Read Las Montañas Blancas Online

Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Las Montañas Blancas (12 page)

—No eres noble, pero la nobleza es algo que puede otorgarse. Es un don del rey y el rey es primo mío, —sonrió—. ¿No lo sabías? Está en deuda conmigo porque cuando aún era un muchacho sin Placa, como tú, lo salvé de que lo azotaran. En cuanto a esto no habrá ninguna dificultad, Guillaume.

Guillaume era la palabra que empleaba para decir mi nombre. Ya me lo había dicho, pero nunca lo había utilizado para dirigirse a mí. Sentí un cierto vértigo. Aunque me había llegado a acostumbrar al castillo y a la vida que allí se llevaba, seguía sin parecerme real del todo. Y que me hablaran de reyes… También en Inglaterra había un rey que vivía en algún lugar del norte. Yo jamás lo había visto ni esperaba verlo.

Me decía que podía quedarme, que deseaba que me quedara, no como criado sino como caballero. Podría tener mis propios criados, caballos, una armadura que me harían para que compitiera en los torneos y un lugar en la familia del Comte de la Tour Rouge. La miré y supe que hablaba completamente en serio. No sabía qué decir.

La Comtesse sonrió y dijo:

—Podemos volver a hablar de esto, Guillaume. No hay prisa.

No resulta fácil escribir sobre lo que vino a continuación. Mi primera reacción ante lo que dijo la Comtesse fue sentirme halagado, pero no impresionado. ¿Debía abandonar mis esperanzas de libertad, renunciar a ser dueño de mi mente a cambio de vestir cuero enjoyado y que otros hombres se llevaran la mano al gorro cuando me vieran? Era una idea absurda. Por muchos privilegios que tuviera, seguiría siendo un borrego entre borregos. Sin embargo, me desperté muy temprano y volví a pensarlo. Asimismo volví a rechazarlo, pero con menos prontitud y con la sensación de que al hacerlo me comportaba virtuosamente. Aceptar significaba dejar abandonados a los demás —Henry, Larguirucho, el capitán Curtis, todos los hombres libres de las Montañas Blancas—. No lo haría: ninguna tentación me induciría a ello.

Lo insidioso del asunto era que hubiese surgido la tentación. Desde el momento en que la idea dejó de ser impensable ya no pude dejarla. Por supuesto que no iba a hacerlo, pero si… Mi entendimiento contempló las distintas posibilidades pese a mí mismo. Ya había aprendido el idioma lo suficientemente bien como para ser capaz de hablar, —si bien mi acento les hacía reír—, con otras personas del castillo. Al parecer había muchas cosas que valían la pena. Después del torneo vendría la Fiesta de la Cosecha y después la caza. Hablaban de salidas a caballo las frías mañanas de otoño, cuando la escarcha hacía crujir la hierba en la que se hundían las patas de los caballos, de los perros que ladraban por la ladera, de la persecución y la muerte; después se regresaba al trote a casa, allí ardían fuegos resplandecientes en la enorme parrilla de la sala de banquetes y se cortaba la carne que daba vueltas en el asador. Y más adelante, la Fiesta de Navidad, que duraba doce días, a la cual acudían juglares, cantantes y cómicos de la legua. Después la primavera y la cetrería: se soltaba el halcón para que se remontara en el vacío azul y después se descolgara cayendo sobre su presa como un rayo. Luego el verano y otra vez los torneos, hasta completar el año.

Durante esta época también estaba cambiando mi actitud hacia la gente que me rodeaba. En Wherton la línea divisoria entre el niño y el hombre se trazaba con más nitidez que aquí. Todos los adultos de allí, incluidos mis padres, eran unos extraños. Yo los respetaba, los admiraba o les temía, incluso los amaba, pero no llegué a conocerlos como estaba conociendo a los del castillo. Y cuanto más los conocía tanto más difícil me resultaba hacer una condena tajante. Tenían la Placa, aceptaban a los Trípodes y todo lo que representaban, pero ello no les impedía ser, como había visto que eran el Comte, la Comtesse, Eloise, y ahora otros, afectuosos, generosos y valientes. Y felices.

