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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (6 page)

Tenemos que rodear la estructura, saltando sobre pedazos de vías, maderas y caños del grosor de un muslo. Por fin encontramos, en una de las paredes laterales, el portón de acceso, construido en gruesas hojas de acero.

El agresivo golpeteo de los trabajadores nos recibe en el interior del
bunker
. Por segundos el ruido cesa, pero inmediatamente recomienzan los golpes para aunarse en un solo, monótono sonido.

Todo está envuelto en semipenumbra; la luz, pobre, proviene de las aberturas que comunican con las entradas al mar. De a dos, los submarinos permanecen escondidos en sus boxes. El
bunker
tiene doce boxes. Entre ellos se elevan paredes de cemento. La entrada a los boxes se reconoce por las compuertas de acero con que los protegen.

Polvo, niebla, olor a aceite. Los mecheros de acetileno chisporrotean, los soldadores exhalan, lloran y gritan. Se ven moverse las lenguas de fuego.

A paso de ganso caminamos sobre la rampa de cemento que atraviesa el
bunker
a todo lo largo, hacia las piletas. A pesar de que el camino es ancho hay que tener mucho cuidado, ya que por todos lados yacen objetos. Tropezamos con el cablerío, nos enredamos los pies. Los vagones nos cierran el paso; traen nuevas partes de máquinas diversas. Al lado de ellos se estacionan los camiones que transportan en soportes especiales los torpedos de color plateado mate, o bien otras armas desarticuladas en pedazos de distinto tamaño. Por todas partes hay mangueras y redes.

Desde la izquierda nos sorprende la luz que viene de las ventanas de los talleres, mortecina, de un amarillo caliente; son talleres de carpintería, herrería, cerrajería, de torpedos, de artillería y de periscopios. Bajo los siete metros de cemento se alberga todo un astillero.

El comandante se vuelve. La llama de un soldador cercano tiñe su rostro de un color azulado; encandilado, cierra los ojos; al menguar algo el ruido se dirige al ingeniero, otra vez interesado en que todo marche bien:

—¿Qué era aquel murmullo durante el rastreo?

—Simplemente un tornillo oxidado, capitán, sólo eso.

—¿Y ahora?

—Pudimos cambiarlo por uno nuevo.

En los boxes de la derecha se guardan los submarinos viejos, fuera de uso. Abollados, con manchas de herrumbre. Se siente el olor de ese óxido, mezclado con el de las pinturas, del aceite, de ácidos podridos, de goma quemada, gasolina, agua de mar, pescado en descomposición.

A los boxes siguen los docks, donde los barcos yacen con la barriga al aire, como una ballena eviscerada, en seco. Un enjambre de trabajadores se ocupan de ellos, en la profundidad; parecen enanos agrupados como insectos alrededor del pez muerto. Ahora le están recortando trozos de la estructura externa, la pared. La luz del fuego delimita la silueta del cuerpo maltratado. De su abdomen salen mangueras de presión de aire y conductores de electricidad... sondas e intestino. También sale, desde el interior del submarino, una luz de tinte amarillo. Puedo ver así sus vísceras: los grandes bloques de las máquinas diesel, la red de caños y conexiones. El gancho de la grúa desaparece en el submarino; parece que quisieran vaciarlo por completo.

—Es un milagro que hayan podido volver con el submarino en esas condiciones.

El comandante se dirige a una escalera de cemento que nos lleva al dock, hacia abajo; los escalones están cubiertos de grasa y sobre ellos caen los cables de goma, en manojos, en nuestra misma dirección.

Otra vez aparece en la oscuridad la llama de un soldador, y arranca de la penumbra una parte de la fosa. Más atrás nacen también otras llamas, y así el submarino queda iluminado parcialmente por las luces tambaleantes. No son éstas las formas llenas de gracia de los barcos de superficie, tan conocidas por todos; de los costados se desprenden como aletas los timones de profundidad, hacia el centro se infla el cuerpo de la nave. Gordas hinchazones se desprenden de la barriga hacia izquierda y derecha: son las cámaras de inmersión; están soldadas al submarino como si fueran monturas. Todo en la nave tiene formas redondeadas: un ser de las profundidades oceánicas encerrado en sí mismo construido según reglas especiales.

Al costado de la proa hay una placa de acero, móvil, que esconde tras de sí una boca oscura; cuando con lentitud se retrae la placa aparece la abertura, que se va abriendo como la boca de un animal: por ahí salen los torpedos.

Dos trabajadores tratan de entenderse a gritos por sobre el ruido del lugar; mueven aparatosamente los brazos; la placa de acero vuelve a cerrarse lentamente:

—¡Está mejor de lo que aparenta! ¡Bastante bien! ¡Todo en orden! —grita el viejo. Siento que me toman del brazo. A mi lado está el ingeniero, con la cabeza echada para atrás; mira hacia arriba, hacia el abdomen redondo del submarino.

—Bárbaro, ¿eh?

Allí arriba hay un guardia, con el fusil automático sobre el hombro; también nos mira.

