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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (5 page)

—Ahora se arma.

Merkel toma una botella a medio llenar y la lanza contra el plexo del cortador de corbatas, tan fuerte que éste se dobla como un boxeador noqueado.

—Un tiro limpio —admira el viejo.

Ahora vuela por los aires un trozo de enrejado de madera; nosotros nos cubrimos las cabezas, mientras el viejo, el único, queda a cabeza descubierta declamando con tono grave:

—«...ya viene volando una placa de mármol, un espejo grande va contra el patrón.

Y el mar subía, y el viento soplaba...» El piano recibe más cerveza.

—¡El licor nos convierte en impotentes! —grazna Thomsen. Apenas si se puede tener sobre los pies.

—¿Vamos al castillito? —me pregunta el viejo.

—¡Noo! Quiero dormir un poco; por lo menos un par de horas.

Thomsen se levanta con esfuerzo:

—Esperen... yo... los acompaño, ¡qué lío!; ya vamos; sólo un poco de agua; tengo que dejar un poco de agua en el rincón.

La luz blanca de la luna, detrás de la puerta de vaivén, me toma de sorpresa. No esperaba esa luz: un plateado brillante. La calle de la costa es de un color blanco azulado, como enfriada al rojo; la calle, las casas, todo está inmerso en esa cruda y fría luz de neón.

¡Mi Dios! Una luna así, es imposible. Redonda y blanca como un Camembert. Brillante Camembert. Hasta se podría leer el periódico en una noche como ésta. Toda la bahía es un solo papel plateado, destellante. Toda la gran superficie, desde la costa hasta el horizonte, son millones de facetas metálicas. Horizonte de plata contra un cielo de negro terciopelo.

Entrecierro los ojos hasta ver por dos líneas. La isla allí afuera es como el lomo de una raya, brillando. Se ve la chimenea del transporte hundido, se ven los restos del mástil: todo se ve cortada.. con tijeras. Me apoyo en la baranda de cemento. Siento la piedra contra las palmas de las manos: es chocante. Allá, los geranios en los almácigos; cada capullo es reconocible. Dicen que las bombas de gas venenoso huelen como geranios.

¡Las sombras marcadas! ¡El golpear de la marea contra la costa! Parece que yo tuviera olas en mi cabeza; la piel brillante del mar en la noche me lleva arriba y hacia abajo, arriba, abajo. Un perro brilla: la luna ladra.

¿Dónde ha quedado Thomsen, el nuevo caballero? ¿Dónde? De vuelta, entrar en el Royal. Se puede cortar el aire aquí; es aire dispuesto en capas, sedimentado.

—¿Dónde está Thomsen?

Estaba aquí. No puede haber desaparecido.

Con el pie empujó la puerta del baño. Para no tocar el picaporte.

Ahí está él, acostado. Acostado sobre su lado derecho, a lo largo, en medio de una laguna de orina amarilla, un resto de vómito junto a la cabeza, hacia el sumidero. La mitad derecha de la cara de Thomsen está recostada en ese puré. También la Orden cuelga en la orina. Ante los labios de Thomsen se forman y se vuelven a formar burbujas de distinto tamaño, porque Thomsen da de sí algunos sonidos. Se puede reconocer algo de lo que barbotea:

—¡Luchar! ¡Vencer o caer! ¡Luchar, vencer o caer! Luchar... vencer o... caer.

Yo también siento que tengo que devolver. Una arcada demasiado poderosa hace fuerza desde la profundidad y sobrepasa la campanilla.

—¡Vamos, arriba! —consigo decir y tomo a Thomsen del cuello. No quiero que la orina amarilla me toque las manos.

—Me quería... me quería... me quería descargar... jajaja..., descargar esta noche — balbucea Thomsen—, ahora no estoy en condiciones de montarme una mujer.

Aparece el viejo. Lo tomamos a Thomsen de las manos y de los pies. Un poco a la carga y otro poco a la rastra lo llevamos ante la puerta del apartado. También de la cara le gotea el puré amarillo oscuro. Su uniforme está empapado a la derecha.

—¡Adelante, toquen ustedes también!

Tengo que soltar a Thomsem. Corro de vuelta al inodoro. Con una arcada superior a mis fuerzas dejo todo lo que tenía en el estómago; cae sobre las baldosas del suelo. Nuevas arcadas. Lloroso, me apoyo en la pared. Veo mi reloj. Son las dos.

¡Carajo! A las seis y media nos pasará a buscar el coche para ir hacia el puerto.

LA PARTIDA 

Dos calles llevan hacia el puerto. El comandante elige la que es un poco mas larga, la que va por la costa.

Con ojos afiebrados miro pasar las casas; por allá se ven las baterías, mal camufladas, en la luz gris del amanecer; de vez en cuando vemos los símbolos de los cuarteles, grandes letras y figuras plenas de misterio; del otro lado, un par de vacas pastando, el poblado,
Réception inmaculée
. Carteles de propaganda, un horno medio derruido, dos caballos pesados enganchados a un tiro. En algunos jardines descuidados se reconocen rosas tardías para la época. Y el gris manchado de las paredes de las casas.

