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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (32 page)

—¿Qué harían ustedes por este hombre, señores? —preguntó al Comité de la Muerte.

Pero no le respondió ninguna voz.

No intentó volver a la capilla de Appleton ni a ninguna otra iglesia, pero una noche, sentado y escribiendo su libro sintió una súbita y nueva certidumbre de que lo terminaría. Esta certidumbre era muy fuerte. No la sentía como una explosión de luces de colores o de música en crescendo, como suelen expresarse siempre esas sensaciones en las malas películas de la televisión. Era más bien una promesa firme y suave.

—Gracias, Señor —dijo.

La mañana siguiente, antes de ir a la máquina, pasó por la alcoba de Mrs. Bergstrom y estuvo un rato junto a la cama. Parecía dormida, pero a los pocos momentos abrió los ojos.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó.

Ella sonrió.

—No demasiado bien. ¿Y usted?

—¿Sabe lo que me pasa? —preguntó él, con interés.

Ella asintió.

—Estamos en el mismo brete. Usted es el médico enfermo, ¿no?

De modo que hasta los pacientes estaban enterados. Era el tipo de noticia que circulaba en seguida por todo el hospital.

—¿Puedo hacer algo por usted? —le preguntó Longwood.

Ella se pasó la lengua por los labios.

—El doctor Kender y su gente cuidan de todo. No tiene por qué preocuparse. También cuidarán de usted.

—Sin duda.

—Son magníficos. Es un alivio saber que hay alguien en quien puede confiar una.

—Desde luego —convino él.

Entró Kender y le dijo que estaban preparándole su sitio en la máquina. Salieron juntos del cuarto y en el pasillo Longwood se volvió hacia su colega, más joven que él.

—Tiene fe en ti. Te cree infalible.

—Eso ocurre a veces. No es mala cosa. Nos ayuda —dijo Kender.

—Es una lástima, claro está, que yo me dé cuenta de vuestras limitaciones.

—Desde luego, doctor —dijo.

Longwood se echó y la enfermera le conectó a la máquina. Un momento después comenzaba a salpicar, burlona. Longwood se acomodó y cerró los ojos. Rascándose suavemente el picor, comenzó por el principio y se lo contó todo a Dios.

10

RAFAEL MEOMARTINO

Meomartino volvió a casa aquella noche cuando, en la Televisión Huntley se despedía de Brinkley. Liz, vestida de casa, estaba echada en el sofá del cuarto de estar. Había dejado los zapatos en el suelo y tenía el pelo algo despeinado; su fatiga acentuaba las leves arrugas en torno a los ojos. Volvió la cabeza y le ofreció la mejilla.

—¿Qué tal el día?

—Pésimo —respondió él—. ¿Dónde está el niño?

—Acostado.

—¿Tan temprano?

—No le despiertes. Está agotado, y me ha agotado también a mí.

—¿Papá? —llamó Miguel desde su cuarto.

Fue a verle y se sentó en la cama.

—¿Cómo te encuentras?

—Muy bien —respondió el muchacho.

Le daba miedo la oscuridad y por eso le tenían la lámpara de su escritorio, con una bombilla de pocos vatios, siempre encendida.

—¿No te duermes?

—No puedo.

Sacó la mano de debajo de las mantas y Rafe notó que estaba sucia.

—¿No te bañaste?

Miguel movió negativamente la cabeza. Rafe fue al cuarto de baño y dio el agua caliente, hasta llenar la bañera. Luego levantó al niño de la cama, le desnudó y le bañó con gran cuidado. De ordinario, Miguel jugueteaba en el baño, salpicándolo todo, pero ahora tenía sueño y se estuvo quieto en la bañera. Estaba empezando a crecer de verdad, más de lo que su carne podía dar abasto. Se le marcaban los huesos de las caderas, y tenía los brazos y las piernas muy delgados.

—Estás empezando a ser mayor —dijo Rafe.

—Como tú.

Rafe asintió. Le frotó con la toalla, le puso un pijama limpio y lo llevó de nuevo a la cama.

—Haz una tienda de campaña.

Rafe vaciló, fatigado y hambriento.

—Por favor… —suplicó el niño.

Fue a su despacho y volvió con un montón de libros. Cogió una manta de la cama y la extendió en el espacio entre ésta y el escritorio, sujetando cada esquina a la manta con cuatro o cinco libros. Entonces apagó la luz y él y su hijo se metieron a rastras bajo la tienda. La alfombra era más suave que la tierra. El niño se acomodó junto a él y le cogió por el brazo.

—Cuéntame lo de la lluvia. Ya sabes.

—Fuera, está lloviendo mucho. Todo está frío y húmedo —dijo Rafe, obediente.

—¿Qué más? —dijo el niño, bostezando.

—En el bosque los animales pequeños tiemblan de frío y se refugian bajo las hojas y la tierra para calentarse. Los pájaros se han metido la cabeza bajo el ala.

—Ay.

—Pero, ¿estamos nosotros fríos y mojados?

—No —murmuró el muchacho.

—¿Por qué?

