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Authors: Andrea Camilleri

Un mes con Montalbano (9 page)

—¿Fue la última vez que se vieron?

—¡Pero no! Volvió hace cinco días. Primero cogían y luego hablaban. El doctor le decía que estaba haciendo progresos con su esposa, que era muy comprensiva. Pero estoy segura de que nada era verdad; se lo decía para calmarla, para buscar una solución. Últimamente estaba distraído y preocupado.

—¿Usted sospechaba que la solución podría ser el suicidio?

—¿Bromea? El doctor no tenía ninguna intención de suicidarse; yo lo conocía muy bien. Al parecer esa puta imbécil se lo dijo a su padre. E Ignazio Coglitore no ha perdido el tiempo.

En cuanto salió la enfermera, Montalbano llamó a Fazio.

—Ve a buscar a Ignazio Coglitore y tráelo aquí en diez minutos. No quiero excusas.

Fazio volvió media hora más tarde sin Ignazio Coglitore.

—¡Virgen santa, comisario, qué lío!

—¿No quiere venir?

—No puede. Lo han detenido en Montelusa.

—¿Cuándo?

—Esta mañana, a las ocho.

—¿Por qué?

—Ahora se lo explico. Bueno, al parecer cuando la hija de Ignazio Coglitore se enteró de que el doctor Landolina se había matado, sufrió un ataque y se desmayó. La familia lo achacó a que la muchacha estaba en tratamiento. Pero no se recuperaba del desmayo. Entonces Ignazio Coglitore, con la ayuda de sus otros dos hijos varones, la metió en el coche y se la llevó al hospital de Montelusa, donde la internaron. Ayer por la tarde Ignazio Coglitore y su mujer fueron al hospital a recogerla. Y he aquí que un médico joven y estúpido les dijo que sería mejor que dejaran a la muchacha unos días más en el hospital, porque corría el riesgo de perder al niño. Ignazio Coglitore y su mujer cayeron fulminados a los pies del médico; parecían muertos. Cuando el padre se recuperó, estaba furioso y la emprendió a puñetazos con médicos y enfermeras. Finalmente consiguieron echarlo. Esta mañana, a las siete y media, ha vuelto al hospital: además de los dos hijos, iban con él los varones de las familias Gradasso, Panzeca y Tuttolomondo. Doce personas en total.

—¿Qué querían?

—A la muchacha.

—¿Por qué?

—Ignazio Coglitore le explicó al jefe de servicio que la querían porque tenían que sacrificarla a Dios para expiar el pecado. El jefe de servicio se negó y se desencadenó el fin del mundo. Puñetazos, gritos, cristales rotos, pacientes huyendo. Cuando llegaron los carabineros, también fueron agredidos. Acabaron en la cárcel.

—A ver si lo entiendo, Fazio. ¿Cuándo les dijo el médico a los Coglitore que su hija estaba embarazada?

—Ayer por la tarde, hacia las siete y media.

La hipótesis de la enfermera Angela Lo Porto se había ido al carajo. Los Coglitore se habían enterado de que el responsable de la preñez de Mariuccia era el doctor Landolina. Pero aunque hubieran querido, no habrían podido vengarse: se enteraron de la noticia de la historia amorosa y de sus consecuencias después de la desaparición del médico. No podían haberlo matado ellos. Si se descartaba el suicidio, no existía otra persona que tuviera razones fundadas para la venganza.

—¡Hola! ¿Hablo con la señora Landolina?

—Sí.

Más que una sílaba, un soplo dolorido.

—Soy el comisario Montalbano.

—¿Encontraron el cuerpo?

¿Por qué en la voz de la señora Landolina se había insinuado un tono de aprensión? ¿Era aprensión y no el lógico horror?

—No, señora. Pero deseo hablar con usted, sólo cinco minutos, para aclarar unas cosas.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo, si quiere.

—Perdone, comisario, pero esta mañana no estoy con ánimo; me parece que de un momento a otro me va a estallar la cabeza. Tengo tal jaqueca que casi no puedo mantener los ojos abiertos.

—Lo siento, señora. ¿Le va bien hoy después de comer, a las cinco?

—Lo espero.

A las tres fue convocado por el jefe de policía: debía asistir sin falta a una importante reunión en Montelusa, a las cinco y media. No quiso renunciar a la cita con la señora Landolina y decidió anticiparla en una hora, sin previo aviso.

—¿Adónde va? —le preguntó desabrido el portero que no lo conocía o fingía no conocerlo.

—A casa de la señora Landolina.

—No está. Se ha marchado.

—¿Cómo que se ha marchado? —preguntó Montalbano sorprendido.

—En su coche —replicó el portero en tono ambiguo—. Ha cargado las maletas, que eran muchas, y la hemos ayudado el padre Vassallo y yo.

—¿También estaba el párroco?

—Sí, el padre Vassallo no se ha movido de la casa desde hace dos días para consolar a la señora. Es un santo, y amigo de la señora.

—¿A qué hora se marchó?

—Esta mañana, hacia el mediodía.

