Read Antes de que hiele Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Antes de que hiele (4 page)

Se detuvo junto a la carretera principal y sólo contestó cuando hubo cruzado para tomar el desvío en dirección a Marebo.

—¿Y eso no lo has aprendido en la Escuela? Los policías, por lo general, no «creen». Quieren saber, y siempre están preparados para que suceda cualquier cosa. Incluso que alguien llame para decir que ha visto cisnes ardiendo. Y que resulte ser verdad.

Linda no hizo más preguntas. Dejaron el coche en un aparcamiento y siguieron la pendiente hacia el lago. Linda seguía a su padre a muy pocos pasos, mientras pensaba que, en el fondo, ya llevaba puesto el uniforme, aunque por fuera aún no se le notase.

Rodearon el lago sin hallar ningún cisne muerto. Ninguno de los dos se percató de que alguien seguía su pequeño paseo a través de unos prismáticos.

4

Un par de días más tarde, una mañana clara y tranquila, Linda voló a Estocolmo. Zebran le había ayudado a hacerse un vestido de fiesta de color azul claro, muy escotado tanto por delante como por la espalda. Sus compañeros habían alquilado un viejo local de celebraciones situado en la calle de Hornsgatan. Todos estaban allí, incluso la oveja negra de la promoción. En efecto, de los sesenta y ocho alumnos que comenzaron con Linda, uno se había visto obligado a abandonar la Escuela a mitad de curso, cuando comprobaron que tenía graves problemas con el alcohol, que no podía ocultar ni superar. Nadie sabía quién había ido con el cuento a la dirección de la Escuela. Pero sus compañeros, como por un acuerdo tácito, decidieron compartir la responsabilidad de haber sacado todo aquello a la luz. Linda lo consideraba el fantasma de la promoción. Siempre permanecería allá, en la oscuridad otoñal, eternamente deseoso de que le concediesen la gracia de readmitirlo en la comunidad.

Aquella noche, cuando se reunieron por última vez junto con sus profesores, Linda bebió demasiado vino. Ya se había emborrachado en ocasiones anteriores, pero siempre creía saber cuándo había alcanzado su límite. Esa noche, sin embargo, tal vez se debió a que la impaciencia que la devoraba aumentó al ver a tantos compañeros incorporados ya al servicio. Su mejor amigo durante los años en la Escuela, Mattias Olsson, había optado por no regresar a Sundsvall, de donde procedía, y había comenzado a prestar servicio en el grupo de seguridad ciudadana de Norrköping. A aquellas alturas, ya había conseguido destacar al lograr reducir a un chalado aficionado al levantamiento de pesas que sufrió un ataque de locura bajo los efectos de una alta dosis de anabolizantes. Linda se contaba entre la minoría que aún esperaba incorporarse.

Estuvieron bailando, el vestido de fiesta que había confeccionado con la ayuda de Zebran fue muy celebrado, uno de sus compañeros pronunció un discurso, otros cantaron una canción —por otro lado, no demasiado burlona— sobre los profesores y, en definitiva, la noche habría resultado un éxito rotundo si los cocineros no hubiesen tenido un televisor en la cocina.

En efecto, la última emisión de noticias culminó con un suceso escalofriante: en las proximidades de Enköping, un policía había muerto de un disparo. El rumor no tardó en difundirse entre los nuevos agentes y sus profesores, pese a los bailes y la embriaguez. Cesó la música, sacaron el televisor de la cocina y, como Linda pensó después, aquello fue como si les hubiesen dado a todos una patada en el estómago. De repente, la fiesta se aguó y ellos, entre lentejuelas y corbatas, contemplaban las imágenes del policía al que habían matado, como en una fría ejecución, cuando, con un colega, intentaba detener un vehículo robado. Dos individuos salieron del coche empuñando armas automáticas con la intención de matar. Allí acabó la fiesta: la realidad se había abierto camino hasta ellos a paso seguro.

A altas horas de la noche, cuando ya se habían despedido y Linda se dirigía a casa de su tía Kristina, donde iba a pasar la noche, se detuvo en la plaza de Mariatorget y llamó por teléfono a su padre. Eran las tres de la mañana y, por su voz, dedujo que lo había despertado. Pero ella se enojó: ¿cómo podía dormir su padre cuando, hacía apenas unas horas, habían asesinado a un colega? Y así se lo dijo.

—En nada mejorarán las cosas por el hecho de que yo no duerma. Pero ¿tú dónde estás?

—De camino a casa de la tía Kristina.

—¿Habéis estado de fiesta hasta ahora? ¿Qué hora es exactamente?

—Las tres. Todo se acabó cuando nos enteramos de la noticia.

Linda oía la pesada respiración de su padre y tuvo la sensación de que aún no se había despabilado del todo.

—¿Qué es ese ruido de fondo?

—El tráfico. Estoy buscando un taxi.

—¿Quién está contigo?

—Nadie.

—¡No puedes andar sola de noche en Estocolmo!

—No me pasará nada. Ya soy mayorcita. Perdona que te haya despertado.

