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Authors: Agatha Christie

Los cuatro grandes (2 page)

—¿Fiebre cerebral? —sugerí.

El doctor no pudo ocultar su escepticismo.

—¡Fiebre cerebral! ¡Fiebre cerebral! No existe tal cosa. Eso es una invención de los novelistas. No, este hombre ha sufrido alguna conmoción. Vino aquí impulsado por una idea persistente, la de encontrar a
monsieur
Poirot, calle Farraway 14, y repite esas palabras mecánicamente sin tener la menor idea de lo que significan.

—¿Afasia? —dije con ansiedad.

Esta nueva sugerencia no debió parecerle al doctor tan fuera de lugar como la anterior. No respondió, pero le entregó una hoja de papel y un lápiz.

—Veamos lo que hace con esto —observó.

Aunque durante algunos momentos el hombre no se movió, de pronto empezó a escribir febrilmente. Con igual brusquedad se detuvo y dejó caer el papel y el lápiz al suelo. El médico los recogió y movió negativamente la cabeza

—Aquí no hay nada Sólo ha garabateado el número cuatro una docena de veces, cada una de ellas más grande que la anterior. Supongo que pretende escribir el número de esta casa. Es un caso interesante, muy interesante. ¿Puede mantenerle usted aquí hasta esta tarde? He de irme ahora al hospital, pero volveré después y haré lo que sea necesario. No quiero perderme un caso tan curioso.

Le expliqué que Poirot se iba y que yo me proponía acompañarle hasta Southampton.

—No importa. Dejen al hombre aquí. No creará dificultades; está completamente agotado. Probablemente dormirá ocho horas seguidas. Hablaré con esa excelente patrona suya y le diré que le eche un vistazo de vez en cuando.

Y el doctor Ridgeway se marchó con su habitual rapidez. Poirot terminó de hacer su equipaje sin perder de vista el reloj.

—El tiempo pasa con una rapidez increíble. Bueno, Hastings, no puede decirse que le he dejado sin nada que hacer. Es un caso francamente interesante. Un hombre que viene de lo desconocido. ¿Quién es? ¿Qué es? ¡Ah!
Sapristi
, daría dos años de vida porque mi barco retrasara el viaje veinticuatro horas. Pero hay que disponer de tiempo... tiempo. Quizá pasen días o incluso meses antes de que pueda contarnos lo que vino a decirnos.

—Haré lo que pueda, Poirot —le aseguré. Trataré de ser un sustituto eficiente.

—Sí...

En su forma de contestar observé cierta vacilación. Tomé en mis manos la hoja de papel.

—Si tuviera que escribir una novela —dije sin pensarlo mucho—, entretejería esto con su última excentricidad y la denominaría
El Misterio de los Cuatro Grandes
.

Mientras hablaba señalé las cifras escritas con lápiz. Fue entonces cuando me llevé un gran susto, pues nuestro inválido salió de pronto de su estupor, se irguió en su silla y dijo clara y distintamente:

—Li Chang Yen.

Tenía el aspecto de un hombre que ha sido despertado de pronto. Poirot me hizo señas de que me callara. El hombre siguió. Hablaba con voz clara y alta, y algo en su expresión me hizo pensar que estaba citando algún informe o lección escrita.

—A Li Chang Yen se le puede considerar el cerebro de los Cuatro Grandes. Es la fuerza que los domina y los motiva. Por consiguiente, lo he denominado el Número Uno. El Número Dos rara vez es mencionado por su nombre, su símbolo es una «S» con dos líneas que la atraviesan, es decir, el signo del dólar; también por barras y una estrella. Cabe suponer, por tanto, que se trata de un súbdito estadounidense y que representa el poder de la riqueza. Parece indudable que el Número Tres es una mujer y de nacionalidad francesa. Quizá sea una de las sirenas del
demi-monde
, pero en definitiva nada se sabe de ella. El Número Cuatro...

