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Authors: Andrea Camilleri

Un mes con Montalbano (5 page)

* * *

—Estoy completamente seguro de no equivocarme —aseguró categóricamente Jacomuzzi—. Cuando iba a morir, el pobrecito intentó escribir unas siglas. Se trata de una P, de una O y de una E. Unas siglas, tan cierto como la muerte —hizo una pausa—. ¿No podría tratarse de Partido Obrero Europeo?

—¿Y qué mierda es eso?

—Pues no lo sé; hoy todo el mundo habla de Europa... A lo mejor es un partido subversivo europeo...

—Jacomù, ¿has perdido la chaveta?

¡Qué demostraciones de ingenio hacía Jacomuzzi! Montalbano colgó el auricular sin darle las gracias. Unas siglas. ¿Qué había querido decir o indicar Calòrio? ¿Algo que se refería al puerto, quizá? ¿Punto de Observación Este? ¿Playa Opuesta Exterior? No, meterse a jugar a las adivinanzas no tenía sentido; aquellas tres letras podían significar todo o nada. Sin embargo, para Calòrio en trance de muerte escribir aquellas siglas en la arena tuvo suma importancia.

Hacia las dos de la madrugada, mientras dormía, alguien le dio una especie de puñetazo en la cabeza. En alguna ocasión ya se había despertado de esa manera: estaba seguro de que durante el sueño, una parte de su cerebro permanecía en vigilia pensando en algún problema. Y en un momento determinado lo llamaba a la realidad. Se levantó, corrió al teléfono y marcó el número de Jacomuzzi.

—¿Escribió los puntos?

—¿Quién es? —preguntó Jacomuzzi, sorprendido.

—Soy Montalbano. ¿Escribió los puntos?

—Seguro —contestó Jacomuzzi.

—¿Qué significa «seguro»? Seguro es que voy ahora a tu casa, te rompo los cuernos y tienen que darte diez puntos en la cabeza. Jacomù, ¿crees que te llamo por teléfono a estas horas de la noche sólo para escuchar tus estupideces? Estaban los puntos, ¿sí o no?

—¿Qué puntos, Virgen santa?

—Entre la P y la O y entre la O y la E.

—¡Ah! ¿Hablas de lo que escribió en la arena? No, no había puntos.

—Entonces, ¿por qué mierda me has dicho que eran unas siglas?

Colgó apresuradamente el teléfono y corrió a la estantería, esperando que el libro que buscaba estuviera en su sitio. El libro estaba allí: «Cuentos», de Edgar Allan Poe. No eran unas siglas, era el nombre de un escritor lo que Calòrio había escrito en la arena, un mensaje destinado a Montalbano, porque era el único que podía entenderlo. La primera narración del libro se titulaba «El manuscrito encontrado en una botella», y para el comisario fue suficiente.

A la luz de la linterna eléctrica los ratones, desconcertados, huían por todas partes. Soplaba un fuerte viento frío y el aire, al pasar a través de la tablazón desensamblada, producía en ciertos momentos una queja que parecía de voz humana. En el interior de la botella número quince, Montalbano vio lo que buscaba: un rollo envuelto en papel verde oscuro, perfectamente mimetizado con el color del vidrio. Calòrio era un hombre inteligente. El comisario puso al revés la botella, pero el rollo no salió; se había atascado. En lugar de marcharse de allí lo antes posible, Montalbano salió del cuarto del motor, subió al puente y se dejó caer en la arena como había hecho, aunque no por propia voluntad, el pobre Calòrio.

Al llegar a su casa de Marinella, dejó la botella encima de la mesa y se quedó un rato mirándola, degustando la curiosidad como un vicio solitario. Cuando ya no pudo más, sacó un martillo de la caja de las herramientas y dio un solo golpe, seco, preciso. La botella se rompió en dos partes, casi sin fragmentos. El rollo estaba envuelto en un trozo de papel verde rizado, del que emplean los floristas para cubrir las macetas.

