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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

Los viajes de Tuf (53 page)

—Ponga freno a sus sospechas —replicó Tuf acariciando a Dax. La gente siempre piensa mal de nosotros, Dax, y quizá nuestro triste destino consista en ser eternos sospechosos. —Se volvió nuevamente hacia Kreen y le dijo—. Sólo deseo hablar con Moisés. Haga lo que le he dicho.

—Ya no estoy en deuda con usted, Tuf —le contestó secamente Kreen—. Le sigo prestando ayuda sólo en tanto que patriota caritano. Explíqueme cuáles son sus motivos y puede que haga lo que me pide. De lo contrario, tendrá que hacerlo usted mismo. Me niego —y se cruzó de brazos.

—Caballero —dijo Haviland Tuf—, ¿es usted consciente de cuántas veces ha comido y bebido cerveza en el Arca desde que nuestra deuda fue liquidada? ¿Se da cuenta de la cantidad de aire, propiedad mía, que ha respirado y de cuántas veces ha usado mis instalaciones sanitarias? Yo sí me doy cuenta de ello, créame. ¿Se da cuenta, además, de que el pasaje más barato de K'theddion a Caridad suele ascender a unas trescientas setenta y nueve unidades? Me resultaría muy sencillo añadir tal cifra a su factura. Lo he pasado por alto, para mi gran desgracia financiera, solamente porque me ha prestado ciertos servicios de escasa cuantía, pero ahora me doy cuenta de que he cometido un grave error siendo tan tolerante. Creo que voy a rectificar todos los errores cometidos en mi contabilidad.

—No juegue conmigo, Tuf —le dijo Kreen con voz decidida. Estamos en paz y nos encontramos muy lejos de la Prisión de K'theddion. Cualquier tipo de pretensiones que pueda tener sobre mi persona, teniendo en cuenta sus absurdas leyes, carecen de valor en Caridad.

—Las leyes de K'theddion y las de Caridad tienen para mí idéntica importancia, excepto cuando sirven a mis propósitos —le replicó Haviland Tuf sin alzar la voz y con el rostro inmutable—. Yo soy mi propia ley, Jaime Kreen. Y si decido convertirle en mi esclavo hasta que muera, ni Rej Laithor, ni Moisés, ni sus fanfarronadas podrán ayudarle en lo más mínimo —Tuf habló como siempre y en su lenta voz de bajo resultaba imposible detectar la menor inflexión emocional.

Pero de pronto Jaime Kreen tuvo la sensación de que la temperatura ambiental había bajado muchos grados. Y se apresuró a obrar tal y como le habían dicho.

Moisés era alto y fuerte, pero Tuf le había hablado a Jaime Kreen de sus meditaciones nocturnas y fue bastante fácil esperarle una noche en las colinas que había detrás de la aldea, escondido en la espesura con tres hombres más, y apoderarse de él cuando pasaba. Uno de los ayudantes de Kreen sugirió que mataran allí mismo al líder de los Altruistas, pero Kreen lo prohibió. Transportaron a un inconsciente Moisés hasta el Grifo, que les estaba esperando, y una vez allí Kreen despidió a los demás.

Un tiempo después, Kreen se lo entregó a Haviland Tuf y se dio la vuelta dispuesto a marcharse.

—Quédese —dijo Tuf. Se encontraban en una habitación que Kreen no había visto nunca, una gran estancia llena de ecos, cuyas paredes y techo eran de un blanco impoluto. Tuf estaba sentado en el centro de la estancia, ante un panel de instrumentos en forma de herradura. Dax reposaba sobre la consola, con el aire de quien espera algo.

Moisés aún estaba algo aturdido.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—Se encuentra a bordo de la sembradora llamada Arca, la última nave destinada a la guerra biológica que todavía funciona, creada por el Cuerpo de Ingeniería Ecológica. Soy Haviland Tuf.

—Su voz... —dijo Moisés.

—Soy el Señor, tu Dios —dijo Haviland Tuf.

