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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Antes de que hiele (6 page)

Linda recordaba que su padre participó en aquella investigación. Pero, puesto que no existía sospecha de delito como motivo de su fuga, se convirtió en un caso más de los que se archivan como pendientes. No tenía ninguna deuda con la justicia, ningún antecedente penal, ninguna sentencia. Tampoco nada apuntaba a que hubiese sufrido algún trastorno mental, pues hacía tan sólo unos meses que se había sometido a un reconocimiento médico del que se desprendía que estaba completamente sano, a no ser por una anemia leve.

Linda sabía que, según las estadísticas, la mayor parte de los desaparecidos solían volver por sí mismos. Una buena proporción de aquellos que no lo hacían, se suicidaban y, del resto, los más, se mantenían ocultos por propia voluntad. Tan sólo un reducido número de ellos desaparecían tras haber sido víctimas de un crimen y sus cuerpos yacían enterrados en lugares desconocidos o, atados a objetos muy pesados, en el fondo del mar o de algún lago.

—¿Has hablado ya con tu madre?

—Todavía no.

—Y eso, ¿por qué?

—No lo sé. Aún estoy bajo los efectos de la conmoción.

—En el fondo, no estás convencida de que fuese él el hombre que estaba al otro lado de la ventana, ¿no es así?

Anna la miró suplicante.

—Sé que era él. Si no lo era, es que se me cruzaron los cables. Por eso te he preguntado antes si alguna vez habías temido estar volviéndote loca.

—¿Y por qué crees que iba a reaparecer ahora, veinticuatro años después? ¿Por qué iba a ponerse a mirarte a través de un ventanal? ¿Y cómo sabía que estarías allí?

—No tengo ni idea.

Anna volvió a levantarse, se acercó de nuevo a la ventana y se sentó una vez más.

—¿Sabes?, he llegado a pensar que, en el fondo, nunca desapareció; simplemente, decidió hacerse invisible.

—Pero ¿por qué iba a hacer tal cosa?

—Creo que se veía como incapaz, como sin fuerzas ante la vida que llevaba. No se trataba de mí o de mi madre. Probablemente, deseaba algo más. La vida tenía que ser algo más. Al final, aquello lo llevó lejos de nosotras. Tal vez intentaba huir de sí mismo. Hay personas que sueñan con mudar la piel, como las serpientes. Y es posible que él haya estado siempre conmigo, muy cerca, sin que yo lo supiese.

—En fin, me pediste que viniera para que te escuchase y te dijese lo que pienso. Pues verás, aunque tú estés segura de que el hombre al que viste por el ventanal era él, yo no puedo creer que sea cierto. Eso es lo que tú deseas, que regrese, que vuelva a hacerse visible. Veinticuatro años es mucho tiempo.

—Sé que era él, Linda. Aquel hombre era mi padre. Después de todos estos años, ha decidido dejar que yo lo vea. No lo confundí con otra persona, te lo aseguro.

Habían llegado al final de la conversación. Linda intuía que Anna deseaba estar sola tanto como, hacía unas horas, había necesitado su compañía.

—Habla con tu madre —le recomendó Linda—. Tal vez lo has visto de verdad, o tal vez sólo has visto lo que querías ver.

—O sea, que no me crees, ¿no es eso?

—No se trata de lo que yo crea o deje de creer. Sólo tú sabes qué viste por aquel ventanal. Pero has de comprender que me cuesta aceptar que sea verdad. Por supuesto, no quiero decir que estés mintiendo. ¿Por qué ibas a hacerlo? Pero comprende que no es muy habitual que una persona que ha estado fuera durante veinticuatro años regrese un buen día, así como así. Piénsalo bien, descansa esta noche y, si quieres, volvemos a hablar de ello mañana. Puedo estar aquí a las cinco, si te viene bien.

—Sé que lo vi.

Linda frunció el entrecejo. Percibió una gran tensión en el tono de voz de Anna, además de que parecía hablar de manera mecánica. «Tal vez esté mintiendo, pese a todo», se dijo. «Hay algo en toda esta historia que no es verdad. Pero ¿por qué me miente a mí? Quizá no quiera que descubra sus intenciones.»

Linda regresó a casa atravesando la ciudad, desierta a aquellas horas de la noche. A la puerta del cine de la calle de Stora Östergatan, unos jóvenes observaban, en completo silencio, el cartel de una película. La joven se preguntó si se habrían dado cuenta del uniforme invisible que ella llevaba puesto.

6

Al día siguiente, Anna desapareció de su casa sin dejar huella. Linda supuso enseguida que algo había sucedido cuando, a las cinco de la tarde, llamó al timbre y su amiga no abrió la puerta. Volvió a llamar, y luego gritó su nombre por la ranura para el correo. Pero Anna no estaba allí. Esperó durante media hora y, aunque dudaba, terminó por sacar del bolsillo las ganzúas. Uno de sus compañeros de la Escuela había comprado varios juegos en Estados Unidos y los había regalado a algunos de su clase, entre los que se contaba Linda. Después, en secreto, para practicar, se dedicaron a forzar todas las puertas con que se topaban. A Linda había pocas cerraduras estándar que se le resistiesen.