Parpadeo mucho, porque el humo del tabaco me molesta. Ya veo las primeras señas del puerto: casas destruidas, montones de chatarra y aquí y allá manojos de pasto que salen a recibir el sol de la mañana. Toneles herrumbrosos, un cementerio de automóviles, girasoles secos. Retazos de ropa, grises también; el pedestal de algún monumento, bombardeado. Grupos de franceses con boinas vascas. Convoyes de camiones. La calle se hunde en la frescura que el río ha fabricado en el terreno; allí todavía hay niebla espesa.

Pasa un carro de dos ruedas, altas como un hombre, con el conductor en sombras. Un casa con techo de tejas. Un balcón alguna vez recubierto de vidrio, ahora destruido; queda nada más que el esqueleto de hierro. Garajes. Un hombre con delantal azul, en el marco de una puerta, la colilla mojada de saliva pegada al labio inferior.

Se oye el ruido propio de un puerto. Andenes de descarga. La estación de trenes, completamente destruida; todo gris; gris en incontables tonos, que van desde un blanco de yeso sucio hasta el negro amarillento del hollín. Fuertes silbidos de chimeneas. Ya siento la arena entre los dientes.

Trabajadores de astilleros, franceses, con bolsones negros, de mala calidad. Es asombroso que esta gente se quede aquí todavía, a pesar de la gran cantidad de ataques.

Un barco a medio hundir; seguramente un antiguo carguero de pescado, que debía ser transformado en avanzada o algo así. Un remolcador fuera del agua, sobre caballetes, mostrando su panza bovina. Mujeres con traseros enormes, enfundados en pantalones, con los martillos a los costados como si fueran pistolas. El fuego de un fuelle pinta de rojo la lechada gris.

Las grúas apuntan todas hacia arriba, a pesar de los continuos ataques aéreos; las ondas producidas por las detonaciones no encontraron resistencia en su filigrana de hierro.

Entre el lío de calles levantadas, nuestro coche no consigue avanzar más. Los últimos doscientos metros hasta el
bunker
hay que caminarlos. Somos cuatro figuras anchas y desdibujadas en la niebla, caminando una detrás de la otra: el comandante, el ingeniero, el segundo oficial y yo. El comandante camina encorvado, su mirada pegada a la calle; por encima de su cuello de cuero se le ve la bufanda roja, que casi le toca la gorra blanca, sucia.

Tiene la mano derecha en el bolsillo de su chaqueta de cuero, la izquierda sólo se engancha por el pulgar en el otro bolsillo. Bajo la axila izquierda sobresale un bolso. Su paso largo se hace pesado con las botas de mar, las suelas de corcho.

Lo sigo a dos pasos de distancia. Detrás de mí camina el ingeniero; su forma de andar es desequilibrada, como si bailara. Las calles, que no sacan del ritmo al comandante, lo hacen saltar a cada momento; no lleva chaqueta de cuero, como nosotros, sino un mono gris verdoso: parece un mecánico que se ha colocado una gorra de oficial; también lleva un bolso, pero más ordenadamente.

Al final de la hilera va el segundo oficial, el más pequeño de todos nosotros.

Está murmurando algo junto al ingeniero; le dice que teme que la espesa niebla nos impida partir a la hora. En medio de la niebla no sentimos ni siquiera una ligera brisa.

El paisaje está lleno de cráteres donde la niebla se amontona como puré espeso.

También el segundo, así como el comandante y yo, tiene un bolso de lona.

Todo lo que llevamos en este viaje debe encontrar su lugar ahí dentro: una botella grande de agua de colonia, ropa interior de lana, una faja, guantes tejidos y un par de camisas. El
Isländer
lo lleva puesto. Cremas, el pesado chaquetón de cuero, botas de mar y un salvavidas ya me esperan en el submarino. «Lo mejor es llevar camisas negras», ha aconsejado el primer timonel, «porque no se ensucian».

El primer oficial y el estudiante de ingeniería ya están a bordo, con el resto de la tripulación, para ponerlo en buena posición.

Sobre el Oeste el cielo aún está lleno de las sombras de la noche. Pero hacia el Este, detrás de la negra silueta de los cargueros, ya se eleva un brillo hasta el cenit. La luz incierta le confiere a todas las cosas una doble figura. Los esqueletos de las grúas, remontándose por encima de los techos de las cámaras frigoríficas, dan la sensación de ser pérgolas hechas para sostener frutos gigantescos. Sobre los techos cubiertos de petróleo descansan mástiles de los que se desprenden vahos blancos entremezclados con un aceitoso vapor negro.

El tiempo ha carcomido el revoque de una casa bombardeada; entre las grandes placas de material todavía adheridas a las paredes, aparecen letreros de ayer.

Durante la noche, la escarcha cubrió por todos lados los carteles y los esparcidos restos del último bombardeo.

