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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (53 page)

—¿Vamos? —dijo Dan.

—Sí...

—¡Fieras al noreste! —avisó el piloto.

Helen sólo vio pasar árboles a velocidad endiablada. De pronto los árboles desaparecieron, y el helicóptero proyectó su sombra por un claro espacioso, con cicatrices de roca y un entramado de pinos talados.

Entonces los vio. Eran dos, y estaban tomando el sol encima de unas rocas. Los vio sobresaltarse y alzar la vista hacia el dragón rojo que se cernía sobre ellos, cada vez más ensordecedor.

Distinguió el collar que llevaba el de pelaje más claro. Los dos lobos se levantaron y se dirigieron al bosque, primero al trote y después a paso más largo, volviendo la cabeza para vigilar al helicóptero. Bill Rimmer ya los apuntaba con su escopeta Palmer. Helen le oyó quitar el seguro.

—No puedo bajar más, chicos —dijo el piloto por el micrófono incorporado a los auriculares. Era un hombre alto, con barba, coleta y muchos anillos de oro. Se había pasado la mañana contando chistes divertidos pero políticamente incorrectos; por suerte, lo que acababa de decir iba en serio.

—Vale —dijo Rimmer—. Ya lo tengo.

Estaban sobrevolando un claro a menos de cinco metros de altura. Al final de la cuesta había árboles el triple de altos que se abalanzaban sobre ellos.

—Cinco para subir —dijo el piloto—. Cuatro... Tres...

Helen vio que la espalda de Bill Rimmer daba un respingo a causa del disparo. Se apresuró a mirar hacia abajo y vio que el lobo sin collar tropezaba en plena carrera, alcanzado por el proyectil. Lo perdió de vista enseguida, porque el piloto acababa de iniciar una subida muy brusca. Tuvo la impresión de que habían estado a punto de rozar la copa de los árboles.

—¡Toma ya! ¡Buen disparo! —exclamó el piloto con entusiasmo.

Rimmer sonrió.

—Modestia aparte... El vuelo tampoco ha estado mal. ¡Pero bueno, Helen! ¡Alegra esa cara, que sólo era un dardo!

Dan había aplazado la ejecución de los lobos, pero sólo en el último minuto. Ni siquiera el frasco de pipí de lobo y la trampa de alambre descubiertos por Luke habían podido con su determinación: había que sacrificar a todos los lobos con excepción de la madre, que sería evacuada a Yellowstone junto con los posibles cachorros. Helen no había escatimado protestas, gritos ni ruegos. Según ella, a falta de otros lobos que le llevaran comida la hembra se moriría de hambre al fondo de su cubil, y con ella toda la camada; pero Dan no le había hecho caso.

Sólo cambió de opinión al volver a la oficina y explicarle Schumacher lo ocurrido en casa de los Hicks. Si ya antes había estado furioso con Buck Calder, su abierto desafío a agentes del gobierno lo sacó de sus casillas. Schumacher le dijo que habían registrado la casa de Lovelace en Big Timber, y que aparentaba llevar bastante tiempo deshabitada. Esa misma mañana habían vuelto al rancho de los Hicks después de hablar con el sheriff del condado, pero detrás del establo sólo había un grupo de vacas comiendo dentro de su redil. El barro hacía imposible averiguar qué había habido antes.

Dan dijo que era hora de ponerse firmes. En lugar de matar a los lobos que quedaran, los sedarían y les pondrían radiocollar y después controlarían sus movimientos. Si alguien se atrevía a toserles siquiera, el propio Dan amenazó con arrastrarlo a la cárcel por los huevos. Helen se guardó para sí sus comentarios irónicos sobre que Dan hubiera redescubierto los suyos tan de repente.

El piloto había emprendido un amplio vuelo circular para que pudieran vigilar al lobo y supieran dónde estaba exactamente al surtir efecto el tranquilizante.

—¿Crees que sólo quedan dos? —preguntó Rimmer.

—Me temo que sí. Sin contar a la madre. ¿Te parece que las rocas donde descansaban podrían ser la guarida?

—Igual sí.

En tal caso, la situación distaba mucho de ser ideal. Aun estando rodeada por bosques frondosos y empinados, la guarida era fácilmente visible desde el camino de leñadores paralelo al borde superior del claro, ahí donde Helen acababa de ver el coche de Dan.

El lobo casi había llegado al bosque, pero se derrumbó justo antes de adentrarse en él. El que llevaba collar ya se había escondido entre los árboles.

—Venga, chicos. Bajemos. Primera planta: ropa interior femenina y fieras.

Helen y Rimmer tardaron cerca de media hora en hacer todo lo necesario con el lobo. Dan y Luke observaron la operación de cerca. El lobo estaba muy flaco y descuidado. Además de una pastilla contra lombrices y una inyección de penicilina, todo ello de rigor, tuvieron que ponerle polvos por todo el cuerpo para matar los piojos.

—Parece que ha pasado una mala racha —dijo Rimmer.

—Sí, y seguro que su hermana también. Quizá hubiera sido mejor dormirlos a los dos.

Luke se volvió hacia Dan.

—¿Es po... por eso que han empezado otra vez a matar terneros?