Por lo tanto, poco después de haber hablado con él. Tantas maletas no se hacen tan pronto; seguramente ya estaba preparada antes de que Montalbano telefonease. Al aplazar la visita a la tarde, simple y llanamente le había dado por el culo.

—¿Le comunicó por casualidad adónde iba?

—Sí. A Comiso. Me dijo que como máximo estaría fuera una semana.

¿Qué hacer? ¿Llamar por teléfono a alguno de sus colegas de Comiso para que vigilara a la señora Landolina?

¿Con qué motivo? ¿Una lejanísima, aérea e impalpable sospecha de homicidio? ¿O simulación de cita?

Tuvo una inspiración. Volvió corriendo al despacho y llamó por teléfono a Antonino Gemmellaro, antiguo compañero de escuela, ahora director de la filial de la Banca Agrícola Siciliana de Comiso.

—¡Hola! ¿Gemmellaro? Soy Montalbano.

¿Por qué los antiguos compañeros de escuela se llamaban entre ellos por el apellido? ¿Recuerdo de la lista de clase?

—¡Oh, qué agradable sorpresa! ¿Estás en Comiso?

—No, te hablo desde Vigàta. Necesito una información.

—Lo que quieras.

—¿Te has enterado de que el doctor Landolina desapareció el sábado por la tarde? Lo conocías, ¿verdad?

—Claro que lo conocía, era cliente nuestro.

—O se ha suicidado o lo han matado.

Gemmellaro no hizo ningún comentario enseguida; era evidente que estaba pensando en las palabras que Montalbano acababa de decirle.

—¿Dices que se ha suicidado? No lo creo.

—¿Por qué?

—Porque alguien que tiene la intención de matarse no piensa en vender todo lo que posee. Hace un mes vendió, y en algunos casos malvendió, casas, terrenos, negocios; en resumidas cuentas, todo lo que tenía aquí. Quería obtener dinero rápidamente.

—¿Cuánto?

—Unos tres mil millones de liras, más o menos.

Montalbano lanzó un silbido.

—Entre él y su mujer, claro está.

—¿La esposa también vendió?

—Sí.

—¿El médico tenía firmado un poder de la esposa?

—¡No! Vino ella a Comiso.

—Y el dinero ¿dónde está ahora?

—Ah. Aquí ha retirado hasta el último centavo.

Le dio las gracias, colgó el auricular, llamó a la única agencia inmobiliaria que había en Vigàta, y a quien le respondió le hizo una pregunta concreta.

—Ciertamente, comisario, el pobre doctor Landolina nos encargó la venta de la casa y del estudio.

—¿Y qué harán ahora que ha desaparecido?

—Mire, precisamente hace quince días el pobre doctor dispuso, en un acta notarial, que el producto de la venta se entregase al padre Vassallo.

La reunión con el jefe de policía duró poco y el comisario tuvo tiempo de hacer una visita al teniente Colorni, con el que mantenía una buena relación y que estaba al mando de los carabineros.

—¿Qué medidas han tomado con Mariuccia Coglitore?

—La hemos retenido en el hospital. Con esos parientes tan locos...

—¿Y después...?

—La mandaremos a un centro para madres solteras. Está muy lejos de aquí y no le daremos la dirección a nadie. El instituto lo sugirió el confesor de la muchacha.

—¿Quién es el confesor?

Ya sabía la respuesta, pero quería escucharla.

—El padre Vassallo, de Vigàta.

—Padre, he venido para decirle que mañana por la mañana tendré que dar respuestas a los periódicos y a la televisión acerca de la reciente desaparición del doctor Landolina.

—¿Y cree que puedo serie útil?

—¡Ya lo creo! Pero antes una pregunta: ¿un cura que miente comete pecado?

—Si la mentira es para un buen fin, no creo.

Sonrió, estiró los brazos: Montalbano estaba servido. El padre Vassallo era un cincuentón un poco entrado en carnes, de rostro inteligente e irónico.

—Entonces permítame que le cuente una historia.

—Si lo considera oportuno, comisario.

—Un médico serio, casado, se enamora de una joven, la deja embarazada. Entonces le entra el pánico: las reacciones de la familia de la muchacha pueden llegar a excesos impensables. Desesperado, no le queda más remedio que confesarlo todo a su esposa. Y ella, que debe de ser una mujer extraordinaria...

—Lo es, créame —lo interrumpió el cura.

—... idea un plan perfecto. En un mes, sin que la cosa trascienda, venden todo lo que poseen y reúnen una buena cifra. El médico finge un suicidio, pero en realidad, con la complicidad de un amigo cura, se esfuma hacia un destino que ignoramos. Dos días después la mujer lo sigue. ¿Qué me dice?

—Es un cuento verosímil——dijo tranquilo el párroco.

—Sigo. El médico y su mujer son personas de bien y no pueden dejar plantada a la pobre muchacha embarazada.

Deciden vender el departamento y el consultorio médico que poseen en Vigàta, pero la recaudación de la venta la destinan al amigo cura para que atienda a las primeras necesidades de la joven madre.

Hubo un silencio.

—¿Qué dirá en la conferencia de prensa?

—Que el doctor Landolina se ha suicidado. Y que la viuda ha ido a reunirse con sus padres en su pueblo.

