de afecto o para hablar de otras cosas, como si un instante antes no se hubiesen mostrado dispuestos cada uno a asesinar al otro. Después reanudaban el combate verbal como si hubieran sido los peores enemigos. Una vez resuelta la discusión, se apresuraban a olvidarla. Pero parecía que los duelos intelectuales les agradaban, y pese a la exagerada diferencia de proporciones físicas, era un combate entre iguales. No sólo se amaban, sino que se respetaban profundamente.

La temperatura estaba aumentando y la primavera se encontraba en pleno desarrollo cuando Ayla y Jondalar reanudaron la marcha. Dalanar les pidió que transmitieran sus mejores saludos a la Novena Caverna de los zelandonii, y les recordó nuevamente su ofrecimiento. Ambos habían sentido que eran bien recibidos, pero la sensibilidad de Ayla frente a Joplaya determinaba que para ella fuese difícil pensar en la convivencia con los lanzadonii. Sería demasiado duro para ambas, pero, por lo demás, no era algo que pudiese explicar a Jondalar.

Ciertamente, él percibía una tensión peculiar en la relación entre las dos mujeres, a pesar de que parecían simpatizar mutuamente. Por otra parte, Joplaya adoptaba una actitud distinta ante él. Se mostraba más distante, no bromeaba ni jugaba como había hecho siempre. En todo caso, Jondalar se había sorprendido ante la vehemencia del último abrazo de Joplaya. Los ojos de la mujer se habían llenado de lágrimas. Él le había recordado que ahora no iniciaba un largo viaje; acababa de regresar y pronto volverían a verse en la Reunión de Verano.

Le aliviaba que les hubiesen acogido con tanta calidez y en realidad tendría en consideración el ofrecimiento de Dalanar, sobre todo si los zelandonii no adoptaban una actitud tan receptiva frente a Ayla. Era bueno saber que tendrían un lugar, pero en el fondo de su corazón, y a pesar de todo lo que amaba a Dalanar y a los lanzadonii, los zelandonii eran su pueblo. En todo caso, él deseaba vivir allí con Ayla.

Cuando al fin partieron, Ayla sintió que le quitaban un peso de encima. A pesar de las lluvias, le complacía sentir el tiempo cada vez más cálido y los días soleados; todo era demasiado hermoso y no permitía que la tristeza durase mucho. Ayla era una mujer enamorada que viajaba con su hombre y se dirigía al encuentro del pueblo de Jondalar y a su nuevo hogar. De todos modos, no podía evitar un sentimiento de ambivalencia, una mezcla de esperanza y a la vez de inquietud.

Era una región que Jondalar conocía; él redescubría, excitado, cada una de las señales familiares, y a menudo formulaba un comentario o relataba una anécdota pertinente. Atravesaron un paso entre dos cadenas montañosas y después remontaron un río que viraba y se desviaba en la dirección que ellos seguían. Lo abandonaron en su fuente y cruzaron varios anchos ríos que corrían de norte a sur por un ancho valle; después treparon por un extenso macizo coronado de volcanes, uno de los cuales todavía humeaba, mientras que los otros permanecían dormidos. Cuando cruzaron una meseta, cerca del origen de un río, pasaron a poca distancia de algunas fuentes de agua caliente.

–Estoy seguro de que éste es el comienzo del río que pasa frente a la Novena Caverna –dijo Jondalar, lleno de entusiasmo–. ¡Ayla, casi hemos llegado! Podemos estar en casa al anochecer.

–¿Éstas son las aguas calientes curativas que tú me mencionaste? –preguntó Ayla.

–Sí. Las llamamos las Aguas Curativas de Doni –dijo Jondalar.

–Pasemos aquí la noche –propuso Ayla.

–Pero si casi hemos llegado ya –dijo Jondalar–; estamos al final de nuestro viaje, y ya he estado ausente durante tanto tiempo...

–Por eso quiero pasar aquí la noche. Es el fin de nuestro viaje. Quiero bañarme en el agua caliente y pasar la última noche sola, sola contigo, antes de que conozcamos a todos tus parientes.

Jondalar la miró y sonrió.

–Tienes razón. Después de tanto tiempo, ¿qué es una noche más? Y durante mucho tiempo será la última vez que estaremos solos. Además –su sonrisa fue ahora más cálida– me agrada estar contigo cerca de las fuentes de agua caliente.