Dicho esto, cortó la comunicación con gesto airado. «Ocurre con demasiada frecuencia», se dijo. «Me pone histérica y él ni se entera.»

Le hizo una seña a un taxi que pasaba. Partió rumbo a Gärdet, hacia la casa donde vivía Kristina con su marido y su hijo de dieciocho años, que aún no se había emancipado. Kristina le había preparado la cama en el sofá de la sala de estar. La luz de la calle inundaba la habitación. En una estantería había una fotografía donde se veía a su padre, a su madre y a ella, tomada hacía ya mucho tiempo. Linda tenía entonces catorce años y recordaba la ocasión en que tomaron la instantánea. Fue un domingo de primavera, si no le fallaba la memoria. Habían ido a Löderup, a casa del abuelo. Su padre había ganado la cámara en alguna competición organizada por la comisaría y, cuando iban a hacer la foto, su abuelo se negó de pronto a figurar en el retrato familiar y se marchó al taller a encerrarse entre sus cuadros. Su padre se enfadó. Mona se molestó, pero se mantuvo al margen. Linda fue al taller dispuesta a convencer a su abuelo para que posase con ellos para la foto.

—No quiero salir en una foto en la que dos personas que no tardarán en separarse aparecen sonrientes —sentenció.

Aún recordaba el daño que le hicieron aquellas palabras. Ella conocía la falta de tacto de que podía hacer gala su abuelo, y aun así el comentario le sentó como una bofetada. Después, logró reponerse y preguntarle si aquello era cierto y si él sabía algo que ella ignoraba.

—Que te ciegues a la evidencia no facilitará las cosas —le recriminó—. Vete fuera, anda. Tú sí debes estar en la foto. Es posible que yo esté equivocado.

Ahora, mientras recordaba el episodio, sentada en el borde del sofá, pensó que su abuelo casi nunca tenía razón. Sin embargo, aquella vez sabía de qué estaba hablando. Se negó a salir en la fotografía, que tomaron con el disparador automático. Durante los años que siguieron al incidente, los últimos que sus padres pasaron juntos, las tensiones no hicieron más que crecer.

También por aquella época, ella intentó suicidarse, en dos ocasiones. La primera, cuando trató de cortarse las venas de las muñecas, fue su padre quien la halló. Aún se acordaba de la expresión de pánico de su padre. Los médicos, sin embargo, informaron a éste de que la vida de su hija no había corrido peligro en ningún momento. Los reproches de su padre, que no fueron muchos, no le llegaron con palabras, sino en forma de silencios y miradas reprobatorias. No obstante, aquel suceso desencadenó la última discusión violenta, como la erupción de un volcán, que llevó a su madre, un buen día, a hacer su maleta y marcharse de allí.

Linda pensó que, dadas las circunstancias, era bien extraño que, al marcharse su madre, no se hubiese culpado a sí misma de la separación de sus padres. En cambio, recordaba que consideró que, en el fondo, les había hecho un favor; en efecto, había contribuido a disolver un matrimonio que ya estaba acabado desde hacía mucho tiempo. Además, solía pensar que, pese a tener un sueño tan ligero, nunca se había despertado, en aquel apartamento de paredes tan delgadas, por ruidos nocturnos que indicasen que sus padres estaban haciendo el amor. Ella había introducido en el matrimonio de sus padres una cuña, una especie de palanca que lo hizo saltar por los aires y que, al final, terminó por liberarlos a los dos.

Del segundo intento, su padre no tenía la más remota idea. Aquél era, de hecho, el mayor secreto que le había ocultado jamás. A veces se le ocurría que tal vez, de algún modo que a ella se le escapaba, sí se hubiese enterado. Pero enseguida pensaba que su padre difícilmente sospecharía que había intentado quitarse la vida en una segunda ocasión. Linda lo recordaba perfectamente.

Tenía dieciséis años y había ido a Malmö, a casa de su madre. Era una época de grandes fracasos, tan grandes como sólo pueden sentirse durante la adolescencia. Estaba insatisfecha con su propio aspecto y odiaba la imagen que le devolvía el espejo al tiempo que la amaba; pensaba que todo en ella y en su cuerpo estaba mal hecho. La depresión le sobrevino sin avisar, como una enfermedad de síntomas vagos y poco claros al principio, apenas dignos de tomarse en cuenta. Pero, de repente, ya era demasiado tarde y una desesperación insuperable la abatió al ver que su madre no intentaba siquiera comprenderla. Lo que más le dolió fue que Mona respondiese con un no rotundo cuando ella le rogó que la dejase mudarse a Malmö. No se quejaba de su padre; sólo deseaba perder de vista aquella ciudad tan pequeña. Pero Mona, implacable, no dio su brazo a torcer.

