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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Las Montañas Blancas (16 page)

Después, poco a poco, se levantó la niebla. El gris sucio se tornó más blanco, se hizo traslúcido, con reflejos plateados, y de vez en cuando dejaba pasar un haz brillante que destellaba fugazmente sobre la superficie agitada de las aguas antes de desvanecerse. Aquello nos levantó algo el ánimo y cuando hizo aparición el sol, primero como un delgado disco de plata y al final como una esfera de oro en llamas, casi nos sentimos alegres, por contraste. Me dije que tal vez nos hubiéramos equivocado al pensar que el Trípode disponía de algún medio mágico para seguirnos. Tal vez hubiera empleado un medio sensorial, —la vista, el oído— que fuera superior a los nuestros sólo en cuanto a intensidad se refiere. Y si así fuera, ¿no podría ser que nos hubiera perdido durante la larga caminata a través de la niebla? No era un optimismo racional, pero me hacía sentir mejor. Los últimos trazos de niebla se perdieron en la lejanía; estábamos atravesando un valle ancho y soleado, las zonas elevadas de terreno, a ambos lados, estaban cubiertas de nubes blancas. Los pájaros cantaban. Aparte de ellos, estábamos totalmente solos.

Hasta que oí un crujido distante en la ladera, muy arriba; miré hacia allí y lo vi, medio oculto entre las nubes, pero espantosamente real.

Por la tarde encontramos una mata de rábanos picantes, arrancamos las raíces y nos las comimos. Tenían un sabor amargo y fuerte, pero era comida. Habíamos dejado atrás el valle y empezábamos a subir pendientes largas y suaves, en un terreno abrupto, cubierto de matorral. Habíamos vuelto a perder al Trípode, pero no dejábamos de pensar en él. Cada vez era más poderosa la sensación de impotencia, nos sentíamos cogidos en una trampa que a su debido tiempo se cerraría. En Wherton yo había seguido a pie las cacerías de zorros, pero después de esto ya no me quedarían ganas. Ni siquiera el sol, que calentaba más que nunca en medio de un cielo despejado, era capaz de levantarme el ánimo. Cuando sus rayos declinaban por el oeste Larguirucho dijo que parásemos y yo me dejé caer sobre la hierba, agotado y hambriento. Los otros dos, después de descansar un rato, se pusieron en movimiento a buscar comida, pero yo no me moví. Me tumbé boca arriba con los ojos cerrados contra la luz y las manos entrelazadas por detrás del cuello. Seguí sin moverme cuando regresaron discutiendo si las serpientes eran comestibles, —Henry había visto una pero no logró matarla—, y si, en todo caso, tenían tanta hambre como para comérsela cruda, ya que no había leña para hacer fuego. Yo tenía los ojos cerrados cuando Henry dijo con voz muy distinta, más aguda:

—¿Qué es eso?

Tenía la convicción de que no sería nada importante. Larguirucho dijo, en voz más baja, algo que yo no capté. Hablaban entre susurros. Seguí con los ojos cerrados al sol, que pronto desaparecería entre las colinas. Volvieron a susurrar. Entonces Larguirucho dijo:

—Will.

—Sí.

—Se te ha roto la camisa por debajo del brazo.

Dije:

—Ya lo sé. Me la desgarró un espino cuando veníamos del río.

—Mírame, Will, —abrí los ojos y lo vi de pie, delante de mí, mirándome. Su rostro tenía una expresión extraña—. ¿Qué tienes debajo del brazo?

Me incorporé y quedé sentado.

—¿Debajo del brazo? ¿De qué estás hablando?

—¿No lo sabes? —puse la mano derecha bajo el brazo izquierdo—. No, el otro.

Esta vez me palpé la axila con la mano izquierda. Toqué algo que no tenía la textura de la carne, sino que era más suave y sólido, algo parecido a un botoncito metálico en cuya superficie aprecié con las yemas de los dedos unas estrías tenues, una especie de mal a. Giré la cabeza tratando de verlo, pero no pude. Parecía estar soldado a la piel sin que se apreciara una discontinuidad clara. Alcé la vista y vi que los otros dos me observaban.

