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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (4 page)

Mientras esperaba a ser convocado al despacho del Anciano en la Wilhelm Strasse, Willi sintió que la confusión se le arremolinaba en el pecho. Por un lado, uno tenía que respetar a un tipo que podía mantener unida a Alemania. Por otro, Willi sabía que Von Hindenburg era el artífice de que en noviembre de 1918 se hubiera propagado la idea absolutamente falsa de la «puñalada por la espalda», que tan intenso rencor había alimentado. Según esta patraña, el ejército alemán jamás había sido derrotado durante la Gran Guerra, sino tan sólo obligado a retirarse en 1918 por culpa de la revolución comunista que estalló en el país. En efecto, el pueblo alemán, sometido a la más estricta de las censuras, no tenía ni idea de que había perdido la guerra. Sencillamente pensaba que al final se había alcanzado un armisticio, un acuerdo mutuo, con los aliados. Y hasta que los términos del armisticio se hicieron públicos, no descubrieron que además de haber perdido, eran culpables de haber iniciado la guerra… y responsables de indemnizar a los enemigos por el daño que habían provocado.

La puñalada por la espalda tenía su lógica para los alemanes.

Pero Willi había estado allí, en la vanguardia de las tropas de choque durante la gran ofensiva de la primavera de 1918, cuando un millón de soldados alemanes habían abandonado las trincheras y se habían lanzado al asalto para dar un definitivo
coup de grâce.
Había estado allí, en el corazón de Francia, más adentro de territorio francés de lo que jamás había estado, a sólo unos pocos kilómetros de París, cuando se hizo evidente que el ejército había sobrepasado su capacidad de despliegue y que había dejado notablemente atrás sus líneas de suministro; la ofensiva era una metedura de pata, y en ese momento se habían vuelto vulnerables a un contraataque. Que fue exactamente lo que ocurrió. Tres cuartas partes de un millón de norteamericanos de refresco fueron a unirse a los británicos y los franceses, y los agotados alemanes no pudieron oponerles resistencia. Decir que el ejército alemán jamás había perdido una batalla en la Gran Guerra era una mentira; el ejército alemán había sido completamente derrotado en Francia aquel otoño de 1918. Willi había estado allí.

Dio un respingo como una marioneta cuando se pronunció su nombre: el presidente lo recibiría ya. Von Hindenburg estaba sentado detrás de un recargado escritorio dorado del tamaño de una mesa de billar, con la cabeza inclinada por completo. Willi se mostró remiso a anunciar su presencia, sobre todo en cuanto se percató de que el presidente del Reich no estaba rezando, sino roncando profundamente dormido. Sin saber qué hacer, entrechocó sus talones de la forma más ruidosa posible, carraspeó y dijo: —¡Herr President!

A Dios gracias, el Anciano abrió los ojos con un parpadeo.

—Se presenta el Inspektor Kraus de la Kripo.

—Ja, ja,
Kraus. —El presidente se acarició su enorme bigote, echando un vistazo por encima del hombro como si esperase algún consejo—. Bueno, ¿para qué quería verlo?
Ach,ja!
El rey Boris.
So eine Schweinerei!,
¡qué indecencia! —El Anciano se abrazó la descomunal barriga—. La hija del rey de Bulgaria ha desaparecido, Kraus. Y nada menos que del hotel Adlon. Tiene que encontrarla de inmediato.

—Pero, excelencia, le recuerdo que estoy destinado en la Brigada de Homicidios. Tenemos un excelente Departamento de Personas Desaparecidas, lleno de expertos en…

—Kvatch!
—El Anciano entrecerró los ojos azules—. Esos
Idioten
no serían capaces de encontrar un elefante en la Pariser Platz. No, lo necesitamos a usted, Kraus. ¡A usted! A nuestro Inspektor más famoso. El rey Boris es amigo mío, un amigo de Alemania. Alemania valora su relación con Bulgaria, a quien compra muchas de las materias primas que tanto necesita. ¿Me explico? Quiero garantizar al rey Boris que nuestro mejor hombre está trabajando para encontrar a su hija. Y usted es nuestro mejor hombre. Eso me han dicho.

—Jawohl, mein President.

—Mi asistente le proporcionará toda la información relevante. Encontrará a la desaparecida princesa búlgara y se asegurará de que vuelve sana y salva a los brazos de su ansioso papá.

Willi entrechocó los talones y se retiró al despacho del asistente.

—La princesa Magdelena Eugenia. —Willi se encontró en una antesala con un hombre reumático de ojos enrojecidos igual de viejo que su jefe—. Su foto.

A Willi no le hacía ninguna gracia todo aquello. Ninguna en absoluto. ¿Por qué precisamente en ese momento, cuando el más abyecto de los asesinos andaba suelto, se le pedía que jugara a Emil y los Detectives? El médico del caso de la Sirena le parecía más malvado aún que el psicópata Devorador de Niños. La clase de trastorno que aquejaba al médico que lisiaba intencionadamente a una chica sana era algo que pertenecía a una categoría totalmente nueva. Algo que Willi apenas era capaz de imaginar y, mucho menos, estar seguro de cómo sojuzgar.

