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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (8 page)

Willi alargó la mano hacia el teléfono.

—Por el amor de Dios, ¿dónde te habías metido? —Fritz estaba tan emocionado de tener noticias suyas como siempre. Willi le había salvado la vida en la guerra no una vez, sino varias, y Fritz haría cualquier cosa por él—. Tengo una mujer de lo más maravilloso que quiero que conozcas. Es rápida como un látigo…

—Fritz, escucha: necesito una entrevista con Von Schleicher. Es urgente.

—Von Schleicher. Esas son palabras mayores. Pero si es realmente urgente…

Todo estaba arreglado para cuando Willi volvió del lavabo.

—Nadie resuelve las cosas como tú. Deberían nombrarte canciller, Fritz.

—No me importaría. Tenemos que quedar para tomar un café. Quiero hablarte de esa maravillosa mujer, Willi. Antes de que algún cerdo le eche el guante.

La mesa que el general Von Schleicher tenía en sus dependencias del Ministerio de la Guerra era un mamotreto dorado de aproximadamente dos tercios el tamaño de la de Von Hindenburg, calculó Willi. En Alemania todo estaba en consonancia con la posición social, desde tu mesa hasta la puerta por la que entrabas todas las mañanas. Por desgracia, no pudo evitar tener la sensación de que su propia categoría se iba deteriorando cuanto más lejos llegaba.

La incredulidad del ministro parecía crecer por momentos. ¿Un médico de las SA? ¿Experimentos médicos? Willi notó que el sudor le goteaba por la espalda. Willi sabía que el general era un hombre astuto, capaz de apostar por los dos lados de la moneda. ¿De qué lado caería?

Al final, el general se arrancó el monóculo.

—¡El ejército lo apoyará! —Sus ojos azules chisporrotearon con lo que parecían miles de conspiraciones en ciernes—. Si ese Meckel resulta ser culpable de los delitos que usted sospecha, toda la nación se escandalizaría. Y es exactamente la excusa que he estado buscando, Kraus. Muy bien. Muy bien.

Era como si Von Schleicher lo estuviera viendo todo delante de él.

—Hay que parar a esos cerdos nazis con lo único que entienden: ¡la fuerza! Roehm y sus esbirros llevan meses soñando con deshacerse de mí y apropiarse del ejército. Esto me permitirá hacer el primer movimiento. Los aplastaré. Los aniquilaré. Los convertiré en forraje para caballos.

A Willi aquello se le antojaba un poco extremado, salvo en el contexto del discurso político alemán, en el que las soluciones sangrientas se habían convertido en un tema de conversación tan habitual como el tiempo. Pero, al mismo tiempo, sentía que le quitaban un peso de encima. Con Von Schleicher y el ejército de su parte, tenía una posibilidad de derrotar a aquel malsano cirujano de las SA. Hasta que oyó al ministro decir que se pondría en contacto con Ernst Roehm de inmediato. Entonces el peso volvió.

—Herr General, confiaba en mantener esto entre el ejército y la policía. ¿Por qué implicar al Führer de las SA?

—Porque da la casualidad de que Ernst Roehm es amigo mío. Un poco raro, sí, pero un soldado de los pies a la cabeza. Un hombre con quien puedo negociar.

—Acaba de decirme que quería aplastarlo. Aniquilarlo. Convertirlo en forraje para los caballos.

Von Schleicher lo miró como si Willi fuera un tierno infante.

—Herr Inspektor, ¿qué tiene que ver una cosa con otra?

Así funcionaba el mundo viperino, pérfido, traicionero y falso de la política en Wilhelm Strasse. De la misma manera que había empezado la Gran Guerra, recordó Willi con gran pesar.

Von Schleicher cogió el teléfono e hizo chasquear con vehemencia el soporte del receptor para contactar con la telefonista. El líder de las SA no estaba en ese momento.

—No importa. —Colgó—. Ya me encargaré de esto. Roehm trabajará con nosotros, se lo aseguro.