Porque aquello, según veía cada vez más claramente, era lo esencial. Antes de que se insertara la Placa podría haber dudas, incertidumbres y una actitud de rechazo; quizá esta gente también había conocido todo eso. Cuando ya se tenía la Placa, las dudas se esfumaban. ¿Cuál era la magnitud de la pérdida? ¿Se trataba siquiera de una pérdida? Aparte del acto de insertar la placa en sí, no parecía que los Trípodes interfirieran mucho en las cosas de los hombres. Estaba el incidente del mar, cuando casi hunden el «Orión». El capitán Curtis dijo que habían hundido barcos. ¿Pero cuántos más se habían hundido por causa de tempestades o de colisiones con las rocas? Ozymandias había hablado de hombres que trabajaban en minas subterráneas, extrayendo metales para los Trípodes, de que los Trípodes cazaban hombres, de que había seres humanos sirviéndoles en sus ciudades. Pero aun cuando tales cosas fueran ciertas, debían de ocurrir muy lejos. Nada de eso afectaba a esta vida segura y placentera.

Una y otra vez volvía a la consideración más importante: la lealtad hacia Henry, Larguirucho y los otros. Pero a medida que pasaban los días incluso aquello acabó resultando menos convincente. En un intento por tranquilizarme empecé a acercarme a los dos. Volví a esgrimir la idea de huir inmediatamente, pero la rechazaron de plano. Me daba la impresión de que no tenían demasiadas ganas de hablar conmigo y de que deseaban claramente que los dejara a su aire. Yo me fui, ofendido por su frialdad, y a la vez contento de ella. Si se buscan razones para ser desleal, es útil encontrar algo que nos permita sentirnos ofendidos.

Y estaba Eloise. Hablábamos, salíamos juntos a pasear y a montar a caballo y, poco a poco, el comercio diario de nuestra amistad acabó por enterrar la cautela y la reserva que habían surgido entre nosotros tras el incidente del jardín. De nuevo nos sentíamos relajados, satisfechos de estar juntos. Un día cogí una barca, remé río arriba hasta una isla que habíamos visto y allí merendamos al aire libre. Hacía un día caluroso, pero se estaba fresco sobre la alta hierba, a la sombra de los árboles; en el aire danzaban libélulas y mariposas de color rojo y amarillo, sobre el bullicio de las aguas. Yo no le había contado lo que dijo la Comtesse, pero ella misma se lo había comentado. El a daba por hecho que yo me quedaría y aquello me hizo sentir una conmoción extrañamente placentera. Un futuro aquí, en este país rico y encantador, en el castillo, con Eloise…

Siempre que la inserción de la Placa resulte bien, me recordé a mí mismo. ¿Pero por qué no habría de ser así? La advertencia del capitán Curtis correspondía a la época en la que este lenguaje era para mí una jerigonza sin sentido. Ahora, a pesar de que aún distaba mucho de hablarlo perfectamente, lo entendía. Y no era probable que yo me fuera a convertir en un Vagabundo por oponer resistencia, siendo así que tenía mucho que ganar si aceptaba.

Me recordé a mí mismo otra cosa, en la que había pensado cuando estaba en cama recuperándome de la fiebre. Que nada importaba ni tenía valor sin una mente crítica e inquisitiva. Aquella forma de ver las cosas me parecía lejana e irreal. Los Trípodes habían vencido a los hombres cuando éstos se hallaban en la cumbre de su poder y magnificencia, y eran capaces de construir ciudades, barcos del tamaño de un pueblo y acaso maravillas aún mayores. Si nuestros antepasados, con toda su fuerza, habían fracasado, cuán digno de lástima no sería el desafío de un puñado de hombres refugiado en las faldas de unas montañas peladas. Y si no había esperanza de derrotarlos, ¿qué alternativas quedaban? Vivir miserablemente, como un animal acosado, sufriendo penalidades, desesperados… o esta vida, con la plenitud, seguridad y felicidad que entrañaba.

