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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (33 page)

—Siento lo mismo que usted —dijo por fin—, pero no creo que yo fuera tan lejos.

Everard repitió el argumento que había utilizado con su prima.

—Tiene usted razón —asintió Rhoda—. Creo que hay muchas mujeres que se merecen que les peguen, y deberían recibir su merecido. Pero la opinión pública se opondría a ello.

—¿Ya mí qué más me da? Entonces la opinión pública también está en contra de usted.

—Muy bien. Haga lo que quiera. La señorita Barfoot y yo iremos a verle a prisión y testificaremos a su favor.

—¡Eso es una mujer! —exclamó Everard, sin deje alguno de burla, puesto que la aparición de Rhoda le había acelerado el pulso y le había electrizado los nervios—. Mírala, Mary. ¿Acaso te sorprende que fuera capaz de recorrer el diámetro de la tierra para ganarme su amor?

Rhoda enrojeció y la señorita Barfoot se sintió tremendamente violenta. Ninguna de las dos habría sido capaz de prever una reacción así.

—Es la pura verdad —continuó Everard, ya lanzado— y ella lo sabe, y a pesar de todo no quiere escucharme. Bueno, ¡adiós a las dos! Ahora que me he comportado como el hombre más grosero del mundo tiene la excusa perfecta para negarse incluso a entrar en esta habitación mientras yo esté aquí. Pero sal en mi defensa mientras yo estoy fuera, Mary.

Les dio la mano, apenas mirándolas a la cara, y se fue bruscamente.

Las dos mujeres siguieron separadas la una de la otra durante unos instantes. Luego la señorita Barfoot miró a su amiga y se echó a reír.

—Desde luego mi pobre primo no es nada discreto.

—Cualquier cosa menos discreto —respondió Rhoda, apoyándose en el respaldo de una silla y bajando la mirada—. ¿De verdad crees que le va a dar un correctivo a su cuñada?

—¿Cómo puedes preguntar eso?

—Sería divertido. Tendría mejor opinión de él si lo hiciera.

—Bueno, haz de eso una condición. Ya conocemos la historia de la señora y su guante
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. Ya veo que estás de parte de ella.

Rhoda se echó a reír y se fue, dejando a la señorita Barfoot con la impresión de que su amiga había revelado un impulso sincero. No parecía descabellado pensar que Rhoda deseara decirle a su enamorado: «Afronta este monstruoso escándalo y seré tuya».

Pasó una semana y llegó una carta del extranjero dirigida a la señorita Nunn. Habiéndola recibido antes de que la señorita Barfoot bajara a desayunar, la guardó en un cajón en espera del receso de la noche y no mencionó su llegada. Se mostró alegre durante todo el día. Después de la cena desapareció, y se encerró para leer la carta.

Querida señorita Nunn:

Estoy sentado a una mesita de mármol en la terraza de un café de Cannebiére. ¿Le dice algo ese nombre? Cannebiére es la calle principal de Marsella, una calle llena de cafés y restaurantes maravillosos que en este momento resplandecen bajo las luces eléctricas. Sin duda está usted tiritando frente al fuego; aquí hace una noche de pleno verano. He cenado como nunca y estoy tomando un café mientras le escribo. En una mesa al lado de la mía están sentadas dos chicas, enfrascadas en una conversación animadísima de la que logro entender alguna palabra de vez en cuando, bellas frases en francés que son un bálsamo para el oído. Una de ellas es tan increíblemente hermosa que me es imposible quitarle la vista de encima. Habla con una gracia y una animación indescifrables, tiene unos ojos y unos labios tan dulces…

Y todo este tiempo no dejo de pensar en otra persona. ¡Ah, si estuviera usted aquí! ¡Qué bien lo pasaríamos rodeados por este paisaje meridional! A solas es maravilloso, ¡pero en su compañía, teniéndola a usted aquí hablando de todo con su espléndida franqueza! El discurso de esta chica francesa no es más que charlatanería; hace que desee con el alma escuchar unas palabras de sus labios… fuertes, valientes, inteligentes.

Sueño con esa posibilidad ideal. Imagine que levanto la mirada y la veo de pie frente a mí, allí en la acera. Ha llegado directamente de Londres en pocas horas. Le brillan los ojos de felicidad. Mañana nos vamos a Génova, usted y yo, más que amigos, e infinitamente más que simple marido y mujer. Hemos hecho que la tierra gire para nosotros. De ahora en adelante nos dedicaremos a observar y discutir y divertirnos.

¿Todo eso es en vano? Rhoda, si nunca llega a amarme mi vida será pobre en comparación con lo que habría podido ser. Y usted, usted también, habrá perdido algo. En mi imaginación le beso las manos y los labios.

EVERARD BARFOOT

Había una dirección en la cabecera de la carta, aunque sin duda Barfoot no esperaba respuesta y tampoco Rhoda tenía intención de enviársela. Sin embargo, todas las noches desdoblaba la hoja de fino papel extranjero y leía más de una vez lo que había escrito en ella. La leía con calma externa, con expresión pensativa en la frente, y después se quedaba un rato ausente.