—Por la tienda de campaña.

—Justo, por eso.

Besó la mejilla todavía suave y comenzó a acariciar a su hijo entre los omóplatos, medio caricias, medio golpecitos.

Poco después, el silencio y la respiración acompasada le indicaron que el niño se había dormido. Se desasió de él con cuidado, salió de la tienda, la desmanteló y devolvió a Miguel a la cama.

En el cuarto de estar, Liz seguía echada en el sofá.

—No debiste hacer eso —le dijo.

—¿Qué cosa?

—Bañarle. Le hubiera bañado yo por la mañana.

—No me importa bañarle.

—No está abandonado. Hay cosas que me salen bien y cosas que me salen mal, pero soy buena madre.

—¿Qué hay para cenar? —preguntó él.

—Preparé un cocido en una cacerola; no hay más que ponerlo a calentar en el horno. —Quédate ahí, ya lo hago yo.

Esperando a que se calentara la cena, Rafe pensó que una copa les reanimaría a los dos. Estaba buscando el bitter en la alacena de la cocina cuando vio la botella de ginebra escondida detrás de una caja redonda de harina de avena. La tocó: todavía estaba fría; evidentemente, había sido sacada del frigorífico poco antes de llegar él a casa.

«Llega un momento —pensó—, en que hay que enfrentarse con las cosas».

Puso la botella en una bandeja con dos vasos y fue con todo ello al cuarto de estar.

—¿Un martini?

Ella miró la botella sin decir nada. Rafe sirvió la copa y se la tendió.

Tomó un sorbo.

—Debiera estar más frío —dijo—, pero, aparte de eso, no lo habría preparado mejor yo misma.

—Liz —dijo él—, ¿a qué viene esta escena de comedia de Chejov? ¿Quieres beber durante el día? Pues hazlo; no tienes por qué esconder botellas para que yo no las vea.

—Cógeme en brazos —dijo ella un momento después—, por favor.

Rafe la cogió en brazos, manteniéndose en equilibrio al borde del estrecho sofá.

—¿Por qué has estado bebiendo?

Ella se echó hacia atrás y le miró.

—Me ayuda —dijo.

—¿A qué?

—Tengo miedo.

—¿De qué?

—Ya no me necesitas.

—Liz…

—Es cierto. Cuando te conocí, me necesitabas terriblemente. Ahora ya te has vuelto muy fuerte. Te bastas a ti mismo.

—¿Es que tengo que ser débil para necesitarte?

—Sí —respondió—. Voy a echarlo todo a perder, Rafe. Lo sé. Siempre me pasa así. —Tonterías, Liz. ¿No te das cuenta de las tonterías que estás diciendo?

—Antes de conocerte, no importaba. Después de echarlo todo a perder con Bookstein nos divorciamos y me sentí incluso mejor. Pero me aterra la idea de volverlo a echar todo a perder.

—No vamos a echar nada a perder —dijo él, impotente.

—Cuando estás en casa conmigo todo va bien. Pero el condenado hospital te retiene cada treinta y seis horas. El año que viene, cuando abras consulta, será peor.

Rafe le pasó la punta del dedo por los labios, pero ella apartó la cabeza.

—Si pudieras acostarte con el hospital no te vería nunca aquí —dijo.

—El año que viene las cosas irán mejor —dijo él—, no peor.

—No —insistió Elizabeth—, cuando me acuerdo de tía Frances la veo esperando a que mi tío volviese a casa. Casi nunca le veía. Vendió su consulta y después de muerta ella fue a trabajar al hospital, cuando ya era demasiado tarde.

—Tú no te pasarás la vida esperándome —dijo Rafe—, te lo prometo.

Los brazos de Liz le apretaban. Para no caer del sofá Rafe tenía que asirse a ella por donde se ensanchaba la parte posterior del muslo, buen asidero. Poco después su respiración aminoró de ritmo y se hizo más igual contra su cuello. «Se ha quedado dormida como el niño», pensó. Sintió deseo, pero no hizo nada, no queriendo estropear aquel momento de agradable intimidad. Poco después también él dormía, soñando inexplicablemente que de nuevo era pequeño y estaba dormido en la casa grande, en La Habana. Era un sueño increíblemente claro y realista hasta en la certidumbre de que sus padres estaban en la gran cama de madera tallada, en la alcoba grande del otro extremo del pasillo, y Guillermo dormía en el dormitorio contiguo al suyo.

El silbido de la cocinilla del apartamento de Boston les despertó al tiempo a los dos, la familia soñada y el hombre cuya esposa de carne y hueso se levantó de un salto para apagar el horno antes de que el ruido despertara también al niño.

Meomartino siguió echado en el sofá.

La televisión seguía dando el programa de noticias y mostraba entonces a un sudvietnamita de trece años que, contra la voluntad de sus padres, había sido adoptado por un regimiento norteamericano de Infantería. Los soldados habían dado al muchacho cigarrillos, cerveza y un fusil, con el que ya había matado a dos del Vietcong.

—¿Qué sensación te dio matar a dos hombres? —le preguntaba el locutor de la televisión.