Forzó la puerta con rapidez y, una vez dentro, la cerró tras ella. Después recorrió las habitaciones vacías. Todo estaba ordenado, igual que el día anterior. El fregadero vacío, los paños de cocina doblados. Anna era puntual. Habían acordado verse a una hora determinada y no estaba allí. Sin duda, había sucedido algo. La cuestión era qué. Linda se sentó en el sofá, como la noche anterior. «Anna cree que ha visto en la calle a su padre, que lleva años desaparecido», recapituló. «Y ahora es ella la que desaparece. Es obvio que lo uno está relacionado con lo otro. Pero ¿cómo? Y ese regreso, con toda probabilidad, no son más que figuraciones suyas. ¿No será su desaparición también una invención?» Permaneció sentada un buen rato, pensando qué podía haber ocurrido. Pero, en realidad, esperaba a Anna, con la esperanza de que se hubiese retrasado por algún motivo sin importancia o, tal vez, que hubiese olvidado la cita.

La extraña ausencia de Anna fue el broche de un día muy largo para Linda. A las siete y media de la mañana se había dirigido a la comisaría para verse con Martinson, uno de los más antiguos colegas de Kurt Wallander y que había sido designado tutor de Linda. Aquello no significaba que fuesen a trabajar juntos, dado que Linda, como el resto de los policías en prácticas, empezaría en el grupo de seguridad ciudadana, patrullando las calles con otros colegas. Pero Martinson era el agente con el que debía ponerse en contacto para cualquier eventualidad. Linda lo recordaba de su niñez. En aquella época, el propio Martinson era como un niño grande, el más joven de los colaboradores de su padre. Y por éste había sabido que, además, solía desalentarse y a menudo decidía dejar la Policía. Su padre, personalmente, lo había persuadido como mínimo en tres ocasiones durante los diez últimos años para que no solicitase el cese inmediato.

Linda le había preguntado a su padre si él, de alguna manera, había intervenido cuando la jefatura, con Lisa Holgersson a la cabeza, optó por nombrar a Martinson su tutor. Pero él le había respondido que no. En todo lo concerniente a ella, él había decidido mantenerse al margen. Linda lo oyó porfiar, incrédula: si algo la preocupaba de verdad, era precisamente que su padre se inmiscuyese en su trabajo. Aquélla había sido, además, la razón por la que tanto dudó sobre si pedir Ystad como primera plaza o solicitar un puesto en algún otro lugar del país. En sus impresos de solicitud para futuros destinos, había marcado como alternativas, después de Ystad, Kiruna y Luleå, es decir, lo más alejado de Escania como fuera posible. Pero, al final, resolvió quedarse en Ystad: no podía concebir la idea de trabajar en cualquier otro lugar. Después, con el tiempo, tal vez pudiese pensar en trasladarse a otra zona de Suecia. Eso, si llegaba a permanecer en el seno del Cuerpo toda su vida, algo que, desde luego, no había motivos para dar por supuesto. Tal vez hubiese sido así en el caso de generaciones anteriores, pero, durante sus años de formación, ella y sus compañeros hablaban a menudo de ese tema: uno no tenía por qué ser policía toda su vida. La experiencia policial los cualificaba para trabajar en otras profesiones, desde guardaespaldas a responsable de seguridad de una empresa.

Martinson acudió a recibirla a recepción. Se sentaron en su despacho. Sobre el escritorio había unas fotografías de sus dos hijos y de su sonriente esposa. Linda se preguntó fugazmente a quién, llegado el momento, pondría ella sobre su escritorio. Revisaron una serie de etapas rutinarias por las que tendría que pasar. En un principio, acompañaría a dos policías que llevaban ya mucho tiempo patrullando las calles de Ystad en la brigada de seguridad ciudadana.

—Los dos son buenos —aseguró Martinson—. Ekman puede parecer algo hastiado y apático, pero, a la hora de la verdad, nadie como él es capaz de diagnosticar una situación y de demostrar más iniciativa. Sundin es su opuesto. Quizá malgaste su energía en asuntos sin importancia, y es de los que detienen a los peatones si los ve cruzando con el semáforo en rojo, pero sabe lo que significa ser policía. Además, tendrás ocasión de compartir tu jornada laboral con dos agentes que llevan aquí mucho tiempo y saben lo que hacen.

—¿Qué opinan sobre el hecho de que yo sea una mujer?

—Si haces bien tu trabajo, no se preocuparán lo más mínimo por eso. Hace diez años, habría sido distinto.

—¿Y mi padre?

—¿Qué pasa con él?

—Pues que soy su hija.

Martinson reflexionó un instante, antes de contestar.

—Bueno, tal vez alguien desee que metas la pata. Pero me figuro que eso ya lo sabías cuando solicitaste este puesto.