—Sí —dijo Moisés, incorporándose de repente. Jaime Kreen, que estaba detrás suyo, le cogió por los hombros y le empujó con bastante rudeza hacia el respaldo de su asiento. Moisés protestó débilmente, pero no intentó incorporarse de nuevo—. ¡Tú trajiste las plagas!, tú eras la voz de la columna de fuego, el diablo que fingía ser Dios.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf—. Sin embargo, he sido malinterpretado. Moisés, de todos los presentes el único que ha fingido algo es usted. Intentó presentarse como un profeta y pretendió poseer vastos poderes sobrenaturales de los que carecía. Usó muchos trucos y desencadenó una forma más bien primitiva de guerra ecológica. Yo, por contraste, no finjo. Soy Dios, tu Señor.

Moisés escupió.

—Eres un hombre con una nave espacial y un ejército de máquinas. Has sabido jugar muy bien con las plagas, pero dos plagas no convierten a un hombre en Dios.

—Dos —dijo Haviland Tuf—. ¿Dudas acaso de las otras ocho? —Sus grandes manos se movieron sobre los instrumentos que tenía delante y la estancia se oscureció en tanto que la cúpula se encendía, dando la impresión de estar en pleno espacio, con el planeta Caridad bajo ellos. Luego Haviland Tuf hizo algo más en sus instrumentos y los hologramas cambiaron. Ahora estaban entre las nubes, bajando con un rugido ensordecedor, hasta que las imágenes se aclararon de nuevo. Se encontraban flotando sobre las cabañas de los Sacros Altruistas, en las Colinas del Honesto Trabajo. Observe —le ordenó Haviland Tuf—. Esto es una simulación efectuada por el ordenador. Estas cosas no han ocurrido, pero habrían podido hacerse verdad. Tengo la confianza de que todo esto le resultará altamente educativo.

En la cúpula y en las paredes de la estancia, rodeándoles, vieron las aldeas y a gentes de rostro sombrío que iban por ellas. Echaban los cuerpos de las ranas muertas en las trincheras para incinerarlos. Vieron también el interior de las cabañas, donde los enfermos ardían en las garras de la fiebre.

—Después de la segunda plaga —anunció Haviland Tuf—, la situación actual. Las ranas sangrientas han desaparecido consumidas por su propia voracidad —sus manos bailaron sobre el panel.

—Los piojos —dijo.

Y entonces llegaron los piojos. El polvo pareció hervir a causa de ellos y en unos segundos estuvieron por todas partes. En las imágenes, los Altruistas empezaron a rascarse frenéticamente y Jaime Kreen (que se había estado rascando durante cierto tiempo antes de partir para K'theddion) se rió en voz baja. Unos instantes después dejó de reírse. Los piojos no tenían el aspecto de los piojos corrientes. Los cuerpos de los Altruistas se cubrieron de heridas ensangrentadas y muchos tuvieron que guardar cama, aullando a causa del horrible escozor que sentían. Algunos llegaron a abrirse hondas heridas en la piel y se arrancaron las uñas en su furioso delirio.

—Las moscas —dijo Haviland Tuf

Y vieron enjambres de moscas de todos los tamaños, desde las moscas de la Vieja Tierra con sus casi olvidadas enfermedades, hasta las hinchadas moscas con aguijón de Dam Tullian, pasando por los moscardones grises de Gulliver y las lentas moscas de Pesadilla que depositan sus huevos en el tejido viviente. Las moscas cayeron como inmensos nubarrones sobre las aldeas y las Colinas del Honesto Trabajo y las cubrieron como si no fueran más que un estercolero algo más grande de lo normal, depositando sobre ellas una pestilente capa negra de cuerpos que se retorcían zumbando.

—La peste —dijo Haviland Tuf

Y vieron cómo los rebaños morían a millares. Las gigantescas bestias de carne, que yacían inmóviles bajo la Ciudad de Esperanza, se convirtieron en montañas nauseabundas. Ni tan siquiera quemarlas sirvió de nada. Muy pronto no hubo carne y los escasos sobrevivientes vagaron de un lado para otro como flacos espectros de mirada enloquecida. Haviland Tuf pronunció algunos nombres: ántrax, la enfermedad de Ryerson, la peste rosada, la calierosia.