—Magnífico. —Willi apenas consiguió hacer creíble su entusiasmo.

Antes de levantarse para irse, hizo algo que iba absolutamente en contra de sus principios.

—Herr General… —A Willi no dejaba de venirle a la mente la cara desesperada de su suegro en el café Strauss. Y sus hijos —. ¿Me permite que le pregunte, de forma absolutamente confidencial, por supuesto, cuál es su opinión acerca de quién será el siguiente en ocupar la Cancillería del Reich?

Von Schleicher guardó silencio. Willi temió haberse extralimitado, haber socavado los cimientos de la alianza que acababa de establecer. Pero el ministro de la Guerra volvió a dar un puñetazo sobre la mesa y se levantó como si fuera a dirigirse a la nación.

—Lo que Alemania necesita es un hombre de carácter y voluntad de hierro. Un hombre al que no arredre acometer los actos necesarios para conseguir levantar este país. Un hombre de acero, como el Stalin de Rusia. Un hombre ante el que la gente tiemble y a quien respete como a un padre.

¿Y quién era ése?, no paraba de preguntarse Willi.

—No se preocupe. — Von Schleicher se volvió a colocar el monóculo y lo miró fijamente—. Tengo un plan. Permanezca a mi lado, Kraus. No lo lamentará.

—Lamento el día en que puse los pies en esta condenada ciudad.

Konstantin Kaparov estaba haciendo furiosamente las maletas en su suite del Adlon. Ya que andaba por los alrededores, Willi se había acercado para plantearle algunas preguntas más. Pero Kaparov estaba en pleno ataque de ira a lo búlgaro. Tenía el rostro magullado, y negro uno de los ojos.

—Ayer voy paseando por Tiergarten y unos animales nazis se me echan encima pensando que soy judío. Imaginan que soy judío…

—Cualquiera que tenga el pelo negro… —balbució Willi a modo de disculpa.

—Me voy. No vuelvo. Ustedes no encuentran a Magdelena después de cuatro días, no encuentran nada. Esta ciudad… la mató. Esta ciudad… ¡es el infierno!

Ya que habla de ello —dijo de pronto Willi—, la noche que estuvieron allí, ¿dijo algo el hipnotizador del Klub Infierno sobre qué tipo de piernas tenía Magdelena? ¿Las catalogó de Clásicas? ¿O de Ideales?

—No. No dijo nada de ellas. Le aseguro, Herr Inspektor, el hipnotizador no tiene nada que ver con esto. Después del espectáculo, Magdelena completamente normal. Nada raro. Lo sé. Soy marido… o lo era.

—Siento no haber podido encontrarla, Konstantin.

—Nadie la encuentra. Ella desaparece en Berlín… y como muerta.

De regreso en el lúgubre vestíbulo de la Dirección General de la Policía, mientras esperaba a que bajara el viejo ascensor, Willi se encontró parado nada menos que al lado de Wolfgang Mutze, el jefe de Personas Desaparecidas.

—Bueno, bueno, Kraus. ¿Cómo va la caza del fantasma? Así es como lo llamamos en argot, ¿sabes? —Las múltiples barbillas de Mutze se bambolearon alrededor del cuello de su camisa cuando se rió para sus adentros—. ¿Qué habéis averiguado hasta el momento sobre esa princesa rumana desaparecida?

—Es búlgara. Y no mucho. Aunque lo más raro de todo —dijo, cuando por fin llegó la vieja caja desvencijada— es que la última persona en verla, el portero del Adlon, afirma que le pareció que iba sonámbula.

—¿Otra sonámbula? —bramó Mutze mientras entraba en el ascensor—. Por favor, Kraus, ¿puedes darle al quinto por mí?

—¿A qué te refieres con otra? — Willi cerró la puerta metálica.

—Bueno, debemos de haber tenido una docena de casos en otros tantos meses.

