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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (3 page)

Como Inspektor–Detektiv, era el jefe de una de las numerosas unidades de la Brigada de Homicidios, con tres detectives y quince funcionarios bajo su mando. Como único judío de la brigada, y prácticamente de todo el edificio, sentía la imperiosa necesidad de mantener un aire de autoritaria distancia con todos ellos excepto con su secretaria, Ruta, y su joven ayudante, Gunther, a quienes trataba más como a familiares que como a subalternos.

—¿Qué hay de nuevo, Ruta? —preguntó a la atractiva abuela de seis nietos que, a pesar de la mayor largura de sus nuevas faldas, se las arreglaba para mostrar prácticamente toda la pierna. Años atrás, afirmaba la mujer, había sido corista del teatro de variedades del Wintergarten.

—Sin novedad en el frente occidental, jefe —contestó la secretaria, mientras molía café a brazo partido en su pequeño molinillo de madera. Todas las mañanas preparaba en la pequeña cocina de gas el más delicioso de los cafés para recibir a los Inspektor–Detektiv. Y cuando estaba de buen humor, también tenían unos
Brbtchen
del cercano café Rippa.

—Ninguna baja desde la señorita Sirena.

Por alguna extraña razón, ella siempre lo sabía todo prácticamente antes de que ocurriera.

—¡Ah!, y han llamado del Anatómico Forense. El doctor Hoffnung quiere que se pase lo antes posible.

—Excelente. ¿Ha llegado Gunther?

—Todavía no.

—Envíelo a ver a Hoffnung en cuanto llegue.

El forense, fumando en pipa con la bata blanca puesta, miraba fijamente por la ventana cuando Willi llegó. En cuanto Hoffnung se dio la vuelta, a Willi le llamó la atención la sombría inquietud de su mirada.

—Lo que he visto es extraordinario. —Le hizo un gesto a Willi para que se sentara—. Si me lo hubiera dicho la víspera, lo habría considerado algo imposible. Pero ahí lo tiene. —Hoffnung volvió a encender su pipa.

Willi reparó en el temblor de la mano del forense. Un verdadero temblor.

—Empecemos con los aspectos externos. —El humo pareció relajar a Hoffnung—. La bata gris que llevaba la chica es una prenda habitual en los manicomios públicos prusianos. Los numerosos arañazos del cuero cabelludo indican que sin duda le afeitaron la cabeza, una práctica habitual en alguna de esas instituciones. Aparte de eso, no había daños externos ni internos de consideración. Estaba más que viva cuando se metió en el agua. Y no se ahogó. Consiguió mantenerse a note durante quince o veinte minutos, antes de sucumbir a la hipotermia. Seis, quizá siete horas antes de que la sacáramos. Diría que era una muchacha de gran determinación. Segurísimo que quería vivir.

—Y esas piernas, doctor…

—Bueno, como ya he dicho, jamás habría considerado posible algo semejante. En ambos casos, el peroné, que es el hueso que discurre desde la rodilla hasta el tobillo, había sido extirpado quirúrgicamente y reimplantado en la pierna contraria, injertado mediante técnicas tremendamente avanzadas con las que no estoy en absoluto familiarizado. Los médicos llevan años teorizando sobre la posibilidad de realizar trasplantes de huesos, pero, por lo que sé, nadie ha conseguido realizar ninguno con éxito. Hasta ahora.

—¿Trasplante de huesos? —Willi, que hasta ese momento creía haberlo oído todo en la vida, se quedó estupefacto—. Pero… ¿por qué?

—No lo sé. Para ver si se podía hacer, supongo. Sólo transmito lo que he visto.

—¿Y hace cuánto que podría haberse realizado ese trasplante?

—Como máximo, seis meses. Los injertos están completamente cicatrizados. Las piernas, completamente sanas… salvo, claro está, que la chica jamás podría haber caminado con ellas. Renquear, quizá. Y con muletas.