Su voz desfalleció y se quebró. Poirot se inclinó hacia adelante.

—Sí —apuntó con ansiedad—, ¿el Número Cuatro?

Sus ojos estaban fijos en el rostro del hombre. Un terror invencible parecía dominarle; sus facciones se deformaban y retorcían.

—El
destructor
—dijo el intruso con voz entrecortada. Luego, en una convulsión final, cayó hacia atrás desmayado.


Mon dieu
! —susurró Poirot—, entonces yo tenía razón. Estaba en lo cierto.

—¿Cree usted...?

Me interrumpió.

—Llévelo a mi casa. No puedo perder un minuto más si quiero alcanzar el tren. Aunque a decir verdad preferiría perderlo. ¡Se lo digo en serio! Pero he dado mi palabra ¡Vamos, Hastings!

Dejamos a la señora Pearson, la patrona, encargada de atender al misterioso visitante, nos fuimos y alcanzamos el tren cuando ya estaba a punto de salir. Poirot se mostraba alternativamente silencioso y locuaz. Miraba por la ventanilla como un hombre perdido en sueños, y era evidente que no oía una sola palabra de las que yo le dirigía. Luego, volviendo a animarse de pronto, me abrumaba con órdenes y me recomendaba encarecidamente que le tuviese informado por cable.

Guardamos un largo silencio inmediatamente después de pasar por Woking. Como es costumbre, el tren no hacía ninguna parada hasta llegar a Southampton; sin embargo, una señal lo obligó a detenerse.

—¡Ah!
Sacré mille tonnerres
! —exclamó Poirot de pronto—. He sido un imbécil. Por fin lo veo claro. Es indudable que ha sido la divina providencia quien ha detenido el tren. Salte, Hastings; salte del tren, le digo.

En un instante abrió la puerta del vagón y saltó sobre la vía.

—Tire las maletas y salte usted.

Le obedecí cuando ya el tren reanudaba su marcha.

—Y ahora, Poirot —dije algo exasperado—, ¿puede decirme a qué viene esto?

—Es que amigo mío, acabo de ver la luz.

—Esa luz —dije irónicamente— me lo aclara todo.

—Así debería ser —agregó Poirot—, pero me temo... me temo mucho que no sea así. Si puede llevar dos de estas maletas, creo que me las arreglaré con las restantes.

Capítulo II
-
El hombre del manicomio

Afortunadamente, el tren había parado cerca de una estación. No fue preciso andar mucho hasta encontrar un garaje en donde pudimos alquilar un coche. Media hora después regresábamos a toda velocidad hacia Londres. Sólo entonces se dignó Poirot a satisfacer mi curiosidad.

—¿No lo ve? Lo mismo me pasaba a mí. Pero ahora ya lo veo. Hastings,
me estaban quitando de en medio
.

—¿Qué?

—Sí. Con mucha habilidad. Tanto el lugar como el método fueron elegidos con gran conocimiento y perspicacia. Tienen miedo de mí.

—¿Quiénes?

—Esos cuatro genios que se han asociado para actuar fuera de la ley. Un chino, un norteamericano, una francesa y otra persona. Quiera Dios que regresemos a tiempo, Hastings.

—¿Cree que nuestro visitante está en peligro?

—Con toda seguridad.

La señora Pearson nos saludó al llegar. Haciendo caso omiso de las muestras de asombro que dio al ver a Poirot, le pedimos información. Sus noticias nos tranquilizaron. Ni había llamado nadie ni nuestro huésped había dado señales de vida.

Con un suspiro de alivio subimos a las habitaciones. Poirot cruzó el cuarto exterior y entró en el interior. Luego me llamó con voz extrañamente agitada

—Hastings, ha muerto.

Corrí para reunirme con él. El hombre estaba en donde lo habíamos dejado, pero muerto, y debía estarlo desde hacía tiempo. Salí a toda prisa a por un médico. Sabía que Ridgeway no habría vuelto todavía. Sin embargo, encontré a un médico casi inmediatamente y volví con él.

