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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (9 page)

Se preguntó si sería cierto lo que había dicho McAsh y si su visita a la mina la haría cambiar totalmente de parecer con respecto a los mineros del carbón.

—Procure estar lista a medianoche —le dijo Jay—. Tendrá que volver a vestirse de hombre… ¿conserva todavía aquellas prendas?

—Sí.

—Salga por la puerta de la cocina, yo me encargaré de que esté abierta, y reúnase conmigo en el patio de las cuadras. Ensillaré un par de caballos.

—¡Qué emocionante! —exclamó Lizzie. Jay le entregó la vela—. Hasta la medianoche —le dijo en un susurro.

Lizzie se dirigió a su dormitorio. Había observado que Jay volvía a estar contento. Aquel día había mantenido otra discusión con su padre en la montaña. Nadie había visto exactamente qué había ocurrido, pues todos estaban concentrados en los ciervos, pero Jay falló el tiro y sir George palideció de rabia. La pelea, cualquiera que hubiera sido la causa, había terminado sin mayores consecuencias en medio de la emoción del momento. Lizzie había matado limpiamente su pieza. Robert y Henry habían malherido las suyas. La de Robert había recorrido unos cuantos metros, se había desplomado y Robert la había rematado de un disparo, pero la de Henry había escapado y los perros la habían perseguido y abatido tras haberla acorralado.

Sin embargo, todos sabían que había ocurrido algo y Jay se había pasado el resto del día muy apagado… hasta aquel momento en que había vuelto a animarse como por arte de ensalmo.

Lizzie se quitó el vestido, las enaguas y los zapatos, se envolvió en la manta y se sentó delante de la chimenea encendida. Jay era muy divertido, pensó. Parecía tan aficionado a la aventura como ella y, además, era muy guapo: alto, bien vestido y atlético, con una preciosa mata de ondulado cabello rubio. Estaba deseando que llegara la medianoche.

Llamaron a la puerta y entró su madre. Lizzie experimentó una punzada de remordimiento. «Espero que no pretenda mantener una conversación conmigo», pensó con inquietud. Pero no eran todavía las once y tenía tiempo de sobra.

Su madre llevaba una capa, tal como hacían todos para ir de una habitación a otra a través de los fríos corredores del castillo de Jamisson. Se la quitó. Debajo llevaba una manteleta sobre el camisón. Soltó el cabello y empezó a cepillárselo.

Lizzie cerró los ojos y se tranquilizó. Aquel gesto siempre la devolvía a su infancia.

—Tienes que prometerme que no volverás a vestirte de hombre —le dijo su madre. Lizzie se sobresaltó. Cualquiera hubiera dicho que lady Hallim la había oído hablar con Jay. Tendría que andarse con cuidado. Su madre tenía la rara habilidad de adivinar cuándo estaba tramando algo—. Ahora ya eres demasiado mayor para estos juegos —añadió lady Hallim.

—¡A sir George le hizo mucha gracia! —replicó Lizzie.

—Es posible, pero ésa no es manera de encontrar marido.

—Creo que Robert me quiere.

—Sí… ¡pero tienes que darle la oportunidad de que te corteje! Ayer al ir a la iglesia te fuiste con Jay y dejaste rezagado a Robert. Y esta noche te has retirado en el momento en que él no se encontraba en el salón y, de este modo, no le has dado la ocasión de acompañarte arriba.

Lizzie estudió a su madre a través del espejo. Los conocidos rasgos de su rostro denotaban un carácter decidido. Lizzie quería mucho a su madre y hubiera deseado complacerla, pero no quería ser la hija que a ella le gustaba. Eso iba en contra de su naturaleza.

—Perdóname, madre —le dijo—, pero es que yo no pienso en estas cosas.

—¿Te gusta… Robert?

—Lo aceptaría si estuviera desesperada.

Lady Hallim dejó el cepillo y se sentó frente a ella.

—Estamos desesperadas, querida.

—Pero siempre hemos andado escasas de dinero, desde que yo recuerdo.

—Muy cierto, y yo me las he arreglado pidiendo préstamos, hipotecando nuestras tierras y viviendo casi siempre aquí arriba, donde podemos comer la carne de nuestros propios venados y llevar la ropa agujereada.

Lizzie experimentó una nueva punzada de remordimiento. Cuando su madre gastaba dinero, casi siempre lo hacía por ella, no para sí misma.

—Podemos seguir viviendo de la misma manera. A mí me da igual que sea la cocinera la que sirva la mesa y no me importa compartir una doncella contigo. Me gusta vivir aquí… prefiero pasarme la vida paseando por High Glen que yendo de compras por Bond Street.

—Pero los préstamos tienen un límite ¿sabes? ya no nos los quieren conceder.

—Pues entonces viviremos de las rentas de los aparceros. Dejaremos de viajar a Londres y no asistiremos a los bailes de Edimburgo. Y sólo invitaremos a comer a casa al pastor. Viviremos como monjas y no veremos a nadie desde un fin de año al siguiente.

—Me temo que ni eso tan siquiera podremos hacer. Amenazan con quitarnos Hallim House y la finca.

Lizzie miró a su madre, escandalizada.

