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Authors: Andrea Camilleri

Un mes con Montalbano (6 page)

El 2 de febrero, corto y amargo, Pasqualino Fichèra, comerciante de pescado al por mayor, fue sorprendido por un tiro de escopeta cuando volvía a casa a la una de la madrugada. Cayó al suelo herido y habría podido salir de la situación si no se hubiese puesto a dar gritos en lugar de fingirse muerto:

—¡Muchachos, se equivocaron! ¡No nos toca a nosotros!

Lo oyeron en las casas vecinas pero nadie se asomó, y Pasqualino Fichèra, alcanzado de pleno por un segundo disparo, pasó a mejor vida, como se suele decir, con la duda atroz de que había sido víctima de una equivocación. De hecho pertenecía a los Cuffaro: orden y tradición imponían que, para empatar, debían matar a otro Sinagra. Fue esto lo que quiso decir cuando lo hirieron. Ahora los Sinagra llevaban ventaja: once a nueve.

El pueblo perdió la cabeza.

* * *

En cambio, el último homicidio y la frase que pronunció Pasqualino Fichèra hicieron que Montalbano viera las cosas con mayor claridad. Empezó a razonar partiendo de una convicción que sólo era instintiva: que no había existido un error en las cuentas ni de una parte ni de la otra. Una mañana, razona que te razona, se persuadió de la necesidad de pasar un rato charlando con el doctor Pasquano, el médico forense que tenía su despacho en Montelusa. Era viejo, lunático y grosero, pero Montalbano no se hacía mala sangre y Pasquano encontró un hueco de una hora después de comer.

—Titìllo Bonpensiero, Cosimo Zaccaria, Michele Zummo, Pasqualino Fichèra —enumeró el comisario.

—¿Y qué?

—¿Sabe que tres de ellos pertenecen a la misma familia y sólo uno a la adversaria?

—No, no lo sabía. Y, además, no me importa en absoluto. Convicciones políticas, confesiones religiosas, afiliaciones, todavía no son objeto de investigación en una autopsia.

—¿Por qué ha dicho «todavía no»?

—Porque estoy seguro de que dentro de pocos años habrá aparatos tan sofisticados que a través de la autopsia se podrá establecer hasta la ideología política. Pero vayamos al grano, ¿qué quiere?

—En estos cuatro muertos, ¿no ha encontrado alguna anomalía? No sé...

—¿Pero qué se ha creído? ¿Que sólo me ocupo de sus muertos? ¡Tengo sobre los hombros toda la provincia de Montelusa! ¿Sabe que los fabricantes de ataúdes de estas tierras se han construido villas en las Maldivas?

Abrió un gran fichero metálico, extrajo cuatro carpetas, las leyó atentamente, devolvió tres a su lugar y entregó la cuarta a Montalbano.

—Entérese de que la copia exacta de esta ficha la envié, a su debido tiempo, a su despacho de Vigàta.

Lo que significaba: ¿por qué no lees las cosas que te mando en lugar de venir a joderme a Montelusa?

—Gracias y disculpe las molestias —dijo el comisario tras echar una rápida ojeada al informe.

Mientras conducía de vuelta a Vigàta, la rabia por el papelón que había hecho con el forense le salía a Montalbano por la nariz, humeante como la de un toro enfurecido.

—¡Mimì Augello, a mi despacho! —gritó apenas entró.

—¿Qué quieres? —preguntó Augello cinco minutos después, poniéndose a la defensiva a la vista del semblante del comisario.

—Simple curiosidad, Mimì. Con los informes que manda el doctor Pasquano ¿envuelves el pescado o te limpias el culo?

—¿Por qué?

—Al menos ¿los lees?

—Claro.

—Explícame entonces por qué no me has dicho nada de lo que el doctor escribió a propósito del cadáver de Titìllo Bonpensiero.

—¿Y qué escribió? —preguntó Augello con expresión seráfica.