Si estas líneas acaban en las manos adecuadas, bien; en caso contrario, paciencia. Será la última de mis muchas derrotas. Me llamo Livio Zanuttin, o al menos éste es el nombre que me asignaron, porque soy expósito. En el Registro Civil consta que nací en Venecia el 15 de enero de 1923. Hasta los diez años estuve en un orfanato de Mestre. Luego me trasladaron a un colegio de Padua, donde hice mis estudios. En 1939, cuando tenía dieciséis años, ocurrió algo que trastornó mi vida. En el colegio había un chico de mi misma edad, Carlo Z., que era, en todo y para todo, una chica y de buen grado se prestaba a satisfacer nuestros primeros deseos juveniles. Los encuentros tenían lugar por la noche, en un subterráneo al que se accedía por una puerta trampa situada en la despensa. Carlo negaba tenazmente sus favores solamente a un muchacho de nuestro dormitorio: Attilio C. Le resultaba antipático. Cuanto más se negaba Carlo, más rabioso se ponía Attilio por aquel rechazo que consideraba inexplicable. Una tarde quedé de acuerdo con Carlo para encontramos en el subterráneo a las doce y media (nos retirábamos a las diez de la noche y las luces se apagaban un cuarto de hora después). Cuando llegué, a la luz de la vela que Carlo siempre encendía vi un espectáculo tremendo: el muchacho yacía en el suelo, los pantalones y los calzoncillos bajados, en medio de un charco de sangre. Había sido acuchillado hasta la muerte tras ser forzado. Trastornado por el horror, me di vuelta para escaparme de allí y me encontré ante Attilio, que me amenazaba con el cuchillo. Su mano izquierda sangraba; se había herido mientras mataba a Carlo.

—Si hablas —me dijo—, acabarás como él.

Y yo callé, por cobardía. Y lo bueno es que del pobre Carlo no se supo nada más. Seguramente alguien del colegio, al descubrir el homicidio, ocultó el cadáver: quizás uno de los celadores que mantuvo relaciones ilícitas con Carlo actuó así por temor al escándalo. Quién sabe por qué razón, días después, cundo vi a Attilio tirar a la basura la gasa ensangrentada, la recogí. He pegado un trocito en la última página; ignoro para qué servirá. En 1941 me llamó el ejército, combatí y en 1943 fui hecho prisionero en Sicilia por los Aliados. Me liberaron tres años después, pero mi vida ya estaba marcada, y contarla aquí no sirve de nada. Un encadenamiento de errores, uno detrás del otro: quizás, digo quizás, el remordimiento por aquella remota cobardía, el desprecio hacia mí mismo por haber callado. Hace una semana, aquí en Vigàta, he visto por casualidad a Attilio y lo he reconocido enseguida. Era domingo e iba a la iglesia. Lo he seguido, he preguntado y me he enterado de todo sobre él: Attilio C. ha venido a visitar a su hijo, que es director de la fábrica de cemento. Attilio está jubilado pero es administrador delegado de Saminex, la mayor industria de conservas de Italia. Anteayer fui a su encuentro y me detuve ante él.

—Hola, Attilio —le dije—, ¿me recuerdas?

Me miró durante un rato, me reconoció y dio un respingo. En los ojos negros apareció la misma mirada de aquella noche en el subterráneo.

—¿Qué quieres?

—Ser tu conciencia.

No lo habrá creído y pensará que tengo la intención de vengarme. Uno de estos días, o de estas noches, dará señales de vida.

Habían dado las cinco de la mañana; era inútil irse a la cama. Permaneció mucho rato bajo la ducha, se afeitó, se vistió y se sentó en el banco de la terracita a contemplar el mar que se rizaba lentamente, como una respiración tranquila. Se había preparado una cafetera napolitana de cuatro tazas: de vez en cuando se levantaba, entraba en la cocina, llenaba la taza y volvía a sentarse. Estaba contento por su amigo Calòrio.