—¡No pueden!

—Pues claro que pueden… en eso precisamente consiste una hipoteca.

—¿Quiénes son?

Lady Hallim estaba un poco confusa.

—Bueno, el abogado de tu padre es el que me consiguió los préstamos, pero no sé exactamente de dónde salía el dinero, aunque eso no importa. Lo importante es que el prestador quiere recuperar el dinero… en caso contrario, ejecutará la hipoteca.

—Madre… ¿estás diciendo en serio que vamos a perder nuestra casa?

—No, querida… eso no ocurrirá si te casas con Robert.

—Comprendo —dijo solemnemente Lizzie.

El reloj del patio de las cuadras dio las once. Su madre se levantó y la besó.

—Buenas noches, querida. Que descanses.

—Buenas noches, madre.

Lizzie contempló el fuego de la chimenea con expresión pensativa. Sabía desde hacía años que su destino era el de salvar la fortuna de la familia, casándose con un hombre rico y Robert le parecía tan bueno como cualquier otro. No lo había pensado en serio hasta entonces, pues, por regla general, no solía pensar en las cosas por adelantado… prefería dejarlo todo para el último momento, una costumbre que sacaba a su madre de quicio. De repente, la perspectiva de casarse la aterrorizó y le hizo experimentar una especie de repugnancia física, como si acabara de tragarse una cosa podrida.

Pero ¿qué podía hacer? ¡No podía permitir que los acreedores de su madre las echaran de casa! ¿Qué hubieran hecho? ¿Adónde hubieran ido? ¿Cómo se hubieran podido ganar la vida? Sintió un estremecimiento de temor mientras se imaginaba a sí misma y a su madre en una fría habitación alquilada de una mísera casa de vecindad de Edimburgo, escribiendo cartas de súplica a sus parientes lejanos y ganándose unos cuantos peniques con labores de costura. Mejor casarse con el aburrido Robert. Siempre que se proponía hacer algo desagradable pero necesario como, por ejemplo, pegarle un tiro a un viejo perro enfermo o ir a comprar tela para unas enaguas, cambiaba de idea y se escabullía de la obligación.

Se recogió el cabello y se puso el disfraz de la víspera: pantalones, botas de montar, una camisa de hilo, un gabán y un tricornio que se ajustó a la cabeza con un alfiler de sombrero. Se oscureció las mejillas con un poco de hollín de la chimenea, pero decidió prescindir de la ensortijada peluca. Se puso unos guantes de piel para abrigarse las manos, pero también para ocultar la delicadeza de su piel y se envolvió en una manta a cuadros escoceses para que sus hombros parecieran más anchos.

Cuando oyó dar las doce, tomó la vela y bajó.

Se preguntó con inquietud si Jay cumpliría su palabra. Podía haber ocurrido algún contratiempo o él podía haberse quedado dormido durante la espera. ¡Qué decepción sufriría! Encontró la puerta de la cocina abierta, tal como él le había prometido y, al salir al patio de las cuadras, lo vio con dos jacas a las que estaba hablando en murmullos para que se estuvieran quietas. Lizzie experimentó una oleada de placer cuando él la miró sonriendo bajo la luz de la luna. Sin decir nada, Jay le entregó las riendas de la jaca más pequeña, encabezó la marcha y salió por el sendero de atrás en lugar de hacerlo por la calzada anterior a la que daban las ventanas de los dormitorios principales del castillo.

Cuando llegaron al camino, Jay retiró el lienzo que cubría la linterna. Montaron en las jacas y se alejaron al trote.

—Temía que no viniera —dijo Jay.

—Pues yo temía que usted se quedara dormido esperando —contestó ella.

Ambos se echaron a reír.

Subieron por la ladera del valle hacia los pozos de la mina.

—¿Ha tenido otra pelea con su padre esta tarde? —preguntó Lizzie sin andarse por las ramas.

—Sí —contestó Jay sin entrar en detalles.

Pero la curiosidad de Lizzie no necesitaba que la espolearan.

—¿Sobre qué?

Aunque no podía verle el rostro la joven comprendió que a Jay no le gustaban sus preguntas. Aun así le contestó.

—Por lo mismo de siempre, por desgracia… mi hermano Robert.

—Creo que le tratan a usted muy mal, si le sirve de consuelo que se lo diga.

—Me sirve… y se lo agradezco —dijo Jay, un poco más tranquilo.

La emoción y la curiosidad de Lizzie iban en aumento a medida que se acercaban al pozo. Empezó a preguntarse cómo sería la mina y por qué razón McAsh había dado a entender que era una especie de agujero infernal. ¿Haría un calor horrible o un frío espantoso? ¿Se gritarían los hombres los unos a los otros y se pelearían como gatos monteses enjaulados? ¿El pozo sería un lugar maloliente e infestado de ratones o más bien silencioso y espectral? Empezó a preocuparse. «Pero cualquier cosa que ocurra —pensó—, sabré como es… y McAsh ya no podrá seguir burlándose de mi ignorancia».

Al cabo de media hora, pasaron por delante de una pequeña montaña de carbón destinado a la venta.