—¿Qué es?

—Es el metal de las Placas, —dijo Larguirucho—. Se adentra en la piel, como las Placas.

—El Trípode… —dije yo—. Cuando me cogió en las afueras del castillo, ¿creéis que…?

No tuve necesidad de acabar la frase. Sus rostros evidenciaban lo que pensaban. Dije, vehementemente:

—¿No pensaréis que lo he estado guiando, que estoy bajo su control?

Henry dijo:

—Empezó a seguirnos pocos días después de que nos dieras alcance. ¿No podemos descartarlo, no? ¿Tienes una explicación mejor?

Le miré fijamente. El misterio de cómo el Trípode lograba encontrarnos una y otra vez, y el misterio del pequeño botón metálico, soldado no se sabe cómo a mi cuerpo… eran cosas que no podían disociarse, iban necesariamente unidas. Y sin embargo yo era dueño de mi mente: no era ningún traidor. Estaba tan seguro de aquello como de que existía. ¿Pero cómo probarlo? No veía ningún modo.

Henry se dirigió a Larguirucho.

—¿Qué vamos a hacer con él?

Larguirucho dijo:

—Tenemos que pensarlo mucho antes de hacer nada.

—No tenemos tiempo para eso. Sabemos que es uno de ellos. Le ha estado enviando mensajes mentalmente. Probablemente habrá enviado uno diciendo que lo han descubierto. Puede que se esté dirigiendo a por nosotros en este mismo momento.

—Will nos habló del Trípode, —dijo Larguirucho—. Que lo había atrapado y después lo había vuelto a soltar, que perdió el conocimiento y no se acordaba de nada. Si su mente estuviera al servicio de los Trípodes, ¿habría dicho esas cosas? ¿No habría actuado con cautela cuando se le desgarró la camisa, en vez de tumbarse para que lo viéramos? Además es muy pequeño, no como las Placas, no está cerca del cerebro.

—¡Pero se sirve de él para seguirnos!

—Sí, creo que sí. La brújula… apunta al norte porque allí debe haber mucho hierro. Si se le acerca otro hierro apuntará hacia él. No es posible ver ni sentir lo que causa ese efecto. El Trípode lo cogió cuando huía del castillo y todo el mundo dormía. No le habían insertado aún la Placa, pero tampoco se la puso entonces. Tal vez sintiera curiosidad por lo que iba a hacer, por saber dónde iría. Y le puso ese objeto para poder seguirle, igual que hace la aguja de una brújula.

Aquello tenía sentido: yo estaba seguro de que era verdad. Podía sentir el botón que tenía bajo el brazo con cualquier leve movimiento que hiciera; no dolía pero sabía que estaba allí. ¿Por qué no lo habría notado entonces? A Henry se le debió ocurrir el mismo pensamiento.

—Pero él tenía que saberlo, —dijo—. Con una cosa así.

—Puede que no. ¿Hay en vuestro país… gente que se dedica a divertir a los demás, con animales, ésos que dan volteretas por el aire saltando de una barra, hombres forzudos y cosas así?

—El circo, —dijo Henry—. Una vez vi uno.

—A mi ciudad vino uno; había un hombre que hacía cosas raras. Dormía a la gente y les obligaba a obedecer sus órdenes, y ellos hacían lo que les ordenaba; incluso hacían cosas que les hacían parecer estúpidos. A veces las órdenes duraban algún tiempo. Un marinero que tenía una lesión de cadera estuvo una semana andando sin cojear. Después le volvieron el dolor y la cojera.

—Ahora noto que lo tengo, —dije.

—Te lo hemos descubierto, —dijo Larguirucho—. Tal vez eso anule la orden.