—Mira, hagamos una cosa. Ahora te vas a tu despacho, tomas el informe, lo lees y luego vuelves aquí. Mientras tanto intentaré calmarme o de otro modo acabaremos a los golpes.

Cuando volvió al despacho de su superior, Augello tenía el semblante sombrío, mientras que el del comisario estaba bastante más sereno.

—¿Y? —preguntó Montalbano.

—Soy un estúpido —admitió Mimì.

—Sobre eso hay unanimidad. —Mimì Augello no reaccionó. —Pasquano —siguió diciendo Montalbano— plantea claramente la sospecha de que, dada la poca sangre que se encontró en el lugar, Bonpensiero fue asesinado en otra parte y luego llevado al claro de Zingarella, donde le dispararon cuando ya era cadáver desde hacía algunas horas. Un tiro de escopeta casi a quemarropa, entre el cuello y el mentón. En resumen, un teatro, una puesta en escena. ¿Por qué? Según Pasquano, porque a Bonpensiero lo estrangularon mientras dormía; el escopetazo no logró borrar las huellas del estrangulamiento, como esperaban. Y ahora, Mimì, ¿qué idea te has formado tras haberte dignado echar un vistazo al informe?

—Que si las cosas están así, este homicidio no entra en la praxis.

Montalbano le lanzó una mirada de admiración y fingió que se quedaba estupefacto.

—A veces, Mimì, tu inteligencia me asusta. ¿Ya está? ¿No entra en la praxis y basta?

—Quizás... —aventuró Augello, pero se detuvo.

Se quedó con la boca abierta, porque el pensamiento lo sorprendió a él antes que a nadie.

—Vamos, habla, que no voy a comerte.

—Quizá los Sinagra no tengan nada que ver con la muerte de Bonpensiero.

Montalbano se levantó, se le acercó le tomó las mejillas con las manos y le dio en beso en la frente.

—¿Ves cómo cuando te estimulan el culito con perejil consigues hacer caquita?

—Comisario, me ha mandado decir que quería verme uno de estos días, pero me he apresurado a venir. No porque tenga nada que temer, sino por la gran estima que le profesamos mi padre y yo.

Don Lillino Cuffaro, regordete, calvo, un ojo entreabierto, vestido de cualquier manera, a pesar de su aspecto humilde poseía una especie de secreto atractivo. Era un hombre de mando, de poder, y no lograba ocultarlo del todo.

Montalbano ignoró el cumplido, como si no lo hubiera oído.

—Señor Cuffaro, ya sé que tiene muchos asuntos que atender y no le haré perder el tiempo. ¿Cómo está la señora Mariuccia?

—¿Quién?

—La señora Mariuccia, la hija de su amigo Di Stefano, la viuda de Titìllo Bonpensiero.

Don Lillino Cuffaro abrió la boca como para decir algo y luego la cerró. Estaba desconcertado, no esperaba un ataque por ese flanco. Pero se recuperó.

—Cómo quiere que esté, pobre mujer; se casó hace tan sólo dos años y ahora encontrarse con el marido muerto de ese modo...

—¿De qué modo? —preguntó Montalbano, el semblante inocente como el de un angelito.

—Me..., me han dicho que recibió un tiro —repuso vacilante don Lillino. Comprendió que caminaba sobre un terreno minado. Montalbano era una estatua. —¿No? —preguntó don Lillino Cuffaro. El comisario alzó el dedo índice derecho, lo movió de izquierda a derecha y viceversa. Ahora tampoco habló. —Y entonces, ¿cómo fue?

Esta vez Montalbano se dignó contestar.

—Estrangulado.

—¿Qué me dice? —protestó don Lillino.

Sin embargo, se veía que no era muy bueno haciendo teatro.

—Si se lo digo yo, debe creerme —repuso muy serio el comisario, aunque se estaba divirtiendo. Se hizo un silencio. Montalbano contemplaba el bolígrafo que tenía en la mano como si fuera un objeto misterioso que veía por primera vez—. Cosimo Zaccaria cometió una gran equivocación —continuó el comisario Montalbano un momento después.

