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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Las Montañas Blancas (13 page)

No la vi ni hablé con ella el resto del día, pero no me importó. El a tenía sus obligaciones: presidir, entregar premios a los vencedores; yo tenía bastante emoción con el torneo, animando a los que conocía, y con todo el ambiente de fiesta y celebración.

Sólo hubo un momento estremecedor. Al comenzar la segunda sesión del día se oyó a lo lejos un extraño sonido que iba en aumento. Era una repetición constante de cinco notas, un repiqueteo metálico, y aunque yo no había oído este toque concreto, sabía que sólo podía tratarse de un Trípode. Miré en la dirección de la que procedía, pero se interponía el castillo y no pude ver nada. También miré a la gente que me rodeaba y vi que nadie manifestaba más que un leve interés: la contienda que tenía lugar en el recinto, con cuatro caballeros en cada bando, seguía manteniendo su atención. Ni siquiera cuando el hemisferio bordeó el perfil del castillo, llegó el Trípode y se instaló, dominando el campo, con los pies en el río, hubo indicios del miedo y la inquietud que recorrían mi espina dorsal.

Resultaba obvio que no se trataba de un suceso infrecuente, que siempre asistía un Trípode al torneo y no se veía en ello razón para alarmarse. Desde luego, estaban más acostumbrados a ver Trípodes que nosotros allá en Wherton, donde sólo veíamos uno el día de la ceremonia de la Placa. Aquí se veían casi a diario, aislados o en grupo, recorriendo el valle. Yo también me había acostumbrado a verlos desde aquella distancia. Hallarse justamente bajo su sombra era algo diferente. Levanté la vista, atemorizado. Me di cuenta de que a los lados del hemisferio, y en la base, había unos círculos que parecían de cristal teñido de verde. ¿Veía a través de ellos? Eso supuse. No había reparado en ellos anteriormente porque en Wherton jamás me había atrevido a mirar un Trípode de cerca. Ni ahora me atrevía a hacerlo mucho tiempo seguido. Me hallaba directamente bajo el enfoque de un círculo. Bajé la mirada y observé el torneo, pero mi mente no estaba allí.

Y sin embargo, con el transcurso del tiempo, mi inquietud cedió. El Trípode no hizo ningún ruido después de quedar situado junto al castillo y no se movió para nada. Se limitaba a estar allí, presidiendo u observando, o meramente alzándose contra el cielo, y uno acababa habituándose a su presencia, sin reparar en ella. Una hora después yo daba voces de aliento a uno de mis favoritos, el Chevalier de Trouillon, y mi único pensamiento era la esperanza de que, después de que se hubieran producido dos caídas por cada parte, él ganara la lucha final. Así fue y su oponente cayó rodando por la hierba pisoteada y marchita y yo lo ovacioné como los demás.

Aquella noche se celebró una fiesta, al igual que sucedería todas las noches mientras durara el torneo y, como hacía buen tiempo, tuvo lugar en el patio. Estaban sentados la familia del Comte y los caballeros que iban acompañados de sus damas; a éstos les era servida la comida; los demás se servían de las mesas dispuestas a un lado, que estaban cargadas de distintas clases de carne, pescado, verduras, frutas y púdines dulces, y en las cuales había altos jarros de vino. (No se bebió mucho mientras estuvimos allí, pero los caballeros se quedaron después de que las damas se retiraran a la torre; se encendieron antorchas, se cantó y hubo algunas voces hasta muy tarde). No fui capaz de contar el número de platos. No se trataba solamente de que hubiera distintas clases de carne, aves y pescado, sino que cada clase se podía preparar y sazonar de maneras diferentes. Se consideraba que comer era un arte delicado de un modo que no creo capaz de entender ni siquiera a Sir Geoffrey, y desde luego a nadie de Wherton.

Yo me fui con las damas, pletórico y feliz. El Trípode seguía en el lugar que ocupara toda la tarde, pero sólo se veía una silueta oscura, recortada contra las estrellas; parecía algo remoto y casi sin importancia. Desde la ventana de mi habitación no podía verlo en absoluto. Sólo el chal luminoso de la Vía Láctea y las antorchas del patio, nada más. Oí llamar a mi puerta y dije: «
Entrez
!».e volví para mirar cuando se abría y Eloise se deslizó al interior.

Todavía llevaba el vestido azul adornado con lazos, aunque se había quitado la corona. Antes de que yo pudiera hablar dijo:

—Will, no puedo quedarme mucho. Me las he arreglado para escapar pero estarán buscándome.

Lo entendía. En calidad de Reina del Torneo, ocupaba una posición especial. Mientras durase no habría agradables conversaciones ni largos paseos. Dije:

—Hicieron una elección acertada. Me alegro, Eloise.

Ella dijo:

—Quería despedirme, Will.

—No será mucho tiempo. Unos días. Después, cuando me hayan puesto la Placa…

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No volveré a verte. ¿No lo sabías?

—Pero si yo he de quedarme aquí. Así me lo ha dicho tu padre esta misma mañana.

—Tú te quedarás, pero yo no. ¿No te lo ha dicho nadie?

