Mi vida en la formula uno (3 page)

Tengo que decir que me quedé estupefacto por todo esto y le dije que hasta ese momento él sólo había leído lo que la gente había escrito sobre mí, pero nada que yo hubiera escrito, de modo que no podía prejuzgarme.

Durante todo el tiempo que le he dedicado a McLaren, nunca me confiaste la tarea de hablar con la prensa, pero ni por un instante he pensado que debas preocuparte o inquietarte de manera alguna acerca de un libro escrito por mí sobre mi vida. Desde luego, estás en lo correcto al decir que la verdad duele, pero de igual manera también gratifica y seguro que por cada mala decisión que hayas tomado, también has tomado docenas de decisiones perfectas que le han dado al equipo el éxito que disfrutamos. En consecuencia, cualquier lector tendría que sopesar la balanza y juzgar por sí mismo. El éxito del equipo habla por sí mismo y, por lo tanto, tienes que confiar en mí para seguir enalteciendo el legado de McLaren.

Debo admitir que el repentino consejo de Ron sobre no escribir este libro le echó más gasolina a mi deseo de hacerlo, ¡pues estaba seguro de vender otra copia!

El último obstáculo que debes vencer una vez escrito un libro es pensar en un título que llame la atención. Uno de los lemas que siempre tuve y el problema con las carreras automovilísticas era: "Tantas mujeres… y tan poco tiempo". Y las chicas Marlboro siempre dijeron: "Si alguna vez escribes tus memorias debes titularlas así". Sin embargo, habría dado la impresión equivocada.

Capítulo 1
Al sur de la frontera

Nací el 20 de agosto de 1941 en un lugar de la ciudad de México llamado Colonia Nápoles. Mi padre había comprado un terreno pocos años antes y justo había terminado la casa cuando la familia empezó a llegar. Aunque en esa época sus amigos lo criticaron por haber comprado ese terreno tan lejos de la ciudad, hoy está casi en el corazón de la misma.

Provengo de una familia numerosa, cinco hermanos y tres hermanas, lo cual en esos días era habitual, incluso contando a otros dos niños que murieron de pequeños. Eso nos habría hecho una familia de 10, de modo que tal vez mis padres estaban buscando un equipo de fútbol o quizá influyó que no había televisión; pero supongo que la razón principal fue el hecho de que México era un país muy católico y la influencia de la Iglesia era muy fuerte.

Mi padre provenía de una familia muy adinerada; mi abuelo fue uno de los propietarios de la tienda departamental más grande de México, El Nuevo Mundo, y como tenía sólo una hermana, creció acostumbrado a tenerlo todo. Recibió la mejor educación que el dinero podía comprar y a los veintipocos años siempre tenía el automóvil más moderno disponible en el mercado y ni una sola preocupación sobre su futuro, puesto que heredaría el negocio de su padre. No podía adivinar que mi abuelo desarrollaría de modo prematuro lo que ahora llamamos enfermedad de Alzheimer, la cual afectó su cerebro y, antes de que su familia inmediata descubriera la magnitud de su enfermedad, sus socios lo habían despojado del negocio.

Para mi padre, que estaba habituado a tener todo en charola de plata, fue un golpe amargo puesto que tuvo que empezar a trabajar para vivir. Mi padre tardaría unos años en recuperarse de ello; pero aprendió que, sin importar cuánto dinero ganaba o si lograba o no alcanzar el estatus financiero de mi abuelo, nunca daría a sus hijos cheques en blanco mientras siguiera vivo y cada uno tendría que abrirse paso en el mundo.

Sufrió tanto a causa de esta experiencia que estaba decidido a que ninguno de nosotros se encontrara jamás en esa situación; por lo tanto, nunca nos dio nada a menos que nos lo hubiéramos ganado. Quería que descubriéramos el valor del dinero de la manera difícil.

A pesar de lo anterior, nunca carecimos de nada esencial. Vivíamos en lo que entonces era una parte muy agradable de la ciudad y los ocho tuvimos una educación decente. De ninguna manera éramos ricos y durante las comidas la regla era que todos debían comerse lo que les ponían enfrente —nunca había sobras y el perro siempre quedaba decepcionado. Esto es algo que se quedó conmigo durante toda mi vida, puesto que no recuerdo alguna vez haber dejado comida en mi plato: de pequeño porque era todo lo que me daban, de niño porque era todo lo que había, de joven porque era todo lo que podía pagar, ¡y ahora porque se ha convertido en un hábito arraigado!

A diferencia de muchos niños que nacen cada segundo en el mundo, yo nací con un deseo definido en mi vida y no tuve dudas de lo que iba a hacer cuando creciera.

¡Mi esposa siempre ha afirmado que yo nací con cuatro ruedas en vez de piernas y brazos! Desde mis recuerdos más remotos los autos y los motores fueron mi pasión; no había muchos lujos en casa y por eso los juguetes no abundaban, de modo que recuerdo que solía jugar a los cochecitos en mi cuarto empleando zapatos como autos de carreras. Cada vez que tenía un juguete era algo relacionado con autos, ¡y siempre me duraron mucho mas de lo anticipado!

