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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (55 page)

—A los ca... cachorros los saco yo.

—Nunca lo has hecho. Tendrías que meterte hasta el fondo del cubil, y estando la madre puede ser peligroso.

—Me las arreglaré.

—Pero Luke...

—¡Puedo hacerlo, Helen!

Ella vaciló. Probablemente fuera cierto.

—¡Date prisa, que no hay ti... tiempo!

—Te hará falta algo para llevarlos. Tus bolsas de tela.

Luke fue corriendo al fondo de la cabaña, sacó las bolsas de debajo de la litera y empezó a vaciarlas.

—Tenemos que localizar a Dan, Ruth. ¿Podrías ir a llamarlo a la ciudad?

—Por supuesto.

Helen garabateó el número en un trozo de papel y se lo dio.

—Y llama a la policía, al número de emergencia del Servicio Forestal... Todo lo que se te ocurra. Diles que estamos en el claro de encima del rancho de los Townsend.

—Voy.

Ruth se puso al volante en un santiamén. Luke ya había vaciado las bolsas y estaba cargando su escopeta.

—No te hará falta.

—No, pero a ti quizá sí.

Comprobó que estuviera puesto el seguro y le tendió la escopeta.

—No.

—¡Cógela!

Helen obedeció. Después cogió la sierra mecánica, encerró a
Buzz
en la cabaña y siguió a Luke y su madre en dirección a los coches. Ruth ya estaba lejos. Helen dejó la escopeta y la sierra en la camioneta, cogió otra linterna y la vara con la jeringuilla y volvió junto a Luke, que estaba subiendo al jeep.

—Baja a la guarida poco a poco. Y piensa que la madre puede salir en cualquier momento.

—Ya lo sé.

—Ve con la vara por delante. Intentará atacarte, pero en algún momento bajará la guardia.

—Vale. —Luke arrancó y encendió las luces—. ¿A los ca... cachorros los traigo aquí?

Helen no había pensado en ello. Quien los buscara empezaría por la cabaña.

—Llévalos a casa de Ruth —dijo Eleanor.

—Vale.

—Luke... —dijo Helen.

—¿Qué?

—Ten cuidado.

Él asintió con una sonrisa y cerró la puerta. Mientras giraba, Helen y Eleanor subieron a la Toyota. Al principio parecía que no iba a arrancar, pero lo hizo al tercer intento. No tardaron en alcanzar a Luke y seguir sus luces traseras por el sinuoso pasillo de árboles.

—Gracias por haber subido a decírnoslo —dijo Helen.

Eleanor, sin perder de vista el coche de Luke, le tocó el hombro con dulzura.

Capítulo 35

La loba blanca se detuvo en la boca de la guarida, mientras los dos cachorros más grandes y atrevidos le pasaban por debajo de las piernas y salían tambaleándose al mundo exterior, iluminado por la luna.

La tierra amontonada al excavar el cubil había sido prensada por los pasos de los dos lobos jóvenes, hasta adquirir la dureza del cemento. Había excrementos y trozos de hueso desperdigados. Un cachorro probó a morder uno con sus dientes de leche, pero lo dejó caer. Cerca tenía algo que olía mejor.

La madre llevaba oliéndolo todo el día. Quizá pensara que lo había traído la pareja de lobos jóvenes, a los que no había vuelto a oír desde que habían venido seres humanos la noche anterior. Tal vez lo hubieran dejado estos últimos. Había detectado su olor mucho antes de oír sus voces, y había permanecido en suspenso, oyendo el trasiego de sus pies a la entrada del cubil. También había oído un ruido metálico, y seguía oliendo a metal por debajo del aroma a carne fresca. Era un olor punzante y antinatural, como el de lo que le había apresado la pata.

A los cachorros, en cambio, no les recordaba nada. Sólo olían a carne. Llevaban todo el día intentando salir al exterior y topando con la resistencia de su madre, pero después de varias horas esperando a que sus hijos mayores le trajeran comida la loba acabó por ceder. Seis bocas le tiraban de las mamas con desesperación, y se moría de hambre.