Cuando remaba de regreso el Reloj empezó a caérseme hasta la muñeca, obstaculizando mis esfuerzos. Al principio pensé que tal vez la Comtesse y otras personas sentirían curiosidad y querrían saber cómo un muchacho había logrado poseer una cosa así; pero no habían mostrado ningún interés por él. No guardaban reliquias de la destreza de los antiguos y el tiempo carecía de significado para ellos. Había un reloj de sol en el patio y con eso bastaba. Ahora me apoyé en los remos, me quité el Reloj, le pedí a Eloise que cuidara de él y se lo lancé. Pero a ella coger cosas al vuelo no se le daba mejor que al resto de las chicas y el Reloj cayó por la borda. Lo vi un instante antes de que se desvaneciera en las verdes profundidades. Eloise se sintió desolada y yo la reconforté diciéndole que no se preocupara: aquello carecía de importancia. Y, en aquel momento, así era.

La fecha del torneo se acercaba velozmente. Había un ambiente bullicioso y animado. Se levantaron grandes tiendas de campaña abajo, en la pradera, para los que no pudieran alojarse en el castillo. De la mañana a la noche resonaban en el aire los ruidos de los armeros y los gritos que se alzaban en la palestra mientras se celebraban justas de entrenamiento. Yo también probé fortuna y descubrí que se me daba pasablemente bien alcanzar el aro cabalgando de rodillas.

En mi mente persistía la preocupación por el tema. La cuestión de la lealtad, por ejemplo. ¿Lealtad a quién? Los hombres de las Montañas Blancas ni siquiera sabían que yo existía. Para Ozymandias y el capitán Curtis yo sólo había sido otro chico que viajaba hacia el sur, uno entre docenas. ¿Y Henry y Larguirucho? ¿Querían, en todo caso, que fuera con ellos? No daban esa impresión. ¿No preferían más bien quedarse solos?

La primera mañana llovió, pero a la tarde aclaró y se celebraron las justas preliminares. Después vi a Henry y a Larguirucho en un campo pisoteado que los criados estaban despejando, recogiendo los desperdicios. Los muros del castillo y el firme pivote de la torre se alzaban contra el sol poniente.

Larguirucho explicó que a la mañana siguiente sería el momento de huir, al amanecer, antes de que se despertaran los criados de la cocina. Ya habían guardado la comida en sus bolsas. La mía había desaparecido junto con mi ropa vieja, pero Larguirucho dijo que no importaba que no la encontrara o que no encontrara algo parecido: ellos tenían suficiente también para mí. Debía reunirme con ellos, junto a la puerta del castillo, a la hora convenida.

Negué con la cabeza:

—Yo no voy.

Larguirucho preguntó:

—¿Por qué, Will?

Henry no dijo nada, pero exhibió una ancha sonrisa que, en aquel momento, yo creí odiar aún más que cuando vivíamos en Wherton. Su desdén y sus pensamientos quedaban bien patentes.

Dije:

—Si os vais vosotros dos hay posibilidades de que no os echen de menos, dada la confusión reinante. Pero a mí sí. Se darán cuenta de que falto al desayuno y se pondrán a buscarme.

Henry dijo:

—Es muy cierto, Larguirucho. El Comte echará de menos a su hijo adoptivo.

No me había dado cuenta de que se hubiera filtrado la idea, aunque me imagino que era algo inevitable. Larguirucho me miraba fijamente; tras las lentes, sus ojos carecían de expresión.

Dije:

—Os daré un día para que os alejéis, tal vez dos. Después os seguiré. Procuraré alcanzaros, pero no me esperéis.

Henry se rió.

—¡No lo haremos!

