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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

Qualinost (37 page)

Habían llegado al taller del enano, pero no había señales de Tanis. Flint, agradecido de tener oportunidad de descansar unos minutos en su banco favorito —aunque jamás habría admitido tal cosa—, invitó a Miral a compartir con él un tentempié. El mago aceptó, y poco después los dos estaban dando buena cuenta de unas generosas raciones de
quith-pa
tostado y sazonado que Flint había comprado en el camino de regreso. El enano sostenía en una mano una jarra de cerveza; el mago bebió agua.

—Y dime, ¿qué tal te encuentras, amigo mío? —preguntó Miral—. ¿Te has enterado de algo acerca de quienes te pusieron esa sucia trampa?

Flint sacudió la cabeza en un gesto de negación como respuesta a la segunda pregunta, y a la primera contestó afirmando que se sentía tan fuerte como un enano con la mitad de sus años.

—Tanis y Ailea me han cuidado muy bien. Me han alimentado sólo con comida y bebida sanas. Fue espantoso —añadió asumiendo un fingido gesto sombrío.

—¿Hizo algún efecto la poción que te dejé? —inquirió Miral—. Me preguntaba qué tal te iría tomando una taza de esa infusión cada hora.

—¿Poción? —Flint parecía desconcertado—. Ailea se ocupó de hacerme tragar cantidades ingentes de agua y leche, suficientes para hacer que un enano flotara prácticamente en líquido. Aseguraba que de ese modo se prevenía la fiebre ocasionada por la herida. Pero no tomé ninguna poción. A menos, por supuesto, que la mezclara con el agua y yo me la tragara sin darme cuenta.

—No, esta infusión ha de tomarse caliente —replicó el mago—. En fin, quizás olvidé dejar el paquete de las hierbas. He estado tan ocupado últimamente, que ya no estoy seguro de si he hecho algo o sólo he pensado en hacerlo.

En ese momento se escucharon unos pasos ligeros en el camino que conducía a la casa.

—Debe de ser Tanis —dijo Flint.

Pero se trataba de una niña elfa, no más alta que Flint, con el cabello del color del trigo maduro, y los ojos azules como el mar. Sin siquiera saludar, soltó de sopetón:

—Esto es de tía Ailea. Para Flint Fireforge o Tanthalas Semielfo. Y tendió un rollo de pergamino al enano. La chiquilla siguió inmóvil delante de Flint, apoyando el peso de manera alternativa en uno y otro pie, mientras el enano desenrollaba el pergamino y miraba la nota.

—«Flint, Tanthalas —leyó en voz alta—. Venid de inmediato. Sé algo sobre Xenoth. Ailea.» —Alzó la vista del papel—. ¿Qué demonios...? —Flint miró sin ver a la pequeña elfa durante unos instantes; luego, sus ojos se enfocaron de repente en la chiquilla—. ¿Qué quieres, niña? —gruno.

—Tía Ailea dijo que me regalarías un juguete si venía corriendo a traerte su mensaje. —La pequeña todavía jadeaba—. Fue un trabajo duro. El desfile ya ha dado la vuelta. ¡El camino estaba abarrotado de gente! —dijo con aire malhumorado.

—Busca allí. —Flint señaló el nicho de la pared—. Elige lo que quieras. ¿Cómo estaba Ailea cuando te marchaste, pequeña?

La niña ya había abierto la tapa del nicho y revolvía el contenido con manos ávidas. Contestó al enano sin volver la cabeza.

—Muy excitada. Repetía sin cesar: «Ahora tiene sentido. La cicatriz. La "T": La solución. Ahora lo entiendo». Y me llevó hasta la puerta prácticamente a empujones —comentó la niña con tono ofendido.

Flint estaba perplejo, mirando alternativamente al mago y a la pequeña enfrascada con los juguetes.

—La cicatriz. La «T» —musitó el enano—. ¿La solución?

—No conozco a ningún elfo con una cicatriz en forma de «T» —comentó Miral mientras apartaba a un lado el plato de
quith pa—
. Y con esa inicial, el único nombre que recuerdo es Tyresian.

—¡Eso es! —exclamó excitado Flint—. Tyresian tiene los brazos cubiertos de cicatrices por la práctica de la esgrima. Ailea debe de haber descubierto algo que lo relaciona con la muerte de Xenoth. —Se levantó del banco y se dirigió a la puerta—. Vamos, hemos de darnos prisa —gritó a Miral. Luego añadió, dirigiéndose a la pequeña:— ¡Coge lo que quieras!

Flint salió como una tromba del taller y Miral fue en pos de él mientras se abría paso a empujones por las calles abarrotadas de nuevo por la bulliciosa muchedumbre que regresaba tras haber dejado a Porthios en la Arboleda.

La niña, muy contenta, se quedó en el taller del enano, con los brazos metidos hasta los codos en juguetes de madera.

* * *

Ailea paseaba de un lado a otro de la casa con impaciencia, deteniéndose de vez en cuando para golpear con el puño cerrado sobre la palma de la otra mano, un gesto masculino poco habitual en una mujer elfa, pero la anciana estaba muy excitada.