El camino que llevamos atraviesa también entre restos, parece una callejuela. En vez de los locales y los bares que antes llenaban el lugar, se ven ahora solamente carteles fuera de su posición y ventanas rotas. Del «Café de Commerce» quedó sólo «Comme», el «Café de la Paix» desapareció por completo. Un taller construido sobre estructuras de hierro se ha transformado en un montón de metales retorcidos.

Nos pasa una hilera de camiones, que llevan arena al
bunker
para la construcción de una compuerta. El remolino de aire que provocan al pasar levanta bolsas vacías de cemento, que juegan en las piernas del comandante y el ingeniero. El polvo nos corta la respiración por un momento y se deposita como harina sobre nuestras botas. Dos o tres coches del ejército, destruidos, muestran las ruedas hacia arriba. Otra vez aparecen las paredes derruidas, color carbón, los techos agujereados, como carpas entre las calles levantadas.

—Parece que otra vez hicieron de las suyas —dice el comandante. El ingeniero cree que es algo importante y apresura el paso.

El comandante se para, se pone el bolso de lona entre las piernas y busca sin orden alguno, en su chaqueta de cuero, una pipa usada, y un encendedor viejo. Mientras lo esperamos, tiritando de frío, el comandante prepara parsimoniosamente su pipa y la enciende lentamente. Como un remolcador, deja tras de sí, al caminar, una estela blanca de humo. A veces se vuelve, sin interrumpir sus pasos hacia nosotros. Su rostro está en tensión. De sus ojos nada se ve, escondidos en las sombras de la gorra.

Sin sacarse la pipa de la boca, le pregunta al ingeniero, con voz ronca:

—¿Está en orden el periscopio? ¿Está en foco otra vez?

—Sí, señor. Un par de lentes se habían desprendido de su lugar. Quizá durante el ataque de los aviones.

—¿Y lo demás?

—Todo en orden. En la instalación eléctrica de una máquina había un cortocircuito, por eso tuvimos problemas. Pero ya está solucionado.

Sobre las traviesas se ve una larga fila de vagones. Después del último tenemos que cruzar la vía para seguir por otro camino, lleno de barro, abierto por las ruedas de los camiones.

El camino está flanqueado por alambres de púas. Delante de una casa vemos a soldados que hacen guardia de pie, los cuellos altos y el rostro hundido, como figuras sin alma.

De repente el aire se llena de un metálico golpeteo; pronto deja de oírse y el silbido de una sirena se cuelga del viento, húmedo y frío, con olores de brea, aceite, pescado muerto.

Los golpes metálicos comienzan otra vez, hacen el aire más pesado: estamos en la zona de los astilleros.

A la izquierda bosteza un pozo enorme; en la boca de la mina se pierden largos trenes de vagonetas volcables; aunque invisibles para nosotros, aún se oye su trabajo subterráneo.

—Por todos lados están construyendo
bunkers
—nos explica el viejo.

Llegamos al malecón: aguas muertas bajo las capas de niebla. Hay tantos barcos, tan cerca están el uno del otro, que los ojos no pueden distinguirlos bien entre sí; son barcos de poca monta, pertenecientes a todos los puertos. Ahora están al servicio de la guerra.

El ingeniero estira el brazo para mostrarnos algo a través de la niebla:

—Ahí delante... a la derecha de la casa de altos... ¡hay un coche!

—¿Dónde?

—¡Ahí, sobre el tinglado del depósito!

—¿Y cómo llegó un coche hasta ahí arriba?

—Fue anteayer, cuando el ataque a los
bunkers
. Yo vi con mis propios ojos cómo el coche volaba por los aires y caía encima de aquel techo, sobre las ruedas.

—¡Parece increíble!

—Y cómo desaparecieron los franceses, todos de una vez, también es para no creerlo...

—¿Qué franceses?

—Él malecón siempre está lleno de pescadores. Nadie los puede echar.

—Es que tenían que trabajar para los Tommies, observando qué submarinos salían y cuáles entraban, incluso anotando la hora exacta.

—Bueno, ahora no lo hacen más. Simplemente al sonar la alarma se quedaron sentados donde estaban; había veinte o treinta... y de pronto te cae una columna de ésas sobre la cabeza.

—También alcanzó al
bunker
.

—Sí, ¡ése sí que fue un blanco! Pero no lo perforó: son siete metros de cemento armado.

Bajo nuestros pies crujen trozos de lata que, al pasar nosotros, vuelven con el mismo ruido a su lugar. Una locomotora grita un agudo silbido de dolor.

Por encima de la figura de tamaño cambiante del comandante va apareciendo una gran pared de cemento que resta importancia a todo lo demás. A los costados, sus límites se pierden en la niebla. Caminamos hacia un frontón sin aberturas, sin puertas ni ventanas. Da la impresión de ser uno de los cimientos laterales de una gran torre que debe alcanzar el cielo. Sólo el techo de la construcción, de siete metros de espesor, está algo hundido; parece como si de toda la edificación, un trozo del techo hubiese querido volver a la tierra.

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