Dejó el bolígrafo encima del escritorio renunciando definitivamente a entender lo que era.

—¿Y qué tiene que ver el bueno de Cosimo Zaccaria?

—Tiene que ver, tiene que ver.

Don Lillino se movió en la silla.

—Según usted, y sólo por hablar, ¿cuál fue su equivocación?

—Sólo por hablar, endosar a los Sinagra el asesinato que él cometió. Pero los Sinagra hicieron saber a quien entendiera que ellos nada tenían que ver con esa historia. Entonces los de la otra parte, convencidos de la no implicación de los Sinagra, investigan en su casa. Y descubren algo que, si se sabe, los puede cubrir de vergüenza. Corríjame si me equivoco, señor Cuffaro...

—No entiendo cómo podría corregirlo en una cosa que...

—Déjeme acabar. Veamos, Mariuccia Di Stefano y Cosimo Zaccaria son amantes desde hace tiempo. Lo hacen tan bien que nadie sospecha su relación, ni la familia ni fuera de casa. Después, es tan sólo una hipótesis mía, Titìllo Bonpensiero empieza a olerse algo y agudiza la vista y los oídos. Mariuccia se alarma y advierte a su amante. Juntos organizan un plan para liberarse de Titìllo y que la culpa recaiga sobre los Sinagra. Una noche, mientras el marido duerme profundamente, la señora se levanta de la cama, abre la puerta y Cosimo Zaccaria entra...

—Deténgase —dijo de pronto don Lillino levantando una mano. Le fastidiaba oír la historia.

Sorprendido, Montalbano vio ante él a otra persona, transformada. Los hombros derechos, el ojo sano como la hoja de un cuchillo, el rostro duro y decidido: un jefe.

—¿Qué quiere de nosotros?

—Ustedes ordenaron la muerte de Cosimo Zaccaria para devolver la calma a la familia. —Don Lillino no pronunció ni una sílaba.

—Bien, quiero que el asesino de Cosimo Zaccaria venga a entregarse. Y también quiero a Mariuccia Di Stefano como cómplice de la muerte de su marido.

—Tendrá pruebas de todo lo que me ha dicho.

Era el último muro de defensa, que el comisario derribó enseguida.

—En parte sí y en parte no.

—¿Puedo saber entonces por qué me ha molestado?

—Sólo para decirle que tengo la intención de hacer algo peor que exhibir unas pruebas.

—¿Y?

—A partir de mañana mismo empiezo la investigación de los homicidios de Bonpensiero y Zaccaria a toque de tambor, hago que la sigan paso a paso las televisiones locales y los periódicos y mantengo una conferencia de prensa día por medio. Serán despreciados. Los Sinagra se mearán de risa cuando los vean por la calle. Los despreciarán de tal manera que no sabrán dónde esconderse para ocultar la vergüenza. Sólo tendré que decir cómo han ido las cosas y perderán el respeto de todos. Porque diré que en su familia no existe la obediencia, que reina la anarquía, que quien tiene ganas de coger, coge con quien se le antoja, mujeres casadas o solteras, que se puede matar libremente cuando, como y a quien se quiere...

—Deténgase... —dijo nuevamente don Lillino. Se levantó, se inclinó ligeramente ante el comisario y salió.

Tres días más tarde, Vittorio Lopresti, de la familia Cuffaro, se entregó y declaró haber matado a Cosimo Zaccaria porque no se portó bien como socio suyo en unos negocios.

A la mañana siguiente, Mariuccia Di Stefano, completamente vestida de negro, salió pronto de casa y, con paso apresurado, llegó hasta la punta del muelle del poniente. Estaba sola, pero muchos la observaron. Cuando llegó debajo del faro, tal como dijo Pippo Sutera, testigo ocular, la mujer hizo la señal de la cruz y se tiró al mar. Pippo Sutera se lanzó tras ella para salvarla, pero aquel día el mar estaba grueso.