—¡Tiene que ser eso! —musitó—. ¡Por supuesto! —Dio media vuelta frente a la chimenea y desanduvo los pasos hacia la puerta. Una vez más, cruzó el umbral y se asomó a la calle—. ¿Dónde se habrán metido? —rezongó—. ¿Los habrá encontrado ya Fionia? Espero que esa niña no se pierda...

Oyó un chasquido metálico en la parte posterior de la vivienda y cerró la puerta principal.

—¿Flint? ¿Tanthalas? —llamó, con una expresión casi felina en su rostro afilado. Cruzó la sala a toda prisa y se detuvo ante la puerta de la cocina—. ¿Quién...?

Una figura se volvió hacia ella, y Ailea se quedó petrificada. En todas las centurias de su larga vida, jamás había sentido tanto terror. Con las manos sudorosas y la respiración entrecortada, retrocedió ciegamente, derribando una mesa. Tres retratos de bebés y algunos juguetes fabricados por Flint se estrellaron contra el suelo.

El intruso la siguió hasta la sala; Ailea abrió la boca para gritar.

Pero no llegó a emitir sonido alguno. La anciana se desplomó en silencio.

Después, el misterioso personaje abandonó la casa.

* * *

Cuando Tanis se alejó del desfile, eligió las calles más desiertas, lo que no le resultó difícil dado que la mayoría de los residentes de Qualinost seguía al Orador y a Porthios hacia la Arboleda. Deambuló sin rumbo fijo alrededor de media hora, hasta que la voz de un vendedor de
quith-pa
le recordó que había acordado reunirse con Flint en su casa.

No tardó en llegar al taller, donde se encontró con un solo ocupante: una niña rubia que jugaba encantada con un montón de figuritas de madera esparcidas por el suelo del cuarto. La pequeña se presentó como Fionia, mientras señalaba la nota de tía Ailea, caída junto al banco de piedra, y declaró que el enano le había regalado todos aquellos juguetes.

Tanis leyó el mensaje y acto seguido salía corriendo antes de que la pequeña hubiera terminado de hablar. Posteriormente, recordó pocos detalles del precipitado recorrido desde el taller de Flint hasta la casa de Ailea; todo quedó reducido a un borroso conglomerado de colorido, canciones, bailes y charlas. En una ocasión divisó a Flint, parado en una esquina y mirando alrededor como si buscase a alguien, pero cuando se abrió una nueva brecha entre la muchedumbre, el enano había desaparecido. Tanis reanudó la marcha.

La puerta principal de la vivienda rosa y gris de Ailea no tenía echado el pestillo, pero eso no era inhabitual. Pocos qualinestis atrancaban las puertas de sus hogares, ya que eran tan escasos los delitos que se cometían en la ciudad que la gente estaba confiada. Tanis llamó con los nudillos, al principio con suavidad, y después con más fuerza al no escuchar el habitual «ya voy, ya voy» de la partera. Desde la calle, alzó la cabeza hacia las ventanas del segundo piso y llamó a la anciana, pero tampoco tuvo respuesta.

Una vecina se asomó a la puerta de la casa de al lado y dirigió una mirada de reproche al semielfo que aporreaba la hoja de madera.

—Ailea tiene que estar en casa —dijo la mujer elfa—. La vi por la ventana hace apenas cinco minutos.

Por fin, Tanis se decidió a abrir la puerta y penetró en la casa. Incluso antes de que sus ojos se ajustaran a la escasa luz del interior, supo que algo iba mal. Había esperado que la partera irrumpiera desde el cuarto trasero explicándole excitada que había resuelto lo ocurrido con Xenoth.

En lugar de eso, percibió el olor a muerte. La puerta se cerro a sus espaldas.

La anciana yacía boca arriba delante de la chimenea, en un charco de su propia sangre. Sus ojos redondos, aquellos ojos humanos de los que nunca se había avergonzado, contemplaban sin ver el techo del cuarto. Docenas de miniaturas aparecían esparcidas por el suelo. Tanis reparó en que la anciana se había movido después de recibir el golpe fatal, ya que había un rastro de sangre desde la puerta principal hasta la alfombra extendida ante la chimenea. Una manga de la blusa estaba subida hasta el codo, y el repulgo de la falda lila se había doblado de manera que dejaba a la vista un esbelto tobillo y una rodilla. La otra mano de Ailea sostenía el retrato de dos niños elfos.

Tanis ni siquiera encontró fuerza para gritar. Cayó de rodillas junto al menudo cuerpo de la anciana, sin reparar en el fluido rojizo que le humedecía las calzas y los mocasines. La blusa de Ailea estaba empapada de sangre. Tanis se encontró intentando limpiarla en vano, para conseguir sólo extender más la mancha. Rozó el rostro de Ailea, con la esperanza de notar su aliento. Sin embargo, la carne de la mujer, aunque todavía cálida, tenía ya la rigidez de la muerte.

Tanis se miró las manos, manchadas de sangre; se sentó sobre los talones, con el corazón oprimido por el dolor y la rabia.

De repente, cayó en la cuenta de que alguien estaba aporreando la puerta hacía rato. En ese momento, la hoja de madera se abrió de golpe a sus espaldas. Tanis volvió la cabeza para mirar al recién llegado.

