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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (8 page)

Pensó que ojalá tuviera el valor de matarle. Acarició el cañón del arma que llevaba colgada del hombro. Podría conseguir que pareciera un accidente. Entre tantos disparos simultáneos, sería muy difícil saber quién había disparado la bala fatídica. Y, aunque adivinaran la verdad, la familia lo disimularía: a nadie le interesaba un escándalo.

Experimentó un estremecimiento de horror ante la idea de que pudiera soñar con matar a Robert. Sin embargo, jamás se le hubiera ocurrido semejante barbaridad si su padre lo hubiera tratado con justicia, pensó.

La finca de los Jamisson era como casi todas las fincas escocesas.

Al fondo del valle había unas tierras de labor que los aparceros cultivaban en común, utilizando el sistema medieval de franjas y pagándole al amo en especie. Casi todas las tierras eran boscosas y sólo servían para la caza y la pesca. Algunos terratenientes habían talado sus bosques y estaban intentando dedicarse a la cría de ovejas, pero era difícil hacerse rico en una finca escocesa… a no ser que se encontrara carbón, naturalmente.

Cuando ya llevaban recorridos unos cinco kilómetros, los guardabosques vieron una manada de unas veinte o treinta hembras un kilómetro más allá, en una ladera que miraba al sur cerca del lindero del bosque. El grupo se detuvo y Jay sacó los anteojos. Las hembras se encontraban de espaldas al viento y, puesto que siempre pastaban en la dirección del viento, Jay vio sus blancos cuartos traseros a través de los anteojos.

Las hembras tenían una carne muy sabrosa, pero era más normal disparar contra los grandes machos con sus impresionantes astas.

Jay echó un vistazo a la ladera por encima de las hembras, vio lo que esperaba y lo señaló con el dedo.

—Miren allí… dos machos… no, tres… algo más arriba que las hembras.

—Ya los veo, en la primera loma —dijo Lizzie—. Y hay un cuarto, se le pueden ver las astas.

Estaba preciosa con el rostro arrebolado por la emoción. Aquello era lo que realmente le gustaba: permanecer al aire libre con los perros, los caballos y las armas de fuego y practicar ejercicios violentos ligeramente arriesgados. Jay esbozó una sonrisa y se removió nerviosamente en su silla. La contemplación de la joven era suficiente para calentarle a un hombre la sangre en las venas.

Miró a su hermano. Robert parecía incómodo, montado en su jaca con aquel tiempo tan frío y desapacible. Seguramente hubiera preferido estar en una contaduría, calculando el interés trimestral de ochenta y nueve guineas al tres y medio por ciento anual. Lástima que una mujer como Lizzie tuviera que casarse con Robert.

Apartó la mirada y procuró concentrarse en los venados. Estudió la ladera de la montaña con el catalejo, tratando de buscar el mejor camino para acercarse a ellos. Los cazadores tenían que avanzar con el viento de espaldas para que las bestias no pudieran olfatear la presencia de seres humanos. Hubiera preferido acercarse a ellos desde más arriba de la ladera. Tal como les habían confirmado sus ejercicios de tiro, era prácticamente imposible dar en el blanco desde más de cien metros y la distancia ideal eran cincuenta metros; por consiguiente, toda la habilidad consistía en ir subiendo poco a poco hasta encontrarse lo bastante cerca como para poder efectuar un buen disparo.

Lizzie ya había encontrado el mejor camino.

—Hay una hondonada en la ladera, a cosa de unos cuatrocientos metros del valle —dijo con entusiasmo. La hondonada creada por una corriente que bajaba por la ladera ocultaría a los cazadores durante el ascenso—. Podemos seguirla hasta el cerro de arriba y avanzar desde allí.

Sir George se mostró de acuerdo. Por regla general, no permitía que nadie le dijera lo que tenía que hacer, pero las pocas veces que lo permitía, se trataba casi siempre de una chica bonita.

Se dirigieron a la hondonada, dejaron las jacas y subieron a pie por la ladera de la montaña. En la escarpada y pedregosa ladera sus pies se hundían en el barro o tropezaban con las piedras. Henry y Robert no tardaron en echar los bofes. En cambio, los guardabosques y Lizzie, acostumbrados al terreno, no mostraban la menor señal de cansancio. Sir George jadeaba y tenía el rostro intensamente colorado, pero, gracias a su extraordinaria resistencia, no tuvo que aminorar el paso. Jay estaba en plena forma por la vida que llevaba en el regimiento pero, aun así, respiraba afanosamente.

Cruzaron la loma. Protegidos por ella y sin que los venados pudieran olfatear su presencia, siguieron avanzando por la ladera. Soplaba un viento muy frío, había algunos bancos de niebla y, a ratos, caían gotas de aguanieve. Sin el calor de un caballo bajo su cuerpo, Jay empezó a sentir frío. Sus excelentes guantes de cabritilla estaban completamente empapados y la humedad penetraba en sus botas de montar y a través de sus caros calcetines de lana escocesa.