—Las llagas —dijo Haviland Tuf

Y de nuevo la enfermedad se hizo incontenible, pero esta vez sus víctimas eran los seres humanos y no los animales. Las víctimas sudaban y gemían a medida que las llagas cubrían sus rostros, sus manos y su pecho, hinchándose hasta reventar entre borbotones de sangre y pus. Las nuevas llagas crecían apenas las viejas se habían esfumado. Los hombres y las mujeres andaban a tientas por las calles de las aldeas, ciegos y cubiertos de cicatrices, con los cuerpos repletos de llagas y costras, con el sudor corriendo sobre su piel como si fuera aceite. Cuando caían en el polvo, entre los piojos muertos y los restos del ganado cubierto de moscas, se pudrían allí sin que hubiera nadie para darles sepultura.

—El granizo —dijo Haviland Tuf

Y el granizo llegó entre truenos y relámpagos, con gotas de hielo grandes como guijarros, lloviendo del cielo durante un día y una noche, a los que siguieron otro día y otra noche y luego otro y otro más, sin parar nunca. Y entre el granizo vino también el fuego. Los que salieron de sus cabañas murieron aplastados por el granizo y muchos de los que permanecieron dentro de ellas murieron. Cuando el granizo se detuvo por fin, apenas sí quedaba una cabaña en pie.

—Las langostas —dijo Haviland Tuf.

Cubrieron la tierra y el cielo, en nubes aún más inmensas que las formadas por las moscas. Aterrizaron por todas partes, arrastrándose, tanto sobre los vivos como sobre los muertos, devorando los escasos alimentos que aún quedaban, hasta que no hubo nada que comer.

—La oscuridad —dijo Haviland Tuf

Y la oscuridad avanzó, parecida a una espesa nube de gas negro que vagaba empujada por el viento. Era un líquido que fluía como un río de azabache reluciente. Era el silencio y era la noche y estaba vivo. Por donde iba no quedaba nada que alentara a su paso. Las malezas y la hierba se volvían amarillentas y morían. El suelo se cubría de grietas negruzcas. La nube era más grande que las aldeas, más inmensa que las Colinas del Trabajo Honesto y aún mayor que las anteriores nubes de langosta. Lo cubrió todo, y durante un día y una noche, nada se movió bajo su manto. Después, la oscuridad viviente se marchó y tras ella sólo quedaron el polvo y la tierra reseca.

Haviland Tuf tocó nuevamente sus instrumentos y las visiones se esfumaron. Las luces volvieron a encenderse iluminando la blancura de los muros.

—La décima plaga —dijo entonces Moisés lentamente, con una voz que ya no parecía tan dulce, ni tan segura como antes.— La muerte de los primogénitos.

—Sé admitir mis fracasos —dijo Haviland Tuf—, y soy incapaz de hacer tal tipo de distinciones. Sin embargo, me gustaría indicar que en esas escenas, que nunca llegaron a ser realidad, todos los primogénitos murieron, al igual que los nacidos en último lugar dentro de cada familia. Debo confesar que en cuanto a materias tan delicadas, soy un dios más bien torpe. Tengo que matarles a todos.

Moisés tenía el rostro lívido, pero en su interior ardía aún una chispa de su indomable tozudez.

—No eres más que un hombre —susurró.