Renquear. —Willi estaba intentando comprender aquello—. ¿Quiere decir que la dejaron inválida quirúrgicamente?

—Sí. —El médico bajó los ojos—. Eso es exactamente lo que quiero decir.

Willi sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

—¿Que esa chica estaba sana? ¿Que sus piernas estaban sanas? ¿Y que… se experimentó con ella? ¿Dejándola inválida de manera deliberada?

Hoffnung miró fijamente por la ventana.

—Es casi increíble, lo sé. Todos damos por sentado que los médicos somos los guardianes de la vida, que implícitamente somos dignos de confianza. Incluso las civilizaciones antiguas reverenciaban a sus chamanes. Pero hoy y aquí, en el Berlín de 1932, un cirujano parece no haber tenido ningún reparo en utilizar a un ser humano como conejillo de Indias.

Se volvió hacia Willi con una expresión mezcla de dolor y consternación.

—Inspektor, quienquiera que hiciera esto es un genio. Un loco. Aunque con un talento excepcional. Sin duda alguna, el mejor cirujano ortopédico que existe.

Al cerrar la puerta del Anatómico, Willi se dio de bruces con Gunther. Al menos unos treinta centímetros más alto, aunque probablemente con la mitad del peso de Willi, aquel imponente sujeto alto y espigado de nariz prusiana y sonrisa irresistiblemente contagiosa había ido a parar a las órdenes de Willi directamente desde los primeros puestos de la Academia de Policía de Charlottenburg. A Gunther, provinciano y rural del norte, Berlín se le antojaba un cuento de hadas. ¡Ay!, de vez en cuando metía la pata, lo cual no era una tarea fácil teniendo en cuenta la longitud de sus piernas. Pero era listo, eficiente, tenaz como un ariete. Y sentía un respeto reverencial por Willi, con quien se llevaba a las mil maravillas. Willi había estado pensando en llevarse al muchacho a Spandau, pero el informe de la autopsia le había hecho cambiar de idea.

—Gunther…

—¡Sí! ¡Buenos días, señor!

—En relación con el caso de ayer… Necesito alguna información.

—Jawohl.
—Gunther sonrió, y en sus manos apareció de inmediato una libreta.

—Quiero el nombre de todos los principales cirujanos ortopédicos de Alemania, en especial de la zona de Berlín.

—Cirujanos ortopédicos. Entendido.

—Y el nombre de todas las mujeres norteamericanas y canadienses desaparecidas en Berlín durante el último año.

—De acuerdo.

—Quiero que compruebes en todos los manicomios públicos de Prusia si en el último año ha desaparecido alguna paciente femenina de entre veintitrés y veintiséis años. Y averigua en cuáles de esas instituciones afeitan la cabeza a sus pacientes.

—Cabezas afeitadas. Muy bien. ¿Qué más, señor?

Necesito que saques a la luz todo lo que puedas sobre trasplantes de huesos. Que averigües qué médicos han escrito sobre el tema, pronunciado conferencias o lo que sea.

—Trasplantes de huesos. Sí, señor. ¿Algo más, señor?

—Eso es todo. No. Espera. Mejor ve al despacho de Hoffnung. Y dile que quieres ver a la chica.

—Ir al despacho de Hoffnung. Ver a la chica —siguió escribiendo Gunther.

—Examínala con detenimiento, muchacho. Presta atención a lo que te diga el doctor. Y pregúntate, Gunther, pregúntate qué clase de mundo es éste en el que vivimos.

Willi volvió solo en un coche camuflado de la policía al lugar donde había aparecido la Sirena. Primera parada: Kroneberg Strasse, 17. El Instituto para la Vida Moderna. Tras cruzar una cancela de hierro de aspecto medieval, se acercó a la gran casa blanca de estuco y pulsó el timbre principal. Al poco rato, se oyeron unos pasos lentos y pesados. Cuando por fin se abrió la oscura puerta de roble, se sintió aliviado por no haber hecho que Gunther lo acompañara.