—¿Una docena de sonámbulas desaparecidas?

—En efecto. La cosa empezó a principios del año pasado. Creemos que es algún culto extraño. Berlín abunda en ellos.

—Necesito ver todos esos expedientes. ¡Ya!

La expresión de Mutze se endureció.

—Eres libre de hablar con mi secretaria, entonces. Por cierto, no están todos claramente agrupados. Nunca hemos organizado un fichero de sonámbulas. Son sólo casos aislados.

—¿Y nunca se te ha ocurrido agruparlos?

—Escucha, Kraus, puede que te hayan hecho Inspektor–Detektiv, pero no tienes ningún derecho a hablarme de esa manera. ¿Tienes idea de cuánta gente desaparece a diario en esta ciudad? Entre cincuenta y sesenta. Eso en un día tranquilo. Tú tienes un chollo en Homicidios. No creo que te lleguen ni la vigésima parte de los casos que nosotros manejamos. Y cuando resuelves uno, todo el mundo se comporta como si fueras una especie de Hércules.

El ascensor se paró en la quinta planta, y Mutze salió en tromba.

—Haré que mi muchacho se pase por tu despacho inmediatamente —le gritó Willi cuando se alejaba.

—Hazlo.

Una docena de sonámbulas; Willi apenas podía dar crédito a sus oídos. Llegó a la sexta planta, y estaba a punto de llamar a gritos a Gunther para que acudiera inmediatamente, cuando recordó otra cosa que tenía que hacer y pulsó el botón para volver a bajar y dirigirse al Anatómico Forense.

—Sí, por supuesto. —El nuevo jefe del departamento, el doctor Shurze, se levantó de detrás de la mesa que había ocupado el doctor Hoffnung. Después de abrir un ancho y delgado cajón de uno de los armarios médicos, entregó a Willi un envase de cristal.

Dentro había una resplandeciente insignia de oro para colocar en la solapa de una chaqueta de hombre. Willi la sacó.

—Estas insignias de oro, si no estoy equivocado, sólo se conceden a los miembros veteranos del Partido.

—Correcto —contestó Shurze.

Había algo en aquel nuevo sujeto que no acababa de inspirarle confianza a Willi. Quizá fueran las gafas, tan gruesas que costaba creer que realmente pudiera realizar una autopsia.

—La insignia de oro —continuó Shurze, aparentemente muy versado en la historia de los nazis— sólo se impone a aquellos miembros del Partido que participaron en el Golpe de la Cervecería de noviembre de 1923. Así que, quienquiera que fuera su dueño, era un hombre de alto rango.

—¿Y qué es eso que hay en la insignia? —Willi preguntaba por el pequeño cayado en el que se enroscaba una serpiente, estampado justo debajo de la esvástica.

—Es el símbolo del Cuerpo Médico de las SA, Herr Inspektor–Detektiv.

—De la SA.

—Sí. El Cuerpo Médico de las SA fue fundado en 1923. —¿Y dónde exactamente dice que descubrió esta insignia?

—Estaba enganchada (no sabría decir si accidental o deliberadamente) en la parte interior de la prenda gris que llevaba puesta la víctima.

A Willi aquello le resultaba difícil de creer, casi imposible; al doctor Hoffnung jamás se le habría pasado una prueba clave. Como que se hubiera jubilado de forma tan repentina sin decir esta boca es mía. ¿Alguien, incluido Shurze, podría haber puesto la insignia y haberse desecho de Hoffnung? Pero ¿por qué?

—Gunther —dijo Willi—, tú y yo vamos a intercambiarnos los trabajos durante algún tiempo.

—¿Se refiere a que voy a tener que darle órdenes? —A Gunther no pareció complacerle demasiado la perspectiva.

