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Authors: Lisi Harrison

Tags: #Juvenil

Monster High (3 page)

Frankie asintió con la cabeza, preguntándose cuándo saldría a relucir el asunto de las compras.

—Así que, ahora que eres una chica hermosa e inteligente, estás preparada para… —Viveka aspiró por la nariz y reprimió una lágrima. Volvió la vista a Viktor, quien hizo un gesto de asentimiento, apremiándola a continuar. Tras lamerse los labios y lanzar un suspiro, se las arregló para esbozar una última sonrisa, y entonces…

Frankie echaba chispas. El asunto estaba tardando más que el transporte por tierra.

Por fin, Viveka soltó de sopetón:

—Un instituto de
normis
—pronunció la palabra en dos tiempos:
nor-mis
.

—¿Qué significa «normis»? —preguntó Frankie, temiendo la respuesta. «¿Será una especie de centro de rehabilitación para adictos a las compras?»

—Los normis son individuos con atributos físicos comunes y corrientes —explicó Viktor.

—Como… —Viveka recogió un ejemplar de
Teen Vogue
de la mesa auxiliar lacada en naranja y lo abrió en una página al azar—. Como ellas.

Dio unos golpecitos sobre un anuncio de H&M en el que aparecían tres chicas en sostén y pantalones cortos ajustados una chica rubia, una castaña y una Pelirroja. Todas tenían el pelo rizado.

—¿Soy una normi? —preguntó Frankie, sintiéndose tan orgullosa como las radiantes modelos.

Viveka sacudió la cabeza de un lado a otro.

—¿Por qué no? ¿Porque tengo el pelo liso? —insistió Frankie. Era la lección más desconcertante de cuantas había recibido por parte de sus padres.

—No, no es porque tengas el pelo liso —intervino Viktor con una mueca de frustración—. Es porque yo te fabriqué.

—¿Qué los padres de los demás no los han «fabricado»? —Frankie hizo el gesto de comillas en el aire—. Ya sabes, técnicamente hablando.

Viveka enarcó una ceja oscura. Su hija tenía razón.

—Sí, pero yo te fabriqué en el sentido más literal —expuso Viktor—. En este laboratorio. A partir de piezas perfectas que construí con mis propias manos. Programé tu cerebro y lo llené de información, uní con puntos las partes de tu cuerpo, y te coloqué tornillos a ambos lados del cuello para poder recargarte. No necesitas alimento para sobrevivir, sólo comerás por placer. Y mira, Frankie, como no tienes sangre, en fin, tu piel es… es de color verde.

Frankie se miró las manos como si fuera por primera vez. Eran del color del helado de menta con virutas de chocolate, al igual que el resto de su cuerpo.

—Ya lo sé. Y es genial.

—Sí, lo es —Viktor se rió entre dientes—. Por eso eres tan especial. No le ocurre a ningún otro alumno del instituto. Eres la única.

—¿Quieres decir que habrá más gente en el instituto? —Frankie paseó la vista por el glamoroso laboratorio, la única estancia que había conocido en su vida.

Viktor y Viveka asintieron, mientras en sus respectivas frentes se iban formando líneas de culpabilidad y preocupación.

Frankie contempló los ojos húmedos de sus padres mientras se preguntaba si aquello estaba sucediendo de verdad. ¿En serio pensaban soltarla así, nada más porque sí? ¿Iban a abandonarla en un instituto lleno de normis desconocidos de pelo rizado y esperaban que se las arreglara por su cuenta? ¿De veras tenían la sangre fría de dejar de instruirla para, a cambio, impartir clases en aulas abarrotadas de universitarios que no eran más que perfectos desconocidos?

A pesar de los labios temblorosos de ambos y de sus mejillas manchadas de sal, daba la impresión de que, en efecto, era lo que se proponían. De pronto, una sensación que únicamente podría haberse medido con la escala Richter retumbó en las tripas de Frankie. Le subió hasta el pecho, le atravesó la garganta como una bala y, al llegar a la boca, explotó.