El primer cachorro avanzó hacia el olor con paso torpe pero decidido, seguido por su madre, que empujaba al otro con el hocico, animándolo a probar su primera comida digna de ese nombre. Detrás de ella, dos cachorros más parpadeaban en la boca de la guarida, deslumbrados por la luna.

La loba vio un trozo de carne de tono claro. Después olió y vio otros iguales a ambos lados, a escasos metros de distancia. El olor punzante procedía de algo fino que los unía, algo que tenía que ver con seres humanos. Titubeó con el hocico en alto.

El cachorro ya estaba husmeando la carne. La tocó con el hocico y le dio un mordisco, arrastrándola por el suelo. La loba vio moverse la línea y dio un respingo, como si hubiera visto una serpiente. Aquello era peligroso. Y no era una serpiente. Saltó hacia el cachorro.

Pero éste ya tenía la carne en la boca, y la mordió.

Al abandonar el camino, Luke se despidió con la mano. Helen, que estaba detrás, hizo parpadear las luces y siguió en dirección al claro. Luke dejó el coche donde siempre, cogió las bolsas y la vara y corrió por el bosque.

No era fácil. Enfocó el suelo con la linterna y corrió en el círculo de luz. Como todo estaba lleno de rocas, raíces y ramas secas, tropezó varias veces, cayendo de bruces en el matorral.

Trató de calcular el tiempo que le quedaba.

Si venían de El Último Recurso, subirían por el norte. Tomarían la carretera que salía de Hope por el este y llegaba al bosque pasando por el rancho de los Townsend. Después doblarían a la izquierda por el camino de leñadores. Pero de nada servía hacer cálculos desconociendo la hora de partida. Luke sólo sabía una cosa: que tenía que seguir corriendo.

Al cabo de un rato los árboles le permitieron entrever el claro, bañado por la luz de la luna. Apagó la linterna y metió la mano en el bolsillo para coger el visor nocturno de Dan, al tiempo que se dirigía al final del bosque. Una vez allí encendió el visor, y justo al enfocarlo oyó aullidos de lobo.

Era la madre, ladrándole a pocos metros desde la entrada del cubil. Algo se movía detrás de ella. Luke tardó un poco en darse cuenta de que eran los cachorros, y de que estaban metiéndose bajo tierra a toda prisa. Eran mucho más oscuros que la madre. No pudo contarlos. La loba los estaba guiando cubil abajo, pero no parecía tener intención de seguirlos.

Una vez desaparecido el último, la loba empezó a moverse de un lado a otro mirando a Luke y ladrando sin descanso. De vez en cuando se acercaba a un lugar concreto, siempre el mismo, y bajaba el hocico para olfatear. Después levantaba la cabeza y ladraba, con la diferencia de que cada tanda acababa con un aullido. Luke deseó con todas sus fuerzas que se callara. Todo el mundo iba a saber dónde estaba.

Dejó el visor y avanzó por el claro. La loba estaba a unos cincuenta metros, y, viendo acercarse a Luke, pareció perder confianza en sí misma. Bajaba la cola, se alejaba unos metros y después volvía con nuevos arrestos, ladrando y aullando al intruso. Luke se fijó en el lugar al que volvía una y otra vez, y vio algo oscuro a la luz de la luna. Entre tanda y tanda de ladridos, oyó gemidos que no procedían de la madre.

Recorrió los últimos metros que lo separaban de la guarida. La loba se alejó unos veinte metros y se lo quedó mirando, súbitamente silenciosa. Volvió a oírse un gemido. Luke encendió la linterna.

—¡Dios mío! —murmuró.

Helen había dejado la camioneta atravesada en el camino y escondido las llaves debajo de una roca. La camioneta de por sí no era gran cosa como obstáculo, pero ella había reforzado la barrera cortando un abeto con la sierra mecánica y dejándolo caer delante del vehículo. Estaba cortando otro. La linterna de Eleanor iluminó una lluvia de serrín.