Henry dijo, impaciente:

—Nada de eso altera los hechos. El Trípode puede seguirle sirviéndose de esa cosa y nos puede coger a la vez que a él.

Comprendí qué quería decir. Dije:

—Sólo se puede hacer una cosa.

—¿Cuál? —preguntó Larguirucho.

—Si nos separamos y yo sigo un camino distinto al vuestro… aun así podrá seguirme, pero vosotros estaréis a salvo.

—¿Un camino distinto para ir a las Montañas Blancas? Pero de todos modos lo guiarás hasta allí. Con toda probabilidad, eso es lo que desea.

Negué con la cabeza:

—No iré allí. Me volveré.

—¿Para que te vuelvan a coger y te pongan la Placa?

Recordé el momento en que me arrebataron de lomos de Arístides, cuando vi empequeñecer la tierra bajo mis pies. Esperaba no estar palideciendo por el miedo que sentía. Dije:

—Primero tendrá que cogerme.

—Te cogerá —dijo Larguirucho—. No tienes posibilidades de escapar.

Dije, procurando no pensar en las consecuencias que entrañaba aquello:

—Al menos puedo desviarlo.

Se hizo un silencio. Tal como había dicho yo, era lo único que se podía hacer y no tenía más remedio que estar de acuerdo. En realidad no hacía falta que dijeran nada. Me puse de pie y les volví la espalda. Larguirucho dijo:

—Espera.

—¿Para qué?

—Dije que debíamos pensar. He estado pensando. Esa cosa que tienes bajo el brazo… es pequeña y, aunque va unida a la piel, no creo que llegue muy adentro.

Se detuvo, Henry dijo:

—¿Y bien?

Larguirucho me miró.

—Está lejos de la vena importante. Pero si cortamos para sacarlo te dolerá.

No había entendido por donde iba y cuando lo supe la esperanza me hizo sentir vértigo.

—¿Crees que podrás?

—Podemos intentarlo.

Empecé a quitarme la camisa.

—¡No perdamos más tiempo!

A Larguirucho no había que meterle prisa. Me hizo tumbarme con el brazo levantado y exploró el botón y la piel que lo rodeaba con los dedos. Yo quería que empezara ya, pero estaba en sus manos y me di cuenta de que era inútil mostrarse impaciente. Por fin dijo:

—Sí, te va a doler. Lo haré lo más deprisa que pueda, pero tendrás que morder algo. Y, Henry, tú tienes que sujetarle el brazo para que no lo repliegue.

Me dio la correa de cuero de su bolsa para que la tuviera entre los dientes; sentí en la lengua su sabor áspero y agrio. El cuchillo lo había cogido en la gran ciudad. Estaba muy afilado, pues lo había protegido con una especie de grasa y desde entonces había empleado algunos ratos en afilarlo. A una indicación de Larguirucho, Henry me cogió del brazo, lo extendió y lo sujetó por detrás de mí. Yo estaba echado sobre la cadera izquierda, con la cara vuelta hacia el suelo. Pasó corriendo una hormiga y desapareció entre las hojas de hierba. Después sentí el peso de Larguirucho, que se sentó encima de mí, palpando de nuevo con la mano izquierda la carne debajo del brazo, perfilando el contorno del botón. Estaba dándole un bocado de prueba al cuero cuando hizo el primer corte; una sacudida me recorrió todo el cuerpo y estuve a punto de librarme de la sujeción de Henry. Sentí un dolor atroz.

Después vino otro corte y luego otro. Intentaba concentrarme en la tira de cuero, que me parecía estar casi atravesando con los dientes. Sudaba tanto que tenía gotas rodando por un lado de la cara y vi cómo una se estrellaba contra la tierra. Quería gritarle para que se detuviera, para que por lo menos me dejara descansar del dolor un momento, y estuve a punto de escupir la tira para hablar, cuando una nueva punzada me hizo volver a morderla junto con un borde de la lengua. Sentí en la boca el sabor caliente y salobre de la sangre y se me saltaron las lágrimas. Después, desde muy lejos, le oí decir: «Ya puedes soltarle», y la mano y el brazo quedaron libres. Aún sentía un dolor tremendo, aunque suave si lo comparaba con el que había sentido poco antes. Larguirucho se levantó de encima de mí y me dispuse a intentar levantarme. Para hacerlo tuve que mover el brazo y sentí náuseas.

