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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (10 page)

Los primeros cuartos por los que pasaron estaban vacíos, pero, al cabo de un rato, Jay se detuvo en un cuarto donde un hombre estaba picando. Para asombro de Lizzie, el minero no se encontraba de pie sino tendido de lado, golpeando la pared de carbón a ras del suelo.

Una vela en un soporte de madera cerca de su cabeza arrojaba una inconstante luz sobre su trabajo. A pesar de la incómoda posición en que se encontraba, el hombre golpeaba poderosamente la pared con el pico. A cada golpe que daba, la punta se clavaba en la pared de carbón y arrancaba trozos, abriendo un hueco de entre sesenta y noventa centímetros de profundidad a todo lo ancho del cuarto. Lizzie se horrorizó al ver que el hombre estaba tendido sobre el agua que rezumaba de la pared de carbón hacia el suelo del cuarto e iba a parar a la zanja que discurría por la galería. Introdujo los dedos en la zanja. El agua estaba helada y le provocó un estremecimiento de frío. Sin embargo, el minero se había quitado la chaqueta y la camisa, llevaba sólo los pantalones y estaba trabajando descalzo. Lizzie vio el brillo del sudor en sus ennegrecidos hombros.

La galería no era horizontal sino que subía y bajaba… siguiendo seguramente las vetas de carbón, pensó Lizzie. Ahora estaba empezando a subir. Jay se detuvo y le señaló con el dedo un lugar situado un poco más adelante en el que un minero estaba haciendo algo con una vela.

—Está comprobando la presencia de grisú —le explicó.

Lizzie le soltó la mano y se sentó en una roca para aliviar un poco la espalda, dolorida de tanto caminar encorvada.

—¿Está usted bien? —le preguntó Jay.

—Perfectamente. ¿Qué es el grisú?

—Un gas inflamable.

—¿Inflamable?

—Sí… es el que produce la mayoría de explosiones en las minas de carbón.

A Lizzie le parecía una locura.

—Si es explosivo, ¿por qué utiliza una vela?

—Es el único medio de detectar el gas…

El minero estaba levantando lentamente la vela hacia el techo con los ojos clavados en la llama.

—El gas es más ligero que el aire y, por consiguiente, se concentra en el techo —añadió Jay—. Una pequeña cantidad tiñe de azul la llama de la vela.

—¿Y qué ocurre si la cantidad es grande?

—La explosión nos mata a todos sin remedio.

Era la gota que colmaba el vaso. Lizzie se sentía sucia y cansada, tenía la boca llena de polvo de carbón y ahora corría peligro de morir en una explosión. Trató de conservar la calma. Ya sabía antes de bajar que las minas de carbón eran peligrosas y ahora tenía que hacer acopio de valor. Los mineros bajaban a la mina todas las noches, ¿cómo era posible que ella no tuviera el valor de bajar una sola vez?

Pero sería la última, de eso no le cabía la menor duda.

Contemplaron al hombre un momento. El minero avanzaba unos pasos por el túnel, se detenía y repetía la prueba. Lizzie estaba firmemente decidida a disimular su temor. Procurando hablar con naturalidad, preguntó:

—Y si encuentra grisú… ¿qué ocurre? ¿Cómo se elimina?

—Prendiéndole fuego.

Lizzie tragó saliva. La cosa se estaba poniendo cada vez más fea.

—Uno de los mineros es nombrado bombero —explicó Jay—. Creo que en este pozo es McAsh, el joven alborotador. El puesto se transmite generalmente de padre a hijo. El bombero es el experto en gas del pozo, él sabe lo que hay que hacer.

Lizzie hubiera deseado echar a correr por la galería hasta llegar al pozo y subir la escalera para regresar cuanto antes al mundo exterior. Lo hubiera hecho de no haber sido por la humillación de que Jay descubriera su temor. Para alejarse de aquella prueba tan insensatamente peligrosa, Lizzie señaló hacia una galería lateral y preguntó:

—¿Qué hay aquí dentro?

—Vamos a verlo —contestó Jay, tomándola nuevamente de la mano.

Mientras avanzaban, a Lizzie le pareció que la mina estaba extrañamente silenciosa. Casi nadie hablaba. Algunos hombres contaban con la ayuda de unos chicos, pero casi todos trabajaban solos y los cargadores aún no habían llegado. El sonido de los picos que golpeaban la cara de la galería y el sordo rumor de los trozos de carbón desprendidos quedaban amortiguados por las paredes y por la gruesa capa de polvo que cubría el suelo. De vez en cuando, cruzaban una puerta y un niño la cerraba a su espalda. Las puertas controlaban la circulación del aire en las galerías, le explicó Jay.

Al llegar a una sección vacía, Jay se detuvo.

—Esta parte parece que ya está… agotada —dijo, moviendo la linterna en un arco.

La luz se reflejó en los ojillos de las ratas situadas más allá del límite del círculo iluminado. Se debían de alimentar sin duda con las sobras de la comida de los mineros.

Lizzie observó que el rostro de Jay estaba tan tiznado de negro como el de los mineros. El polvo de carbón llegaba a todas partes.