En un minuto lo tuvo cortado. Se apartó y gritó a Eleanor que hiciera lo mismo. El árbol fue inclinándose y crujiendo hasta caer justo donde quería Helen. El silencio herido del bosque volvió a cerrarse en torno a ellas.

Se hallaban dos kilómetros al norte del claro, en un lugar escogido por Helen por su buena vista de la carretera, que ascendía desde el valle con curvas muy cerradas. Si se acercaba alguien, los faros se verían desde lejos. De momento no era el caso.

Helen dejó la sierra mecánica en la plataforma de la camioneta. Eleanor le dio la linterna.

—¿Te molesta que la apague? Para que no se gasten las pilas.

—No. Me gusta la oscuridad.

Eleanor aparentaba una tranquilidad absoluta, para asombro de Helen, cuyo corazón iba en una montaña rusa. Permanecieron en silencio junto a la camioneta, contemplando la luna. Se oyó el reclamo de un buho, bosque arriba.

—¿No tiene frío? —preguntó Helen.

—No; estoy bien.

—¡Lo que daría por fumar!

—Yo antes también fumaba, y me gustaba mucho.

—Pues dicen que sólo fuma lo mejorcito de las mujeres...

—Y lo peorcito de los hombres.

—¿Entonces qué? ¿La que lo deja baja de categoría?

—¡Qué va!

Se echaron a reír. Volvió a reinar el silencio.

—A lo mejor no vienen —dijo Helen.

—Seguro que sí. —Eleanor frunció el entrecejo—. ¿Tú qué crees que tendrán esos animales, que tanto los odia la gente?

—¿Los lobos? No lo sé. A lo mejor se nos parecen demasiado. Los miramos y nos vemos a nosotros mismos. Seres afectuosos y sociables, y al mismo tiempo máquinas de matar.

Eleanor reflexionó sobre ello.

—También podría haber parte de envidia.

—¿De qué?

—De que sigan formando parte de la naturaleza, mientras que nosotros nos hemos olvidado de cómo se hace.

Eleanor parecía dispuesta a seguir, pero vio algo en el valle que le llamó la atención.

—Ya vienen —dijo.

Dos faros estaban doblando en la primera curva. El corazón de Helen volvió a subirse a la montaña rusa. Vieron aparecer otro vehículo, y después otro. Ya se oían los motores, y también ladridos de perros. Cada vez había más camionetas. Cinco, seis... hasta un total de ocho, subiendo juntas por las curvas.

—Pues bien, aquí nos tienen —dijo Helen.

Buck no los había contado, pero supuso que serían unos veinte, incluidos unos cuantos a los que habría preferido no llevarse. Los dos hijos de Harding iban bastante borrachos, tanto como los leñadores que habían estado tomando copas con ellos en el bar. Algunos tenían botellas, y Buck había tenido que parar a medio camino para decir que el que quisiera seguir cantando y pegando gritos se fuera a casa. Por otro lado, cuantos más fueran mejor. ¿Quién iba a meter en la cárcel a todo Hope?

Buck lideraba la comitiva en la camioneta de Clyde, presente asimismo en el vehículo. Llevaban a uno de los leñadores apretujado entre los dos, para no perderse. Era uno de los que habían subido con Clyde la noche anterior para poner aquella imbecilidad de los alambres, cuando lo lógico habría sido arrojar veneno por el agujero, o gasolina, o lo que fuera. Pero eso tenía fácil arreglo.

La furia de Buck había ido depurándose. En el momento de disparar a los dos lobos estaba prácticamente fuera de sí, como si algo hubiera prendido fuego en su cabeza, haciendo estallar toda la presión acumulada en los últimos meses, meses de ofensas, desaires y frustraciones. El humo había desaparecido, dejando a la vista el frío resplandor de su rabia como un hierro de marcar candente, silencioso y abrasador.