—¡¡ELECTRIZANTE!!

CAPÍTULO 3

CHICO GUAPO

—¡Hemos llegado!—anunció Beau, haciendo sonar el claxon una y otra vez—. ¡Vamos, despierta!

Melody apartó la oreja de la fría ventanilla y abrió los ojos. A primera vista, el vecindario parecía estar cubierto de algodón. Pero su visión se agudizó como una Polaroid en pleno revelado en cuanto sus ojos se ajustaron a la brumosa luz matinal.

Los dos camiones de mudanzas bloqueaban el acceso al camino de entrada circular y tapaban la vista de la casa. Lo único que Melody distinguía era la mitad de un porche que rodeaba la vivienda y su inevitable columpio ambos parecían estar construidos con troncos de juguete de tamaño natural. Se trataba de una imagen que Melody no olvidaría jamás. O tal vez fueran las emociones que la imagen conjuraba: esperanza, entusiasmo y miedo a lo desconocido, todo ello estrechamente ligado, creando una cuarta emoción imposible de definir. Ahora tenía una segunda oportunidad para ser feliz, y le hacía cosquillas por dentro como si se hubiera tragado cincuenta orugas peludas.

¡Bip bip bip bip!

Un fornido hombre de montaña vestido con jeans y un chaleco acolchado marrón asintió con la cabeza a modo de saludo mientras sacaba del camión el sofá modular color berenjena de Calvin Klein.

—Basta ya de tocar el claxon, cariño. Aún es temprano —Glory dio una palmada a su marido en plan de broma—. Los vecinos nos van a tomar por lunáticos.

El olor a café y a vasos desechables de cartón provocó que el estómago vacío de Melody se encogiera.

—Sí, papá, para ya —protestó Candace, cuya cabeza aún reposaba sobre su bolso metálico de Tory Burch—. Estás despertando a la única persona agradable de todo Salem.

Beau se desabrochó el cinturón de seguridad y se giró para mirar a su hija.

—¿Y se puede saber quién es?

—Yoooo —Candace se estiró Coco y Chloe se elevaron y luego, como boyas en un mar agitado, se hundieron bajo la camiseta sin mangas azul celeste. Debía de haberse quedado dormida sobre su puño furioso, crispado, porque en la mejilla llevaba la marca del corazón de su nueva sortija, la que sus llorosas mejores amigas le habían dado como regalo de despedida.

Melody, desesperada por ahorrarse la ráfaga de ametralladora al estilo «echo-de-menos-a-mis-amigas» que Candace, sin duda alguna, dispararía tan pronto como se fijara en su mejilla, fue la primera en abrir la puerta del BMW y pisar la serpenteante calle.

Había dejado de llover y el sol empezaba a salir. Una capa de neblina de tono rojo púrpura envolvía al vecindario como un pañuelo fucsia sobre la pantalla de una lámpara, arrojando un resplandor mágico sobre Radcliffe Way, sus amplios terrenos particulares y su arquitectura heterogénea. Empapado y reluciente, el vecindario despedía un olor a lombrices y a hierba mojada.

—Melly, aspira este aire —Beau se golpeó sus pulmones cubiertos de franela y, con gesto solemne, levantó la cabeza al cielo teñido a retazos.

—Sí, papá —Melody abrazó los marcados abdominales de su padre—. Ya puedo respirar — le aseguró, en parte porque quería que él supiera que agradecía su sacrificio, pero sobre todo porque, en efecto, respiraba con menos dificultad. Era como si le hubieran quitado del pecho un saco de arena.

—Tienes que salir a percibir el ambiente —insistió Beau, dando golpecitos en la ventanilla de su mujer con su anillo de oro con iniciales.