—¿Decirme qué?

—Cuando se acaba el torneo, la Reina se va y queda al servicio de los Trípodes. Siempre se ha hecho así.

Dije, estúpidamente:

—¿Servirles dónde?

—En su ciudad.

—¿Pero por cuánto tiempo?

—Ya te lo he dicho. Para siempre.

Sus palabras me conmocionaron, pero la expresión de su rostro era aún más sorprendente. Era una especie de devoción embelesada, la expresión de alguien que mantiene en secreto su más íntimo deseo.

Aturdido, le pregunté:

—¿Lo saben tus padres?

—Claro.

Yo sabía que se habían sentido apenados por causa de sus hijos, a los cuales habían enviado lejos por unos años sólo para que se formaran como caballeros en otra casa. Y ésta era su hija, a quien quizá amaban aún más tiernamente, y debía irse con los Trípodes para nunca más volver… y a lo largo de todo el día los había visto divertirse y ser felices. Era monstruoso. Dije en un estallido:

—¡No debes hacerlo! No lo permitiré —ella me sonrió e hizo un leve gesto negativo con la cabeza, como si fuera un adulto que escuchaba las palabras atolondradas de un niño—. Huye conmigo, —dije—. Iremos adonde no hay Trípodes. ¡Huye ahora!

Ella dijo:

—Cuando te hayan puesto la Placa lo entenderás.

—¡No me pondrán la Placa!

—Ya lo entenderás, —tomó aliento—. Soy tan feliz, —dio un paso adelante, me cogió de las manos e inclinándose, me dio un beso en la mejilla—. ¡Tan feliz! —repitió. Volvió hacia la puerta, dejándome allí en medio—. Ahora debo irme. Adiós, Will. Acuérdate de mí. Yo me acordaré de ti.

Cruzó la puerta y desapareció por el corredor con paso apresurado antes de que yo pudiera salir del trance. Después acudí a la puerta, pero el corredor estaba vacío. La llamé pero sólo oí el eco de mi voz, que me devolvían los muros de piedra. Era inútil. No sólo porque allí habría otra gente, sino por la propia Eloise. «Me acordaré de ti». Ya me había olvidado, en el sentido que verdaderamente importaba. Toda su mente estaba concentrada en los Trípodes. Sus amos la habían llamado y acudía a ellos, feliz.

Regresé a mi habitación, me desvestí y traté de dormir. Sentía demasiadas clases de horror. Horror por lo que le había ocurrido a Eloise. Horror por las criaturas que eran capaces de hacer a otros cosas así. Y sobre todo, horror por lo cerca que había estado de caer, —mejor dicho, de arrojarme—, en algo al lado de lo cual el suicidio era algo limpio y bueno.

Eloise no tenía culpa de lo ocurrido. El a había aceptado que le pusieran la Placa del mismo modo que lo hicieron muchísimos otros, sin comprenderlo y sin conocer una alternativa. Pero yo lo había comprendido y sabía que no debía hacerlo. Pensé en el rostro sin expresión de Larguirucho y en el desprecio que había en el de Henry la última vez que lo vi, y me sentí avergonzado.

El ruido de la juerga del patio se había acallado hacía mucho tiempo. Me eché y no paré de dar vueltas; vi que una luz más suave y difusa que la de las estrellas coloreaba el hueco de la ventana. Detuve la fútil ronda de pensamientos autoacusatorios; y me puse a hacer planes.

El interior del edificio estaba a oscuras cuando bajé sigilosamente las escaleras, pero afuera había suficiente luz como para que yo viera por dónde iba. No había nadie ni lo habría durante un par de horas como mínimo. Incluso los criados se levantaban más tarde los días del torneo. Me dirigí a las cocinas y me encontré a uno roncando debajo de una mesa; presumiblemente estaría demasiado borracho como para irse a la cama. Había poco peligro de que se despertara. Me traje de la cama una funda de almohada y metí en ella sobras de la fiesta de la noche anterior: un par de pollos asados, medio pavo, barras de pan, queso y embutido. Después me fui a los establos.

Aquí había más peligro. Los mozos dormían al otro lado de las cuadras y, aunque ellos también hubieran bebido hasta hartarse, si los caballos se alborotaban, probablemente los despertarían. El caballo que buscaba era el que me había acostumbrado a montar con Eloise, un alazán castrado, de sólo unos catorce palmos de altura, que se llamaba Arístides. Era un animal algo nervioso, pero habíamos llegado a conocernos y aquello me daba confianza. Se mantuvo quieto, sólo resopló un par de veces mientras lo soltaba, y se vino conmigo como un corderito. Afortunadamente, el suelo estaba cubierto de paja, lo que amortiguaba el ruido de los cascos. Cogí la silla, que se guardaba junto a la puerta, y después nos alejamos.