—¡Eh, mirad! —dijo Clyde escudriñando el camino—. Hay alguien delante.

A punto de dejar atrás la última curva, el camino se estaba haciendo más llano. Vieron a alguien con una linterna a unos cien metros. Después los faros iluminaron dos árboles atravesados en el camino, y al lado una camioneta.

—¿Qué demonios...? —dijo Clyde—. Es la bióloga. ¿Y la otra?

Buck ya la había reconocido. Al ver quién era, Clyde se volvió hacia él.

—¿Se puede saber qué pinta Eleanor en este fregado?

Buck no contestó. Seguro que Eleanor había ido con el cuento a Helen Ross. ¡Su propia esposa!

—Para aquí —dijo.

Frenaron a unos veinte metros de la barrera. En ese momento Helen Ross pasó por encima de los árboles caídos y se acercó a ellos, protegiéndose los ojos contra los faros de Clyde. Buck salió y caminó lentamente hasta ponerse delante del parachoques. Esperó a Helen con la espalda apoyada contra el capó. Los demás hombres fueron bajando de los camiones y acercándose a Buck para ver qué pasaba.

—Hola, señor Calder.

Buck se limitó a mirarla fijamente. La muy puta tenía miedo.

—Me temo que el camino está cortado.

—¿Ah sí? ¿Y con qué autoridad?

—La del Servicio de Fauna y Flora.

—Este camino es público.

—Ya lo sé, señor Calder.

Eleanor se acercó a Helen, pensando sin duda que podía ponerlo en ridículo delante de todo el mundo. Buck la ignoró.

—¡Craig! —exclamó, mirando a Helen con insistencia—. ¿Está Craig?

—¡Sí!

Craig Rawlinson se abrió camino entre la multitud.

—Buck... —dijo Eleanor a su marido, que no le hizo caso.

—Sheriff Rawlinson, ¿tiene autoridad esta mujer para cerrar un camino público?

—No, a menos que tenga un documento que lo demuestre.

—Buck —repitió Eleanor—, por favor. Déjalo ya.

—¿Que lo deje? —Buck se echó a reír—. ¡Pero cariño, si ni siquiera he empezado!

La bióloga se dirigió a Craig Rawlinson.

—Me parece increíble que vaya usted a ayudar a estos hombres a cometer un delito.

—Que yo sepa, la única persona que está cometiendo un delito es usted. Obstrucción de vía pública.

Helen señaló a Buck.

—Este hombre acaba de matar a dos lobos con una escopeta... —La risa fue unánime—. Debería arrestarlo, y no ayudarlo a matar a más.

—No sé de qué me habla. Llévese la camioneta o la arresto.

Rawlinson intentó cogerla del hombro, pero fue rechazado con un empellón en el pecho. Uno de los leñadores jaleó a Helen en son de burla.

—Es de las que no se dejan, ¿eh? —vociferó Wes Harding, provocando un nuevo coro de risas.

—¡A ver si crecéis! —exclamó ella.

Eleanor dio un paso adelante y le puso una mano en el hombro.

—¿Qué os pasa, chicos? —dijo—. A muchos os conozco desde niños. Conozco a vuestras madres. Creo que lo mejor es que volváis a casa.

Su tono, sosegado y persuasivo, hizo que a Buck le hirviera la sangre.

—¡A ver si se callan los perros, joder! ¡Clyde!

—Dime.

—¡Aparta esos árboles del camino!

Luke llevaba diez minutos intentando quitar los ganchos de la boca del cachorro, pero los tres estaban clavados hasta el fondo, y no podían desprenderse sin empeorar la herida. Lo único que consiguió fue sacarle de la garganta el trozo de carne, para que el pobre no se ahogase. Al final supuso que iba a desangrarse sin remedio. Si perdía más tiempo corría el riesgo de que murieran todos. Así pues, dejó al cachorro donde lo había encontrado, cogido al alambre como un pez medio ahogado.

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