—Gracias ——dijo el padre Vassallo, casi con un murmullo. Y luego añadió: —Nunca habría pensado que un ángel tomara el aspecto de la señora. ¿La conocía?

—No.

—Una mujerona. Una giganta francamente fea. Una especie de ogresa de cuento. Pero tenía una sonrisa...

—Extraordinariamente amable —acabó el comisario.

Un diario del 43

El viento sopló tan fuerte que el mar llegó hasta la terracita de la casa de Montalbano, comiéndose toda la playa. Como consecuencia, el humor del comisario, que sólo se sentía en paz consigo mismo y con el universo cuando podía tostarse al sol, se puso tan oscuro como la noche. Fazio, que lo conocía muy bien, en cuanto lo vio entrar en el despacho saludó y se esfumó. En cambio Catarella olvidó el riesgo que corría, a pesar de que prestaba servicio en la comisaría desde hacía más de un año, y se precipitó en el despacho.

—¡Comisario! ¡Esta mañana han llamado unas personas que preguntaban por usted en persona! Le escribí los nombres aquí.

Le entregó un papel mal arrancado de un cuaderno de hojas cuadriculadas.

—Y tu hermana, ¿también llamó? —preguntó Montalbano, peligrosamente amable.

Catarella primero se sorprendió, luego sonrió.

—Comisario, ¿bromea? Mi hermana no puede telefonear.

—¿Es monja?

—No, comisario, no es monja. No puede telefonear porque no existe, porque soy hijo único de mi padre y de mi madre.

El comisario abandonó la partida, derrotado. Despidió a Catarella y se puso a descifrar la lista de nombres. El «doctür Vanesio» no podía ser otro que el doctor Silesio al que habían desvalijado la casa; el «señor Gefe» era evidentemente el jefe de la policía; «Scillicato» se llamaba de verdad Scillicato y el «direztor Purcio» era el director Burgio, al que no veía desde hacía tiempo.

Le era simpático aquel ex director de más de setenta años que, junto con su mujer Angelina, lo había ayudado en una investigación que se llevó a cabo al hilo de los recuerdos y que, luego, se vino a llamar del «perro de terracota».

No tenía ganas de hablar con el jefe, el nuevo, porque siempre estaba buscando cinco pies al gato. El doctor Sinesio volvería a quejarse porque continuaban sin recuperar la plata robada. En cambio, a Scillicato hacía seis meses que le habían quemado el BMW y se había comprado un Punto. Cuando también se lo quemaron, adquirió un Cinquecento de segunda mano que quince días después también estaba ardiendo.

—Comisario, ¿qué hago? —le había preguntado.

El consejo más oportuno habría sido que dejara de practicar la usura. En el pueblo se decía que Pepè Jacono se había ahorcado por todo lo que le debía. Montalbano, que aquel día estaba de un humor grueso, lo miró en silencio y luego le contestó:

—Cómprese un monopatín.

Al parecer también le habían quemado el monopatín. Montalbano llamó por teléfono al director Burgio, que lo invitó a cenar a su casa aquella misma noche. Aceptó: la señora Angelina cocinaba platos muy sencillos, pero sabía lo que hacía.

Después de cenar pasaron al salón y allí el director manifestó la finalidad de la invitación.

—¿Ha ido al puerto recientemente?

—Sí, paso por allí cuando voy a pasear hasta el faro.

—¿Se dio cuenta de que han demolido el viejo silo?

—Han hecho bien. Se estaba cayendo; era un peligro para todo el que se acercara.

—Cuando lo construyeron, en 1932, yo tenía siete años —dijo el director—. Mussolini había declarado la llamada «batalla del trigo», estaba convencido de que la había ganado y ordenó que se construyera este gran silo.

—¿Por qué en el puerto y no junto a la estación del ferrocarril? —preguntó el comisario.

—Porque desde aquí tenían que partir los barcos cargados de trigo hacia lo que el Duce llamaba la cuarta orilla, o sea Eritrea, Libia. —Se detuvo un instante, sumergido en los recuerdos de juventud, y luego siguió: —El agrimensor Cusumano, que dirigió la demolición, ha encontrado en el interior del edificio papeles antiguos y me los ha traído, sabe que me interesan las historias del pueblo. Se trata de correspondencia entre la agencia de Vigàta y la dirección de la cooperativa agraria, que tenía su sede en Palermo. Pero en otra zona del silo, en un pequeño intersticio, descubrió números antiguos del
Popolo d'italia
, el diario del Partido Fascista; un libro, «Parla con Bruno», que Mussolini escribió a la muerte de su hijo, y un cuaderno. El agrimensor se ha quedado con los diarios y el libro, y me ha regalado el cuaderno. Le eché un vistazo y me despertó la curiosidad. Si quiere, léalo usted también y luego volvemos a hablar.

Era un cuaderno común y corriente, un poco amarillento, y la tapa mostraba a Mussolini, tieso y de uniforme, haciendo el saludo fascista. Abajo habían escrito: «El Fundador del imperio». En la contratapa estaba representado el imperio, es decir, un pequeño mapa de Abisinia. En la primera página, en el centro, cuatro versos:

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