Sin embargo, la princesa búlgara desaparecida atrajo su atención. La foto estaba tomada en la playa, y Magdelena Eugenia, una joven esbelta y atlética de veintitrés o veinticuatro años, lucía sus piernas en traje de baño. No era una gran belleza, aunque sí una muchacha vivaracha de ojos negros y amplia y radiante sonrisa. Las piernas eran dignas de la reverencia fingida por el joven de la foto, que simulaba inclinarse ante ellas.

—Ése es su marido, Konstantin Kaparov —dijo el asistente a través del estertor que producían las flemas en su pecho—. Fue quien notificó la desaparición de la princesa, ayer por la mañana.

—Y a este tal Herr Kaparov, ¿dónde podría encontrarlo? ¿Sigue en el Adlon?

—Nein,
creo que hoy lo encontrará en la carrera ciclista de los Seis Días.

Willi miró al anciano:

—¿Su esposa ha desaparecido y él está en una carrera ciclista?

—Nein
—gorgoteó el anciano como si se estuviera ahogando—. No está en la carrera. Participa en ella.

Ya que estaba prácticamente a la vuelta de la esquina, Willi decidió pasarse primero por el Adlon, el hotel más ilustre de la ciudad, situado en el bulevar más regio de Berlín, el Unter den Linden. Todo el mundo, desde Charlie Chaplin hasta los Rothschild, era cliente habitual del hotel. Y Hans, el jefe de los conserjes, era un viejo amigo.

El vestíbulo, cubierto de alfombras rojas, centelleaba bajo las arañas de luces.

—Sí, sí, una verdadera desgracia. —Hans meneó la cabeza sobre la foto de la princesa desaparecida—. Todo el personal está consternado. Pero, como bien sabes, no desapareció de su habitación, Willi. Salió por su propio pie. Poco después de medianoche.

—¿Habló alguien con ella?

—Sí, creo que sí. Rudy, el portero de noche. Por desgracia, no es su turno. Podría hacer que viniera, quizá dentro de dos horas. Vive en las afueras, al norte de Berlín.

—Que sean tres horas. —Willi le dio una palmada en el hombro—. Me voy a la carrera de los Seis Días.

—Ach so.
—Hans comprendió al instante.

La manera más rápida de llegar al Sportpalast era en tranvía, y Willi cogió el atestado número 12. Por encima del ondulante mar de hombros acolchados y grandes sombreros de fieltro, casi no pudo evitar leer los titulares de la tarde: «¿Quién gobernará?».

Aferrado a un agarradero de cuero, miró fijamente el
Berlín am Mittag
por encima del hombro de alguien. Bastante desgracia era que la mitad de lo que imprimían los periódicos fuera auténtica basura, para que encima la prensa aficionara a los alemanes a vivir en una crisis perpetua. En Berlín, con más prensa diaria que ninguna otra ciudad del planeta, la mitad de la población vivía de la dosis de adrenalina proporcionada por los titulares terroríficos de la mañana, de última hora de la mañana, de primera hora de la tarde, de última hora de la tarde, de primera hora de la noche y de última hora de la noche.

—¿Qué carajo crees que estás haciendo, judío? —Todas las cabezas del tranvía se volvieron, y Willi miró para ver a quién acusaba el hombre que tenía delante, de rostro filoso y bombín negro. Entonces lo entendió—. ¡Aparta tu sucia nariz de judío de mi periódico!

Willi se quedó helado. Salvo en las grandes festividades, él apenas tenía presente su condición de judío, aunque sus ojos oscuros y el pelo negro y rizado lo proclamaban con tanta claridad como pudiera hacerlo cualquier cartel centelleante de la Ku–damm. Por momentos, los alemanes se estaban volviendo más desvergonzados en sus arrebatos antisemitas. Lo siguiente sería volver a colocar capirotes amarillos a los judíos, como en la Alta Edad Media. Todo lo que tenía que hacer el muy chalado era acusarlo de haber intentado quitarle la cartera, y se encontraría en un verdadero apuro. Si no fuera quien era, claro. Willi sacó su placa de la Kripo, y el cambio de expresión en el rostro de aquel tipo casi hizo que mereciera la pena el insulto.

—¡Ah!, perdóneme, Herr Inspektor–Detektiv. —El hombre se quitó el bombín y lo sujetó temblorosamente—. No tenía ni idea de a quién me estaba dirigiendo. No hablaba en serio. Perdone mi estupidez. ¡Todos hemos oído hablar del gran Inspektor Kraus, el que atrapó al
Kinderfresser

Cómo iba el alemán a atormentar al débil y al servil ante el Todopoderoso.

Willi se quedó mirándolo fijamente, hasta que el hombre se sintió tan incómodo que se puso el bombín y huyó del tranvía.

El Sportpalast de Berlín, un estadio con aspecto de templo construido en 1910, era el mayor cubierto de la ciudad, sede de los combates profesionales de boxeo, los principales mítines políticos y la popularísima Carrera Ciclista de los Seis Días. Iniciada en 1920, aquel agotador maratón enfrentaba a varios equipos ciclistas día y noche en una carrera con importantes premios. Sólo un corredor por equipo podía estar en la pista, de manera que el segundo pudiera comer, dormir o bañarse mientras su compañero iba anotando puntos, bien ganando vueltas en la competición o en peligrosos
sprints
cada tres horas.

