Read El Comite De La Muerte Online

Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (2 page)

No es que el sitio tuviera nada de particular; el bosque era ralo y con muchos claros, lleno de árboles caídos, el insignificante arroyo nunca había visto una trucha, y el estanque no pasaba de ser un charco hondo y límpido. Pero el agua estaba fresca y relucía al sol. Adam se había echado al borde mismo, sobre las hojas, husmeando los olores del frío moho del bosque y comenzando a sentir hambre consciente de que pronto tendría que volver por donde había venido, parando coches, pero indiferente a todo, echado y mirando los pequeños insectos que proliferaban sobre el agua. ¿Qué había experimentado en esa media hora hasta que la insistente humedad primaveral le llegó a través de las hojas secas obligándole a abandonar aquel sitio, temblando, para pasarse el resto de su vida soñando con él?

Era la paz, había pensado.

La paz, turbada ahora por el teléfono, que él, aun adormilado, se llevó al oído.

—¿Adam? Soy Spurgeon.

—Ya —respondió, bostezando.

—Es posible que tengamos un donador de riñones, amigo.

Estaba empezando a despertarse.

—¿Sí?

—Acabo de traer a un paciente. Fractura grave, en el cráneo, con grave lesión cerebral. En este momento, Meomartino está ayudando a Harold Poole en la neurocirugía. Me dijo que te llamara para decirte que el ECG no acusaba actividad eléctrica en absoluto.

Ya estaba totalmente despierto.

—¿Qué tipo de sangre tiene el paciente? —preguntó.

—AB.

—La de Susan Garland también es AB. O sea, que sus riñones se los lleva Susan Garland.

—Ah, Meomartino dice que te diga que la madre del paciente está en la sala de espera. Se apellida Connors.

—¡Al diablo!

La tarea de conseguir permiso legal para trasplantes le correspondía al residente principal y al encargado del servicio quirúrgico. Adam había notado que Meomartino, el encargado, tenía cosas urgentes que hacer siempre que había que lidiar con parientes de moribundos.

—Ya voy —dijo.

Mrs. Connors estaba esperando con el cura de la parroquia, apenas preocupada por el hecho de que su hijo hubiese recibido la extremaunción. Era una mujer agotada por la vida, cargada de escepticismo.

—No me diga esas cosas —dijo, con los ojos muy abiertos y una trémula sonrisa, como si pudiese convencerle a él de que estaba en un error—. No puede ser —insistió—, no puede estar muriéndose mi Paulie.

Técnicamente tenia razón —pensó Adam— porque para entonces, a efectos prácticos, su hijo estaba ya muerto. La «Compañía Edison», de Boston, le ayudaba a seguir respirando. En cuanto le desconectaran el respirador eléctrico tardaría veinte minutos en morirse definitivamente.

Nunca se las arreglaba para decirles que lo sentía, le parecía inadecuado.

La mujer comenzó a llorar desconsoladamente.

Adam esperó el largo intervalo que transcurrió hasta que hubo recobrado cierto control sobre sí misma, y luego, con la mayor suavidad posible, le expuso el caso de Susan Garland.

—¿Comprende lo que le digo de la muchachita? También ella morirá si no le damos el riñón de otra persona.

—¡Pobre! —exclamó ella.

No quedaba claro si se refería a su hijo o a la chica.

—¿Entonces nos firma el permiso?

—Ya está bastante destrozado el pobre, pero si así se salva el hijo de otra madre...

—Eso esperamos —dijo Adam.

Conseguido el permiso, le dio las gracias y se fue corriendo.

—Nuestro Señor dio todo su cuerpo por usted y por mí —oyó decir al cura mientras se alejaba—, y también por Paul, desde luego.

—Yo nunca dije que fuera la Virgen María, padre —dijo la mujer.

Deprimido, sentía que le reanimaría algo ver el reverso de la medalla.

En la habitación 308, Bonita Garland, la madre de Susan, estaba sentada en una silla haciendo calceta. Como de costumbre, cuando la muchacha acostada le vio acercarse se arropó hasta el cuello, tapándose los pechos, pequeños y cubiertos ya por el camisón, con un ademán que él deliberadamente fingió no notar. La muchacha estaba reclinada sobre dos almohadas, leyendo Mad
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, lo que en cierto modo le alivió. Semanas antes, durante una larga noche insomne, cuando Susan estaba uncida a la ruidosa máquina dialítica que periódicamente liberaba su sangre de los venenos que se le acumulaban a causa de su riñón enfermo, Adam la había visto hojear Seventeen
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y le había tomado el pelo por leer tal revista cuando apenas había cumplido los catorce años.

—Quería cerciorarme de que llegaré a cumplirlos —dijo ella volviendo una página.

Ahora, portador de buenas noticias, Adam se detuvo a los pies de la cama.

—Hola, chata —dijo.

La muchacha estaba ahora muy interesada en conjuntos musicales ingleses, afición en la que Adam se prostituía a sí mismo sin el menor escrúpulo.