—Buena, eran malos —respondió el muchacho.

Nunca había visto a aquellos dos compatriotas suyos hasta momentos antes de apretar con el dedito el gatillo norteamericano; y el fusil automático, fabricado para funcionar con tanta facilidad que la inteligencia del usuario no entraba para nada en el proceso, había disparado.

Rafe se levantó y desconectó el televisor.

«No sabe una palabra de mí», pensó.

A veces, ahora, volvía a soñar con la guerra.

Las pesadillas siempre comenzaban con la Bahía de Cochinos, y siempre estaba en el sueño Guillermo, pero solían terminar con Vietnam. Como ciudadano norteamericano y médico de profesión, Rafe estaba expuesto a ser llamado en cualquier momento a filas en cuanto terminase el último año como residente. Muchos de los jóvenes médicos que habían estado en el hospital el año anterior se hallaban ahora en Vietnam. Uno había muerto ya y otro estaba herido. «Era una guerra que no respetaba a los médicos», pensó, sombríamente. Se enviaban a primera línea cirujanos en lugar de médicos, y los hospitales de Saigón estaban tan expuestos al fuego enemigo como los de primeros auxilios en el frente.

Su mujer tenía razón, decidió. Se había vuelto más fuerte.

Pero ahora ya se había acostumbrado a enfrentarse valerosamente con el hecho indudable de que era un cobarde.

No era normal. La nota decía simplemente: ¿Estás libre para almorzar conmigo?, y la firmaba Harland Longwood. Sin titulo alguno. Si fuera para algo profesional habría escrito a máquina debajo de la firma: jefe de Cirugía. Esto quería decir que iban a hablar de algo relativo a Liz. El único problema personal que Rafe discutía con el tío de su esposa era precisamente su esposa. Fue al despacho del viejo y le dijo a su secretaria que tenía libre el almuerzo. Sólo en una ocasión había comido a solas con el doctor Longwood, cinco días antes de su boda. Habían ido al bar de hombres de «Locke-Ober», donde, entre tanto peltre y caoba pulida, el doctor Longwood había tratado de sugerir, delicada y sombríamente, que, aunque Liz era demasiado buena para un extranjero, tenía una serie de problemas: alcohólico, sexual, y otros que se limitó a insinuar; Y el doctor Meomartino haría un gran favor a todos, y sobre todo a sí mismo, dejando de verla inmediatamente.

Esta vez, Longwood le llevó a comer a «Pier Four». Los cangrejos de concha blanda sabían muy bien. El vino era pastoso y había sido enfriado al punto. Esto animó a Meomartino a seguir la conversación.

Al tomar el café, que fue él el único en pedir, perdió la paciencia.

—¿Qué es lo que está tratando de decirme, doctor?

El doctor Longwood tomó un sorbito de coñac.

—Siento curiosidad por saber a dónde irá usted el año que viene.

—Probablemente abriré consulta. Si es que, por un milagro, no me llaman a filas.

—Su mujer tiene problemas. Le hace falta estabilidad —dijo Longwood.

—Sí, ya lo sé.

—¿No ha hecho todavía ningún preparativo para el año que viene?

Esto reveló instantáneamente a Rafe el motivo de la invitación a almorzar. El viejo temía que fuera a llevar a Liz y al niño al extranjero.

«Longwood comenzaba a parecer realmente enfermo», pensó Rafe, con lástima. Apartó la vista, pasándola por el abarrotado restaurante.

—No, todavía no he hecho preparativos, aunque me figuro que ya es hora de comenzar. En Boston hay demasiados cirujanos, y si abro consulta aquí tendría que competir con algunos que cuentan entre los mejores del mundo. Podría tratar de asociarme con alguno. ¿Conoce usted a alguno, con mucha clientela, que esté tratando de encontrar socio?

—Hay uno o dos —sacó una cigarrera de un bolsillo interior, la abrió, se la ofreció a Rafe, que rehusó, extrajo un puro, lo cortó y se inclinó hacia Rafe, que se lo encendió, dando luego las gracias con un movimiento de cabeza—. Usted tiene renta propia; no le hace falta comenzar con un sueldo. ¿Ha pensado en la posibilidad de…?

—En setiembre vamos a nombrar un profesor de cirugía.

—¿Y me ofrece a mí el puesto?

—No —precisó el doctor Longwood, cuidadosamente—. Tendremos que examinar a varios candidatos; pienso que su único rival serio sería Adam Silverstone.

—Es un buen elemento —dijo Meomartino, a desgana.

—Tiene buena reputación, lo mismo que usted. Si se presenta usted candidato yo, naturalmente, trataría de no influir en la selección, pero, así y todo, pienso que tiene excelentes posibilidades, basadas únicamente en su mérito personal.

Rafe notó, con cierto regocijo interior, que el viejo le elogiaba con la misma falta de entusiasmo que mostraba al elogiar a Adam.

—Un puesto universitario requiere investigación —dijo—. Silverstone ha estado trabajando con los perros de Kender. Yo, la verdad, he descubierto que no soy investigador.

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