Seguimos caminando hacia la popa. Ahora se ve bien la estructura fundamental del submarino, un cilindro alargado. Ahí quedan, dentro del cilindro, las maquinarias, las baterías y las habitaciones de la tripulación. Este cilindro de acero, junto con sus vísceras, es tan pesado como el agua que desplaza. Se trata de un submarino VII-C, como el nuestro. Hago memoria. Largo: 67,1 metros; ancho: 6,2 metros; desplazamiento: 769 metros cúbicos en superficie y 871 metros cúbicos una vez sumergido; una diferencia muy pequeña, en verdad: es que el submarino tiene pocas partes por sobre el agua, aun cuando no esté por sumergirse. Calado en superficie: 4,8 metros... una marca promedio, ya que en realidad el calado es variable. Se lo puede variar centímetro por centímetro. Este calado corresponde a un desplazamiento de 600 toneladas de agua, en superficie.

Además de nuestro tipo, hay otros. El tipo II con 250 toneladas y el tipo IX-C con 1.000 toneladas en superficie y 1.232 toneladas sumergido. El tipo que mejor se adapta a la lucha del Atlántico es el VII-C; tiene un tiempo de inmersión muy corto y gran maniobrabilidad; su autonomía de viaje es de 7.900 millas marinas, en superficie, a una velocidad de 10 nudos, o de 6.500 millas marinas a 12 nudos. Sumergido: 80 millas a 4 nudos. La mayor velocidad es de 17,3 nudos en superficie y de 7,6 nudos bajo agua.

—También a éste lo tocaron en la popa. Lo rebanó un vapor al hundirse —me grita el ingeniero en el oído.

Las placas abolladas son reparadas a martillazos por los trabajadores: no es nada grave, sólo se trata de la piel exterior.

De la verdadera forma cilíndrica sólo se ve algo en el centro del submarino, descubierta de la piel que la recubre; a proa y a popa está fuera de nuestra vista, cubierta por esa fina estructura exterior que transforma al henchido pez del fondo de los mares en un barco de superficie algo hundido, cuando está en ella. A todo lo largo de la nave, esta débil estructura se interrumpe con agujeros que, al sumergirse el submarino, permiten penetrar el agua entre la estructura exterior y el verdadero cilindro; de otra manera la presión del agua le destruiría en poco tiempo la piel como si fuese de cartón.

Su peso puede ser fácilmente controlado por medio de celdas de regulación, colocadas parte por dentro y parle por fuera del cilindro de presión. Es por eso que se puede llevar al submarino a una apreciable posición cuando navega en superficie. También los tanques de combustible quedan fuera del cilindro.

Debajo de una cámara de inmersión alcanzo a ver una solapa. Durante el viaje en superficie quedará abierta. Las cámaras de inmersión sostienen a la nave en superficie como si fueran colchones de aire. Cuando por los respiradores situados hacia arriba de las cámaras se deja salir el aire, el agua puede entrar en las cámaras de inmersión y el submarino se hunde.

Mi vista se pasea por la nave: aquel globo gordo es la cámara para el combustible; aquel agujero es la entrada de agua fría para el diesel.

Un trabajador comienza a martillar agresivamente.

El comandante ha continuado su camino y ya está más cerca de la popa. Con la derecha estirada muestra hacia arriba:

—¡Lo rebanaron en serio! —murmura el viejo:

Faltan las hélices, y en su lugar se levanta un andamiaje de madera. A media altura se ven los timones de popa, como pequeñas alas de avión.

Un muchachón cubierto de pintura casi me hace caer al pasar corriendo. Tiene en sus manos un gran pincel, fijo a un palo de escoba muy largo. Mientras espero al viejo, comienza a pintar la barriga del submarino: gris oscuro.

Al llegar al box número seis, lleno de agua, el comandante vuelve a desviarse del camino para mostrarnos una nave a la derecha:

—El submarino hundido por el bombardeo aéreo... el de Kramer —dice el ingeniero.

Todavía me resuena la historia de Kramer en los oídos: «En el mismo momento en que subimos a la superficie, descubro un avión; veo abrirse el compartimiento de bombas, la bomba cae y pega justo sobre el puente; yo alcanzo a hacer un movimiento de miedo, un subir los hombros como para frenar el efecto de la bomba... hasta que cae, un poco de costado, por suerte, no sobre la punta, y en vez de detonar, simplemente se rompe en pedazos. Destino, o como se llame.» El comandante observa la torre desde proa y desde popa, después la abertura que la bomba provocó sobre la estructura exterior, después el rompeolas, roto. Un miembro de la tripulación se acerca a saludar.

—En realidad, éste tendría que andar volando en camisón blanco desde hace ya más de una semana —opina el ingeniero.

También el box número ocho está lleno de agua. Desde allí tiemblan y reptan reflejos negros.

—Nuestro submarino —dice el ingeniero.

En la penumbra del
bunker
apenas si se lo ve emerger. Pero contra la claridad de la pared se dibujan sus formas más netamente. La cubierta superior se eleva apenas un metro por sobre el nivel del agua aceitosa. Palpo con la mirada cada centímetro del submarino, como si me tuviera que aprender de memoria y para siempre su imagen. Sus líneas, su cubierta de madera que resbala hacia la proa lisa y sin detalles, la torre con sus armas antiaéreas, la caída lenta de la popa, los alambres de acero que desde la torre se dirigen hacia proa y popa poniendo en evidencia al radar con sus verdes aisladores de porcelana. Todo con la máxima simpleza. Es un submarino VII-C, rendidor en el mar como ningún otro navío.