Fui el tercer hijo en la familia: mi hermana Ana Elena fue la primera, seguida por mi hermano Fernando dos años después, conmigo, Joaquín Ramírez Fernández, pisándole los talones al año siguiente. Luego hay una brecha grande por los niños que no sobrevivieron (niño y niña), así que el siguiente es mi hermano Paulino, seis años menor. Siempre existió una distancia entre los primeros tres y el resto: María Dolores, tres años después, Luz del Carmen, cuatro años más tarde y José Antonio, otros tres. Para esa época todos pensábamos que había sido suficiente y que mamá se tomaría un descanso, pero no, dos años después llegó el último, Javier.

Por este último me pelée con mis padres, justo como cuando nació José Antonio, pues quería que uno de ellos se llamara Juan Manuel en honor a mi héroe Juan Manuel Fangio, pero perdí las dos veces… ¡obviamente mis padres no compartían mi obsesión! Javier llegó justo unos meses antes de que yo dejara el país y, en consecuencia, nunca nos conocimos realmente, salvo por las veces que visité México. Sin embargo, algo muy extraño es que establecimos un vínculo tan fuerte como el que tengo con José Antonio, de quien soy padrino…

Naturalmente, mi hermano Fernando y yo siempre fuimos a las mismas escuelas, pero él estaba loco por el fútbol y enfocado a la carrera de arquitecto desde muy chico, puesto que era muy artístico y buen estudiante. Sucedió de manera similar con mi hermana Ana Elena, quien también desarrolló un gran talento en la alberca. Ella era integrante del Ballet Acuático del Club Chapultepec, mismo club en que aprendió su arte Joaquín Capilla, el clavadista olímpico.

Como mi hermano y mi hermana más cercanos eran tan buenos, tanto en la escuela como fuera de ella, yo me convertí en algo así como la oveja negra. Aunque me encantaron mis días de escuela, nunca fui un alumno brillante. No era tan inteligente como mis hermanos y hermanas y tenía que trabajar más duro, pero me las arreglé para llegar a la universidad con calificaciones regulares.

Elegí la única carrera que podía tener alguna relación cercana con las ruedas, Ingeniería Mecánica, pero tras dos años de estudios me sentí cada vez más desilusionado pues no veía nada relacionado específicamente con autos, ya no digamos con autos de carreras. Entonces supe que no iba a tener la paciencia de terminar el programa de cinco años. Al mismo tiempo, estaba trabajando medio tiempo en una oficina, puesto que conseguí gracias a las relaciones de mi padre en el gobierno y ahorrando dinero para ir a Europa. También tomé un curso por correspondencia sobre Ingeniería Mecánica Automotriz de una escuela estadounidense en Los Ángeles, California, lo que al menos me dio un diploma, ¡y el conocimiento básico para distinguir entre un carburador y un eje trasero!

Para fines de 1961 estaba listo para irme a Italia en la primavera del 62, pero me sentía aterrado ante la perspectiva de decírselo a mi padre, pues sabía que no sólo lo desaprobaría, ¡sino que me desheredaría y me borraría por completo del árbol genealógico! Ya era la oveja negra de la familia y esto pondría el último clavo en mi ataúd. Decir que mi padre era un hombre muy estricto sería el eufemismo del siglo y dejar la casa sin terminar la universidad era algo que en su opinión estaba fuera de discusión. Lo tomaría como algo personal y se sentiría traicionado: yo simplemente no sabía cómo abordarlo; pensé que tal vez lo mejor era irme y lidiar con las consecuencias después.

Hablé con mi madre y le pedí que intercediera en mi favor. Mi madre, y sé que cualquier persona que la conozca diría lo mismo, realmente es la mejor madre del mundo. Primero que nada fue una santa por aguantar a mi padre, que si bien no era un ogro era muy estricto, firme en su modo de ser e imponía una disciplina rígida, aunque era un buen padre en todas las cuestiones materiales. Mi madre era y sigue siendo una persona cálida, nunca la he escuchado ser rencorosa ni condenar a alguien y siempre ve lo mejor en las personas. Pero probablemente su mejor atributo ha sido su carácter y sentido del humor; mis hermanos y yo estamos de acuerdo en que nunca la hemos visto de mal humor.

Mi mamá allanó el terreno antes de que yo hablara con mi padre, quien hizo todo lo posible por convencerme de terminar la universidad y partir a Europa por lo menos con un título bajo el brazo, aun cuando no pudiera persuadirme de que me quedara en casa. A pesar de que no tenía mi obsesión, mi padre era amante de los autos y quizá en el fondo entendía el deseo de seguir mi instinto.

Mientras estaba en la escuela, solía pasar todos los fines de semana en donde hubiera carreras, seguía la brigada kartista y, de vez en cuando, tenía la oportunidad de manejar. Fue ahí donde conocí a Ricardo y a Pedro Rodríguez y me hice amigo particularmente de Ricardo, quien se parecía más a mí. Pedro era muy reservado, callado, serio e introvertido, mientras Ricardo era extrovertido, con buen sentido del humor y siempre listo para reír.