Encontró la dirección en la guía de teléfonos. A las ocho en punto hizo sonar el portero eléctrico del doctor Eugenio Comaschi. Le respondió una voz masculina.

—¿Quién es.

—Entrega a domicilio.

—Mi hijo no está.

—No importa, puede firmar cualquiera.

—Tercer piso.

Cuando el ascensor se detuvo, un viejo distinguido esperaba en el rellano vestido con un pijama. En cuanto Attilio Comaschi vio al comisario, desconfió, comprendió enseguida que aquel hombre nada tenía que ver con entregas a domicilio, sobre todo porque no llevaba nada en la mano.

—¿Qué desea? —preguntó el viejo.

—Entregarle esto —respondió Montalbano sacando del bolsillo el cuadradito de gasa manchado de marrón oscuro.

_¿Qué porquería es ésa?

—Es un pedazo de la venda con la que usted, hace cincuenta y ocho años, se envolvió la herida que se hizo al matar a Carlo.

Dicen que hay balas que cuando hieren a un hombre lo desplazan tres o cuatro metros hacia atrás. Fue como si uno de esos proyectiles le hubiera dado en el pecho porque el viejo chocó literalmente contra la pared. Luego, se recuperó lentamente y hundió la cabeza en el pecho.

—No quería matar a Livio —dijo Attilio Comaschi.

Par condicio

Cuando Montalbano llegó recién nombrado a la comisaría de Vigàta, su colega saliente le hizo saber, entre otras cosas, que el territorio de Vigàta y sus alrededores era objeto de contencioso entre dos «familias» mafiosas, los Cuffaro y los Sinagra. Ambas intentaban poner fin a la larga disputa recurriendo, no a las instancias con papel sellado, sino a mortíferos disparos de lupara.

—¿Lupara? ¿Todavía? —se sorprendió Montalbano, porque aquel sistema le pareció arcaico en unos tiempos en los que las metralletas y las Kalashnikov se adquirían en los mercados lugareños por centavos.

—Es que los dos jefes de las familias locales son tradicionalistas —le explicó su colega—. Don Sisìno Cuffaro ha rebasado los ochenta, mientras que don Balduccio Sinagra ha cumplido ochenta y cinco. Debes comprenderlos, están apegados a los recuerdos de juventud y la escopeta de caza se encuentra entre los más queridos. Don Lillino Cuffaro, hijo de don Sisìno, que pasa de los sesenta, y don Masino Sinagra, el hijo cincuentón de don Balduccio, están impacientes, querrían suceder a sus progenitores y modernizarse, pero están atados a los padres que todavía son capaces de correrlos a bofetadas en medio de la plaza.

—¿Bromeas?

—En absoluto. Los dos viejos, don Sisìno y don Balduccio, son personas juiciosas, siempre quieren ir empatados. Si uno de la familia Sinagra mata a uno de la familia Cuffaro, puedes poner la mano en el fuego que al cabo de una semana uno de los Cuffaro dispara a uno de los Sinagra. De uno en uno solamente.

—¿Y ahora a cuánto están? —preguntó Montalbano como si se tratara de un deporte.

—Seis a seis —respondió su colega con seriedad—. Ahora toca tirar a puerta a los Sinagra.

Cuando el comisario llevaba dos años en Vigàta, el partido se había detenido por el momento en ocho a ocho. Dado que el balón correspondía de nuevo a los Sinagra, el 15 de diciembre, después de una llamada telefónica de uno que no quiso identificarse, se encontró en Zagarella el cadáver de Titìllo Bonpensiero. El hombre, a pesar de su apellido («buen pensamiento»), tuvo la mala idea de dar un paseo matutino y solitario por aquel desolado claro cubierto de retama, piedras y accidentado por desniveles. El lugar ideal para que te maten. Titìllo Bonpensiero, muy relacionado con los Cuffaro, tenía treinta años, se dedicaba oficialmente a la venta de casas y hacía dos años que se había casado con Mariuccia Di Stefano. Naturalmente los Di Stefano eran carne y uña con los Cuffaro, porque en Vigàta la historia de Romeo y Julieta pasaba por lo que era, una pura y simple leyenda. La boda de una Cuffaro con un Sinagra (y viceversa) era un acontecimiento inimaginable, como de ciencia ficción.

