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Authors: Antonio Tabucchi

Tags: #Drama, Histórico

Sostiene Pereira (17 page)

Dejó su artículo al señor Pedro y salió. Se sentía agotado y tenía la tripa alborotada. Pensó en detenerse a comer un bocadillo en el café de la esquina, pero sólo pidió una limonada. Luego cogió un taxi y se hizo llevar hasta la catedral. Entró en casa con cautela, con el temor de que alguien le estuviera esperando. Pero no había nadie, sólo un gran silencio. Fue al dormitorio y echó una mirada a la sábana que cubría el cuerpo de Monteiro Rossi. Después cogió una pequeña maleta, puso lo estrictamente necesario y la carpeta de las necrológicas. Fue a la estantería y empezó a hojear los pasaportes de Monteiro Rossi. Finalmente encontró uno apropiado para el caso. Era un buen pasaporte francés, muy bien hecho, la fotografía era de un hombre grueso con bolsas bajo los ojos, y la edad se correspondía con la suya. Se llamaba Baudin, François Baudin. Le pareció un buen nombre, a Pereira. Lo metió en la maleta y cogió el retrato de su esposa. Te llevaré conmigo, le dijo, será mejor que vengas conmigo. Lo puso con la cara hacia arriba, para que respirara bien. Después echó una mirada a su alrededor y consultó el reloj.

Era mejor darse prisa, el
Lisboa
saldría dentro de poco y no había tiempo que perder, sostiene Pereira.

25 de agosto de 1993

NOTA DE ANTONIO TABUCCHI A LA DÉCIMA EDICIÓN ITALIANA

El señor Pereira me visitó por primera vez una noche de septiembre de 1992. En aquella época no se llamaba todavía Pereira, no poseía trazos definidos, era una presencia vaga, huidiza y difuminada, pero que deseaba ya ser protagonista de un libro. Era sólo un personaje en busca de autor. No sé por qué me eligió precisamente a mí para ser narrado. Una hipótesis posible es que el mes anterior, en un tórrido día de agosto en Lisboa, hice una visita. Recuerdo con nitidez aquel día. Por la mañana compré un diario de la ciudad y leí la noticia de que un viejo periodista había muerto en el Hospital de Santa María de Lisboa y que sus restos mortales estaban expuestos para el último adiós en la capilla ardiente del hospital. Por discreción no deseo revelar el nombre de esa persona. Diré únicamente que era alguien a quien había conocido fugazmente en París a finales de los años sesenta, cuando él, como exiliado portugués, escribía en un periódico parisiense. Era un hombre que había ejercido su oficio de periodista en los años cuarenta y cincuenta en Portugal, bajo la dictadura de Salazar. Y había conseguido hacerle una buena jugarreta a la dictadura salazarista publicando en un periódico portugués un feroz artículo contra el régimen. Después, naturalmente, había tenido serios problemas con la policía y se había visto obligado a escoger la vía del exilio. Yo sabía que después del setenta y cuatro, cuando Portugal recuperó la democracia, había regresado a su país, pero no había vuelto a encontrarme con él. Ya no escribía, se había jubilado, no sé a qué se dedicaba, por desgracia había sido olvidado. En aquel período, Portugal vivía la vida convulsa y agitada de un país que ha recuperado la democracia después de cincuenta años de dictadura. Era un país joven, dirigido por gente joven. Nadie se acordaba ya de un viejo periodista que se había opuesto con determinación a la dictadura de Salazar.

Acudí a visitar su cadáver a las dos de la tarde. La capilla del hospital estaba desierta. La tapa del ataúd estaba levantada. Aquel hombre era católico y le habían colocado sobre el pecho un crucifijo de madera. Permanecí allí unos diez minutos. Era un viejo robusto, o más bien grueso. Cuando le conocí en París era un hombre de unos cincuenta años, ágil y despierto. La vejez, quizá una vida difícil, habían hecho de él un viejo grueso y fláccido. A los pies del ataúd, sobre un pequeño atril, había un registro abierto donde aparecían las firmas de los visitantes. Había algunos nombres, pero yo no conocía a nadie. Tal vez fueran antiguos colegas, gente que había vivido con él las mismas batallas, periodistas jubilados.