A mí mismo me dije que aún no había adoptado una decisión. Era cierto que a ellos les resultaría más fácil alejarse sin mí, y que yo podría seguirlos después; me sabía el mapa de memoria. Pero era asimismo cierto que mañana, al segundo día, la asamblea de caballeros elegiría a la Reina del Torneo. Y yo estaba seguro de que la elección recaería en Eloise, no porque fuera hija única del Comte, sino porque, sin duda, sería la más hermosa de las presentes.

Larguirucho dijo lentamente:

—Muy bien. Puede que sea lo mejor.

Yo dije:

—Buena suerte.

—También a ti, —hizo un leve gesto negativo con la cabeza—. Buena suerte.

Me di la vuelta y subí la pendiente que llevaba al castillo. Oí a Henry decir algo que no capté, pero no volví la vista.

CAPÍTULO 7
EL TRÍPODE

Me desperté al despuntar el alba y me di cuenta de que todavía me daba tiempo a escapar y unirme a los otros, pero no me moví de la cama. La ventana de mi habitación daba al sur y vi que el cielo tenía un color azul oscuro e intenso; se destacaba una estrella. Me alegré de que tuvieran buen tiempo para el viaje, pero también me alegré porque parecía que iba a hacer bueno para el segundo día del torneo y para la elección de la Reina. Tumbado, miré fijamente al cielo hasta que volví a quedarme sumido en el sueño; me despertó por segunda vez la criada, que llamó a la puerta. Ahora el cielo tenía un color azul claro, teñido de oro.

No se mencionó a Larguirucho ni a Henry; nadie pareció haberlos echado de menos. No resultaba sorprendente que así fuera: hoy el torneo se hallaba en pleno apogeo, todo el mundo estaba alegre y excitado y después del desayuno bajamos al campo y a los pabellones. Eloise no. No la había visto en toda la mañana. Bajaría con las demás damas que se presentaban a la elección que hacían los caballeros. Ocupamos nuestros lugares en el pabellón y, mientras aguardábamos, un cantor nos entretuvo con baladas. Después se hizo el silencio, cuando las damas penetraron en el recinto.

Eran once, y diez iban ataviadas de gran gala, con vestidos cuajados de hilos de oro y plata; era preciso que unas doncellas los sujetaran por detrás para evitar que se arrastraran por el polvo. Llevaban la cabeza descubierta y lucían altos moños sujetos con peinetas que fulgían y destellaban a la luz del sol. La undécima era Eloise. Por supuesto, llevaba la cabeza cubierta por el turbante y su vestido era sencillo, azul oscuro, adornado con unos delicados lazos blancos. Por ser la más joven iba en último lugar y no la acompañaba ninguna servidora. Al suave son de unos tambores las damas cruzaron el campo hasta llegar junto a los caballeros que se hallaban congregados frente al pabellón del Comte y, mientras sonaba la fanfarria de las trompetas, se quedaron allí con la cabeza agachada.

Fueron adelantándose una a una. La costumbre era que, al hacerlo cada una de ellas, el caballero que la elegía desenvainara la espada y la alzara. Después de las dos o tres primeras ya no hubo dudas sobre el resultado. De los treinta o cuarenta caballeros un par saludó a cada dama para que no se sintiera avergonzada. Esto fue lo que ocurrió con las diez que iban espléndidamente engalanadas. Y entonces se adelantó Eloise con su sencillo vestido y las espadas se alzaron cual un bosque de oro y plata bajo el sol y, primero los caballeros y después los espectadores, prorrumpieron en aclamaciones; yo quería reír y llorar al mismo tiempo.

Avanzó seguida de las demás damas y se detuvo revestida de una dignidad grave y valerosa mientras su padre le ceñía cuidadosamente la corona por encima del turbante que le cubría la cabeza. Y sus súbditos desfilaron besándole la mano, yo entre ellos.

Other books

The Blood Lance by Craig Smith
Dorset Murders by Sly, Nicola;
Alexander Hamilton by Chernow, Ron
Die Blechtrommel by Günter Grass
White Plague by James Abel
David Lodge by David Lodge
The Lost Sister by Megan Kelley Hall
Her Lone Wolves by Diana Castle