Estaba muy gracioso, pensó, mirándole con una sonrisa.

—¿Qué pasa?

—¡Tiene la cara tiznada de negro!

Jay le devolvió la sonrisa y le rozó la mejilla con la yema de un dedo.

—¿Y cómo cree que está la suya?

Lizzie comprendió que su aspecto debía de ser exactamente igual.

—¡Oh, no! —exclamó, echándose a reír.

—Pero sigue estando muy guapa de todos modos —dijo Jay, besándola.

Lizzie se sorprendió, pero no se echó hacia atrás. Le había gustado. Los labios de Jay eran firmes y secos y ella percibía la ligera aspereza de la zona rasurada por encima de su labio superior. Cuando Jay se apartó, le dijo lo primero que se le ocurrió:

—¿Para eso me ha traído usted aquí abajo?

—¿La he ofendido?

El hecho de que un joven caballero besara a una dama que no fuera su novia era contrario a las reglas de la buena educación. Lizzie sabía que hubiera tenido que mostrarse ofendida, pero no podía negar que le había encantado. De pronto, empezó a sentirse cohibida.

—Quizá deberíamos regresar.

—¿Me permite que la siga tomando de la mano?

—Sí.

Jay pareció conformarse y, dando media vuelta, empezó a desandar el camino. Al cabo de un rato, Lizzie vio la roca en la que antes se había sentado. Se detuvieron para contemplar el trabajo de un minero y, pensando en el beso, Lizzie experimentó un leve estremecimiento de emoción en la ingle.

El minero había picado el carbón de una franja del cuarto y estaba clavando cuñas en la franja superior. Como casi todos sus compañeros, iba desnudo de cintura para arriba y los poderosos músculos de su espalda se contraían y tensaban a cada golpe que daba con el martillo. El carbón, sin nada que lo sostuviera debajo, se desprendía finalmente por su propio peso y caía al suelo a trozos. El minero se apartó rápidamente mientras la pared de carbón se agrietaba y se movía, escupiendo pequeños fragmentos para adaptarse a las alteraciones de la tensión.

Justo en aquel momento empezaron a llegar los cargadores con sus velas y sus palas de madera y fue entonces cuando Lizzie experimentó su mayor sobresalto.

Casi todos eran mujeres y niñas.

Nunca se le había ocurrido preguntar en qué empleaban su tiempo las esposas y las hijas de los mineros. Nunca hubiera podido imaginar que pasaban sus días y la mitad de sus noches trabajando bajo tierra.

Las galerías se llenaron de sus voces y el aire se calentó rápidamente, obligando a Lizzie a desabrocharse el abrigo. A causa de la oscuridad, casi ninguna de ellas se había percatado de la presencia de los visitantes, por cuyo motivo conversaban entre sí con toda naturalidad. Justo delante de ellos un hombre chocó con una mujer aparentemente embarazada.

—Quítate del maldito camino, Sal —le dijo con aspereza.

—Quítate tú del maldito camino, picha ciega —replicó ella.

—La picha no está ciega, ¡tiene un ojo! —dijo otra mujer entre un coro de risotadas femeninas.

Lizzie se quedó de una pieza. En su mundo, las mujeres nunca decían «maldito» y, en cuanto a la palabra «picha», sólo podía intuir su significado. Le extrañaba también que las mujeres estuvieran de humor para reírse, tras haberse levantado a las dos de la madrugada para pasarse quince horas trabajando bajo tierra.

Experimentaba una sensación muy extraña. Allí todo era físico y sensorial: la oscuridad, la mano de Jay que apretaba la suya, los mineros semidesnudos que picaban carbón, el beso de Jay y los vulgares comentarios de las mujeres… todo aquello la desconcertaba, pero, al mismo tiempo, la estimulaba. El pulso le latía más rápido, su piel estaba arrebolada y el corazón le galopaba en el pecho.

Las conversaciones cesaron poco a poco cuando las cargadoras se pusieron a trabajar, recogiendo paletadas de carbón y echándolas en unas grandes canastas.

—¿Por qué hacen eso las mujeres? —preguntó Lizzie con incredulidad.

—A un minero se le paga según el peso del carbón que entrega en la boca de la mina —contestó él—. Si tiene que pagar a un cargador, es dinero que pierde la familia. Mientras que, si el trabajo lo hacen las mujeres y los hijos, todo queda en casa.

Las grandes canastas se llenaban rápidamente. Lizzie observó cómo dos mujeres levantaban una de ellas y la colocaban sobre la espalda doblada de una tercera, la cual soltó un gruñido al recibir el peso. La canasta se aseguró con una correa alrededor de la frente de la mujer y ésta empezó a bajar lentamente por la galería con el espinazo doblado. Lizzie se preguntó cómo podría subir los sesenta metros de escalera cargada con aquel peso.

—¿La canasta pesa tanto como parece? —preguntó.

Uno de los mineros la oyó.

—Las llamamos capazos —le dijo—. Caben sesenta kilos de carbón. ¿Quiere el joven señor probar lo que pesan?

Jay se apresuró a contestar antes de que Lizzie pudiera hacerlo.

—Por supuesto que no —dijo en tono protector.

El hombre insistió.

