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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

Los viajes de Tuf (51 page)

Haviland Tuf les recibió en la sala de conferencias. Cuando Kreen hizo pasar a los caritanos, estaba sentado a la cabecera de la mesa con las manos cruzadas sobre ella y Dax enroscado en una postura indolente sobre el pulido metal.

—Me complace que hayan podido acudir —dijo, mientras los antiguos administradores tomaban asiento—. Sin embargo, me dan la impresión de sentir hostilidad hacia mí y lo lamento. Permítanme empezar asegurándoles que no tuve el menor papel en todas sus vicisitudes.

Rej Laithor lanzó un bufido. —Hablé con Kreen cuando me vino a buscar, Tuf, y él me contó todas sus protestas de inocencia. No las creo ahora, más de lo que cree él en ellas. Nuestra ciudad y nuestra forma de vida fueron destruidas mediante la guerra ecológica y las plagas que Moisés desencadenó sobre nosotros, Nuestros ordenadores nos indicaron que sólo usted y esta nave son capaces de utilizar tal tipo de guerra.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—, pero quizá pueda sugerir que si cometen errores de tal calibre con mucha frecuencia, piensen en irlos reprogramando.

—Ya no tenemos ordenadores —dijo con voz lúgubre el enflaquecido hombretón—. Pero yo ocupaba el cargo de jefe de programación y me duele ese ataque a mis capacidades profesionales.

—No debían ser muy buenas, Rikken, o de lo contrario, jamás habrías dejado que esos piojos se cebaran en los sistemas —dijo Rej Laithor—. Sin embargo, eso no hace que Tuf sea menos culpable. Los piojos eran suyos.

—No tengo monopolio alguno sobre los piojos —se limitó a responder Haviland Tuf y levantó una mano—. Creo que deberíamos dejar de insultarnos de este modo ya que así no lograremos nada. En vez de ello, sugiero que discutamos la triste historia y el infortunio sufrido por Ciudad de Esperanza, y que hablemos de Moisés y sus plagas. Puede que se encuentren familiarizados con el Moisés original, el de la Vieja Tierra escogido como modelo por su antagonista actual. Ese viejo Moisés no tenía en su poder ninguna sembradora, ni las herramientas habituales de la guerra biológica. Sin embargo, tenía un dios y ese dios acabó demostrando que era igualmente efectivo. Su gente se encontraba sometida al cautiverio y para liberarles envió diez plagas contra sus enemigos. ¿Siguió su Moisés el mismo esquema en sus actos? ¿Soportaron las diez plagas?

—No le contesten, sin que les pague antes —dijo Jaime Kreen, apoyado en el quicio de la puerta.

Rej Laithor le miró como si estuviera loco. —Ya comprobamos cuál era la historia de ese Moisés original —dijo volviéndose de nuevo hacia Tuf—, y cuando las plagas empezaron a llegar sabíamos lo que podía esperarse. Moisés utilizó las mismas plagas que en la historia original pero varió un poco el orden y sólo llegamos a sufrir seis de ellas. En ese momento el consejo cedió ante las demandas de los Altruistas, cerró Puerto Fe y evacuó la Ciudad de Esperanza —extendió las manos hacia Tuf—. Mírelas, fíjese en las ampollas y en las callosidades. Nos ha dispersado por sus podridas aldeas Altruistas y nos hace vivir como primitivos. Y además pasamos hambre. Está loco.

—Primero Moisés convirtió las aguas del río en sangre —dijo Haviland Tuf.

—Fue repugnante —dijo la mujer más joven—. Toda el agua que había en la arcología, las fuentes, las piscinas, la que salía de los grifos. Si abrías el grifo o te metías en la ducha te encontrabas de repente cubierto de sangre. Hasta los lavabos se llenaron de sangre.

—No era sangre auténtica —añadió Jaime Kreen—. La analizamos y encontramos que al agua de la ciudad se le había añadido cierto veneno orgánico. Pero, fuera lo que fuera, el agua se volvió más espesa, su color cambió al rojo y además resultaba imposible beberla. ¿Cómo lo hizo, Tuf?