¿Volvería a escribir? Su pregunta diaria tuvo respuesta en poco más de dos semanas. Esta vez la carta venía de Italia; estaba en la mesa del vestíbulo cuando Rhoda volvió de Great Portland Street y la señorita Barfoot fue la primera en leer el remite. No intercambiaron comentario alguno. Al rasgar el sobre —lo hizo en seguida— Rhoda encontró un pequeño ramillete de violetas aplastadas pero todavía fragantes.

«En pago a sus rosas de Cheddar —empezaba la pequeña nota que acompañaba a las flores—. Se las compré a una bella joven en las calles de Parma. No quería comprarlas y seguía andando, pero la hermosa chiquilla corrió detrás de mí y con suave firmeza me puso las flores en el ojal; no tuve otra elección que acariciar su aterciopelada mejilla y darle una lira. ¡Cómo añoro volver a ver su rostro! Piense en mí alguna vez, querida amiga.»

Rhoda se echó a reír y guardó la nota y las violetas con su primera carta.

—Al parecer dependo de ti para tener noticias de Everard —dijo la señorita Barfoot después de cenar.

—Sólo puedo decirte —respondió Rhoda animada— que ha viajado desde el sur de Francia al norte de Italia, estudiando con detenimiento los rostros de muchas mujeres.

—¿Es eso lo que te cuenta?

—Con toda naturalidad. Es lo que más le interesa. A una le gusta que le digan la verdad.

Barfoot estuvo de viaje hasta finales de abril, pero no volvió a escribir después de la nota que había enviado desde Parma. Una brillante mañana de mayo, un sábado, se presentó en casa de su prima y encontró a dos o tres visitas en el salón, señoras todas ellas, como de costumbre. Una era la señorita Winifred Haven; otra era la señora Widdowson. Mary le recibió sin demasiada efusividad y, después de conversar con ella unos minutos, se sentó junto a la señora Widdowson, cuyo aspecto, para su sorpresa, había empeorado mucho en comparación con sus primeros días de casada. En cuanto empezó a hablar con él, confirmó la impresión de que en ella se había producido algún cambio; la agradable inocencia infantil que la caracterizaba la primera vez que la vio había desaparecido, y la gravedad que la sustituía sugería desilusión y conflicto.

Monica le preguntó si conocía a una gente apellidada Bevis que vivían en un piso encima del suyo.

—¿Bevis? Recuerdo haber visto ese nombre en la lista que hay al pie de la escalera, pero no les conozco personalmente.

—Así fue como supe que vivía usted ahí —dijo Monica—. Mi marido me llevó de visita a casa de los Bevis y allí vimos su nombre. Por lo menos, supusimos que se trataba de usted, y la señorita Barfoot me ha dicho que así es.

—Oh, sí. Vivo allí solo. Estoy hecho todo un solterón. Me encantaría que algún día llamara a mi puerta, uno de esos en que usted y el señor Widdowson vuelvan a ver a sus amigos.

Monica sonrió y sus ojos vagaron nerviosos por la habitación.

—Ha estado usted de viaje. ¿Fuera de Inglaterra? —fue lo que dijo a continuación.

—Sí, en Italia.

—Le envidio.

—¿No la conoce?

—No, todavía no.

Everard habló un poco de las ventajas e inconvenientes de la vida en ese país, pero la señora Widdowson no le respondía. Barfoot llegó a dudar de que le estuviera escuchando, así que, al ver acercarse a la señorita Haven, aprovechó la oportunidad para hablar a solas con su prima.

—¿La señorita Nunn no está en casa?

—No, llegará para cenar.

—¿Se encuentra bien?

—Nunca ha estado mejor. ¿Volverás a cenar con nosotras a las siete y media?

Naturalmente.

Y con esa agradable perspectiva se despidió. Como hacía una tarde soleada, en vez de caminar directamente hasta la estación para volver a casa, se desvió hacia el Embankment y dio un rodeo por Chelsea Bridge Road. Cuando entraba en Sloane Square vio a la señora Widdowson que se acercaba al andén. Caminaba como si estuviera cansada, mirando al suelo, y no se percató de su presencia hasta que se dirigió a ella.

—¿Vamos en la misma dirección? —le preguntó—. ¿Hacia el oeste?

—Sí. Voy a Portland Road.

Entraron en la estación, Barfoot charlando y de buen humor. Tan concentrado estaba en la expresión del abatido rostro de su acompañante, que no llegó a ver a una conocida que pasaba junto a él. Se trataba de Rhoda Nunn, que volvía a casa antes de lo que la señorita Barfoot esperaba. Rhoda vio a la pareja, los observó un instante con gran atención y siguió adelante hacia la calle.