—¿Quién anda ahí? —ladró una voz.

Un guardabosque con un galgo sujeto por una correa entró en el círculo de la luz de la linterna de Jay. Tradicionalmente, los guardabosques vigilaban a los venados y trataban de atrapar a los cazadores furtivos, pero ahora muchos de ellos se utilizaban para imponer disciplina en los pozos y evitar los robos de carbón.

Jay levantó la linterna para mostrarle su rostro.

—Perdóneme, señor Jamisson —dijo el guardabosque.

Siguieron adelante. El pozo propiamente dicho estaba indicado sólo por un caballo que trotaba en círculo, haciendo girar un tambor. Al acercarse un poco más, Lizzie vio que alrededor del tambor se enrollaba una cuerda con la que se sacaban cubos de agua del pozo.

—Siempre hay agua en una mina —explicó Jay—. Rezuma de la tierra.

Los viejos cubos de madera tenían filtraciones y convertían el terreno que rodeaba la boca de la mina en una traidora mezcla de barro y hielo.

Ataron los caballos y se acercaron a la boca de la mina. Era una abertura cuadrada de unos dos metros en la cual una empinada escalera de madera descendía en zigzag. Lizzie no podía ver el fondo.

No había barandilla.

Lizzie experimentó un momento de pánico.

—¿Es muy hondo? —preguntó con trémula voz.

—Si no recuerdo mal, el pozo tiene sesenta metros de profundidad —contestó Jay.

Lizzie tragó saliva. Si se negara a bajar, puede que sir George y Robert se enteraran y le dijeran: «Ya le advertimos de que no era un lugar apropiado para una dama».

Y ella no podría soportarlo… prefería bajar por una escalera de sesenta metros sin barandilla.

—¿A qué esperamos? —dijo, rechinando los dientes.

Si Jay intuyó su temor, no hizo ningún comentario. Empezó a bajar iluminando los peldaños y ella le siguió, muerta de miedo. Sin embargo, cuando ya habían bajado unos cuantos peldaños, el joven le dijo:

—¿Por qué no apoya las manos en mis hombros para ir más segura?

Lizzie así lo hizo, dándole silenciosamente las gracias.

Mientras bajaban, los cubos llenos que subían por el centro del pozo chocaban con los vacíos que bajaban y salpicaban a menudo a Lizzie con el agua helada. La joven se imaginó resbalando por los peldaños, cayendo al pozo y haciendo volcar docenas de cubos antes de llegar al fondo y morir en el acto.

Al poco rato, Jay se detuvo para que descansara un momento. Lizzie se consideraba una persona activa y en plena forma, pero las piernas le dolían y respiraba afanosamente. Para que Jay no se diera cuenta de que estaba cansada, inició una conversación.

—¡Veo que usted sabe mucho sobre las minas… de dónde sale el agua, la profundidad de los pozos y todas esas cosas!

—El carbón es un tema constante de conversación en mi familia… de ahí sale casi todo nuestro dinero. Pero es que, además, hace unos seis años me pasé un verano con el capataz Harry Ratchett. Mi madre quiso que lo aprendiera todo sobre este negocio, en la esperanza de que algún día mi padre me encomendara su dirección. Una esperanza vana.

Lizzie se compadeció de él.

Reanudaron el descenso. Al cabo de unos minutos, la escalera terminó en una plataforma que daba acceso a dos galerías. Por debajo del nivel de las galerías, el pozo estaba lleno de agua que se achicaba por medio de los cubos, pero los desagües de las galerías lo volvían a llenar constantemente. Lizzie contempló la oscuridad de las galerías con una mezcla de curiosidad y temor.

Desde la plataforma, Jay se adentró en una galería, se volvió, le dio la mano a Lizzie y le apretó la suya con firmeza. En el momento en que ella entraba en la galería, se acercó su mano a los labios y se la besó. Lizzie le agradeció aquella pequeña muestra de galantería.

Jay siguió avanzando sin soltarle la mano. Lizzie no supo cómo interpretarlo, pero no tenía tiempo para detenerse a pensar. Necesitaba concentrarse en sus pies, los cuales se hundían en una gruesa capa de polvo de carbón que también se aspiraba en el aire. El techo era tan bajo en determinados lugares que se veía obligada a caminar con la cabeza agachada casi todo el rato. Comprendió que tenía una noche muy desagradable por delante.

Trató de no pensar en las molestias. A ambos lados, unas velas parpadeaban en los huecos abiertos entre unas anchas columnas que le hicieron recordar una ceremonia nocturna en una gran catedral.

—Cada minero trabaja una sección de tres metros y medio de pared de carbón llamada «cuarto». Entre un cuarto y otro, dejan una columna de carbón de unos dieciséis metros cuadrados para sostener el techo.

Lizzie se percató de repente de que, por encima de su cabeza, había más de sesenta metros de tierra y roca que podían caer sobre ella en caso de que los mineros no hubieran hecho bien su trabajo. Tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir el miedo. Apretó involuntariamente la mano de Jay y éste le devolvió el apretón. A partir de aquel momento, fue plenamente consciente de que ambos iban tomados de la mano y descubrió que la sensación le gustaba.

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