—Un hombre —dijo Haviland Tuf con voz impasible. Su pálida manaza seguía acariciando a Dax. Nací hombre y viví durante largos años como tal, Moisés. Pero luego encontré el Arca y he dejado de ser hombre. Los poderes que tengo en mi mano superan a los de casi todos los dioses adorados por la humanidad. No hay hombre alguno a quien no pueda quitarle la vida. No hay mundo en el que me detenga, al cual no pueda destruir por completo o remodelar según mi voluntad. Soy el Señor, tu Dios, o al menos soy lo más parecido a Él que vas a encontrar en tu vida. Tienes mucha suerte de que sea por naturaleza bondadoso, benévolo e inclinado a la piedad y de que me aburra con demasiada frecuencia. Para mí no sois más que fichas, peones y piezas de juego que habría dejado de jugar hace unas cuantas semanas si de mí hubiera dependido. Las plagas me parecieron un juego interesante y lo fueron durante un tiempo, pero no tardaron en hacerse aburridas. Bastaron dos plagas para dejar muy claro que no tenía delante enemigo alguno y que Moisés era incapaz de hacer nada que me sorprendiera. Mis objetivos se habían cumplido. Había rescatado al pueblo de Ciudad de Esperanza y lo demás sería meramente un ritual carente de significado. Por ello, he preferido ponerle fin.

»Márchate, Moisés, deja de molestarme y de jugar con tus plagas. He terminado contigo.

»Y tú, Jaime Kreen, cuida de que tus caritanos no tomen venganza sobre él. Ya habéis tenido victorias suficientes. Dentro de una generación, su cultura, su religión y su modo de vida habrán muerto.

»Recordad quién soy y recordad que Dax es capaz de ver en vuestros pensamientos. Si el Arca volviera a estos lugares y me encontrara con que mis órdenes no han sido cumplidas, todo ocurrirá tal y como os he mostrado. Las plagas barrerán vuestro pequeño planeta hasta que nada aliente sobre él.

Jaime Kreen utilizó el Grifo para devolver a Moisés al planeta y luego, siguiendo las instrucciones de Tuf, recogió cuarenta mil unidades de Rej Laithor y se las llevó al Arca. Haviland Tuf le recibió en la cubierta de aterrizaje, con Dax en brazos.

Aceptó su paga con un leve pestañeo que no habría desentonado en el rostro de un rey.

Jaime Kreen parecía algo pensativo.

—Está fanfarroneando, Tuf —le dijo—. No es ningún dios. Lo que nos enseñó eran meramente simulaciones. Jamás podría haber logrado todo eso, pero a un ordenador se le puede programar para que muestre cualquier cosa.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf.

—Ciertamente —dijo Jaime Kreen, cada vez más irritado—. Consiguió darle un susto de muerte a Moisés, pero a mí no me engañó ni por un instante, a pesar de todas sus imágenes. El granizo fue la clave. Bacterias, enfermedades, pestilencia. Todo eso queda dentro de los confines de la guerra ecológica. Puede que incluso esa cosa oscura entre en ella, aunque creo que no era sino un invento. Pero el granizo es un fenómeno meteorológico y no tiene nada que ver con la biología o la ecología. Ahí dio un patinazo, Tuf. Pero el resultado final fue muy encomiable y espero que ayude a mantener la humildad de Moisés en el futuro.

—Humildad, cierto —replicó Haviland Tuf. Tendría que haberme tomado un tiempo y trazar mis planes, con más cuidado, para engañar a un hombre dotado de su clarividente percepción, no me cabe duda de ello. Siempre consigue derrotar mis pequeños planes.

Jaime Kreen se rió.

—Me debe cien unidades —le dijo—, a cambio de haber traído y llevado a Moisés.

—Caballero —dijo Haviland Tuf—, jamás olvidaría tal deuda y no es necesario que me la recuerde con semejante brusquedad —abrió la caja que Kreen había traído de Caridad y le entregó cien unidades—. Encontrará una escotilla del tamaño adecuado a su persona en la sección nueve, más allá de las puertas en las que se ve el letrero Control Climático.

Jaime Kreen frunció el ceño.

—¿Escotilla? ¿A qué se refiere?

Haviland Tuf lo miró sin inmutarse.

—Caballero —dijo—, había pensado que le resultaría obvio. Me refiero a una escotilla, un ingenio mediante el cual podrá abandonar el Arca, sin que mi valiosa atmósfera la abandone al mismo tiempo que usted. Dado que no posee nave espacial alguna, resultaría estúpido utilizar una escotilla de mayor tamaño. Tal y como he dicho, en la sección nueve podrá encontrar una escotilla más pequeña y conveniente a su talla.

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