Armaron la tienda en un lugar que sin duda había sido usado antes. Ayla pensó que los caballos parecían inquietos cuando los soltaron a pastar en el prado de hierba verde de la meseta; pero ella había visto unas hojas tiernas de uña de caballo y de acedera. Cuando fue a recogerlas, vio algunas setas de primavera y flores de manzana silvestre y renuevos más antiguos. Regresó al campamento sosteniendo la parte delantera de la túnica como un canasto, colmado de plantas verdes y otros ingredientes sabrosos.

–Me parece que estás planeando un festín –dijo Jondalar.

–No es mala idea. He visto un nido y quiero volver y comprobar si tiene huevos –indicó Ayla.

–En ese caso, ¿qué te parece esto? –dijo él, mostrándole una trucha. Ayla sonrió complacida–. Me pareció verla en un arroyo, ahusé una vara verde y atrapé una lombriz para enroscarla en su extremo. Este pez mordió tan rápido que casi me pareció que estaba esperándome.

–¡Bien, ya tenemos los ingredientes del festín!

–Pero puedes esperar, ¿verdad? –preguntó Jondalar–. Creo que ahora mismo preferiría un baño caliente.

Los ojos azules de Jondalar transmitieron ciertos pensamientos a Ayla y provocaron su reacción.

–Una idea maravillosa –dijo ella, mientras vaciaba la túnica al lado del fuego; después se encaminó hacia los brazos del hombre.

Permanecieron sentados uno al lado del otro, algo retirados del fuego, satisfechos y completamente relajados, observando cómo las chispas dibujaban un arabesco y desaparecían en la noche. Lobo dormitaba cerca. De pronto levantó la cabeza y apuntó las orejas hacia la meseta oscura. Oyeron un relincho potente y enérgico, pero no les resultó conocido. Entonces, la yegua se movió inquieta y Corredor gimió.

–Hay otro caballo en el campo –confirmó Ayla, y se incorporó de un salto. Era una noche sin luna y la visión no era clara.

–Esta noche no podrás explorar en la oscuridad. Intentaré encontrar algo para fabricar una antorcha.

Whinney se quejó de nuevo, el caballo desconocido relinchó y oyeron ruidos de cascos que se alejaban en la noche.

–Ya sabemos a qué atenernos –dijo Jondalar–. Esta noche es demasiado tarde. Creo que Whinney se fue. Un caballo la atrapó otra vez.

–Esta vez creo que se fue porque así lo deseaba. Pensé que parecía nerviosa; hubiera debido prestar más atención –dijo Ayla–. Es su período de celo, Jondalar. Estoy segura de que era un garañón y me parece que Corredor les acompañó. Todavía es demasiado joven, pero sin duda otras yeguas están en celo y es posible que él se sienta atraído.

–Ahora está demasiado oscuro para buscarlos, pero conozco esta región. Podemos rastrearlos por la mañana.

–La última vez yo salí con ella y el garañón castaño vino a buscarla. Whinney volvió a mí por propia voluntad y después tuvo a Corredor. Creo que ahora tendrá otro potrillo –dijo Ayla, sentándose junto al fuego. Miró a Jondalar y sonrió–. Me parece justo que las dos nos quedemos embarazadas al mismo tiempo.

Pasó un momento antes de que él comprendiese.

–¿Las dos... embarazadas... al mismo tiempo? ¡Ayla! ¿Quieres decir que estás embarazada? ¿Tendrás un niño?

–Sí –dijo ella, asintiendo–. Jondalar, tendré un hijo tuyo.

–¿Un hijo mío? ¿Tendrás un hijo mío? ¡Ayla! ¡Ayla! –La levantó en sus brazos, giró sobre sí mismo y después la besó–. ¿Estás segura? Quiero decir, ¿estás segura de que tendrás un hijo? El espíritu pudo provenir de uno de los hombres de la caverna de Dalanar o incluso de los losadunai... Pero está bien, si eso es lo que la Madre desea.

–Pasé mi período lunar sin sangrar y me siento embarazada. Incluso me he sentido un poco enferma por la mañana, pero nada grave. Creo que comenzamos a formar el niño cuando descendimos del glaciar. Y es hijo tuyo, Jondalar, de eso estoy segura. No puede ser de otro. Comenzó con tu esencia. La esencia de tu virilidad.