Durante el primer año de servicio en Vigàta, Salvo Montalbano, que no había querido abrazar la escuela de pensamiento de su predecesor («deja que se maten entre ellos, no te entrometas, todo eso salimos ganando nosotros y las personas honestas»), se metió de cabeza en la investigación de aquellos homicidios y salió con los cuernos quemados.

Nadie veía nada, nadie oía nada, nadie sospechaba, nadie imaginaba, nadie conocía a nadie.

—Por eso Ulises, en tierras de Sicilia, le dijo al cíclope que se llamaba Nadie —divagó un día el comisario ante aquella espesa niebla.

De modo que, cuando le comunicaron que en Zingarella se había encontrado el cadáver de uno de la familia Cuffaro, envió a su segundo Mimì Augello.

Y todos en el pueblo se dispusieron a esperar la próxima e inevitable muerte de un Sinagra.

El 22 de diciembre Cosimo Zaccaria, que era un apasionado de la pesca, llegó con la caña y los gusanos a la punta del muelle del poniente cuando todavía no eran las siete de la mañana. Tras media hora de pesca con cierta fortuna, seguramente se sintió molesto por la aparición de una ruidosa lancha que se dirigía al puerto a gran velocidad. Pero no enfilaba directamente la bocana desde mar abierto, sino que ponía proa a la punta del muelle del poniente, decidida, al parecer, a espantar con su estrépito los peces que Cosimo esperaba. Cuando estuvo a unos diez metros de estrellarse contra el rompeolas, la lancha viró y volvió a mar abierto: Cosimo Zaccaria yacía de bruces encajonado entre dos escollos, con el pecho desgarrado por la escopeta.

En cuanto se supo la noticia, el pueblo entero se quedó atónito, como atónito se quedó también el comisario Montalbano.

¿No pertenecía Cosimo Zaccaria a la familia Cuffaro, lo mismo que Titìllo Bonpensiero? ¿Por qué los Sinagra habían matado a dos Cuffaro, uno tras otro? ¿Cabía la posibilidad de un error en la cuenta? Y si no había error, ¿por qué los Sinagra decidieron no respetar las reglas?

Ahora estaban diez a ocho y no había duda de que los Cuffaro iban a nivelar el resultado. Se presentaba un mes de enero frío, lluvioso y con dos Sinagra que ya se podían considerar muertos a todos los efectos. De ello se volvería a hablar después de las fiestas de Navidad porque existía una tregua tácita desde el 24 de diciembre hasta el 6 de enero. Después de la Epifanía se reanudaría el partido.

* * *

El silbato del árbitro, que no escucharon los vigateses pero sí los miembros de los dos equipos, debió de sonar la noche del 7 de enero. Michele Zummo, propietario de una granja modelo de pollos en la zona de Ciavolotta, fue localizado al día siguiente, ya cadáver, en medio de más de un millar de huevos rotos por los perdigones de la escopeta o por la caída del cuerpo de Zummo, que se había derrumbado en el medio.

Mimì Augello le contó a su superior que la sangre, el cerebro, las yemas y las claras estaban tan mezclados que se habría podido hacer una tortilla para trescientas personas sin que nadie hubiera logrado distinguir entre Zummo y los huevos.

Diez a nueve: las cosas se estaban equilibrando y el pueblo se sintió más seguro. Michele Zummo era de los Sinagra, muerto a escopetazos, como era tradicional.

Todavía le tocaba el turno a uno del equipo Sinagra y luego volvería la
par condicio
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