—Este pobre hombre está muerto, en efecto. ¿Ha amparado usted a un vagabundo, eh?

—Algo por el estilo —dijo Poirot de un modo evasivo—. ¿Cuál fue la causa de la muerte, doctor?

—Es difícil saberlo. Quizá haya sido algún ataque. Presenta síntomas de asfixia. ¿Tienen gas instalado?

—No, la casa sólo dispone de luz eléctrica.

—Y las dos ventanas están abiertas. Diría que lleva muerto unas dos horas. Supongo que dará usted parte a quien corresponda. ¿No es así?

El médico se marchó y Poirot hizo las gestiones necesarias por teléfono. Después, y con cierta sorpresa por mi parte, llamó a nuestro antiguo amigo el inspector Japp y le rogó que acudiese.

Tan pronto como se completaron los trámites, la señora Pearson apareció con los ojos redondos como platos.

—Se ha presentado aquí un hombre de Hanwell, del manicomio. ¿Ha visto algo semejante? ¿Debo hacerle pasar?

Asentimos, y la patrona trajo a nuestra presencia a un hombre corpulento, vestido de uniforme.

—Buenos días, caballeros —dijo con aire jovial—. Me parece que tienen aquí a uno de mis pájaros. Anoche se nos escapó.

—Estuvo aquí —dijo Poirot con calma.

—No se escaparía de nuevo, ¿verdad? —preguntó el individuo, con cierta preocupación.

—Está muerto.

El hombre pareció más aliviado que otra cosa.

—¿De veras? Bueno, quizá haya sido mejor para todos.

—¿Era... peligroso?

—¿Quiere decir que si padecía de manía homicida? No, en absoluto. Era inofensivo. Lo que padecía era una muy aguda manía persecutoria. Siempre estuvo diciendo que una sociedad secreta china había hecho que le encerraran. Todos dicen lo mismo.

Sentí un escalofrío.

—¿Cuánto tiempo llevaba encerrado? —preguntó Poirot.

—Unos dos años.

—Comprendo —dijo Poirot con calma—. ¿No se le ocurrió a nadie que pudiera estar cuerdo?

El loquero se echó a reír.

—Si hubiera estado en sus cabales, ¿por qué habríamos de tenerlo en un manicomio? Todos dicen que están en su sano juicio, ya sabe usted.

Poirot no añadió nada más. Condujo al hombre para que viera el cadáver. Lo identificó inmediatamente.

—Es él, desde luego —dijo el empleado del manicomio, y añadió cruelmente—: Era un tipo divertido, ¿eh? Bueno, caballeros, será mejor que me marche y tome las medidas necesarias. Les liberaremos del cadáver lo antes posible. Me temo que si se realiza una investigación judicial tendrán ustedes que comparecer. Buenos días, señores.

E inclinándose con bastante torpe/a salió de la habitación arrastrando los pies.

Minutos después llegó Japp, el inspector de Scotland Yard, tan desenvuelto v atildado como de costumbre.

—Aquí me tiene,
monsieur
Poirot. ¿En que puedo serle útil? Tenia entendido que se había marchado a no sé qué playas tropicales.

—Mi buen Japp, quiero saber si ha visto antes a este hombre.

Llevó a Japp al dormitorio. Con cara de asombro, el inspector miró fijamente al cadáver que se hallaba sobre la cama.

—Veamos, me resulta familiar... y además me precio de tener buena memoria. ¡Cómo! ¡Pero si es Mayerling!

—¿Y quién es, o era, Mayerling?

—No es ninguno de los nuestros. Se trata de un muchacho del servicio secreto que se fue a Rusia hace cinco años. Nunca volvimos a saber nada de él. Siempre supusimos que los bolcheviques se lo habían cargado.