Dan se encogió de hombros.

—Puede ser.

Una vez colocada la etiqueta en la oreja, activado el collar y comprobado su funcionamiento, Rimmer se despidió y volvió al helicóptero. Habían decidido llevárselo para no asustar al lobo por segunda vez cuando se despertara. Helen guardó el instrumental y volvió a subir por la cuesta con Luke y Dan. Las relaciones entre Helen y Dan seguían tirantes, y llegaron hasta el coche sin que nadie hubiera dicho nada.

Mientras esperaban a que el lobo empezara a moverse, Helen recurrió a los prismáticos de Dan para enseñarles las rocas donde le parecía que la hembra podía hacer cavado su cubil. Como mucho había medio kilómetro de bajada.

—¿Y si decimos al Servicio Forestal que cierren el camino? —dijo Helen.

Dan casi se le echó al cuello.

—¿Pero qué dices? ¡Es propiedad pública, Helen! Pública. Entiendes, ¿no? La verdad, si es tan tonta como para tener su cubil al lado de un camino, peor para ella.

—De acuerdo.

—¿Qué te crees, que podemos cerrar caminos públicos así como así?

—Ya lo he entendido, Dan. Perdona.

—Joder, si es que...

Luke miraba por los prismáticos, tratando de pasar desapercibido.

—Se está levantando.

Después de tambalearse un poco, el lobo se sacudió y estornudó, sin duda porque el polvo contra los piojos se le había metido por la nariz. Después se quedó quieto, preguntándose quizá qué le habían hecho y si había soñado lo del dragón rojo. Olfateó el aire y, volviéndose hacia quienes lo observaban, los miró un buen rato con desdén, antes de adentrarse en el bosque por el mismo camino que su hermana.

Dan llevó a Helen y Luke a la cabaña, sin que nadie hablara durante todo el camino. Una bandada de ocas se había posado en el lago, haciendo un alto en su largo viaje hacia el norte. Dan paró el motor, y los tres se quedaron mirando los pájaros.

Al cabo de un rato, Luke dijo que tenía que ir a Hope a ver a su madre y recoger unas cosas. Helen sabía que sólo era una excusa para que Dan y ella tuvieran ocasión de hablar a solas. Lo vieron caminar hacia su coche y marcharse.

—Me parece que también me voy —dijo Dan sin mirar a Helen.

—Muy bien. —Ella abrió la puerta y salió del coche—. Dan...

Dan se volvió mirándola con frialdad.

—¿Qué?

—Perdona.

—¿Por qué?

Helen se encogió de hombros.

—No sé. Supongo que por todo. Parece que ya no seamos amigos.

—¡Qué tontería!

—Ya sé que no te parece bien. Lo de Luke y yo, digo.

—Mira, Helen, lo que hagas con tu vida es cosa tuya.

—Ya.

Él suspiró y sacudió la cabeza.

—Lo que pasa es que... En fin, ya me entiendes.

Ella asintió con la cabeza. Dan volvió a mirar el lago, al igual que ella. Las ocas estaban reemprendiendo el vuelo. Helen oyó silbar y repiquetear sus alas de puntas negras.

—Hace un par de noches Ginny encontró una cosa por Internet —prosiguió Dan—. Iba del polo sur, y de que un científico ha descubierto que no está donde pensaba todo el mundo, sino a unos cuantos metros. Así que toda la gente que durante años y años se ha dedicado a arrastrarse por el hielo para plantar una bandera, arriesgando la vida y a veces perdiéndola, se equivocaba de lugar. O sea que en realidad no ha llegado nadie, ni siquiera el pobre Amundsen. —Sonrió a Helen con tristeza—. Pero bueno, tú sigue.

Volvió a arrancar. Helen metió la mano por la ventanilla. Él se la cogió y tardó un tiempo en soltarla.

—Ya sabes dónde estoy —dijo.

—Sí, lo sé.

Tal vez fuera por miedo al dragón rojo.

O por un ataque repentino de sensatez. Fuera cual fuese el motivo, durante dos semanas el comportamiento de los dos lobos jóvenes fue modélico. La causa más probable era el clima: algunas noches seguía habiendo heladas, pero de día hacía cada vez más calor y los animalillos que despertaban de su letargo eran presa fácil y abundante.

Aun así, los lobos seguían sin constituir amenaza alguna para los alces que poco a poco volvían a subir a las laderas y cañones más soleados. Si bien los machos ya habían mudado la cornamenta, observaban con majestuoso desprecio a los dos novatos. No por ello dejaron éstos de cazar algunos ciervos jóvenes o debilitados, y, orgullosos, volver a la guarida con suculentos bocados.

Al presenciar esto último, Helen y Luke tuvieron la primera prueba sólida de que la madre y su nueva carnada tenían que estar necesariamente bajo tierra. Espiaban desde lo alto, a un lado del claro, a veces juntos y a veces por separado, y sólo cuando el viento les era favorable. De noche utilizaban el visor de infrarrojos que les había prestado Dan, y, precavidos, nunca se les olvidaba dejar bien oculto el vehículo dos kilómetros al sur, a fin de poder cubrir en silencio el resto del camino.