Haviland Tuf no hizo caso de su pregunta. —La segunda plaga consistía en ranas.

—En nuestros tanques de levadura, así como en toda la sección hidropónica —dijo Kreen—. Yo estaba encargado de la supervisión y esa plaga me arruinó. Las ranas atacaron toda la maquinaria con sus cuerpos y luego empezaron a morirse, se pudrieron y estropearon toda la comida. Cuando fui incapaz de contenerlas Laithor me despidió. ¡Como si todo hubiera sido culpa mía! —Se volvió hacia su antigua jefa torciendo el gesto—. Bueno, al menos no acabé trabajando como esclavo de Moisés. Me marché a K'theddion cuando aún era posible marcharse del planeta.

—En tercer lugar —dijo Haviland Tuf—, la plaga de los piojos.

—Estaban en todas partes —murmuró el hombre—, en todas partes. No podían vivir dentro del sistema, claro, y una vez allí se morían, pero eso ya era un buen problema por sí solo. El sistema acabó derrumbándose y los piojos siguieron viniendo. Todo el mundo tenía piojos, era imposible librarse de ellos por mucho que te limpiaras.

—En cuarto lugar vino la plaga de las moscas. Todos los caritanos adoptaron una expresión peculiarmente lúgubre. Ninguno le contestó.

—En quinto lugar —prosiguió Haviland Tuf—, Moisés desencadenó una peste que acabó con todo el ganado de sus enemigos.

—Ésa la pasó por alto —dijo Rej Laithor—. Teníamos todo el ganado en las praderas, pero pusimos centinelas alrededor de él y también en los sótanos donde guardábamos las bestias de carne. Lo estábamos esperando, pero no sucedió nada. Por suerte, también pasó por alto el granizo y las llagas, aunque me habría gustado ver cómo conseguía un buen granizo dentro de la arcología. Pasó directamente a las langostas.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—, la octava plaga. ¿Sus campos fueron devorados por langostas?

—Las langostas no tocaron nuestros campos. Se metieron en la ciudad, dentro de los compartimientos sellados donde guardábamos el grano. Tres años de cosechas desaparecieron en una noche.

—La novena plaga —dijo Haviland Tuf era la oscuridad.

—Me alegro de haberme perdido ésa —dijo Jaime Kreen.

—Todas las luces de la ciudad se apagaron —dijo Rej Laithor—. Nuestras cuadrillas de reparaciones tuvieron que abrirse paso, a través de montones de moscas muertas y langostas vivas, mientras se rascaban sin cesar las picaduras de los piojos. Pero ya era inútil, la gente se iba a millares. Ordené el abandono de la ciudad cuando descubrimos que incluso las estaciones energéticas de emergencia estaban llenas de bichos. Después de eso, todo ocurrió muy aprisa. Una semana después estaba viviendo en una cabaña sin calefacción, situada en las Colinas del Honesto Trabajo, y aprendía a hacer funcionar un telar —en su voz había una furia salvaje.

—Su destino me parece realmente digno de compasión —dijo Haviland Tuf con voz plácida—, pero no creo que deban desesperar todavía. Cuando me enteré de sus apuros, por boca de Jaime Kreen, decidí inmediatamente ayudarles. Y aquí estoy.

Rej Laithor le miró con suspicacia. —¿Ayudarnos? —dijo.

—Les haré recuperar de nuevo la Ciudad de Esperanza —dijo Haviland Tuf—. Haré pedazos a Moisés y su Sacra Restauración Altruista. La liberaré de su telar y le devolveré su terminal de ordenador.

La joven y el hombretón enflaquecido sonreían con cierta incredulidad. Rej Laithor seguía con el ceño fruncido.