Glory, impaciente, levantó un dedo y giró la cabeza en dirección a Candace, en el asiento posterior, para dar a entender que estaba ocupándose de otro cataclismo. —Lo siento —Melody abrazó a su padre de nuevo, esta vez con más suavidad, como si

suplicara: «Perdóname».

—¿A qué viene eso? ¡Pero si es genial! —respiró larga, profundamente—. Los Carver necesitábamos un cambio. Estábamos demasiado apegados a Los Ángeles. Ya es hora de un nuevo reto. La vida es cuestión de…

—¡Ojalá estuviera muerta! —chilló Candace desde el interior del todoterreno.

—Ahí tienes a la única persona agradable de Salem —masculló Beau por lo bajo.

Melody levantó la vista hacia su padre. En el instante en que los ojos de ambos se encontraron, los dos se echaron a reír.

—A ver ¿quién está preparado para un recorrido turístico? —Glory abrió la puerta. La puntera de su bota de montaña forrada de piel descendió tímidamente hacia el pavimento, como si comprobara la temperatura del agua en una bañera.

Candace se bajó del asiento trasero de un salto.

—¡La primera en llegar al piso de arriba se queda con la habitación grande! —vociferó y, acto seguido, salió disparada hacia la casa. Sus piernas como palillos de dientes se movían aun ritmo impresionante, sin que les estorbara lo ajustado de sus jeans rasgados a la moda, tan pegados al cuerpo como un traje de neopreno.

Melody lanzó a su madre una mirada que preguntaba: «¿Cómo lo conseguiste?»

—Le dije que si no volvía a protestar durante el resto del día podía quedarse con mi overol
vintage
de Missoni —confesó Glory al tiempo que recogía su cabello castaño en una elegante cola de caballo y la afianzaba con un rápido giro de muñeca.

—Con promesas así, cuando acabe la semana sólo te quedará un calcetín —bromeó Beau.

—Valdrá la pena —Glory sonrió.

Melody soltó una risita y acto seguido corrió hacia la casa. Sabía que Candace se le adelantaría para quedarse con la habitación grande. Pero no corría por ese motivo. Corría porque, tras quince años con problemas de respiración, por fin lo podía hacer.

Al pasar junto a los camiones, asintió con la cabeza a los hombres que forcejeaban con el sofá. Luego, subió saltando los tres peldaños de madera que conducían a la puerta principal.

—¡Increíble! —Melody ahogó un grito, deteniéndose a la entrada de la espaciosa cabaña. Las paredes, como la fachada, tenían los mismos troncos de tono anaranjado, como de juguete. Al igual que las escaleras, el pasamanos, el techo y la barandilla del piso superior. Las únicas excepciones eran la chimenea de piedra y el suelo de nogal. No se parecía en nada a lo que ella estaba acostumbrada, teniendo en cuenta que acababan de mudarse de una vivienda de cristal y cemento de múltiples pisos y diseño ultramoderno. Melody no tuvo más remedio que admirar a sus padres. Desde luego, se habían comprometido muy en serio con ese asunto del estilo de vida al aire libre.

—¡Cuidado! —gruñó un empleado de mudanzas empapado en sudor que trataba de franquear el estrecho umbral con el voluminoso sofá a cuestas.

—Ay, perdón —Melody soltó una risita nerviosa y se hizo a un lado.

A su derecha, un dormitorio alargado abarcaba la longitud de la casa. La gigantesca cama de Beau y Glory presidía la estancia, y el baño principal estaba en mitad de una importante transformación. Una puerta corrediza de cristal tintado daba paso a una alargada piscina rodeada de una valla de troncos de unos dos metros y medio de altura. La piscina particular debió de haber sido diseñada para Beau, quien nadaba todas las mañanas para quemar las calorías que podrían haber persistido tras su sesión de nado nocturno.

En el piso de arriba, en uno de los dos dormitorios restantes, Candace andaba de un lado para otro mientras hablaba entre dientes por teléfono.