Ante él apareció una mujer desnuda, de al menos unos setenta años, bronceada de pies a cabeza como una tostada quemada y con los pechos caídos.

—Guten Morgen
—dijo la anciana, con un brillo inquisidor en los ojos—. ¿En qué puedo servirle?

—Me gustaría hablar con Frau Geschlecht, si es posible.

—Frau Geschlecht está en clase de gimnasia en este momento. Y no terminará hasta las diez y media. ¿Puedo ayudarlo? Soy Fräulein Meyer.

—Sí, ¿qué tal, Fräulein?

—Puede entrar, por supuesto. Aquí es bienvenido todo el mundo, con independencia de la raza, ingresos, edad o condición física.

—¡Qué bien!

—Pero tendrá que quitarse toda la ropa. No están permitidos los mirones que se niegan a desnudarse. —Sonrió.

Willi oyó una especie de extraño ruido de tambores procedente del interior de la casa.

—No he venido a mirar, Fräulein, se lo aseguro.

Le mostró la placa de la Kripo.

La cara de la mujer, que no su cuerpo, mostró la alarma apropiada.

—¡Válgame Dios! ¡Caramba! Sí. Entonces debe entrar. ¡Frau Geschl —e–e–echt! —canturreó al estilo tirolés, metiéndose por una puerta abierta.

Willi la siguió sin ser invitado y se quedó petrificado ante lo que vio.

En una gran habitación con el suelo de madera y sin el menor rastro de mobiliario, una docena de mujeres de edad más que avanzada, con el pelo recogido en unas tirantes trenzas «Gretchen», bailaban completamente desnudas, lanzando las piernas y los brazos al aire cual ninfas en una primavera mágica, mientras un hombre desnudo que debía de tener los noventa marcaba el ritmo en un tamtan.

—¡Belleza! ¡Salud! ¡Movimiento! —cantaban todos. —¡Frau Geschlecht! —gritó Fräulein Meyer por encima del ruido—. ¡Por el amor de Dios, ha venido un hombre de la Kripo! ¡Un Inspektor–Detektiv!

El tamtan dejó de sonar y las danzantes se volvieron al unísono. Una de las mujeres se adelantó con la fláccida barbilla orgullosamente levantada, mientras caminaba con graciosa distinción.

Por algunas revistas como la
Berliner Illustrierte,
Willi estaba al corriente del movimiento nudista que se extendía por Alemania. Todo el mundo, desde la pequeña burguesía hasta los socialistas fanáticos de la comida sana, parecía haberse unido al culto al cuerpo desnudo. Se pensaba que la gimnasia curativa, la hidroterapia, las limpiezas de colon, el culto al sol, las dietas de leche agria y los tratamientos de ondas electromagnéticas provocaban un estado elevado de tranquilidad, salud y belleza. Una nueva conciencia de que el cuerpo desnudo irradiaba la perfección. Era como si toda la nación alemana, pensó Willi, desesperada por deshacerse del pasado, estuviera intentando empezar otra vez desde cero. Y los alemanes, con independencia de lo que fueran o dejaran de ser, hacían lo que hacían hasta las últimas consecuencias.

Por espectacular que pudiera haber sido su entrada, Frau Geschlecht tenía poca información que ofrecer que no estuviera ya en el informe policial. Se encontraba en el solárium del tercer piso haciendo una postura de yoga, repitió tan indiferente a su desnudez como Adán y Eva, cuando a través de la ventana había divisado lo que parecía otro cuerpo desnudo. Al principio había pensado que podría ser alguien del instituto que hubiera ido a darse un chapuzón matutino. Pero cuanto más tiempo mantenía ella la postura, más evidente era que aquel cuerpo no se movía. Tras haber telefoneado a la policía de Spandau, llegaron Schmidt y los demás. Ella les indicó el lugar en la orilla y eso había sido todo.