En el vagón de primera clase al que subieron no había ningún otro pasajero que fuera tan lejos como Barfoot. No pudo resistirse a la tentación de recurrir a un tono de voz bastante íntimo, aunque no por ello menos convencional, con la esperanza de averiguar algo de lo que le ocurría a la señora Widdowson. Empezó por preguntarle qué opinaba de la Academia de ese año. Ella todavía no la había visitado pero esperaba hacerlo el lunes. ¿Se dedicaba Monica a algún tipo de labor artística? Oh, no. Era una mujer inútil y ociosa. ¿Había sido alumna de la señorita Barfoot? Sí, pero muy poco tiempo, justo antes de casarse. ¿No era amiga íntima de la señorita Nunn? No, no exactamente. Se habían conocido hacía años, pero en ese momento la señorita Nunn no parecía tenerla en gran estima.

—Probablemente porque estoy casada —añadió con una sonrisa.

—¿Es verdad que la señorita Nunn es una enemiga tan acérrima del matrimonio?

—Opina que sólo es aceptable cuando se trata de gente débil. En mi caso fue lo suficientemente indulgente para asistir a mi boda.

La noticia sorprendió a Barfoot.

—¿Fue a su boda? ¿Y se vistió para la ocasión?

—Oh, sí. Y estaba muy guapa.

—Descríbamela. ¿Recuerda cómo iba?

Como toda mujer no olvidaba jamás los detalles del vestido de otra, por muy trivial que fuera la ocasión, y por mucho tiempo que hubiera pasado; Monica pudo sin duda satisfacer la curiosidad de Everard. Ahora que habían despertado su curiosidad, se aventuró por su parte a hacer una o dos preguntas insidiosas.

—¿No puede imaginarse a la señorita Nunn vestida así?

—Me habría encantado verla.

—Tiene un rostro impresionante, ¿no cree usted?

—Desde luego. Un rostro maravilloso.

Los ojos de ambos se encontraron. Barfoot se inclinó hacia delante en su asiento frente a Monica.

—A mí me parece el rostro más interesante que he visto jamás —dijo con suavidad.

Su acompañante enrojeció, entre sorprendida y complacida.

—¿Le parece raro, señora Widdowson?

—Oh, ¿por qué? En absoluto.

De pronto Monica se había animado asombrosamente. No siguieron hablando del tema pero durante el resto del viaje continuaron conversando a un nuevo nivel de confianza e interés, mientras Monica no dejaba en ningún momento de mostrar su sonrisa, medio tímida y hermosa. Y cuando Barfoot se apeó en Bayswater se dieron la mano con especial afecto, como si los dos insinuasen el deseo de volverse a ver muy pronto.

Y lo hicieron el lunes siguiente. Recordando que la señora Widdowson había manifestado su intención de visitar Burlington House, Barfoot se presentó allí por la tarde. Si tenía la suerte de encontrarse con aquella bella mujercita la visita no resultaría desagradable. Quizá la acompañara su marido y en ese caso podría juzgar cuál era la situación entre ellos. Un tipo desabrido ese Widdowson; con toda probabilidad era un tirano, pensó. Si no andaba muy equivocado, seguramente ella se había hartado de él y lamentaba la esclavitud a la que la tenía sometida. La historia de siempre. Sumido en estos pensamientos y mientras paseaba de sala en sala echando algún que otro vistazo a un cuadro, descubrió a su conocida, catálogo en mano, y al parecer sola. Su rostro pensativo respondió de nuevo a su sonrisa. Se alejaron de los cuadros y tomaron asiento.

—Cené con nuestras amigas de Chelsea el sábado por la noche —dijo Barfoot.

—¿El sábado? No me dijo que fuera a ir de nuevo a la casa.

—En ese momento no pensaba en eso.

Monica dio muestras de diversión y sorpresa.

—Ya lo ve —continuó Barfoot—, no esperaba nada y felizmente para mí así fue. La señorita Nunn estaba de un humor terrible. Creo que no llegó a sonreír ni una sola vez durante toda la noche. Le confesaré que le escribí una carta mientras estuve de viaje y supongo que la ofendí.

—No creo que pueda saberse lo que piensa por la expresión de su rostro.

—Puede que no. Pero he estudiado su rostro muy a menudo y muy atentamente. Y aun así, para mí es un misterio en nada comparable a ninguna mujer que haya conocido. Naturalmente, eso explica en parte el poder que tiene sobre mí. Tengo la sensación de que si en algún momento se abriera a mí, sería una revelación extrañísima. Toda mujer lleva siempre una máscara que se quita ante un solo hombre; pero creo que Rhoda, la señorita Nunn, lleva un disfraz mucho más completo que cualquiera de los que he intentado desgarrar hasta ahora.

Monica tenía la sensación de que la conversación encerraba algo peligroso, una sensación que nacía de un conflicto secreto encerrado en su propio corazón y que involuntariamente podía llegar a desvelar. Nunca había hablado con tanta confianza con un hombre; desde luego no con su marido. No había la menor posibilidad de albergar sentimientos indebidos por Barfoot; ciertas razones así lo aseguraban; pero el cariz sentimental de la conversación amenazaba seriamente su tranquilidad, o lo poco que le quedaba de ella. Habría hecho mejor evitando que el hombre descargara en ella sus confidencias, pero éstas la halagaban tanto y le daban un motivo para la especulación tan jugoso que le era imposible obedecer los consejos de su propia prudencia.

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