Al lado contrario de la habitación de sus padres se hallaba una acogedora cocina y la zona del comedor. Los sofisticados electrodomésticos de los Carver, la elegante mesa de cristal y las ocho sillas laqueadas en negro mostraban un aspecto futurista que contrastaba con la rústica madera. Pero Melody estaba convencida de que la situación sería remediada en cuanto sus padres localizaran el centro de decoración más cercano.

—¡Socorro! —llamó Candace desde arriba.

—¿Qué pasa? —respondió Melody, echando una ojeada al salón, situado un piso abajo y con vista al barranco arbolado de la parte posterior.

—¡Me muero!

«¿En serio?»

Melody subió por la escalera de madera que ocupaba el centro de la vivienda. Le encantaba sentir los desiguales tablones del suelo bajo sus Converse negros tipo bota. Cada una de las planchas de madera contaba con su propia personalidad. No era un derroche de simetría, afinidad y perfección, como en Beverly Hills. Se trataba exactamente de lo contrario. Cada tronco de la casa tenía su propia forma, sus propias hendiduras. Cada uno era único. Ninguno era perfecto. Aun así, todos encajaban y colaboraban a la hora de ofrecer una única visión. Tal vez se tratara de una costumbre específica de la zona. Tal vez los salemitas (¿salemonios? ¿salemeros?) eran partidarios de las formas y características particulares, lo cual significaba que lo mismo les ocurría a los alumnos del instituto Merston. Semejante posibilidad provocó en Melody un ataque de esperanza —libre de asma— que la empujó a subir los escalones de dos en dos.

Una vez en la planta superior, bajó la cremallera de su sudadera negra con capucha y la lanzó sobre la barandilla. Las axilas de su holgada camiseta gris estaban empapadas de sudor, y la frente se le empezaba a humedecer.

—Me muero, te lo juro. Hace un calor del demonio —Candace salió de la habitación situada a la izquierda en jeans y sostén negro—. ¿Estamos a ochenta grados centígrados, o es que estoy atravesando la fase de cambio?

—Candi —Melody le arrojó su sudadera con capucha—. ¡Ponte esto!

—¿Por qué? —preguntó Candace, al tiempo que se examinaba el ombligo con aire despreocupado—. Las ventanas están polarizadas, como las ventanillas de las limusinas. Nadie nos ve desde afuera.

—Mmm, ¿qué me dices de los hombres de la mudanza? —replicó Melody.

Candace se apretó la sudadera contra el pecho y luego echó una ojeada por encima de la barandilla.

—Este sitio es un poco raro, ¿no te parece? —el rubor de sus mejillas le llegaba hasta los ojos de tono azul verdoso, otorgándoles un resplandor iridiscente.

—La casa entera es rara —susurró Melody—. No sé, me encanta.


Tú sí
que eres rara —Candace lanzó la sudadera por encima de la barandilla y, con paso tranquilo, entró en lo que debía de ser el dormitorio más grande. Una insolente masa de cabello rubio oscilaba sobre su espalda como si estuviera haciendo un gesto de despedida.

—¿Alguien perdió una sudadera? —preguntó uno de los hombres desde el piso inferior. Llevaba la prenda negra colgada del hombro, como si se tratara de un hurón muerto.

—Ah, sí, lo siento —repuso Melody—. Déjelo ahí, en las escaleras —se apresuró a entrar en la única habitación que quedaba libre, no fuera el hombre a creer que trataba de ligar con él.

Paseó la vista por el reducido espacio rectangular: paredes de troncos, techo bajo con profundos arañazos que parecían huellas de garras y una diminuta ventana de cristal tintado que ofrecía el panorama de la valla de piedra del vecino de al lado. Al abrir la puerta corrediza del clóset, le llegó un olor a cedro. La temperatura en la habitación debía de rondar los doscientos grados centígrados. La propaganda de una inmobiliaria habría calificado el dormitorio de «acogedor», siempre que a los propietarios no les importara engañar a los clientes.

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