—Nos ha servido de gran ayuda. —Willi sonrió y guardó su libreta.

—Por favor, vuelva cuando quiera —propuso Frau Geschlecht antes de dejarse besar la mano—. Tenemos conferencias de presentación todos los miércoles y domingos a las siete.

Willi se retiró del paraíso de la desnudez con poco más que unas cuantas antiestéticas imágenes que sacudirse de la cabeza.

Fuera, el sol se había abierto paso a través de las nubes matinales. La alta torre circular de la ciudadela se erguía sobre la ciudad medieval. A considerable distancia a la derecha vio la estación del S–Bahn, y enfrente un gran café con una cervecería al aire libre. Tal vez debiera fisgonear por allí, pensó. Pero encima de la puerta principal de la taberna divisó la bandera roja con un círculo blanco y su implacable esvástica negra. Se decía que el propio Hitler había diseñado la bandera. Y Spandau, recordó Willi, era un bastión nazi.

Se volvió hacia el río. Un barco de recreo largo y blanco avanzaba con dificultad contra las fuertes corrientes grises. Y entonces se le ocurrió. Pues claro. El barco seguía la misma ruta que había seguido la Sirena, sólo que en sentido inverso. Bajó trotando los escalones que conducían al embarcadero y preguntó a qué hora pasaba el siguiente barco.

—Pero ¿adónde quiere ir,
mein Herr?
Tenemos dos barcos —fue informado sin demasiada amabilidad—. Como bien reza ese cartel: la ruta norte o la sur. A Wannsee o al palacio de Oranienburg. Los dos, diez marcos.

Willi consultó su reloj; estaría en Oranienburg a mediodía.

Pero sabía que antes de invertir tres horas en un viaje por barco, debía ver qué novedades había en el trabajo.

Junto a un quiosco de prensa había una cabina telefónica amarilla.

—El Kommissar Horthstaler dice que lo llame de inmediato, que es urgente. —La propia contención en la voz de Ruta expresaba su excitación.

—Urgente. ¡Ah!, bueno, está bien. Entonces póngame con el Kommissar, ¿le importa, querida?

A través de la puerta de la cabina, Willi reparó en los titulares de última hora de la mañana: «¡El gobierno se derrumba!», «¡Von Papen obligado a dimitir!».

—Kommissar Horthstaler, soy Kraus.

—Kraus, tiene que ir directa e inmediatamente al Palacio Presidencial.

—Jawohl,
Herr Kommissar. —Willi estaba atónito—. ¿Puedo preguntar la razón?

—El Anciano quiere verlo.

—¿A mí?

—La oficina de Von Hindenburg se ha mostrado tajante. Tiene que ir inmediatamente.

—Jawohl.
Pero… ¿por qué querría verme el presidente?

—¿Y cómo narices voy yo a saberlo? Quizá quiera nombrarlo canciller.

Si Willi no hubiera acabado de leer los titulares, hasta podría haber encontrado gracioso el comentario.

Capítulo 3

C
onocido casi universalmente como el Anciano, el general Paul von Hindenburg no era simplemente el presidente, sino el padre simbólico de Alemania. Con más de metro ochenta de estatura y 110 kilos de peso, un pecho grande y fuerte y un bigote de morsa descomunal, aquel personaje verdaderamente gigantesco, a la sazón de ochenta y cinco años, había conducido a la Alemania imperial a sus mayores victorias durante la Gran Guerra. Luego, se había mantenido como una sólida figura de la unidad nacional a lo largo de la sombría posguerra de la Revolución Roja, la Contrarrevolución, el golpe de Estado de Kapp o Kapp Putsch, el golpe de Estado de la Cervecería o Beer Hall Putsch, la Gran Inflación y la criminal lucha entre la extrema izquierda y la extrema derecha. Y a Willi no se le ocurría ni una sola condenada razón por la que aquel hombre quisiera verlo.

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