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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Parque Jurásico (3 page)

En los primeros dibujos de la curva fractal habrá pocos indicios que permitan conocer la estructura matemática subyacente.

I
AN
M
ALCOLM

Casi el paraíso

Mike Bowman silbaba jubilosamente mientras conducía el «Land Rover» a través de la Reserva Biológica de Cabo Blanco, en la costa occidental de Costa Rica. Era una hermosa mañana de julio y la carretera que se abría ante él era espectacular: adherida al borde de un acantilado, dominaba la jungla y el Pacífico azul. Según los libros-guía del viajero, Cabo Blanco era una zona silvestre no tocada por el hombre, casi un paraíso. Verla ahora hizo que Bowman sintiera que las vacaciones volvían a ser lo que debían ser.

Bowman, agente de bienes raíces, de treinta y seis años de edad, proveniente de Dallas, había llegado a Costa Rica con su esposa y su hija para pasar dos semanas de vacaciones. En realidad, el viaje había sido idea de la esposa. Durante semanas, Ellen le había llenado los oídos con los maravillosos parques nacionales de Costa Rica, y cuán bueno sería que Tina los pudiera ver. Entonces, cuando llegaron resultó que Ellen tenía cita para ver a un cirujano plástico en San José. Ésa fué la primera información que Mike Bowman tuvo de la excelente y barata cirugía plástica asequible en Costa Rica, y de todas las lujosas clínicas privadas de San José.

Naturalmente, tuvieron una tremenda pelea. Mike pensaba que su esposa le había mentido, lo que era cierto. Y se puso firme en lo concerniente al asunto de la cirugía plástica. De todos modos era ridículo; Ellen sólo tenía treinta años y era una mujer hermosa. ¡Demonios, había sido la Reina del Regreso a Casa, durante el año previo a su graduación en Rice, y desde eso ni siquiera habían transcurrido diez años! Pero Ellen tenía tendencia a ser insegura y a preocuparse. Y parecía corno si, en los últimos años, hubiera estado preocupada, principalmente, por perder su atractivo físico.

Eso, y todo lo demás.

El «Land Rover» saltó al pasar por un bache, salpicando barro. Sentada al lado de Mike, Ellen dijo:

—Mike, ¿estás seguro de que este es el camino correcto? No hemos visto gente desde hace horas.

—Pasó otro automóvil hace quince minutos —le hizo notar—. ¿Recuerdas, el azul?

—Yendo para el otro lado…

—Querida, tú querías una playa desierta —dijo—, y eso es lo que vas a tener.

Ellen sacudió la cabeza en gesto dubitativo:

—Espero que tengas razón.

—Sí, papá, espero que tengas razón —terció Christina, desde el asiento trasero. Tenía ocho años.

—Confiad en mí, voy bien. —Condujo en silencio durante unos instantes—. Es hermoso, ¿no es así? Mirad ese paisaje. Es hermoso.

—Está bien —concedió Tina.

Ellen sacó una polvera y se miró en el espejo, apretándose con los dedos debajo de los ojos. Suspiró e hizo la polvera a un lado.

El camino empezaba a descender y Mike Bowman se concentró en la conducción. De repente, una pequeña figura negra cruzó velozmente el camino y Tina gritó:

—¡Mirad! ¡Mirad!

Después desapareció en la jungla.

—¿Qué era? —preguntó Ellen—. ¿Un mono?

—Quizás un mono tití —repuso Bowman.

—¿Puedo incluirlo? —consultó Tina, sacando su lápiz. Estaba haciendo una lista de todos los animales que había visto en el viaje, como parte de un proyecto para la escuela.

—No sé —contestó Bowman dubitativo.

Tina consultó las ilustraciones que tenía en el libro-guía:

—No creo que fuera un tití —dijo—. Creo que fue simplemente otro aullador. —En su viaje ya habían visto varios monos aulladores.

—¡Eh! —añadió, más animada—. Según este libro, «las playas de Cabo Blanco las frecuenta una amplia variedad de vida silvestre, entre la que se cuentan monos aulladores y de cara blanca, perezosos y coatíes». ¿Crees que veremos un perezoso, papá?

—Apuesto a que sí.

—¿De veras?

—Mira en el espejo.

—Muy gracioso, papá.

El camino embarrado corría en declive a través de la jungla, hacia el océano.

Mike Bowman se sentía como un héroe cuando, finalmente, llegaron a la playa, una media luna de tres kilómetros, de arena blanca, completamente desierta. Estacionó el «Land Rover» bajo la sombra de las palmeras que bordeaban la playa y sacó los almuerzos preparados en cajas. Ellen se puso el traje de baño, diciendo:

—Honestamente, no sé cómo voy a quitarme este exceso de peso.

—Estás maravillosa, linda. —En realidad, Mike pensaba que su esposa estaba demasiado delgada, pero había aprendido a no mencionarlo.

Tina ya estaba corriendo hacia la playa.

—No olvides que necesitas la crema bronceadura —le advirtió Ellen.

—Más tarde —gritó Tina por encima del hombro—. Voy a ver si hay un perezoso.