«La convencieron de que se suicidara porque no tenía otra salida», pensó Montalbano.

En el pueblo todos creyeron que Mariuccia Di Stefano se había matado porque no soportaba la pérdida de su adorado marido.

Amor

Michela Prestìa era hija de una familia a la que le faltaba de todo. La madre fregaba las escaleras del ayuntamiento y el padre, que era trabajador temporario en el campo, se había quedado ciego al estallarle una bomba de mano abandonada durante la guerra. La muchacha, a medida que crecía, se hacía cada vez más hermosa, y los vestiditos agujereados que llevaba, poco más que harapos pero limpísimos, no conseguían esconder toda la gracia que Dios le había dado. Morena, los ojos siempre brillantes con una especie de alegría de vivir a pesar de la necesidad, había aprendido sola a leer y a escribir. Soñaba con ser dependienta en uno de aquellos grandes negocios que la fascinaban. A los quince años, ya una mujer hecha y derecha, se escapó de casa para ir detrás de un vendedor ambulante que recorría los pueblos con una furgoneta vendiendo utensilios de cocina, vasos, platos y cubiertos. Un año después volvió a casa y sus padres hicieron como si nada hubiera ocurrido. Tenían una boca más que alimentar. Durante los cinco años siguientes muchos hombres de Vigàta, solteros o casados, la tomaron y la abandonaron o fueron abandonados, pero siempre sin tragedias ni peleas. La vitalidad de Michela conseguía justificar, convertir en natural cada cambio de pareja. A los veintidós años se trasladó a una casa del anciano doctor Pisciotta, quien la hizo su mantenida y la colmó de regalos y de dinero. La buena vida de Michela duró sólo tres años: el doctor murió en sus brazos y la viuda utilizó a los abogados, que se llevaron todo lo que le había regalado el médico y la dejaron con una mano atrás y otra adelante. Apenas seis meses después, Michela conoció al contador Saverio Moscato. Al principio parecía una historia como las otras, pero en el pueblo pronto se dieron cuenta de que las cosas eran muy diferentes.

Saverio Moscato, empleado en la fábrica de cemento, era un treintañero de buena presencia, hijo de un ingeniero y de una profesora de latín. Muy apegado a la familia, no dudó en dejarla en cuanto sus padres, al enterarse del asunto, le llamaron la atención por tener relaciones con una muchacha que era el escándalo del pueblo. Sin decir esta boca es mía, Saverio alquiló una casa junto al puerto y se instaló allí con Michela. Vivían bien, pues el contador no disponía sólo del sueldo, ya que un tío suyo le había dejado tierras y negocios. Pero, sobre todo, lo que sorprendía a la gente era que Michela, que con los otros siempre había mantenido una actitud de libertad e independencia, ahora sólo tenía ojos para su Saverio, estaba pendiente de sus palabras, hacía siempre lo que él quería, no se rebelaba. Y en cuanto a Saverio, sucedía lo mismo: estaba atento a todos los deseos de Michela, incluidos los que sólo manifestaba con una mirada. Cuando salían de casa para ir de paseo o al cine, caminaban tan abrazados como si estuvieran despidiéndose para siempre. Y se besaban en cuanto podían y también cuando no podían.

—No hay vuelta de hoja —comentó el agrimensor Smecca, que había sido amante de Michela durante un breve tiempo—. Están enamorados. Y el caso es que me gusta. Espero que dure. Michela se lo merece; es una buena chica.

Saverio Moscato, que había procurado por todos los medios no alejarse de Vigàta a fin de no dejar sola a Michela, tuvo que trasladarse a Milán por asuntos de su trabajo en la fábrica de cemento y permanecer allí diez días. Antes de salir del pueblo, fue desesperado a ver a Pietro Sanfilippo, el único amigo que tenía.

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