—Conozco a una chica —prosiguió— que dice que me parezco a un sujeto que siempre aparece fotografiado en la portada de esa revista. ¿Cómo se llama?

—Alfred E. Neumann, ¿no?

—Sí, eso.

—Pero tú eres mucho más guapo.

Ladeó la cabeza para mirarle, y él vio que tenía círculos oscuros que daban más profundidad a sus ojos y que su rostro estaba más delgado, con surcos de dolor en torno a la nariz. La primera vez que había visto aquel rostro estaba vibrante y pícaro. Pero ahora, aunque las pecas contrastaban fuertemente con la piel amarillenta, aquel rostro prometía gran belleza adulta.

—Gracias —dijo—, es mejor que tengas cuidado y no me piropees. A lo mejor viene Howard y me pega.

Howard era su novio. Los padres de ambos les tenían prohibido formalizar el noviazgo, le había dicho ella a Adam una noche, en confianza, pero ellos lo habían formalizado por sí y ante sí. A veces, Susan le leía fragmentos de las cartas de Howard.

Adam se daba cuenta de que estaba tratando de darle celos con Howard, y esto le conmovía y le halagaba.

—Viene a verme este fin de semana.

—¿Por qué no le dices que venga el fin de semana siguiente?

La muchacha le miró, alerta, con el recelo instintivo e invisible del enfermo crónico.

—¿Por qué?

—Pues porque podrás darle buenas noticias. Te hemos encontrado riñón.

—¡Dios mío!

Los ojos de Bonita Garland exultaban. Dejó la labor y se puso a mirar a su hija.

—No lo quiero —dijo Susan.

Sus dedos finos doblaron las cubiertas de la revista.

—¿Por qué no? —preguntó Adam.

—No sabes lo que estás diciendo, Susan —dijo su madre—, con la de tiempo que llevamos esperando esto.

—Me he acostumbrado a las cosas como son ahora. Sé lo que puedo esperar.

—No, no lo sabes —dijo Adam con suavidad. Apartó las manos de la muchacha de la revista y las cogió entre las suyas—. Si no te operamos, empeorarás. Empeorarás mucho. Después de que estés operada las cosas irán mucho mejor. Ya no tendrás dolores de cabeza. No tendrás que pasar las noches enganchada a esa condenada máquina. Después de algún tiempo podrás volver al colegio. Podrás ir a los bailes con Howard.

Ella cerró los ojos.

—¿Me prometes que no me pasará nada?

¡Santo Dios! Adam vio a su madre sonreír con dolorida comprensión, hacerle un ademán.

—Naturalmente —dijo él.

Bonita Garland se acercó a su hija y la cogió en brazos.

—Queridita, todo irá a las mil maravillas. Ya verás.

—Mamá...

Bonita apretó la cabeza de su hija contra su pecho y se puso a acunarla.

—Susan, guapina —dijo—,Dios mío, y ¡qué suerte tenemos!

—Mamá estoy asustada.

—No seas tonta. Ya has oído que el doctor Silverstone te ha dado su palabra.

Adam salió de la estancia y fue escaleras abajo. Ninguna de las dos había preguntado de quién era el riñón. Se dijo que la próxima vez que las viera estarían avergonzadas de esto.

Fuera, en la calle, aún había tráfico, pero menos. El aire soplaba del mar y se cernía sobre la zona más sucia de la ciudad, llevando consigo una rica mezcla de olores, en su mayor parte desagradables. Adam sentía ganas de nadar o de hacer el amor prolongadamente, de dedicarse a alguna actividad física que requiriera gran energía, algo que aliviara el peso que le impulsaba hacia el asfalto. Si no fuera porque era hijo de un borracho se habría metido en algún bar, pero lo que hizo fue cruzar la calle y entrar en Maxie’s, donde se tomó un sancocho de almejas en lata y dos tazas de café. Nada hubiera podido dar sabor al sancocho, y el café sabía a primer beso de chica fea, nada del otro jueves, pero confortante.

El encargado del servicio quirúrgico, Meomartino, había establecido las líneas de comunicación entre la sala de operaciones y el pariente más cercano del donante. Realmente había que reconocer que el sistema funcionaba bien, se dijo Adam Silverstone a desgana, al tiempo que se limpiaba las uñas.

El cirujano Robinson estaba apostado a la puerta de la sala de operaciones número tres.

Arriba, en el despacho quirúrgico del primer piso, otro interno llamado Jack Moylan esperaba con Mrs. Connors. En el bolsillo de Moylan había un papel que daba permiso para la autopsia. El se sentó con el auricular del teléfono pegado a la oreja, escuchando a ver si llegaba algún ruido por la línea silenciosa. Al otro extremo del hilo un residente de primer curso llamado Mike Schneider estaba sentado ante una mesa, en el pasillo, junto a la entrada de la sala de operaciones.

A tres metros de distancia de donde Spurgeon estaba vigilando y esperando, Paul Connors yacía sobre una mesa. Hacía más de veinticuatro horas que había ingresado en el hospital, pero el respirador todavía respiraba por él. Meomartino ya le había preparado, colocándole una hoja de plástico esterilizado sobre la zona abdominal.