Ellen Bowman recorrió la playa y los árboles con la vista:

—¿Crees que la niña estará bien?

—Tesoro, no hay nadie en kilómetros a la redonda —dijo Mike.

—¿Y si hay víboras?

—¡Oh, por el amor de Dios! —repuso Mike Bowman—. No hay víboras en una playa.

—Bueno, podría haberlas…

—Tesoro —explicó con firmeza—, las víboras tienen sangre fría. Son reptiles. No pueden controlar la temperatura del cuerpo. Esta arena está a treinta y dos grados Celsius. Si una víbora saliera, se cocinaría. —Observó a su hija retozando en la playa, un punto oscuro contra la arena blanca—. Déjala ir. Que se divierta.

Puso la mano en torno de la cintura de su esposa.

Tina corrió hasta que estuvo exhausta y, entonces, se dejó caer sobre la arena caliente y rodó alegremente hasta la orilla. El océano estaba caliente y prácticamente no había oleaje. Se sentó un rato, recuperando el aliento, y después miró hacia atrás, hacia donde estaban sus padres y el coche, para ver lo lejos que había llegado.

La madre agitó la mano, haciéndole señales para que volviera. Jubilosamente, Tina agitó la mano a su vez, simulando que no entendía. Tina no se quería poner la loción bronceadura; tampoco quería volver para oír a su madre hablar de perder peso. Quería quedarse donde estaba y, a lo mejor, ver un perezoso.

Había visto un perezoso hacía dos días, en el zoológico de San José. Era como un personaje de los Teleñecos, y parecía inofensivo. Sea como fuere, no se podía mover con rapidez; ella podía ganarle con facilidad en una carrera.

Ahora su madre la estaba llamando a grandes voces, y Tina decidió salir del sol, alejarse del agua y ponerse a la sombra de las palmeras.

En esta parte de la playa las palmeras colgaban sobre una retorcida maraña de raíces de mangle, que bloqueaba cualquier intento de penetrar tierra adentro. Tina no podía ver mucho. Aunque hubiera allí un perezoso, se dio cuenta de que no podría verlo.

Frustrada, se sentó en la arena y pateó las hojas secas de mangle. Advirtió que había muchas huellas de pájaro en la arena. Costa Rica era famosa por sus pájaros. Los libros-guía decían que en Costa Rica había el triple de pájaros que en toda Norteamérica y en todo Canadá.

En la arena, alguna de las huellas de pájaros de tres dedos eran pequeñas, y tan débiles que apenas sí se las podía ver. Otras huellas eran más grandes y estaban impresas con más fuerza en la arena. Tina estaba mirando las huellas ociosamente, cuando oyó un sonido como de gorjeo, seguido por un siseo de hojas en la espesura del manglar.

¿Los perezosos producían un sonido como de gorjeo? Tina no lo creía, pero no estaba segura. Era probable que el gorjeo se debiera a algún ave marina. Tina respiró en silencio, sin moverse, oyendo de nuevo el siseo y, al final, vio la fuente de los sonidos: a unos pocos metros de distancia, una lagartija surgió de entre las raíces de mangle y la miró con curiosidad.

Tina contuvo la respiración. ¡Un nuevo animal para su lista! La lagartija se irguió sobre sus patas traseras, balanceándose sobre su gruesa cola, y miró fijamente a la niña. Erguida de ese modo, tenía casi treinta centímetros de alto; era de color verde oscuro con listas marrones a lo largo del lomo. Sus diminutas patas anteriores remataban en dedos pequeños, que se agitaban rápidamente en el aire. La lagartija alzó la cabeza cuando miró a Tina.

La niña pensó que el animal era lindo. Parecía una especie de salamandra grande. Tina alzó la mano y movió los dedos, en respuesta al movimiento que el animal hacía con los suyos.

La lagartija no estaba asustada. Se le acercó, caminando enhiesta sobre las patas traseras. Era apenas mayor que una gallina y, al igual que una gallina, meneaba la cabeza hacia delante y hacia atrás al caminar.

Tina pensó que sería una maravillosa mascota.

Observó que la lagartija dejaba huellas con tres dedos, que tenían la apariencia exacta de las de un pájaro. Se acercó más a Tina, mientras ésta permanecía sentada en la arena y la observaba; la niña mantenía el cuerpo quieto, pues no quería asustarla. Estaba sorprendida de que se le acercara tanto, pero recordó que estaba en un parque nacional. Todos los animales del parque debían de saber que estaban protegidos. Probablemente esa lagartija era mansa; quizás hasta esperase que la niña le diera algo que comer. Por desgracia no tenía nada que darle. Con lentitud, Tina tendió la mano abierta, con la palma hacia arriba, para mostrar que no tenía comida.

La lagartija se detuvo. Alzó la cabeza y gorjeó. Produjo un sonido chirriante característico, como el de un pájaro.

—Lo siento —dijo Tina—. Sencillamente no tengo qué darte.

Y entonces, sin previo aviso, la lagartija saltó sobre la mano tendida de la niña. Tina pudo sentir los deditos de las patas pellizcándole la piel de la palma, y sintió el sorprendente peso del cuerpo del animal, que le llevaba el brazo hacia abajo.

