Read Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (2 page)

los ciudadanos de Hatrack River de America Online, por señalarme dilemas que yo no sabía que tenía;

Richard Gilliam, por esperar pacientemente la historia de la Atlántida en su versión ampliada;

Don Grant, por muchos hermosos libros y por su paciencia para esperar una novela cuya creación desafió al calendario;

Michael Lewis, por el Mar Rojo;

Dave Dollahite, por los mayas;

una queja a Sid Meier, por el juego Civilización, que interfirió seriamente en mi habilidad para concentrarme en el trabajo productivo (pero lo recomiendo a aquellos que quieran tener la experiencia de alterar la historia por sí mismos);

a mis ayudantes, Kathleen Bellamy y Scott Alien, por incontables ayudas, grandes y pequeñas;

como siempre, a Kristine, por hacer la vida posible, y a Geoff, Em, Charlie Ben y Zina, por darle significado.

LOS VIGILANTES DEL PASADO

A
lgunos la llamaron «la era de deshacer»; otros, deseando ser más positivos, hablaban de «la replantación» o «la restauración», o incluso «la resurrección» de la Tierra. Todos esos nombres eran exactos. Se había hecho algo y había que deshacerlo. Muchas cosas habían muerto, o habían sido rotas, o asesinadas, y ahora volvían a la vida.

Éste era el trabajo del mundo en esos días: los nutrientes fueron devueltos al suelo de los grandes bosques tropicales del planeta, para que los árboles pudieran volver a crecer altos. Se prohibió el pastoreo en los bordes de los grandes desiertos de África y Asia y se plantó hierba para que la estepa y la sabana pudieran reconquistar poco a poco el territorio perdido ante la piedra y la arena. Aunque las estaciones meteorológicas situadas en órbita no podían cambiar el clima, a menudo desviaban los vientos lo suficiente para que ningún lugar de la Tierra sufriera sequías, inundaciones o falta de luz. En las grandes reservas los animales supervivientes aprendían a vivir de nuevo en libertad. Todas las naciones del mundo tenían un reparto equitativo de alimento y ninguna padecía ya hambre. Cada niño disponía de buenos maestros; cada hombre y mujer de una oportunidad decente para convertirse en aquello a lo que los condujeran sus talentos, pasiones y deseos.

Tendría que haber sido una época feliz en la que la humanidad avanzara hacia un futuro donde el mundo sería curado, donde podría vivirse una vida cómoda sin la vergüenza de saber que todo era a expensas de alguien más. Y para muchos (quizá la mayoría) así era. Pero muchos otros no podían apartar el rostro de las sombras del pasado. Faltaban demasiadas criaturas, que nunca serían restauradas. Demasiadas personas, demasiadas naciones yacían enterradas bajo el suelo del pasado. Una vez el mundo había rebosado con siete mil millones de vidas humanas. Ahora sólo una décima parte de esas vidas atendían los jardines de la Tierra. Los supervivientes no podían olvidar fácilmente el siglo de guerra y epidemias, de sequía e inundación y hambre, de atroz furia que conducía a la desesperación. Cada paso de cada hombre y mujer viviente pisaba la tumba de alguien, o eso parecía.

Así que no fueron sólo los bosques y praderas los que fueron devueltos a la vida. La gente también pensaba en recuperar los recuerdos, las historias, los caminos entrelazados que hombres y mujeres habían seguido para guiarlos a sus momentos de gloria y sus momentos de vergüenza. Construyeron máquinas que les permitían ver el pasado, al principio los grandes cambios absolutos a lo largo de los siglos, y luego, cuando las máquinas fueron perfeccionadas, los rostros y las voces de los muertos.

Sabían, por supuesto, que era imposible registrarlo todo. No había suficientes seres vivos para dar testimonio de todas las acciones de los muertos. Pero probando acá y allá, siguiendo una pregunta hasta su respuesta, una nación hasta su fin, los hombres y mujeres de Vigilancia del Pasado podían contar historias a sus semejantes, fábulas auténticas que explicaban por qué las naciones se alzaban y caían; por qué los hombres y mujeres envidiaban, odiaban y amaban; por qué los niños se reían bajo la luz del sol y temblaban en la oscuridad de la noche.

Vigilancia del Pasado recordaba tantas historias olvidadas, duplicaba tantas obras de arte perdidas o rotas, recuperaba tantas costumbres, modas, chistes y juegos, tantas religiones y filosofías, que a veces daba la impresión de que no había necesidad de pensar en nada. Toda la historia estaba disponible, parecía, y sin embargo Vigilancia del Pasado apenas había arañado la superficie de ella, y la mayoría de los observadores ansiaban un futuro ilimitado en el que pudieran curiosear a través del tiempo.