Desde su puesto de observación se veía el camino paralelo al borde superior del claro. Se alegraron de comprobar que casi no transitaba nadie por él. En cierta ocasión, a mediodía, vieron acercarse un camión de leñadores, mientras uno de los lobos jóvenes descansaba en las rocas de encima de la guarida, completamente expuesto. Aguardaron a que pasara con el corazón en un puño; por suerte el conductor no frenó ni dio muestras de haber observado nada inusual.

Entretanto, bajo tierra, en la fresca oscuridad de su cubil, la loba blanca daba de mamar a sus cachorros a salvo de miradas indiscretas. Los trozos de carne que le traían los dos lobos jóvenes apenas bastaban para mantener el suministro de leche. Todos los cachorros, seis en total, seguían vivos, pero eran inferiores en fuerza y tamaño a los de la carnada del año anterior.

Ya se les habían abierto los ojos azules, y las orejas se les estaban atiesando. Los más atrevidos habían empezado a explorar la cueva; no obstante, en cuanto metían la nariz por el túnel su madre los cogía suavemente con la boca para devolverlos a lugar seguro. En uno o dos días les saldrían los dientes de leche y empezarían a comer carne. Sólo entonces les otorgaría permiso su madre para aventurarse fuera del cubil.

Eran más de las ocho, y Kathy estaba a punto de pasar de la irritación a la rabia más descarnada. Se había puesto su mejor vestido, el bebé estaba en la cuna, la cena en el horno... ¿Y Clyde? ¿Dónde diantre estaba Clyde?

Casi no quedaba^n vacas por parir. Iba a ser la primera velada que pasaran a solas en casa en más de un mes; eso, en todo caso, era lo previsto. Desde que su madre se había marchado de casa Kathy había pasado todas las tardes en la casa grande, cocinando para los trabajadores; los mismos que por una noche se habían ido a cenar al bar de Nelly, a fin de que ella y Clyde pudieran disfrutar de una cena romántica y reencontrarse. Seguro que Clyde se había ido con ellos a tomar una copa.

Desde el episodio con los agentes, las relaciones entre Kathy y Clyde habían estada un poco tensas; o, mejor dicho, Kathy había estado fría y Clyde cauteloso, por miedo a que la primera diera rienda suelta al enfado que seguía vivo en su interior. Kathy siempre se había extrañado de que los hombres lo convirtieran todo en un pretexto para ver quién la tiene más grande; pero bueno, ya había hecho sufrir bastante a Clyde. Era hora de hacer las paces.

Con esa intención se había, pasado la tarde cocinando una elegante cena francesa, llegando al extremo de imprimir un pequeño menú con el ordenador:
vichyssoise, boeuf en croûte Napoleón
y
gâteau
de pacanas (de acuerdo, esto último no era francés, pero resultaba el postre favorito de Clyde). Pues bien, todo ello se estaba echando a perder por momentos.

Se puso a envolver el regalo de Lucy Millward, más que nada para no empezar a romper cosas contra la pared. La boda iba a celebrarse el día siguiente por la tarde, con asistencia de la ciudad en pleno.

Kathy le había comprado un cuadro en Paragon, obra de un joven artista que vivía en Augusta y, a decir de Ruth, tenía cierto parecido con Mel Gibson. El tema era un atardecer en las montañas, quizá no fuera muy adecuado como regalo de bodas, pero seguro que a Lucy no le importaba. Su marido era un tal Dimitri de Great Falls empresario del petróleo y propietario de una fortuna considerable.

Justo cuando Kathy ponía el punto final a la dedicatoria, los faros del coche de Clyde iluminaron la ventana de la cocina. Entró con tal expresión de arrepentimiento que Kathy casi le perdonó el retraso, aunque no pensaba demostrárselo. Dejó que la besara en la mejilla. Olía a alcohol.

—Perdona, cariño.

—¿Cuándo te doy la puñalada, ahora o más tarde?

—Como quieras.

—Pues más tarde. Enciende las velas y siéntate.

La comida todavía no se había echado a perder del todo. Clyde estaba lo bastante sobrio (o lo bastante borracho) para decir que nunca había cenado tan bien; y al llegar al pastel de pacanas, ingeridas ya unas cuantas copas de vino, Kathy empezó a ablandarse. Nada más meterse en la boca el primer trozo, Clyde miró el menú con el entrecejo fruncido y dijo que el gâteau sabía un poco a pastel de pacanas. Kathy le explicó que era parecido pero que se hacía con masa francesa.

Y justo entonces Clyde lo estropeó todo volviendo por enésima vez al tema de los lobos. Dijo que antes de ir a casa había estado en El Último Recurso, hablando con dos empleados de la compañía de postes que decían saber dónde estaba la guarida de los lobos.

—Así que si nadie hace nada tendremos otra carnada de bichejos. Es increíble. ¡Qué mundo de locos!

Kathy, que no quería seguir oyendo historias de lobos, se levantó a fregar los platos. Pensó en el pobre señor Lovelace, y en la visita de los agentes de Fauna y Flora. Clyde fue al salón. Kathy lo oyó hurgar en el armario.

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