Tras aquellos preliminares, conversaron durante casi una hora acerca de «la situación» en el distrito policial de Ystad. Linda había oído esa expresión desde que tenía conciencia, desde que, siendo niña, se sentaba a jugar junto a la mesa de la sala de estar y oía cómo su padre hacía tintinear el vaso mientras discutía con algún colega sobre «la situación», que siempre era compleja. Siempre había complicaciones. Por otro lado, éstas tenían su origen en los motivos más dispares: los nuevos uniformes, que daban lástima, el cambio de los coches del parque móvil o del sistema de radio, la falta de personal, las consignas de la Dirección General de Policía, las variaciones que a veces sufrían las estadísticas de ciertos delitos… Todo aquello formaba parte de «la situación», fuente constante de irritación e inquietud. Ser policía, se decía Linda, significaba verse obligado, junto con los colegas, en su lucha contra la criminalidad y el desorden, a revisar y determinar cómo había cambiado la situación con respecto al día anterior y cómo se esperaba que fuese al día siguiente. «Pero sobre eso no nos enseñaron nada durante la carrera. Sobre cómo peinar las calles y las plazas sí sé bastante, al menos en teoría, pero sobre cómo considerar y calificar la situación, mis conocimientos son prácticamente nulos.»

Después se fueron al comedor y se tomaron un café. Martinson resumía en muy pocas palabras su propia visión de la situación: cada vez había menos policías que realizasen el trabajo de campo en las investigaciones.

—¿Sabes?, últimamente he estado estudiando algo de historia. Y tengo la sensación de que, en este país, el crimen jamás ha sido tan rentable como hoy. Para encontrar algo parecido hemos de retrotraernos a un tiempo remoto, anterior incluso a la época en que Gustav Vasa
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nos unificó y nos convirtió en un reino. Entonces, en los tiempos de los pequeños reinos, antes de que Suecia fuese Suecia, imperaban un desorden y una anarquía devastadores. En mi opinión, ahora ya no protegemos la legalidad, sino que, más bien, nos dedicamos a mantener la anarquía dentro de unos límites más o menos soportables. —Luego la acompañó hasta la recepción—. No es mi intención desanimarte. No hay nada peor que un policía desanimado. En este Cuerpo, uno sólo es útil si, entre otras cosas, nunca pierde el ánimo y conserva el buen humor.

—¿Cómo mi padre?

Martinson la miró con curiosidad.

—Kurt Wallander es un buen policía —afirmó—, ya lo sabes. Pero no creo que se le pueda calificar como el miembro más chistoso de esta familia. Cosa que, por supuesto, también sabes.

Permanecieron unos segundos en silencio junto a la recepción, mientras un hombre airado se quejaba ante una de las recepcionistas de que le hubiesen retirado el permiso de conducir.

—En cuanto al policía asesinado…, ¿cuál fue tu reacción? —preguntó Martinson.

Linda le refirió lo sucedido en la fiesta y cómo, tras haber visto la noticia en el televisor de los cocineros, todo terminó.

—Sí, es un golpe duro —admitió Martinson—. Todos los policías sentimos un escalofrío. Y todos sabemos que el arma puede estar apuntando a cualquiera de nosotros. Cuando un colega muere en acto de servicio, muchos sopesan la posibilidad de abandonar. Pero muy pocos lo hacen. La mayoría se queda. Yo soy uno de ellos.

Linda dejó la comisaría y se dirigió, bajo un fuerte viento, a los edificios de pisos de alquiler del barrio de Öster donde vivía Zebran. Por el camino pensó en lo que le había dicho Martinson. Y en lo que no le había dicho. Su padre le había enseñado aquello: siempre debía prestar atención a lo que no se decía, que, de hecho, podía ser la parte más importante del mensaje. Sin embargo, cuando repasó su conversación con Martinson, no halló ningún mensaje oculto. «Él es del tipo honrado, sencillo», resolvió, «no le van los mensajes ocultos.»

No estuvo en casa de Zebran más que un rato, porque el pequeño tenía gastroenteritis y no paraba de llorar. Acordaron que se verían el fin de semana siguiente. Entonces, Linda le contaría con detenimiento cómo había ido la fiesta y cómo todos habían admirado su vestido. Pero aquel día, el 27 de agosto, no quedó en la vida de Linda como el día de su encuentro con Martinson, sino como el día en que Anna Westin desapareció sin dejar rastro. Cuando Linda entró en su casa con la ganzúa y se sentó en la sala de estar de su amiga, intentó recordar la voz de Anna mientras ésta le contaba que había visto, desde el ventanal de aquel hotel, a un hombre que se parecía a su padre. «La gente tiene dobles», razonó Linda. «No es sólo una creencia popular eso de que, en algún lugar de la Tierra, todos tenemos un doble, una persona que nace y muere al mismo tiempo que uno. Existen en la realidad. Yo misma he visto a mi madre en el metro de Estocolmo. Incluso estuve a punto de acercarme a ella, pero me detuve cuando vi que sacaba un periódico finlandés y se ponía a leerlo.»

En el fondo, ¿qué era lo que le había contado Anna? ¿Le habló de un padre resucitado o de su doble? La joven había insistido tanto en que aquel hombre era, en verdad, su padre… Su amiga podía afirmar cosas que no eran ciertas, o que eran inventadas o imaginadas. Pero no era capaz de llegar tarde a una cita o de olvidar que había quedado con alguien en su casa.

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