1. Los vigilantes del pasado

1

LA GOBERNADORA

H
ubo una única ocasión en que Colón se desesperó y pensó que nunca culminaría su viaje. Fue la noche del 23 de agosto, en el puerto de Las Palmas de Gran Canaria.

Después de tantos años de esfuerzo, sus tres carabelas habían zarpado por fin de Palos, sólo para encontrarse con problemas casi de inmediato. Después de que tantos sacerdotes y nobles en las cortes de España y Portugal le hubieran sonreído para luego tratar de destruirlo a sus espaldas, cuando el timón de la
Pinta
se soltó y estuvo a punto de romperse, a Colón le resultó difícil creer que no se trataba de un sabotaje. Después de todo, a Quintero, el dueño de la
Pinta,
le ponía tan nervioso dejar su pequeña embarcación partir en tan largo viaje que se enroló como un marinero más, con el único fin de no perder de vista su propiedad. Y Pinzón le dijo en privado que había visto a un grupo de hombres reunidos en la popa de la
Pinta
justo cuando soltaban velas. Pinzón arregló el timón él mismo, en el mar, pero al día siguiente volvió a romperse. Pinzón se enfureció, pero le juró a Colón que el barco se reuniría con él en Las Palmas al cabo de unos pocos días.

Colón confiaba tanto en la habilidad de Pinzón y en su entrega al viaje que no pensó más en la
Pinta.
Navegó con la
Santa María
y la
Niña
hasta la isla de Gomera, donde gobernaba Beatriz de Bobadilla. Era una reunión que ansiaba desde hacía tiempo, una oportunidad para celebrar su triunfo sobre la corte española con alguien que había dejado claro que deseaba su éxito. Pero Doña Beatriz no estaba en casa. Y mientras esperaba, día tras día, tuvo que soportar dos situaciones intolerables.

La primera fue tener que mostrarse educado al escuchar a los caballeretes de la pequeña corte de Beatriz, quienes no paraban de contarle sorprendentes mentiras sobre cómo, en ciertos días despejados, desde la isla de Hierro, la más occidental de las Canarias, se divisaba una tenue imagen de una isla azul en el horizonte... ¡como si no hubieran navegado hasta allí barcos de sobra! Pero Colón había aprendido a sonreír y asentir ante las más extravagantes estupideces. No se sobrevive en la corte sin esa habilidad, y Colón había capeado no sólo las cortes ambulantes de Fernando e Isabel, sino también la más asentada y arrogante de Juan de Portugal. Y después de esperar décadas para conseguir las naves, hombres, suministros y, sobre todo, el permiso para emprender su viaje, podía soportar unos cuantos días más de conversación con caballeros idiotas. Aunque a veces tenía que apretar los dientes para no señalar lo absolutamente inútiles que se verían, a los ojos de Dios y todos los demás, si no eran capaces de encontrar nada mejor que hacer con sus vidas que esperar en la corte de la gobernadora de Gomera cuando ella ni siquiera estaba en su residencia. Sin duda divertían a Beatriz: había demostrado un claro desprecio hacia la indignidad de la mayoría de los hombres de la clase caballeresca cuando conversó con Colón en la corte real de Santa Fe. A buen seguro los confundía constantemente con irónicos comentarios que ellos ni siquiera advertían.

Sin duda, mucho más intolerable era el silencio de Las Palmas. Había dejado allí hombres con instrucciones de comunicarle inmediatamente el arribo a puerto de la
Pinta.
Pero los días pasaban y no llegaba ninguna noticia. Mientras, la estupidez de los cortesanos se hacía más insufrible, hasta que por fin se negó a tolerar nada de ellos ni un instante más. Tras despedirse agradecido de los caballeros de Gomera, navegó hasta Las Palmas, sólo para encontrar, cuando llegó el 23 de agosto, que la
Pinta
no estaba allí.

Inmediatamente pensó en las peores posibilidades. Los saboteadores estaban tan decididos a que no completara el viaje que se había producido un motín, o de algún modo habían persuadido a Pinzón para que diera la vuelta y regresara a España. O iban a la deriva en las corrientes del Atlántico, barridos hacia algún destino innombrable. O los habían capturado los piratas... o los portugueses, tal vez pensando que eran parte de alguna estúpida empresa española para meterse en sus dominios a lo largo de las costas de África. O Pinzón, quien ciertamente se consideraba más cualificado para liderar la expedición que el propio Colón (aunque nunca habría conseguido el apoyo real para la aventura, pues carecía de la educación, los modales y la paciencia necesarios), podría haber tenido la loca idea de seguir navegando, para alcanzar las Indias antes que él.