En septiembre, como decía, Pereira vino a visitarme a su vez. En aquel momento no supe qué decirle, y sin embargo comprendí de manera confusa que aquella vaga aparición que se presentaba bajo el aspecto de un personaje literario era un símbolo y una metáfora: en cierto sentido era la trasposición fantasmagórica del viejo periodista a quien había rendido el último saludo. Me sentí azorado pero le acogí con afecto. Aquella tarde de septiembre comprendí vagamente que un ánima que erraba en el espacio del éter me necesitaba para relatarse, para describir una elección, un tormento, una vida. En ese privilegiado espacio que precede al momento del sueño, y que para mí es el espacio más idóneo para recibir las visitas de mis personajes, le dije que volviera de nuevo, que se confiase a mí, que me contara su historia. Volvió y yo encontré para él de inmediato un nombre: Pereira. En portugués Pereira significa peral y, como todos los nombres de árboles frutales, es un apellido de origen judío, al igual que en Italia los apellidos de origen judío son nombres de ciudades. Con ello quise rendir homenaje a un pueblo que ha dejado una gran huella en la civilización portuguesa y que ha sufrido las grandes injusticias de la Historia. Pero hubo otro motivo, esta vez de origen literario, que me empujaba hacia ese nombre: una pequeña pieza teatral de Eliot titulada
What about Pereira?
, en la que dos amigas evocan, en su diálogo, a un misterioso portugués llamado Pereira, del cual no se llegará a saber nada. De mi Pereira, en cambio, yo comenzaba a saber muchas cosas. En sus visitas nocturnas me iba contando que era viudo, cardiópata e infeliz. Que le gustaba la literatura francesa, especialmente los escritores católicos de entreguerras, como Mauriac y Bernanos, que estaba obsesionado por la idea de la muerte, que su mayor confidente era un franciscano llamado padre Antonio, con el cual se confesaba temeroso de ser herético porque no creía en la resurrección de la carne. Y, después, las confesiones de Pereira, unidas a la imaginación de quien escribe, hicieron lo demás. Encontré para Pereira un mes crucial en su vida, un mes tórrido: agosto de 1938. Pensé en una Europa al borde del desastre de la Segunda Guerra Mundial, en la Guerra Civil española, en las tragedias de nuestro pasado reciente. Y en el verano del noventa y tres, cuando Pereira se había convertido en amigo mío y me había relatado su historia, yo pude escribirla. La escribí en Vecchiano, en dos meses, que fueron también tórridos, de intenso y furibundo trabajo. Por una afortunada coincidencia, acabé de escribir la última página el 25 de agosto de 1993. Y quise registrar esa fecha en la página porque es para mí un día importante: el cumpleaños de mi hija. Me pareció una señal, un auspicio. El día feliz del nacimiento de un hijo mío nacía también, gracias a la fuerza de la escritura, la historia de la vida de un hombre. Tal vez, en la inescrutable trama de los eventos que los dioses nos conceden, todo ello tenga su significado.

ANTONIO TABUCCHI (Vecchiano 1943, Lisboa 2012), se ha impuesto como el mejor escritor italiano de su generación y goza de un amplio prestigio internacional: un escritor «situado a la cabeza de la literatura europea» (Miguel García-Posada), que ejerce «una fascinación sin par», en palabra de José Cardoso Pires. En Anagrama se han publicado
Dama de Porto Pim
,
Nocturno Hindú
(Premio Médicis a la mejor novela traducida en Francia en 1987),
El juego del revés
,
Pequeños equívocos sin importancia
(Premio Selezione Campiello),
La línea del horizonte
,
Los volátiles del Beato Angélico
,
El ángel negro
,
Réquiem
,
Sueños de sueños & Los tres últimos días de Fernando Pessoa
Sostiene Pereira
(Premio Campiello, Viareggio-Répaci, Scanno, Premio dei Lettori, Prix Européen Jean Monnet 1995, Aristeion de la Unión Europea y Arcebispo Juan de San Clemente),
La cabeza perdida de Damasceno Monteiro
,
Piazza d'Italia
,
Se está haciendo cada vez más tarde
y los ensayos de
La gastritis de Platón
.

Notas

[1]
En español en el original. (N. de los T.)
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