Los guardabosques encabezaban la marcha porque eran los que mejor conocían el terreno. Cuando creyeron estar cerca de los venados, empezaron a bajar. De pronto, se agacharon hasta el suelo y los demás siguieron su ejemplo. Jay se olvidó del frío y de la humedad y experimentó un extraño alborozo. Era la emoción de la caza y la perspectiva de cobrar una pieza.

Decidió correr el riesgo de mirar. Avanzando a gatas, subió por la pendiente y miró a hurtadillas por encima de una formación rocosa.

Sus ojos se acomodaron a la distancia y vio a los venados, cuatro manchas marrones en la verde ladera, formando una línea quebrada.

No era muy frecuente ver cuatro juntos: debían de haber encontrado una hierba muy apetitosa. Miró a través del catalejo. El más distante era el que poseía la mejor cabeza. No podía verle con claridad las astas, pero era lo bastante grande como para tener doce ramificaciones. Oyó el graznido de un cuervo y, levantando la vista, vio a un par de ellos sobrevolando en círculo a los cazadores. Parecían haber adivinado que muy pronto les dejarían despojos con que alimentarse.

Más arriba alguien lanzó un grito y una maldición. Robert había resbalado en un charco.

—Maldito imbécil —dijo Jay por lo bajo.

Uno de los perros soltó un aullido. Un guardabosque levantó la mano en gesto de advertencia y todos se quedaron paralizados, prestando atención por si se oyera el rumor de las pezuñas de los animales, huyendo a toda velocidad. Pero los venados se quedaron en su sitio y, poco después, los cazadores reanudaron la marcha.

Muy pronto tuvieron que tirarse al suelo y avanzar a rastras. Uno de los guardabosques obligó a los perros a tenderse y les cubrió los ojos con pañuelos para que se estuvieran quietos. Sir George y el jefe de los guardabosques se deslizaron por la pendiente hasta un cerro, levantaron cautelosamente la cabeza y miraron. Cuando se reunieron de nuevo con los demás, sir George empezó a dar órdenes.

—Hay cuatro venados y cinco armas —dijo en voz baja—. Por consiguiente, esta vez yo no dispararé a menos que uno de ustedes falle. —Sabía interpretar el papel del perfecto anfitrión cuando le convenía—. Usted, Henry, apunte al animal de la derecha. Tú, Robert, apunta al siguiente… es el más próximo y el más fácil. Jay, tú al siguiente. Y el suyo, señorita Hallim, es el más distante, pero también el que tiene la mejor cabeza… y usted es una tiradora excelente. ¿Todos preparados? Pues entonces vamos a ocupar las posiciones. Dejaremos que la señorita Hallim dispare primero, ¿de acuerdo?

Los cazadores se desplegaron por la cuesta, buscando cada uno de ellos un puesto desde el que apuntar. Jay siguió a Lizzie. Ésta llevaba una chaquetilla corta de montar y una holgada falda sin miriñaque. El joven sonrió al observar el movimiento de su trasero mientras la joven se arrastraba delante de él. Pocas chicas se hubieran atrevido a serpear por el suelo de aquella manera en presencia de un hombre… pero Lizzie no se parecía a las demás chicas.

Se arrastró pendiente arriba hasta un punto en que un achaparrado arbusto se recortaba contra el cielo, ofreciendo protección. Levantó la cabeza y miró hacia abajo. Vio a su venado, un ejemplar joven con una cornamenta no demasiado grande, a unos setenta metros de distancia; los otros tres estaban distribuidos por la ladera.

Vio también a los otros cazadores: Lizzie a su izquierda, todavía serpeando; Henry a la derecha; sir George y los guardabosques con los perros… y Robert, más abajo y a su izquierda, a unos veinticinco metros de distancia, un blanco muy fácil.

El corazón le dio un vuelco en el pecho cuando se le volvió a ocurrir la idea de matar a su hermano. Le vino a la mente la historia de Caín y Abel. Caín había dicho: «Mi castigo es superior a mis fuerzas». «Pero yo ya lo siento ahora —pensó Jay—, no puedo soportar ser un segundón inútil, siempre olvidado, vagando por la vida sin su parte de la herencia, el pobre hijo de un hombre rico, un desgraciado… no lo puedo soportar».

Trató de apartar de su mente aquel mal pensamiento. Cebó su arma, echando un poco de pólvora en la cazoleta al lado del fogón, y volvió a tapar la cazoleta. Finalmente, amartilló el mecanismo de disparo. Cuando apretara el gatillo, la tapa de la cazoleta se levantaría automáticamente justo en el momento en que el pedernal soltara las chispas. La pólvora de la cazoleta se encendería y la llama pasaría por el fogón y prendería en la pólvora que se encontraba detrás de la bala.

Rodó un poco por la pendiente y miró hacia abajo. Los venados estaban pastando tranquilamente, ajenos a todo peligro. Todos los cazadores se encontraban en sus puestos a excepción de Lizzie, la cual aún se estaba moviendo. Jay apuntó a su venado. Después desplazó lentamente el cañón hasta apuntar a la espalda de Robert.