Por supuesto, Pedro y Ricardo provenían de una familia muy rica. Pedro Rodríguez padre, Don Pedro, como solían llamarlo, tenía varios negocios y estaba bien relacionado en el gobierno puesto que cualquier cosa que produjera en su negocio era seleccionada por el gobierno cuando necesitaba productos de esa clase y, en consecuencia, nunca le faltaban ventas.

En Europa y Estados Unidos siempre ha habido todo tipo de versiones distintas sobre cómo y de dónde provenía el dinero de Don Pedro. Por ejemplo, se decía que era el hombre fuerte de la policía de la ciudad de México o que había sido la mano derecha del ex presidente Lázaro Cárdenas en los treinta y que, por lo tanto, tenía los contactos necesarios para lograr enormes ganancias con terrenos en la ciudad de México y Acapulco. Incluso se sugería que tenía la cadena de burdeles más grande de la ciudad. En realidad no me preocupé por descubrirlo; en lo que a mí concernía, definitivamente estaba invirtiendo su dinero de la manera adecuada —en el talento de Ricardo para conducir— y eso era lo único que importaba.

Don Pedro, quien en su juventud participó en carreras de motocicletas, era un gran entusiasta del automovilismo que quería que sus hijos brillaran en el deporte, por eso los inició a temprana edad en las motocicletas y los karts. Para cuando estaban en la adolescencia, ya andaban en potentes autos de carrera: Ricardo corría un Porsche RSK Spider mientras que Pedro tenía un Chevrolet Corvette y un Ferrari Testa Rossa, ¡aunque no se les permitía conducir en las calles!

Recuerdo un fin de semana en particular en que Ricardo se fue a California con su Porsche RSK para competir en un par de carreras durante un fin de semana en la pista de Riverside. Cuando llegó con la familia naturalmente no le permitieron conducir en los caminos de California, de modo que Don Pedro la hacía de chofer. Cuando llegaron al circuito y conocieron a los demás pilotos, gente del calibre de Ken Miles, Richie Ginter y John Von Neumann, estos le echaron un vistazo a ese joven mexicano y dibujaron en sus rostros una sonrisa irónica. Ricardo era un chico que se veía como tal, pero ganó tanto la carrera del sábado como la del domingo.

Tenían dinero y el mejor equipo, pero no había duda de que eran buenos, en especial Ricardo. Era un piloto nato que no tenía que esforzarse, se le daba de manera natural. Tenía talento para la velocidad y era por completo temerario, en pocas palabras, tenía todos los ingredientes de un campeón mundial. En otra ocasión lo vi correr en seis carreras diferentes en un domingo en el Autódromo de la Magdalena Mixiuhca ahora rebautizado Autódromo Hermanos Rodríguez. La primera carrera fue para sedanes compactos y la ganó en un Renault Dauphine, luego en sedanes grandes y en autos deportivos y en el evento principal, Fórmula Junior. Ricardo ganó todas, así que también era versátil.

El respeto que se ganaron dentro de la fraternidad de las carreras crecía con el tiempo y su fama comenzó a conocerse no sólo en las carreras mexicanas y en los círculos deportivos, sino también en las páginas sociales. Siempre estaban conduciendo el último modelo de autos estadounidenses o europeos y saliendo con todas las chicas de alta sociedad de la época. Nacieron y se criaron en la cotizada zona de Polanco, pero de alguna manera Ricardo se relacionaba a menudo con chicas de la Colonia Nápoles, donde yo vivía. Con frecuencia solía ver su Oldsmobile color dorado metálico estacionado fuera de mi casa, cuando salía con una de mis vecinas cercanas. Y al final se casó con Sarita Cardoso, quien vivía a dos cuadras de mi casa y cuya madre era una cercana conocida de la mía.

Fue ese mismo Oldsmobile dorado en el que Ricardo me enseñó a conducir en piso mojado y me lo prestaba para practicar. Solíamos salir tarde por la noche o incluso a las tres o cuatro de la madrugada después de fiestas cuando estaba lloviendo y conducir a fondo por la avenida Reforma, una de las vías principales de México, muy amplia y en aquellos días desierta por la noche. El truco consistía en ir por las glorietas lo más rápido posible sin perder el control. Solía decirme:

Cuando el piso está mojado tienes que ir lo más rápido posible en la recta, frenar tarde pero suave sin alterar la marcha del auto, luego cuando empiezas a dar la vuelta tienes que tocar el volante sólo con las puntas de los dedos. Nunca hagas movimientos repentinos o drásticos y cuando el auto empiece a irse de lado, el primer indicio que tendrás provendrá de tu trasero porque ésa es la parte de tu cuerpo que está más cerca del camino. Es en ese momento cuando debes comenzar a corregir el volante de nuevo con las puntas de los dedos sin ningún movimiento de jalón.

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