Exasperada, Linda abandonó el apartamento. Era a principios de la primavera, aún había nieve en los setos y en los arcenes, un viento gélido soplaba desde el estrecho, y ella echó a andar por Malmö, al principio por la interminable calle de Regementsgatan, luego ya sin rumbo. Tenía la costumbre de caminar con la mirada clavada en el suelo, igual que su padre, y en alguna ocasión, también como le había ocurrido a su padre, había chocado contra una farola o contra un coche estacionado. Cuando alzó los ojos, se halló en un puente sobre la autovía. Sin saber muy bien por qué, se subió a la barandilla, se sentó y se dejó mecer por el viento. Contempló los coches que pasaban raudos, los haces de luz de los faros, que cortaban la oscuridad. Ignoraba cuánto tiempo estuvo allí. Aquello era como un último estadio que culminaba todo un proceso de preparación. No sentía miedo ni se compadecía de sí misma. Tan sólo esperaba que aquel pesado cansancio, aquel frío que la atenazaba, la llevasen a arrojarse al vacío.

De improviso, apareció alguien detrás de ella, o tal vez a su lado, alguien que le hablaba con mucha calma. Era una joven de aspecto casi infantil que, con toda probabilidad, no tenía muchos más años que Linda. Pero la muchacha llevaba uniforme; era policía. Y algo más allá, al final del puente, vio dos coches de policía con las luces giratorias encendidas. Pero la única que se le acercó fue esa mujer policía de rostro aniñado. Linda intuía al fondo las sombras de otras personas que aguardaban y que habían dejado la responsabilidad de que aquella chiflada bajase de la barandilla en una muchacha casi de su misma edad. La chica le habló, le dijo que se llamaba Annika y que sólo quería que ella bajase de allí, y que, cualquiera que fuese el problema, saltar al vacío no era una buena solución. Linda no quería ceder, sentía que debía defender lo que estaba haciendo. ¿Cómo podía saber Annika de qué deseaba liberarse? Pero la joven policía, con una paciencia infinita, no se rindió ni perdió los nervios. Cuando Linda bajó por fin de la barandilla y rompió a llorar, a causa de una decepción que no era, en el fondo, sino un alivio, Annika también se deshizo en llanto. Y así estuvieron un rato, abrazadas. Linda le dijo que no quería que su padre, que también era policía, se enterase de lo sucedido. Tampoco su madre, pero, sobre todo, que no lo supiese su padre. Annika le prometió que su padre no se enteraría. Y cumplió su promesa. En muchas ocasiones, Linda pensó que podría ponerse en contacto con ella. Sin embargo, cuando tenía ya la mano en el auricular, a punto de llamar a la comisaría de Malmö, siempre terminaba por arrepentirse.

Devolvió la fotografía al estante mientras recordaba al policía que había sido asesinado. Pensó que ya era hora de acostarse. Desde la calle se oía el vocerío de algunas personas que discutían. Y se dijo que, muy pronto, ella se vería intentando poner paz entre gente como aquélla. Pero ¿de verdad deseaba ella eso? Precisamente en aquellos momentos en que la realidad se había abierto camino para dejarles a un policía muerto en una carretera en algún lugar al sur de Enköping…

Aquella noche apenas si pudo dormir. Por la mañana la despertó Kristina, que tenía prisa, pues quería llegar puntual a su trabajo, y que era, en casi todos los aspectos, la cara opuesta de su hermano. Era alta y delgada, tenía el rostro anguloso, y hablaba siempre con una voz chillona que sonaba forzada y de la que su padre se burlaba a menudo. Pero a Linda le gustaba su tía. Era una persona sencilla; a su parecer, nada tenía por qué ser complicado. También en eso era todo lo contrario de su hermano, quien, en lo relacionado con la vida privada, veía siempre problemas irresolubles y, en lo relacionado con el trabajo, problemas sobre los que se lanzaba como un león furibundo.

Poco antes de las nueve de la mañana, Linda salió en dirección al aeropuerto de Arlanda con el fin de tomar un avión a Malmö. Las primeras planas anunciaban la noticia del policía asesinado. Consiguió un vuelo para las doce y llamó a su padre desde Sturup. Él fue a buscarla.

—¿Lo pasaste bien? —le preguntó al verla.

—¿Tú qué crees?

—Pues no lo sé. No estuve allí.

—Ya hablamos de ello anoche, ¿lo recuerdas?

—Claro que lo recuerdo. Fuiste bastante impertinente.

—Estaba cansada y enfadada. Han asesinado a un policía. Como comprenderás, la fiesta se fue al garete. Después de la noticia, todo el mundo tenía el ánimo por los suelos.

El padre asintió, pero no dijo nada. La dejó en la calle de Mariagatan.

—¿Qué ha pasado con el sádico?

Al principio, él no comprendió de qué le hablaba.

—Lo del torturador de animales, los cisnes ardiendo…

—¡Ah!… Seguro que no era más que alguien que quería llamar la atención. En las proximidades del lago vive mucha gente. Si hubiera sucedido algo extraño, más de uno lo habría visto.

Kurt Wallander regresó a la comisaría. Cuando Linda llegó al apartamento, vio junto al teléfono una nota que su padre había escrito. Era de parte de Anna, de la noche anterior: que la llamara, que era importante. Después, su padre había añadido un comentario que no logró descifrar. Linda lo llamó al despacho y él respondió enseguida.

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