Le hice descender y después atravesar la puerta del castillo antes de ensillarlo. Relinchó, pero yo juzgué que nos encontrábamos lo suficientemente alejados como para que no importara. Ajusté el extremo superior de la funda a la cincha antes de sujetar ésta y me dispuse a montar. Antes de hacerlo miré a mi alrededor. Detrás de mí se hallaba el castillo, oscuro y dormido; ante mí el campo de justas, los faldones de los pabellones aleteaban, levemente agitados por la brisa matutina. A mi izquierda… se me había olvidado el Trípode. O tal vez había supuesto que se había ido por la noche. Pero allí estaba, por lo que veía exactamente en el mismo sitio. Oscuro como el castillo; ¿y dormido como el castillo? Parecía que sí, pero sentí un escalofrío de inquietud. En vez de montar y descender por la pendiente ancha y cómoda, lo llevé por el sendero, —más dificultoso y empinado—, que bajaba bordeando sinuosamente la roca sobre la cual se alzaba el castillo y salí entre los prados y el río. Allí una hilera de árboles impedía que lo vieran tanto desde el castillo como desde el gigante metálico que montaba guardia entre las aguas impetuosas del otro brazo del río. Nada había sucedido. Lo único que se oía era un ave acuática que graznaba cerca. Por fin me monté en Arístides, le presioné los flancos con los talones y partimos.

Era cierto, como le dije a Henry y a Larguirucho, aunque ellos podían escapar sin que advirtiesen su ausencia en un par de días, a mí me echarían de menos mucho antes. Aun en pleno torneo era probable que me siguiera un grupo de búsqueda. Por esta razón había cogido el caballo. Significaba que podría interponer la mayor distancia posible entre quienes pudieran perseguirme y yo. Creía que si lograba alejarme veinte millas del castillo sin que dieran conmigo, me encontraría a salvo.

Además el caballo me brindaba la posibilidad de alcanzar a Henry y a Larguirucho. Sabía aproximadamente qué ruta seguirían; me llevaban un día de ventaja, pero iban a pie. Pensaba que ahora era menos probable que me molestara el hecho de que se llevaran mejor entre sí que conmigo. En medio de la luz grisácea del amanecer era muy consciente de que estaba solo.

El sendero discurría paralelo al río por espacio de casi una milla, hasta que se llegaba al vado, por donde debía cruzar a la otra orilla. Había recorrido aproximadamente la mitad de esta distancia cuando oí el ruido: el impacto vigoroso de un peso enorme que pisaba la tierra, después otro y otro más. Automáticamente, en cuanto volví la vista atrás, incité a Arístides a galopar. Fue una visión nítida y espantosa. El Trípode había abandonado su posición junto al castillo. Se desplazaba firme, implacablemente, en pos de mí.

No recuerdo casi nada de los minutos siguientes; en parte porque sentía un miedo tan intenso que me impedía pensar bien y en parte, quizá, por lo que sucedió después. La única cosa que recuerdo con claridad es la más aterradora de todas: el momento en que sentí que una banda metálica, pero increíblemente flexible, se enroscaba a mi cintura y me arrebataba del lomo de Arístides. Conservo una impresión confusa; me elevaron por los aires y yo ofrecí una débil resistencia, estaba a un tiempo asustado por lo que me iba a suceder y porque, si me liberaba, caería al suelo, que se encontraba ya a una distancia vertiginosa; alcé la vista hacia el caparazón bruñido, vi la negrura del agujero que iba a engullirme, conocí el miedo como jamás lo había conocido, grité y grité… Y después la negrura.

El sol me oprimía los párpados, dándome calor, transformando la oscuridad en un fluido rosa. Abrí los ojos e inmediatamente tuve que protegerlos del resplandor. Estaba tumbado boca arriba, sobre la hierba, y el sol. Según vi, estaba bastante por encima del horizonte. Por lo que serían aproximadamente las seis. Y no eran ni las cuatro cuando…

El Trípode.

Al recordarlo sentí una sacudida de pavor. No quería escrutar el cielo, pero sabía que debía hacerlo. Vi un vacío azul orlado por el verde ondulante de los árboles. Nada más. Me puse apresuradamente en pie y miré fijamente hacia la lejanía. Vi el castillo y a su lado, en el mismo lugar que ayer, donde lo vi cuando saqué a Arístides, el Trípode. Estaba inmóvil, aparentemente igual que el castillo, clavado a la roca.

A cincuenta yardas de mí, Arístides pacía en la hierba cubierta de rocío, con la plácida satisfacción propia de un caballo que está en un buen pastizal. Me dirigí hacia él, tratando de sacarle algún sentido al desorden de mis pensamientos. ¿Lo había imaginado, fue una pesadilla que soñé como consecuencia de una caída del caballo? Pero volví a recordar cómo me arrebataban por los aires y me estremecí. No cabía dudar de aquel recuerdo: había tenido lugar; el miedo y la desesperación habían sido reales.

¿Y después? El Trípode me había atrapado. ¿Sería posible que…? Me llevé la mano a la cabeza, palpé el pelo y la dureza del cráneo, pero no había ninguna malla metálica. No me habían puesto la Placa. Junto con el alivio que aquello me proporcionó sentí una aguda sensación de náusea que me obligó a parar y tomar aliento. Me encontraba tan sólo a unos pasos de Arístides, que alzó la vista y relinchó al reconocerme.

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