—¡Reorx bendito! —gritó Flint—. ¡Ailea!

* * *

A mitad de camino de la casa de la partera, Flint se había metido en un mar de elfos y había perdido de vista a Miral. Mas, imaginando que un mago de la misma estatura que los otros elfos tenía más oportunidad de abrirse paso entre la muchedumbre de la que tenía un enano de un metro veinte de altura, Flint reanudó la marcha a toda prisa sin buscar más a Miral.

El mago alcanzó a Flint en el umbral de la casa de Ailea, cuando el enano llamaba a la puerta por primera vez. El mago parecía estar falto de respiración.

Flint no le prestó atención, y empezó a aporrear la hoja de madera. Por fin, la abrió de golpe y vio volverse hacia él el rostro bañado en lágrimas de Tanis, y gritó al reparar en lo que había más allá del semielfo.

... y entonces fue cuando se fijó en las palabras garabateadas con sangre en un mantel; unas palabras que ya empezaban a adoptar un color pardo al secarse el fluido vital. El mensaje decía: «Ailea, lo siento.»

* * *

—Comprende la decisión que he de tomar, Tanthalas —decía un tiempo después el Orador desde la tribuna de la Torre del Sol. Cientos de elfos, atraídos por el inminente
Kentommen,
se apiñaban en la entrada, si bien sólo se autorizaba la presencia de los nobles en la propia cámara central cuando el Orador impartía justicia. Había un constante rumor de fondo de conversaciones y comentarios.

»
Desde la Guerra de Kinslayer, Tanthalas, no se había vuelto a derramar la sangre de un elfo a manos de otro elfo —dijo Solostaran—. Y ahora no sólo hemos de llorar la muerte de una leal y antigua servidora de esta corte, sino que también lamentaremos la pérdida de la paz que durante tanto tiempo ha reinado en esta ciudad.

»
Más, antes de abandonarnos al duelo, aquel que ha arrojado estas sombras sobre nuestros corazones, deberá atenerse a las consecuencias de su maldad. Por ello te encuentras ante mí, Tanthalas Semielfo. Has sido acusado del asesinato de tía Ailea, la partera.

—Probablemente también mató a lord Xenoth —susurró Litanas desde su nueva posición a la derecha de la tribuna.

—Basándome en los hechos —anunció Solostaran—, te declaro culpable.

Todavía vestido con las ropas manchadas de sangre que llevaba cuando los guardias de palacio lo habían rendido en casa de Ailea, Tanis apretó los párpados al oír la sentencia, pero se mantuvo firme. Oyó un gruñido a sus espaldas, y supo que era Flint.

—Por lo tanto, mi veredicto es que tú, Tanthalas Semielfo, seas desterrado del reino de Qualinesti, y que sus gentes te rechacen como si fueses alguien que jamás ha existido, so pena de sufrir tu mismo castigo.

A Tanis le daba vueltas la cabeza. Una condena a muerte habría sido más misericordiosa, pensó. La idea de abandonar Qualinost le partía el corazón tan certeramente como si lo hubieran atravesado con una daga. A despecho de sus ansias de viajar por todo Krynn, había dado por hecho que tenía un lijaren Qualinost al que regresar.

Tyresian había escuchado las palabras del Orador con una sombría actitud triunfante.

—Tanthalas, ¿aceptas mi veredicto? —preguntó Solostaran.

Tanis abrió la boca para responder, sin estar seguro de las palabras que articularía, pero, de manera inesperada, uno de los guardias que lo flanqueaban se tambaleo, y Tanis parpadeó desconcertado mientras Flint avanzaba furioso hasta situarse ante el podio.

—No sé si él lo acepta o no —gruñó; tenía las manos apoyadas en las caderas en una actitud desafiante, si bien en sus ojos había una expresión de pesar—. ¡Pero, por Reorx, de lo que estoy convencido es de que yo me opongo!

Los que se encontraban alrededor de la tribuna contemplaron al enano sin salir de su asombro.

Flint era muy consciente de todos aquellos pares de ojos almendrados que lo miraban de hito en hito, sobre todo los del Orador.
«En cualquier momento, me echarán de la ciudad de una patada
—pensó—,
y entonces no podré hacer nada en favor de Tanis.»
De pronto recordó a Ailea, y comprendió que con el semielfo desterrado y la partera muerta, no le quedaban razones para permanecer en Qualinost. Sacudió la cabeza y puso sus ideas en orden. Sin duda, Ailea comprendería que ahora pusiera todas sus energías en defender a Tanthalas, su niño predilecto. Más tarde, en privado, ya tendría tiempo de lamentar la pérdida de tan entrañable amiga. Pero Tanis lo necesitaba ahora.

—Mirad, Orador —comenzó Flint con voz retumbante antes de que Solostaran tuviese ocasión de decir nada—, al parecer habéis escuchado todo cuanto estos nobles elfos tenían que decir sobre lo ocurrido... o sobre lo que creen que ha ocurrido. No hay testigos presenciales...
Ningún
testigo, recordadlo.

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