–¿Mi hijo? –repitió Jondalar, con una expresión de dulce asombro en los ojos. Apoyó la mano sobre el vientre de Ayla–. ¿Tienes ahí a mi hijo? Lo he deseado tanto –dijo, desviando la mirada y parpadeando–. ¿Sabes?, incluso se lo pedí a la Madre.

–Jondalar, ¿no me has dicho que la Madre siempre te da lo que le pides? –sonrió al ver la felicidad del hombre y al sentir la suya propia–. Dime, ¿pediste un varón o una niña?

–Ayla, nada más que un hijo. No importa si es varón o niña.

–Entonces, ¿no te opondrás si esta vez pido que sea una niña?

Él meneó la cabeza.

–Es suficiente con que sea hijo tuyo y quizá mío.

–La dificultad de rastrear caballos aquí radica en que pueden correr mucho más velozmente que nosotros –aclaró Ayla.

–Pero creo saber adónde han ido –dijo Jondalar–, y conozco un camino más corto, pasando la cima de ese risco.

–¿Y si no están donde tú crees?

–En ese caso, retrocederemos y buscaremos de nuevo el rastro; pero las huellas se encaminan en esa dirección –dijo Jondalar–. No te preocupes, Ayla, los encontraremos.

–Es necesario, Jondalar. Hemos pasado por muchas cosas. Ahora no puedo permitir que vuelvan a una manada.

Jondalar la guio hacia un campo protegido donde antes había visto caballos con frecuencia. Allí encontraron muchos animales. Ayla no necesitó demasiado tiempo para identificar a su amiga. Descendieron por el borde hasta el fondo cubierto de pasto y Jondalar vigiló de cerca a Ayla, un poco temeroso de que ella hiciera más de lo que sus fuerzas le permitían. Ayla emitió el consabido silbido.

Whinney irguió la cabeza y galopó hacia la mujer, seguida por el garañón corpulento de pelo suave y por otro más joven, de pelo castaño. El garañón se desvió para rechazar al animal más joven, que se apresuró a retroceder. Aunque estaba excitado por la presencia de hembras en celo, el potrillo no podía aún desafiar al veterano garañón y disputarle a su propia madre. Jondalar se abalanzó hacia Corredor, el lanzavenablos en la mano, preparado para protegerle del animal corpulento y dominante, pero la propia actitud del potrillo le había protegido. El caballo de pelaje claro se desvió hacia la yegua más receptiva.

Cuando el garañón llegó, se alzó sobre las patas traseras y exhibió toda su fuerza; Ayla estaba en pie, con los brazos alrededor del cuello de Whinney, que se apartó de la mujer y respondió al macho. Jondalar se aproximó, conduciendo a Corredor con una sólida cuerda atada al cabestro; el hombre parecía preocupado.

–Puedes tratar de ponerle el cabestro –dijo Jondalar.

–No. Esta noche acamparemos aquí. Todavía no está dispuesta a venir. Está formando un potrillo y Whinney lo desea. Quiero permitírselo –dijo Ayla.

Jondalar exteriorizó su asentimiento encogiéndose de hombros.

–¿Por qué no? No hay prisa. Podemos acampar aquí unos días –advirtió que Corredor pugnaba por acercarse a la manada–. Él también desea unirse con la manada. ¿Crees que podemos dejarlo?

–Me parece que no saldrán de aquí. Esto es un campo muy grande, y si se alejan, podemos trepar al risco y ver hacia dónde van. Quizá convenga que Corredor esté un tiempo con otros caballos. Tal vez aprenda de ellos –indicó Ayla.

–Creo que tienes razón –respondió Jondalar, deslizando el cabestro y observando a Corredor que galopaba a través del campo–. Quisiera saber si Corredor será alguna vez garañón de una manada. Y si compartirá los placeres con todas las hembras.

«Y quizá», pensó, «consiga que en cada una empiecen a formarse potrillos».

Other books

The Family Trade by Charles Stross
Gimme Something Better by Jack Boulware
Frenchtown Summer by Robert Cormier
Spirit and Dust by Rosemary Clement-Moore
Mark Griffin by A Hundred or More Hidden Things: The Life, Films of Vincente Minnelli
Trickery & Envy by Johnson, D.C.
The First End by Victor Elmalih
Diluted Desire by Desiree Day