Sorprendo la mirada del comandante, su sonrisa torcida: igual que el dueño de un caballo de pura sangre antes de la carrera.

El submarino está listo para la partida. Sus celdas están llenas de combustible y de agua, todo en orden. Pero todavía no se oyen los zumbidos característicos de un buque en alta mar: los motores diesel aún no están en funcionamiento, si bien los operarios ya están ahí, preparados con sus gruesos guantes de cuero.

—La despedida tendrá lugar en la compuerta —manifiesta el comandante—. Es la misma idiotez de siempre.

La tripulación está reunida en la cubierta, detrás de la torre. Son casi cincuenta personas. Todos jóvenes de dieciocho, diecinueve, veinte años. Solamente los sargentos y suboficiales son un poco mayores, apenas unos años más.

En la semipenumbra reinante casi no puedo distinguir sus rostros. Los nombres, claramente pronunciados, son demasiados como para retenerlos.

La cubierta está resbaladiza a causa del rocío que entra por los portones del
bunker
. La luz blancogrisácea de la niebla encandila tanto, que los contornos de los portones de salida se desdibujan. El agua que rodea al submarino es casi negra, como aceite quemado, y tan espesa como él.

El primer oficial comunica:

—¡La tripulación está completa; sólo falta Bäcker! ¡Maquinarias y cubiertas listas para partir!

—Gracias. ¡Tripulación,
heil
!

—¡
Heil
, señor comandante!

—¡Vista al frente! ¡Muévanse! ¡Cierren todo!

El comandante espera a que el murmullo decrezca.

—Ustedes saben que esta vez le tocó a Bäcker. Fue en un bombardeo en Magdeburgo. Bäcker era un buen hombre. ¡Porquería! Durante todo el último viaje no habíamos tenido contratiempos.

Larga pausa. El viejo tiene una expresión de rebeldía.

—En fin. No es culpa nuestra. Simplemente, tengan cuidado de que esta vez todo vaya bien. ¡Valor y firmeza!

Los rostros de la gente se llenan de sonrisas.

—¡Rompan filas! —ordena el comandante.

—¡Un gran discurso! —murmura el ingeniero—. ¡Para sacarse el sombrero! Todavía yacen sogas y otros objetos sobre la cubierta, larga y angosta. Un vapor caliente se desprende del ventanuco de la cocina. Entrego mis cosas para que sean llevadas abajo.

En silencio, el periscopio asciende. El ojo gira hacia todos lados, sube hasta lo más alto del mástil brillante, comienza a bajar y desaparece. Subo a la torre. La pintura aún no se ha secado del todo y me mancha las manos. La puerta de entrada de los torpedos, en la cubierta, está cerrada. En popa, veo cómo se cierra el ventanuco de la cocina. La única entrada al submarino es ahora la escotilla de la torre.

En el interior de la nave todo es un revoltijo. No se puede caminar sin tropiezos. Cuchetas llenas de pan, cajones llenos de provisiones por los pasillos, enormes latas de conserva, bolsas.

¿Dónde pondrán todo esto que aún yace en los pasillos? Hasta el último rincón será utilizado.

Los constructores de nuestro submarino no previeron habitáculos para despensa o lavadero, tan grandes en los barcos comunes. Su forma de pensar debió de haber sido: al colocar las máquinas dentro de esos cilindros, resultó inevitable que algunos rincones y ángulos no pudieran ser aprovechados, así que ¿por qué no utilizarlos como habitáculos para la tripulación?

El submarino ha cargado catorce torpedos. Cinco están albergados en posición, otros dos en tubos debajo de la cubierta, y el resto debajo de las maderas del piso de la habitación de proa. A eso se agregan 120 disparos de 8,8 y cantidad de munición antiaérea.

El contramaestre y el oficial navegante, son ases del mar. El contramaestre se llama Behrmann, y le lleva una cabeza a la mayoría.

Falta todavía media hora para zarpar. Aún tengo tiempo de dar una vuelta por la sala de máquinas... una de mis viejas predilecciones, ver la sala de máquinas de un buque a punto de partir. Me dejo llevar por mis pasos. Estoy rodeado por caños, válvulas, manivelas, manómetros, máquinas de repuesto, el intrincado ir y venir de las cañerías pintadas de rojo y de verde. De casi todas las instalaciones hay un repuesto, para seguridad. Por encima del marcador de profundidad y el tablero de mando para el manejo eléctrico bajo el agua, veo las balanzas de lastre, que apenas llego a tocar. Un marcador de profundidad, el Papenberg, entre los vidrios redondos de los manómetros, con sus agujas de medición parece un termómetro. Marca las profundidades con mucha exactitud, y se usa sobre todo cuando se observa con el periscopio, momento en el cual es muy importante la profundidad exacta; su margen de error es de diez centímetros.

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