Y entonces, la lagartija le trepó por el brazo, en dirección a la cara.

—Ojalá pudiera verla —dijo Ellen Bowman, entrecerrando los ojos por la luz del sol—. Eso es todo; sólo verla.

—Estoy seguro de que está bien —contestó Mike, seleccionando cuidadosamente entre las cosas que había en el almuerzo preparado y embalado por el hotel: había un poco apetitoso pollo a la parrilla y algo así como pastel de carne. Y no era que Ellen fuera a comer nada de eso.

—¿No crees que se haya ido de la playa? —preguntó Ellen.

—No, tesoro, no lo creo.

—¡Me siento tan aislada aquí!

—Creí que eso era lo que querías —dijo él, sintiéndose exasperado.

—Y así es.

—En tal caso, ¿cuál es el problema?

—Es sólo que me gustaría poder verla.

Y entonces, desde la lejanía de la playa y traída por el viento, oyeron la voz de su hija. Estaba gritando.

Puntarenas

—Creo que está bastante mejor ahora —dijo el doctor Cruz, bajando la solapa plástica de la tienda de oxígeno que rodeaba a Tina, mientras la niña dormía.

Mike Bowman estaba sentado junto a la cama, cerca de su hija. Mike pensó que el doctor Cruz probablemente era muy competente: hablaba un excelente inglés, producto de su preparación en centros médicos de Londres y Baltimore. El doctor Cruz irradiaba competencia, y la «Clínica Santa María», el moderno hospital de Puntarenas, era inmaculada y eficiente.

Pero, aun así, Mike Bowman se sentía nervioso. El hecho incontestable era que su única hija estaba gravemente enferma, y que estaban lejos de casa.

Cuando Mike llegó hasta Tina, la niña estaba gritando histéricamente entre las raíces de mangle. Tenía el brazo izquierdo sangrante, cubierto con profusión de mordeduras pequeñas, cada una del tamaño de una huella de pulgar. Y había salpicaduras de algo pegajoso en el brazo, como si fuera una saliva espumosa.

La llevó por la playa. Casi de inmediato, el brazo empezó a enrojecer y a hincharse, y Mike no olvidaría en mucho tiempo ese frenético viaje de vuelta a la civilización, el «Land Rover» de tracción en las cuatro ruedas resbalando y patinando por el embarrado sendero que llevaba a las colinas, mientras Tina gritaba presa del miedo y del dolor, y el brazo cada vez se le hinchaba y enrojecía más. Mucho antes de que llegaran a los límites del parque, la tumefacción se le había extendido al cuello y, entonces, la niña empezó a tener dificultades para respirar…

—¿Estará bien ahora? —preguntó Ellen, mirando con fijeza a través de la tienda plástica de oxígeno.

—Así lo creo —la tranquilizó el doctor Cruz—. Le he administrado otra dosis de esteroides y su respiración es mucho más fácil. Y pueden ver que el edema del brazo está sumamente reducido.

Mike Bowman terció:

—En cuanto a las mordeduras…

—Todavía no tenemos la identificación —aclaró el médico—. Yo tampoco he visto mordeduras así antes. Pero notarán que están desapareciendo; ya resulta bastante difícil distinguirlas. Afortunadamente he tomado fotografías, como referencia. Y le hice un lavado de los brazos para recoger muestras de esa saliva viscosa, una para que se haga el análisis aquí, una segunda para enviarla a los laboratorios de San José, y la tercera se conservará congelada, en caso de que haga falta. ¿Tienen el dibujo que hizo la niña?

—Sí —dijo Mike Bowman. Le entregó al médico el boceto que Tina había hecho, en respuesta a preguntas formuladas por el personal de admisión.

—¿Este es el animal que la mordió? —preguntó el doctor Cruz, mirando el dibujo.

—Sí —respondió Mike Bowman—. Dijo que era una lagartija verde, del tamaño de una gallina o de un cuervo.

—No conozco lagartijas así —contestó el médico—. La dibujó levantada sobre las patas traseras…

—Así es. Dijo que caminaba sobre las patas traseras.

El doctor Cruz frunció el entrecejo. Contempló el dibujo un rato más:

—No soy un experto. Le he pedido al doctor Gutiérrez que nos visite aquí; es el investigador jefe de la Reserva Biológica de Carara, que está al otro lado de la bahía. Quizá pueda identificar el animal.

—¿No hay alguien de Cabo Blanco? —preguntó Bowman—. Ahí es donde mi hija fue mordida.

—Por desgracia, no. Cabo Blanco no tiene personal permanente y ningún investigador trabaja allí desde hace algún tiempo. Es probable que ustedes fueran las primeras personas que caminaban por esa playa después de varios meses. Pero estoy seguro de que encontrarán que el doctor Gutiérrez tiene amplios conocimientos sobre el tema. —Echó un vistazo a su reloj—. Llamé a la estación de Carara hace tres horas, cuando llegó su hija. El doctor Gutiérrez debe de estar a punto de llegar.

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