—Lo que pensaba, —dijo Larguirucho—, es sólo superficial. Observa.

Me libré de la mordaza y miré lo que tenía en la mano. Era de color gris plata, aproximadamente de media pulgada de diámetro, más grueso por el centro, estrechándose hacia los bordes. Era compacto pero daba la impresión de tener centenares de cables diminutos inmediatamente debajo de la superficie. Se le habían quedado pegados trozos de la carne que había cortado Larguirucho.

Larguirucho presionó el botón con el dedo.

—Es curioso, —dijo—. Me gustaría estudiar esto. Es una pena que tengamos que abandonarlo.

Su mirada revelaba un interés desapasionado. Henry, que también estaba mirando, tenía la cara verdosa. Cuando me quedé mirando los fragmentos de carne que tenía adheridos volví a sentir náuseas y esta vez tuve que retirarme a vomitar. Cuando me recuperé Larguirucho aún seguía mirando el botón.

Dije sin aliento:

—Tíralo. Y más vale que echemos a andar. Cuanto más nos alejemos, mejor.

Asintió de mala gana y lo dejó caer en la hierba. Me dijo:

—El brazo… ¿te duele mucho?

—No me importaría pasarme un par de horas haciendo lanzamientos rápidos.

—¿Lanzamientos rápidos?

—De cricket. Es un juego que practicamos en nuestro país. Oh, da igual. Vamos a seguir. Me ayudará a no pensar en ello.

—Hay una hierba que cura las heridas. La buscaré por el camino.

Ya había sangrado mucho y aún seguía sangrando por el costado. Me había limpiado con la camisa; ahora hice una pelota con ella, me la puse bajo el brazo y caminé llevándola en dicha posición. Mi esperanzada sugerencia de que al viajar me olvidaría del dolor no dio muy buen resultado. Me seguía doliendo igual o más. Pero me había librado del botón del Trípode y a cada paso que daba lo dejaba más atrás.

Seguíamos ascendiendo sobre terreno abrupto, aunque descubierto. El sol se estaba poniendo a nuestra derecha; por el lado opuesto formábamos con nuestras sombras alargadas una línea recta casi perfecta. No hablábamos, en mi caso porque estaba demasiado ocupado apretando los dientes. Hacía, si se tenía humor para valorarlo, una tarde apacible y deliciosa. Tranquila y silenciosa. No se oía nada, excepto…

Nos separamos a escuchar. Pareció que se me contraía el corazón y durante un momento el dolor quedó borrado por el poder superior del miedo. Venía de atrás, era difícil pero se hacía más fuerte a cada instante: el ulular espantoso y acompasado que habíamos oído en el camarote del «Orión», el toque de caza de los Trípodes.

Unos segundos después apareció, bordeando la base de la colina y ascendiendo, —inconfundiblemente—, hacia nosotros. Se encontraba a varias millas de distancia pero avanzaba velozmente, a una velocidad muy superior —pensé— a la que empleaba normalmente.

Henry dijo:

—Los arbustos…

No le hizo falta decir más; los tres corríamos. Lo que él había indicado ofrecía uno de los escasos lugares cubiertos que había en la ladera, el único que teníamos al alcance. Era un matorral poco extenso, que nos llegaría aproximadamente por los hombros. Nos arrojamos entre los arbustos, reptamos hacia el centro y allí nos quedamos agachados.

Dije:

—No puede ser que aún me esté siguiendo. ¿No?

—El botón, —dijo Larguirucho—. Debe ser que al extirparlo dio la alarma. De modo que ha venido siguiéndote, y esta vez en son de caza.

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