—Todo encaja —dijo Poirot, cuando Japp se marchó—, salvo el hecho de que parece haber muerto de muerte natural.

Con un entrecejo fruncido, que revelaba su insatisfacción, Poirot se quedó contemplando el cadáver. Un soplo de aire levantó los visillos de la ventana y mi amigo dirigió una mirada penetrante hacia ellos.

—Supongo que abrió usted las ventanas cuando lo puso en la cama, ¿verdad, Hastings?

—No, no lo hice —repliqué—. Me parece recordar que estaban cerradas.

Poirot levantó la cabeza de pronto.

—Cerradas... y ahora están abiertas. ¿Qué puede significar eso?

—Que alguien entró por ellas —sugerí.

—Es posible —concedió Poirot. Hablaba distraídamente y sin convicción. Después de unos momentos añadió:

—No es eso exactamente lo que pienso, Hastings. No me intrigaría este hecho si sólo estuviera abierta una ventana. Lo que resulta curioso es que estén abiertas las dos.

Penetró rápidamente en la otra habitación.

—La ventana de la sala de estar está abierta también y la habíamos dejado cerrada ¡Vaya!

Se inclinó sobre el hombre muerto y examinó las comisuras de su boca minuciosamente. De pronto levantó la vista.

—Ha estado amordazado, Hastings. Lo amordazaron y luego lo envenenaron.

—¡Cielo santo! —exclamé asombrado—. Supongo que cuando le hagan la autopsia averiguaremos lo que ha pasado.

—No averiguaremos nada Lo asesinaron haciéndole inhalar ácido cianhídrico concentrado. Le obstruyeron con él la nariz. Luego los asesinos abrieron todas las ventanas y se fueron. El ácido cianhídrico es
extremadamente
volátil, pero tiene un acentuado olor de almendras amargas. Al no dejar rastro alguno de olor ni de juego sucio, los médicos podrían atribuir la muerte a cualquier causa natural. De modo que este hombre pertenecía al Servicio Secreto, Hastings. Y hace cinco años desapareció en Rusia.

—Los dos últimos años ha estado en el manicomio —dije—. ¿Pero en dónde estuvo durante los tres años anteriores?

Poirot negó con la cabeza y luego me asió del brazo.

—El reloj, Hastings, mire el reloj.

Seguí su mirada hasta la repisa de la chimenea. El reloj estaba parado y señalaba las cuatro.


Mon ami
alguien lo ha tocado. Todavía tenía cuerda para tres días. Es un reloj con cuerda para ocho días. ¿Comprende?

—¿Y qué pretendían con eso? ¿Darnos una pista falsa para que pareciera que el crimen tuvo lugar a las cuatro?

—No, no. Ponga en orden sus ideas,
mon ami
. Ponga a trabajar sus celulitas grises. Es usted Mayerling. Ha oído usted algo, quizá, y se da perfecta cuenta de que está condenado. Dispone del tiempo justo para dejar una señal. Las
cuatro
, Hastings. El Número Cuatro, el
destructor
. ¡Ah! ¡Una idea! Entró deprisa en la otra habitación y descolgando el teléfono pidió que le pusieran con Hanwell.

—¿Hablo con el manicomio? Tengo entendido que hoy se ha producido una fuga. ¿Qué dice? Un momento, por favor. ¿Quiere repetirme eso? ¡Ah!,
parfaitement
.

Colgó el auricular y se volvió hacia mí.

—¿Ha oído, Hastings? No se ha producido ninguna fuga.

—¿Pero el hombre que vino... el empleado? —dije.

—Me pregunto... Me sorprende mucho.

—¿Quiere decir...?

—El Número Cuatro; el destructor.

Me quedé pasmado mirando a Poirot. Momentos después, al recuperar el habla dije:

—Lo reconoceremos en cuanto le veamos de nuevo, y eso ya es algo. Era un hombre de una personalidad muy marcada.

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