—¿Por qué? —Rej Laithor me pregunta el porqué —le dijo Haviland Tuf a Dax, acariciándole Con suavidad—. Mis motivos siempre son puestos en tela de juicio. En esta dura edad moderna que nos ha tocado vivir, Dax, la gente ha perdido la confianza —miró nuevamente a la administradora—. Les ayudaré porque la situación de Caridad me conmueve y porque es obvio que su gente está atravesando grandes dolores y sufrimientos. Moisés no es ningún altruista auténtico, como bien sabemos los dos, pero ello no quiere decir que el impulso de la benevolencia y el autosacrificio haya perecido en la humanidad. Aborrezco a Moisés y a sus tácticas, el uso que hace de animales e insectos inocentes, de un modo totalmente antinatural, para imponer su voluntad sobre su prójimo. ¿Le parecen suficientes dichos motivos, Rej Laithor? Si no se lo parecen, basta con que me lo diga y me llevaré a mi Arca rumbo a otros lugares.

—No —dijo ella—, no lo haga. Aceptamos. Acepto en nombre de Ciudad de Esperanza. Si triunfa le construiremos una estatua y la colocaremos en lo alto de la ciudad para que sea visible a kilómetros de distancia.

—Los pájaros que pasaran sobre ella muy probablemente la usarían como blanco de sus deyecciones —dijo Haviland Tuf—. El viento la iría erosionando y estaría en un lugar tan alto que nadie podría ver sus rasgos con claridad. Quizás una estatua como ésa pudiera halagar mi vanidad pues, a pesar de mi talla, Soy un hombre insignificante al que le complacen ese tipo de cosas. Pero me gustaría más verla colocada en su mayor plaza pública, donde estuviera a salvo de todos esos posibles daños.

—Naturalmente —se apresuró a decir Laithor—, lo que quiera.

—Lo que quiera —dijo Haviland Tuf y no lo dijo como si fuera una pregunta—. Además de la estatua, pediré también la suma de cincuenta mil unidades.

El rostro de Rej Laithor se volvió primero lívido y luego de un subido color rojizo.

—Dijo... —su voz era un murmullo ahogado... usted... benevolencia... altruismo... nuestras necesidades... el telar...

—Debo hacer frente a mis gastos —dijo Haviland Tuf—. Estoy ciertamente dispuesto a sacrificar mi tiempo para este asunto, pero los recursos del Arca son demasiado valiosos para dilapidarlos sin compensación. Debo comer. Estoy seguro de que los cofres de Ciudad de Esperanza serán lo bastante amplios como para satisfacer esa pequeña suma.

Rej Laithor emitió un balbuceo ininteligible.

—Yo me encargaré de esto —dijo Jaime Kreen volviéndose hacia Tuf—. Diez mil unidades y ni una más. Nada que no sea diez mil unidades.

—Imposible —dijo Haviland Tuf—. Mis costes operacionales superarán con toda seguridad las cuarenta mil unidades. Es posible que pueda conformarme con esa suma y hacer un pequeño sacrificio ya que su pueblo está sufriendo.

—Quince mil —dijo Kreen. Haviland Tuf siguió callado.

—¡Oh, infiernos! —dijo Jaime Kreen—. Entonces, que sean cuarenta mil y ojalá reviente ese maldito gato.

El hombre llamado Moisés tenía la costumbre de dar cada tarde un paseo por las toscas sendas labradas en las Colinas del Honesto Trabajo. Admiraba la belleza del crepúsculo y meditaba en soledad sobre los problemas del día que llegaba a su final. Andaba con largas zancadas que pocos hombres eran capaces de igualar, aun siendo más jóvenes que él, sosteniendo en una mano su largo y nudoso cayado. Mostraba una expresión apacible en el rostro y mantenía los ojos clavados en la lejanía del horizonte. Muchas veces caminaba más de doce kilómetros antes de emprender nuevamente el camino de vuelta a su casa y a su lecho. Durante uno de esos paseos, apareció ante él la columna de fuego.