Podría decir que, en el momento decisivo, el codo le había resbalado sobre un fragmento de hielo con tan mala fortuna que el disparo había alcanzado a su hermano. Su padre quizá sospecharía la verdad, pero jamás podría estar seguro y, habiéndose quedado sólo con un hijo, ¿no enterraría sus sospechas y le daría a él todo lo que anteriormente había reservado para Robert?

El disparo de Lizzie sería la señal para que todos empezaran a disparar. Jay sabía que los venados tenían una reacción sorprendentemente lenta. Tras sonar el primer disparo, todos levantarían la cabeza y se quedarían paralizados, quizá durante nada menos que cuatro o cinco pulsaciones del corazón; entonces uno de ellos se movería y, momentos después, todos se volverían a una como una bandada de pájaros o un banco de peces y echarían a correr, golpeando con sus delicadas pezuñas la dura tierra mientras el muerto se quedaba en el suelo y los heridos trataban de seguirlos, renqueando. Poco a poco Jay volvió a desplazar el arma y apuntó de nuevo a su ciervo.

Por supuesto que no iba a matar a su hermano. Hubiera sido algo muy perverso. Se pasaría toda la vida acosado por el remordimiento.

Pero, en caso de que no lo hiciera, ¿no se pasaría quizá toda la vida lamentando no haberlo hecho? La próxima vez que su padre lo humillara mostrando su preferencia por Robert, ¿no rechinaría los dientes y se arrepentiría con toda su alma de no haber resuelto el problema y haber borrado para siempre de la faz de la tierra a su odioso hermano? Volvió a apuntar a Robert.

Sir George admiraba la fuerza, la determinación y la crueldad.

Aunque adivinara que el disparo mortal había sido deliberado, se vería obligado a comprender que Jay era un hombre al que no se podía menospreciar ni pasar por alto impunemente.

Aquel pensamiento fortaleció su decisión. «En lo más hondo de su ser, mi padre lo aprobará», pensó. Sir George jamás permitía que se burlaran de él. Su respuesta a las malas acciones era violenta y brutal. En su calidad de magistrado de Londres, había enviado a docenas de hombres, mujeres y niños al tribunal de Old Bailey. Si un niño podía ser ahorcado por robar un poco de pan, ¿qué tenía de malo matar a Robert por robarle a Jay su patrimonio?

Lizzie se lo estaba tomando con calma. Jay trató de respirar despacio, pero el corazón le latía violentamente en el pecho y no tenía más remedio que hacerlo entre jadeos. Estuvo tentado de mirar a Lizzie para ver qué demonios le impedía disparar, pero temía que eligiera precisamente aquel instante para hacerlo y que entonces él perdiera la oportunidad; por consiguiente, mantuvo los ojos y el cañón fijos en la espalda de Robert. Todo su cuerpo estaba tan tenso como la cuerda de un arpa e incluso le dolían los músculos, pero no se atrevía a moverse.

«No —pensó—, eso no puede ocurrir, no voy a matar a mi hermano. Pero por Dios que lo haré. Lo juro. Date prisa, Lizzie, por favor».

Por el rabillo del ojo, vio un leve movimiento. Antes de que pudiera levantar la vista, oyó el disparo de Lizzie. Los ciervos se quedaron paralizados. Apuntando a la columna vertebral de Robert, justo entre las paletillas, Jay apretó suavemente el gatillo en el preciso instante en que una imponente forma se elevaba a su lado y se oía el grito de su padre. Sonaron otros dos disparos, efectuados por Robert y Henry. En el momento en que se disparaba su arma, una bota propinó un puntapié al cañón, obligándolo a apuntar hacia arriba mientras la bala se perdía inofensivamente en el aire. El temor y el remordimiento se apoderaron de su corazón cuando levantó los ojos y contempló el enfurecido rostro de sir George.

—Pequeño bastardo asesino —le dijo su padre.

7

E
l día al aire libre le había provocado sueño, por lo que, poco después de cenar, Lizzie anunció que se iba a la cama. Robert había salido un momento y Jay se levantó galantemente para acompañarla al piso de arriba con una vela en la mano. Mientras subían por la escalera de piedra, el joven le dijo en voz baja:

—La acompañaré a la mina, si quiere.

La somnolencia de Lizzie se desvaneció de golpe.

—¿Habla en serio?

—Por supuesto que sí. Yo no digo nada si no hablo en serio. —Jay la miró sonriendo—. ¿Se atreverá a bajar?

—¡Sí! —contestó Lizzie con entusiasmo. Aquel hombre le gustaba—. ¿Cuándo podremos ir? —preguntó.

—Esta noche. Los picadores empiezan a trabajar a medianoche y los cargadores aproximadamente una hora más tarde.

—¿De veras? —Lizzie parecía perpleja—. ¿Por qué trabajan de noche?

—Trabajan también durante todo el día. Los cargadores terminan al atardecer.

—¡Pero eso significa que apenas tienen tiempo para dormir!

—De esta manera, no se meten en jaleos.

Lizzie se sintió una estúpida.

—Me he pasado casi toda la vida en el valle de al lado y no tenía ni idea de que trabajaran tantas horas.

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