Willi entró por el acceso principal con la mera presentación de su placa de la Kripo y fue recibido por una oleada de humedad. En el interior, los conos de unos brillantes focos blancos lo transportaron al estadio. Todo se agitaba como sacudido por un terremoto, el rugido de miles de personas estallaba en el aire y las tribunas atronaban con los pies que pateaban el suelo. Una docena de ciclistas, inclinados hasta ponerse en paralelo al suelo, pedaleaban como locos sobre la pista de madera que circundaba el suelo del estadio, intentando colocarse en cabeza por un centímetro, por un palmo, pasando como flechas en un borrón colorista. «¡Ahí van, una vuelta tras otra y otra más», aullaban a todo volumen los altavoces. «¿Cuánto tiempo podrán resistir,
meine Damen und Herren?
¿Cuánto?».

Willi no tardó en enterarse de que Konstantin Kaparov, el dorsal número 8, estaba en la pista en ese preciso instante. Aunque, por suerte, aquel tramo concluiría en pocos minutos y Kaparov se retiraría para dejar que su compañero de equipo lo sustituyera. Willi había aparecido justo a tiempo.

Un día de suerte, pensó.

Hasta que vio a Kaparov salir de la pista a trompicones después de seis horas de carrera.

Los ojos del pobre hombre estaban en blanco y miraban hacia la parte posterior de su cabeza. Un miembro del equipo envolvió su cuerpo sudoroso en una toalla y lo condujo a la zona de descanso; el hombre parecía estar al borde la muerte. Willi le concedió unos minutos para que al menos recuperase cierta consciencia, antes de mostrarle su placa de la Kripo. Kaparov asintió con la cabeza, cogiendo otro vaso de zumo, y entonces hizo acopio de lo que parecía el último gramo de sus fuerzas.

—Gracias a Dios que está aquí.

Entre vahídos y convulsiones espasmódicas, consiguió contarle a Willi su versión.

Habían llegado una tarde de hacía dos días en tren, directamente desde Sofía, Bulgaria. Nunca habían estado en Berlín con anterioridad.

—Vinimos a la carrera ciclista. —Su alemán tenía un fuerte acento extranjero—. Llevo dos años entrenando.

Después de instalarse en el Adlon, no habían hecho nada, salvo ir a cenar a un club nocturno. ¿Dónde? No era capaz de recordar el nombre; estaba demasiado cansado para pensar con claridad. En alguna parte de la Friedrich Strasse. ¿Cómo lo habían encontrado? Ni idea. Magdelena debía de haber oído hablar de él. No, por supuesto, nadie sabía que era una princesa; siempre utilizaban el nombre de él cuando hacían las reservas. ¿Bailar? No. Magdelena no podía bailar esa noche; se había torcido un tobillo en el tren y todavía le molestaba. ¿Algo fuera de lo común? No. Nada. Nada fuera de lo común, que él recordara. ¿Y después de cenar? Ella estaba totalmente normal. Volvieron derechos al hotel. En taxi. Él tenía que correr a la mañana siguiente y necesitaba dormir.

—Una hora después, ya acostado, reparo en que Magdelena se está poniendo el abrigo. «¿Adónde vas?», le pregunto. «Quiero cigarrillos», me contesta. «¿Cigarrillos? ¿Y para qué vas a salir? Llama al servicio de habitaciones». «Necesito tomar el aire», dice, «y estirar un poco las piernas». Antes el tobillo la estaba matando, pienso para mí, y ahora quiere caminar. Pero la mitad de las veces Magdelena se comporta un poco como una… ¿cómo dicen ustedes?… Chiflada. Así que no pienso en nada raro, sólo en la carrera del día siguiente. Y cierro los ojos. Puede que haya dormido un poco, quizá no exactamente. Y entonces veo el reloj, que marca las tres de la madrugada. Magdelena sigue fuera. Bueno, Konstantin, me digo, algo no va bien.

Willi tenía un sexto sentido que le permitía saber cuándo le estaban mintiendo. Fuera lo que fuese lo que le hubiera ocurrido a la princesa desaparecida, su marido, de eso no le cabía la menor duda, no tenía nada que ver con ello.

—Encuéntremela,
bitte,
Herr Inspektor. —Los ojos de Kaparov habían vuelto a meterse dentro de su cabeza—. No me importa la jodida carrera ciclista. Sólo quiero que vuelva Magdelena.

Cuando Willi regresó al Adlon, y puesto que Rudy el portero no había llegado todavía, fue invitado a una cena de seis platos en el fastuoso Grill Room.

—¡Come! —insistió Hans, uniéndose a él a mitad del ágape—. Sólo Dios sabe dónde estaría esta ciudad sin hombres como tú. Nunca adivinarías quién se hospeda con nosotros.

Willi consideró la pregunta ante un delicioso urogallo relleno.

—No sé… ¿el perro de Hitler?

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