Todo aquello era posible, y por momentos parecía hasta probable. Colón se apartó de toda compañía humana esa noche y se hincó de rodillas ante el Todopoderoso. No era la primera vez que lo hacía, pero nunca antes lo había hecho con tanta ira.

—He hecho todo lo que dispusisteis que hiciera —dijo—. He presionado y suplicado, y ni una sola vez me habéis mostrado el menor apoyo, ni siquiera en los momentos más oscuros. Sin embargo, mi confianza nunca falló y por fin conseguí la expedición en los términos exactos requeridos. Zarpamos. Mi plan era bueno. El tiempo óptimo. La tripulación es hábil aunque se consideren mejores marinos que su capitán. Todo lo que necesitaba ahora, todo lo que necesitaba, después de cuanto he soportado hasta hoy, era que algo saliera bien.

¿Era una osadía decirle esto al Señor? Probablemente. Pero Colón había hablado con osadía a hombres poderosos con anterioridad, y por eso las palabras surgían fácilmente de su corazón para brotar por su lengua. Dios podía fulminarlo si quería... Colón se había puesto en Sus manos antes, y estaba cansado.

—¿Era demasiado para Vos, mi Señor? ¿Teníais que quitarme mi tercera nave? ¿Mi mejor marino? ¿Teníais que privarme incluso de la amabilidad de Doña Beatriz? Está claro que no he encontrado favor ante Vuestros ojos, oh, Señor, y por tanto Os insto a que encontréis a otro. Haced que me caiga muerto si queréis, difícilmente podría ser peor que matarme poco a poco, lo que parece ser Vuestro plan en este momento. Voy a decir una cosa: permaneceré a Vuestro servicio un día más. Enviadme la
Pinta
o mostradme qué otra cosa queréis que haga, pero juro por Vuestro más sagrado y terrible nombre que no realizaré un viaje semejante con menos de tres naves, bien equipadas y plenamente atendidas. Me he convertido en un anciano a Vuestro servicio, mas a partir de mañana por la noche pretendo dimitir y vivir con la pensión que consideréis adecuado proporcionarme. —Se persignó—. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Tras haber finalizado su más impía y ofensiva oración, Colón no logró conciliar el sueño hasta que por fin, no menos airado que antes, saltó de la cama y se arrodilló de nuevo.

—¡Hágase Vuestra voluntad, y no la mía! —dijo, furioso. Entonces regresó a la cama e inmediatamente se quedó dormido.

A la mañana siguiente la
Pinta
arribó a puerto. Colón lo consideró la confirmación definitiva de que Dios estaba realmente interesado en el éxito de su viaje. «Muy bien —pensó—. No me hicisteis caer muerto por mi falta de respeto, Señor; en cambio, me habéis enviado la
Pinta.
Por tanto os demostraré que sigo siendo vuestro leal servidor.»

Lo demostró haciendo que la mitad de los habitantes de Las Palmas, o eso parecía, entraran en un absoluto frenesí. El puerto tenía carpinteros y calafateadores de sobra, herreros y estibadores y fabricantes de velas, y daba la impresión de que todos hubieran sido reclutados para trabajar en la
Pinta.
Pinzón rebosaba de desafiantes disculpas: habían navegado a la deriva durante casi dos semanas antes de que lograra por fin, gracias a sus brillantes dotes marineras, llevar la nave al puerto prometido. Colón recelaba todavía, pero no lo demostró. Fuera cual fuese la verdad, Pinzón estaba allí, y también la
Pinta,
junto con un hosco Quintero. Eso le bastaba.

Y mientras tenía la atención de los trabajadores del astillero de Las Palmas, finalmente convenció a Juan Niño, el propietario de la
Niña,
de que cambiara sus velas triangulares por los mismos aparejos cuadrados que las otras carabelas, para que todas aprovecharan el mismo viento y, con la ayuda de Dios, pudieran navegar juntas hasta la corte del Gran Khan de China.

Bastó una semana para que las tres naves quedaran en mejor forma de lo que estaban cuando zarparon de Palos, esta vez sin desafortunados fallos en el equipo necesario. Si antes hubo saboteadores, sin duda se habían amedrentado por el hecho de que tanto Colón como Pinzón parecían decididos a navegar a toda costa... por no mencionar el hecho de que si la expedición volvía a fracasar, podrían acabar aislados en las islas Canarias, con pocas perspectivas de regresar pronto a Palos.

Y Dios fue tan misericordioso al contestar la imprudente oración de Colón que, cuando por fin navegó hasta Gomera para la última estiba de sus naves, la bandera de la gobernadora ondeaba sobre los muros del castillo de San Sebastián.

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