Acababa de subir a una pequeña elevación del terreno y allí se la encontró. Un ondulante embudo de llamas anaranjadas, a través del cual ardían fugaces chispas amarillas y azules, se movía por entre las rocas y el polvo, en línea recta hacia él. Tendría unos treinta metros de alto y estaba coronada por una nubecilla gris, que se movía al mismo ritmo que la columna de llamas.

Moisés se paró en lo alto de la colina, apoyado en su bastón, y la observó.

La columna de fuego se detuvo a unos cinco metros de él, dominándole con su altura.

—Moisés —dijo una voz de trueno que parecía venir directamente del cielo—. Soy el Señor, tu Dios, y has pecado contra mí. ¡Devuélveme a mi pueblo!

Moisés se rió levemente.

—¡Muy bueno! —dijo con su dulce voz—. Realmente muy bueno.

La columna de fuego tembló girando sobre sí misma. —Libera a la gente de la Ciudad de Esperanza de tu cruel tiranía —exigió—, o mi ira hará llover las plagas sobre ti.

Moisés frunció el ceño y apuntó con su cayado hacia la columna de fuego.

—Yo soy el único que se encarga de las plagas por aquí, te agradecería que lo recordaras bien —en su voz había una leve dureza, escondida por su habitual melosidad.

—Falsas plagas de un falso profeta, tal como tú y yo sabemos muy bien —retumbó la columna de fuego—. Todos tus torpes trucos y engaños me son conocidos, pues yo soy el Dios cuyo nombre has profanado. ¡Entrégame a mi pueblo, o te enfrentarás a la más auténtica y terrible de las pestes!

—Tonterías —dijo Moisés, empezando a bajar la cuesta en dirección a la columna de llamas—. ¿Quién eres?

—Yo soy el que soy —dijo la columna, retirándose apresuradamente ante el avance de Moisés—. Soy Dios, tu Señor.

—Eres una proyección holográfica —dijo Moisés—, que emana de esa ridícula nube que tenemos encima. Soy un hombre santo, no un imbécil. Largo.

La columna de fuego permaneció inmóvil y emitió un rugido amenazador. Moisés caminó a través de ella y luego siguió bajando por la cuesta. La columna de fuego permaneció girando y retorciéndose, un largo tiempo después de que Moisés hubiera desaparecido.

—Ciertamente —retumbó su cavernosa voz, dirigiéndose a la noche desierta. Luego tembló levemente y se esfumó.

La nubecilla gris cruzó a toda velocidad las colinas y encontró a Moisés un kilómetro más lejos. La columna de fuego se materializó nuevamente, chasqueando con un ominoso despliegue de energía. Moisés dio la vuelta a su alrededor y la columna de fuego empezó a seguirle.

—Esa gente de tu ciudad empieza a cansarme —dijo Moisés mientras caminaba—. Has seducido a mi pueblo con tus costumbres pecaminosas, llenas de pereza, y ahora interrumpes mis reflexiones vespertinas. He tenido un duro día de santo trabajo y te advierto que estás empezando a provocarme. He prohibido todo manejo de la ciencia. Llévate tu nave y tu holograma y esfúmate antes de que haga llover las llagas sobre tu gente.

—Palabras vacías, señor —dijo la columna de fuego, casi pisándole los talones—. Las llagas se encuentran mucho más allá de vuestras limitadas artes. ¿O acaso es tan fácil engañarme a mí como lo fue engañar a ese rebaño de burócratas miopes?

Moisés vaciló durante unos segundos y contempló pensativo la columna de fuego por encima del hombro.

—¿Pones en duda los poderes de mi Dios? Había creído que con mis demostraciones había dado prueba más que suficiente de ellos.

—Ciertamente —dijo la columna de fuego—, pero lo único demostrado fueron las propias limitaciones de Moisés y las de sus oponentes. Está claro que los planes fueron trazados con inteligencia y a largo plazo, pero ése era el único poder que había en ellos.

—Entonces, sin duda creerás que las plagas que azotaron la Ciudad de Esperanza se debían a la casualidad y a la mala suerte.

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