—A lo mejor, medio capazo como el que lleva esta chiquita.

Una niña de unos diez u once años envuelta en un vestido de lana sin forma se estaba acercando a ellos con un pañuelo en la cabeza.

Iba descalza y llevaba encima de la espalda medio capazo de carbón.

Lizzie vio que Jay abría la boca para decir que no, pero esta vez ella se le adelantó.

—Sí —dijo—. Déjeme probar lo que pesa.

El minero mandó detenerse a la niña y una de las mujeres le quitó el capazo de la espalda.

Respirando afanosamente, la niña no dijo nada, pero pareció alegrarse de poder descansar un poco.

—Doble la espalda, señor —dijo el minero.

Lizzie obedeció y la mujer le colocó el capazo en la espalda.

Aunque estaba preparada, el peso era muy superior a lo que ella había imaginado y no lo pudo soportar tan siquiera un segundo. Se le doblaron las piernas y se desplomó al suelo. El minero, que por lo visto ya lo esperaba, la sujetó mientras la mujer le quitaba el capazo de la espalda. Todos sabían lo que iba a ocurrir, pensó Lizzie, cayendo en brazos del minero.

Las mujeres se partieron de risa ante la apurada situación del que ellos creían un joven caballero. Mientras Lizzie caía hacia delante, el minero la sostuvo sin ninguna dificultad con su fuerte antebrazo.

Una callosa mano tan dura como el casco de un caballo le comprimió el pecho a través de la camisa de lino. El minero soltó un gruñido de asombro. La mano siguió apretando como si quisiera asegurarse, pero sus pechos eran grandes —¡vergonzosamente grandes! pensaba ella a menudo— y la mano se apartó inmediatamente. El minero la enderezó y la sostuvo por los hombros mientras unos ojos asombrados contemplaban su rostro ennegrecido por el carbón.

—¡Señorita Hallim! —exclamó el minero en un susurro.

Lizzie se percató entonces de que el minero era Malachi McAsh.

Se miraron el uno al otro durante un mágico instante mientras las risas de las mujeres resonaban en sus oídos. Aquella repentina intimidad había sido para Lizzie profundamente emocionante después de todo lo que había ocurrido anteriormente. La joven intuyó que el minero también estaba emocionado. Por un instante, se sintió más cerca de él que de Jay, a pesar de que éste la había besado y tomado de la mano. Otra voz de mujer se abrió paso a través del ruido, diciendo:

—Mack… ¡fíjate en esto!

Una mujer de tiznado rostro estaba sosteniendo una vela en alto.

McAsh la miró, miró de nuevo a Lizzie y después, como si lamentara tener que dejar algo sin terminar, la soltó y se acercó a la otra mujer.

Tras echar un vistazo a la llama de la vela, dijo:

—Tienes razón, Esther. —Se volvió y se dirigió a los demás, sin prestar atención ni a Lizzie ni a Jay—: Hay un poco de grisú. —Lizzie hubiera deseado echar a correr, pero McAsh parecía tranquilo—. No es suficiente para hacer sonar la alarma, por lo menos, de momento. Haremos comprobaciones en distintos lugares, a ver hasta dónde se extiende.

Lizzie le miró, pensando que su presencia de ánimo era increíble.

¿Qué clase de personas eran aquellos mineros? A pesar de la brutal dureza de sus vidas, su valor era inagotable. Comparada con todo aquello, su vida le parecía mimada e inútil.

Jay la tomó del brazo.

—Creo que ya hemos visto suficiente, ¿no le parece? —murmuró.

Lizzie no se lo discutió. Su curiosidad ya había quedado satisfecha hacía rato. Le dolía la espalda de tanto caminar agachada. Estaba cansada, sucia y asustada y quería subir a la superficie y sentir de nuevo el viento en su rostro.

Corrieron por la galería en dirección al pozo. En la mina reinaba una gran actividad y había cargadores delante y detrás de ellos. Las mujeres se levantaban las faldas por encima de la rodilla para tener más libertad de movimientos, sostenían las velas entre los dientes y caminaban muy despacio a causa de los enormes pesos que llevaban.

Lizzie vio a un hombre orinando en la zanja de desagüe delante de las mujeres y las niñas. «¿Es que no puede encontrar un rincón más discreto para hacerlo?», se preguntó, pero enseguida se dio cuenta de que allí abajo no había ningún rincón discreto.

Llegaron al pozo y empezaron a subir los peldaños. Las cargadoras subían a gatas como los niños pequeños porque les resultaba más cómodo. Subían a buen ritmo y ya no hablaban ni bromeaban. Sólo jadeaban y gemían bajo el tremendo peso. Al cabo de un rato, Lizzie tuvo que detenerse para descansar. Las cargadoras no se detenían jamás y ella se sintió humillada y avergonzada, contemplando a las niñas que la habían adelantado, llorando de dolor y agotamiento. De vez en cuando, alguna niña se rezagaba o se detenía un momento y entonces su madre la espoleaba con una palabrota o una fuerte bofetada. Lizzie hubiera querido consolarlas. Todas las emociones de aquella noche se habían juntado y convertido en un único sentimiento de cólera.

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