—No. Tú vas a ponerte a buscar a la princesa búlgara desaparecida, y yo voy a ir a charlar con la antigua compañera de habitación de Gina Mancuso. Hay una posada a las afueras de Spandau llamada El Ciervo Negro. Quiero que te ganes la confianza de la gente. Eso llevará algún tiempo. Así que no te precipites. Bebe, disfruta con ellos. Y averigua si la princesa Magdelena entró allí alguna vez o no.

—Jawohl.
—Gunther lo anotó todo.

Una cosa más: la otra noche había un par de tipos allí. Uno se llamaba Schumann, y Josef era el nombre de pila del otro. Quiero que lo averigües todo sobre ellos. Tengo el palpito de que pueden ser médicos. ¡Ah!, y Gunther, ten cuidado. Mucho cuidado. Aquello es un verdadero nido de nazis. Ninguno se mostró demasiado amistoso conmigo. Gunther abrió los ojos como platos.

—Razón por la cual me manda a mí. —Las pálidas mejillas del muchacho temblaron de excitación, justo la respuesta tenaz que Willi había estado esperando—. No se preocupe, jefe. Lo averiguaré por usted. ¡Todo lo que haga falta!

Capítulo 7

B
usca a Putzi? —La señora de la limpieza levantó la vista con sorpresa—. Puede tener la plena seguridad de que no la encontrará ociosa a las cuatro de la tarde. —Dejó caer el cepillo en el balde—. Es una obrera, Inspektor. Como el resto de nosotros. —La mujer se levantó y se secó las manos en el delantal—. ¿Qué ha hecho ahora?

—¿Con quién tengo el honor de hablar? —Willi sabía muy bien que en Alemania la mujer de la limpieza de un edificio sabía todo lo que había que saber sobre los inquilinos. Pero tal información se convertía, las más de las veces, en munición para las venganzas personales… y había aprendido a fuerza de tropiezos que nada podía desbaratar una investigación con más rapidez.

—Soy Frau Agnes Hoffmeyer. —La mujer se agarró la falda e hizo una reverencia, como si la hubieran sacado a bailar—. Emparentada con la señorita en cuestión vía maternidad.

Como todos los habitantes de cualquier gran ciudad, los berlineses solían aliviar el duro trabajo con el lubricante del sarcasmo. A Willi le pareció como si conociera a la insolente mujer de toda la vida.

—Es con relación a una antigua compañera de piso, una norteamericana llamada Gina Mancuso.

La insolencia se desvaneció.

—¿La han encontrado?

La mujer le proporcionó sin demora toda la información que tenía sobre el tema, que no era gran cosa. Gina había vivido arriba con Putzi durante más de un año. Una chica encantadora. Amable y limpia. Su desaparición los había dejado atónitos. Putzi la quería como a una hermana. Trabajaban juntas de coristas. ¿Que en qué club? No sabría decirle. Pero ella había empezado a andar con la gente equivocada, eso es lo que Putzi solía decirle. ¿Que qué gente? Ni idea. Tendría que hablar con Putzi personalmente.

—¿Dónde podría encontrarla, Frau Hoffmeyer? —Willi lo estaba escribiendo todo.

—Le puedo decir dónde trabaja. Ahora, dónde la pueda encontrar… vaya usted a saber. Pruebe en Tauentzien, entre Marburger y Ranke.

Durante un momento se sostuvieron la mirada.

«Vamos —parecían decir los ojos de la mujer—. Piense lo que quiera. ¿Debería avergonzarme? ¿Tendría que sentirme humillada? No, Herr Inspektor–Detektiv. Humillada sólo me siento cuando no tengo comida que meter en mi estómago vacío».

—¿Hay alguna manera de reconocer a su hija, señora? —preguntó él. Sabía que en aquella manzana situada un poco más allá de una de las principales estaciones de tren de Berlín, trabajaban docenas de chicas. Pasaba por su lado todas las mañanas camino del trabajo.

—Sí, claro. La puede identificar al instante. —Frau Hoffmeyer se dejó caer de rodillas con un gruñido—. La de los botines morados con cordones.

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