Junto a él, el doctor Kender, segundo jefe de Cirugía, hablaba en voz baja con el doctor Arthur Williamson, del Departamento de Medicina.

Al mismo tiempo, en la sala de operaciones contigua, la número cuatro, Adam Silverstone, ya reluciente de limpio y envuelto en un batín blanco, se dirigía hacia la mesa de operaciones en que yacía Susan Garland. La muchacha, tranquilizada con calmantes, le miraba adormilada, incapaz de reconocer su rostro, cubierto con la máscara quirúrgica.

—Hola, chata —dijo él.

—Ah, eres tú.

—¿Cómo te encuentras?

—Todo el mundo envuelto en sábanas. Qué raro parece.

La muchacha sonrió y cerró los ojos.

A las siete cincuenta y cinco, en la sala de operaciones número tres, el doctor Kender y el doctor Williamson pusieron los electrodos de un electroencefalógrafo en el cráneo de Paul Connors.

Como la noche anterior, la aguja del ECG trazó una línea recta sobre el papel, confirmando que la mente de Connors ya no estaba viva. Dos veces en veinticuatro horas había registrado ausencia de actividad eléctrica en el cerebro del paciente. Sus pupilas estaban muy dilatadas y tampoco se encontraron reflejos periféricos.

A las siete cincuenta y nueve, el doctor Kender desconectó el respirador. Casi inmediatamente Paul Connors dejó de respirar.

A las ocho dieciséis, el doctor Williamson comprobó el pulso del paciente y, al no percibirlo, le declaró muerto.

Inmediatamente el cirujano Spurgeon Robinson abrió la puerta que daba al pasillo.

—En este mismo momento —dijo a Mike Schneider.

—Muerto —dijo Schneider al teléfono.

Aguardaron en silencio. Schneider escuchó atentamente un momento y luego se apartó del teléfono.

—Lo firmó —dijo.

Spurgeon volvió a la sala de operaciones número tres e hizo a Meomartino un ademán de asentimiento. Mientras el doctor Kender observaba el encargado del servicio quirúrgico cogió un escalpelo e hizo la incisión transversal que le iba a permitir extraer el riñón al cadáver.

Meomartino trabajaba con gran esmero. Se dio cuenta de que su nefrectomía era limpia y certera porque el doctor Kender le sonreía en aprobador silencio. Estaba acostumbrado a operar observado por los ojos expertos de los veteranos, los cuales nunca le ponían nervioso.

A pesar de todo su aplomo, vaciló un instante al levantar la vista y ver al doctor Longwood sentado en la galería.

¿Era la sombra? ¿O sería que, viéndole observarle, le pareció descubrir bajo los ojos del viejo los indicios oscuros y fofos del envenenamiento urémico?

El doctor Kender carraspeó y Meomartino volvió a inclinarse sobre el cadáver.

Tardó dieciséis minutos en extraer el riñón, que le pareció en buen estado, con una sola arteria bien definida. Mientras buscaba en el abdomen con los dedos enguantados para cerciorarse de que no había ningún tumor oculto, el equipo de comunicaciones, cuyos miembros estaban ahora bien lavados y dispuestos a empezar el trabajo, se hizo cargo del riñón liberado y lo uncieron a un sistema de perfusión que inyectó en el órgano fluidos fríos como el hielo.

Ante sus ojos, la gran alubia roja de carne se blanqueó al quedarse sin sangre, y el frío la encogió.

En una bandeja, llevaron el riñón a la sala de operaciones número cuatro. Adam Silverstone hizo de ayudante del doctor Kender, que lo trasplanto al cuerpo de la muchacha y extrajo luego los dos riñones destrozados y arrugados, que llevaban mucho tiempo sin funcionar. Al soltar uno de ellos de los fórceps, dejándolo caer en la toalla, Adam se dio cuenta de nuevo de que ahora la única esperanza de vida de Susan Garland era la arteria que encauzaba su flujo sanguíneo al riñón de Paul Connors. El órgano trasplantado estaba ya sonrosándose saludablemente, reanimado por el flujo de la sangre joven.

Menos de media hora después de comenzar la operación de trasplante Adam cerró la incisión abdominal. Ayudó al asistente a transportar a Susan Garland a la estancia esterilizada donde se restablecería, y, por lo tanto, fue él el último que entró en el cuarto de los cirujanos bisoños. Robinson y Schneider ya se habían quitado la ropa verde de la sala de operaciones y, nuevamente de blanco, habían vuelto a las cuadras del hospital. Meomartino estaba en ropa interior.

—Parece que salió bien —dijo Meomartino.

Adam cruzó los dedos en ademán de esperanza.

—¿Viste a Longwood?

—No. ¿Estaba allí el viejo?

Meomartino asintió.

Adam abrió el armario metálico que contenía su ropa blanca y comenzó a quitarse las botas negras antiestáticas de la sala de operaciones.

—No sé, la verdad, por qué querría verlo —dijo Meomartino al cabo de un momento.

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