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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (4 page)

—Le pregunté si tiene ya trabajo en Boston.

Adam asintió.

—¿Y qué tipo de trabajo?

—Soy cirujano.

El conductor le miró con desagrado, seguro ahora de que sus peores sospechas se confirmaban.

—Sí, so vagabundo. Y yo soy astronauta.

Adam abrió la boca para darle una explicación, pero luego lo pensó mejor y se dijo que al diablo con aquel sujeto; la volvió a cerrar y concentró su atención en el paisaje. Emergiendo de entre la oscuridad, al otro lado del río Charles, se veían espiras blancas, indudablemente de Harvard. «
Por allí cerca estaría el colegio universitario de Radcliffe y también estaría allí Gaby Pender, durmiendo como una gata perezosa», pensó, preguntándose cuánto tiempo pasaría para que se decidiese a llamarla. ¿Se acordaría de él? Le vino vagamente a la memoria una frase inesperada: algo sobre cuántas veces tiene necesidad el hombre de ver a una mujer; una es suficiente, pero la segunda vez lo confirma
.

Dentro de su cabeza, la pequeña computadora le dijo quién era el autor de estos versos. Como de costumbre, su gran memoria para cosas no médicas le llenaba de descontento y no de orgullo. Malgastador de palabras, parecía oír decir a su padre. Adamo Roberto Silverstone, se dijo, mira lo útil que es la memoria cuando tratas de recordar algo de la Cirugía anatómica, de Thorek, o de la Obstrucción intestinal, de Wangensteen.

Poco después el hombre dio media vuelta al volante y el camión salió a trompicones del Paseo de Storrow para subir por una cuesta. De pronto, se vieron ante las ventanas iluminadas de un almacén: camiones, coches, gente, un distrito mercantil. El conductor hizo bajar el camión por una calle empedrada de adoquines, junto a una casa de comidas cuya muestra de neón aún lucía, y luego por otra, también adoquinada, parando ante BENJ. MORETTI E HIJOS, HORTALIZAS. En respuesta al claxon salió de allí un hombre que les miró desde la plataforma de carga y descarga. Grandote y un poco calvo, con una camisa blanca, les miró con el aire de los patólogos del hospital de Georgia donde Adam había hecho sus prácticas como interno y el primer curso como residente.

—Eh, paisano.

—¿Qué traes?

El conductor eructó con un ruido como de alfombra que se desgarra.

—Melones, melocotones.

El hombre de blanco asintió y desapareció.

—Se acabó el trayecto, amigo.

El conductor abrió la portezuela y bajó pesadamente del camión.

Adam buscó detrás del asiento, sacó la maleta usada y se unió al otro, en tierra.

—¿Puedo ayudarle a descargar?

El conductor frunció el ceño y le miró con recelo.

—Ellos se encargan de eso —dijo, señalando con la cabeza hacia el almacén—. Si lo que quieres es trabajo, ve y díselo a ellos.

Él se había ofrecido por mera gratitud, pero vio, con alivio, que era innecesario.

—Gracias por el viaje —dijo.

—De nada.

Fue con la maleta hacia la casa de comidas; pesaba mucho. Adam era pequeño, zanquituerto, demasiado grande para jockey, pero no lo suficiente para otros deportes, excepto, quizás, el buceo, que, por lo que a él se refería, había dejado de ser deporte cinco años antes. A veces, como en aquel momento, Adam lamentaba no ser más parecido a los hermanos de su madre, altos y fuertes. Le repugnaba estar a la merced de alguien o de algo, aunque fuese una maleta.

Dentro, se percibían olores a comida, muy agradables, y reinaba un ambiente ruidoso y loco: charlas y risas, el ruido sordo de los cacharros llegaban desde la ventanilla que daba a la cocina, y el sonido fuerte de las tazas de café contra el mostrador blanco de mármol, y de cosas que se retorcían, crujientes, en la parrilla. Cosas caras, se dijo.

—Un café, solo.

—Diez centavos —dijo la muchacha de pelo amarillento.

Estaba muy bien desarrollada, y sus carnes eran firmes, pero la piel parecía pálida y lechosa; tendría problemas de obesidad antes de los treinta años. Vestida de blanco, bajo su pecho izquierdo manchas de roja mermelada contrastaban como estigmas.

El café se desbordó de la taza al acercárselo la chica, que aceptó hoscamente su monedita y le volvió la espalda con un insultante movimiento de caderas.

Al diablo.

El café estaba muy caliente y Adam lo bebió despacio, atreviéndose de vez en cuando a tomar un buen sorbo y sintiéndose victorioso al comprobar que no le había quemado la lengua. La pared que había al fondo, más allá del mostrador, estaba cubierta de cristal. Mirándole, frente a él, había un sujeto mal vestido, con aire de vagabundo, sin afeitar, con el pelo revuelto, cubierto con una camisa de faena azul sucia y muy usada. Cuando terminó el café se levantó, cogió la maleta y se fue al retrete. Miró los grifos y los abrió: tanto del que decía CALIENTE como del que decía FRÍO salía agua fresca, circunstancia que no le produjo sorpresa alguna. Volvió al comedor, con la maleta, y pidió a la chica una taza de agua caliente.

—¿Para sopa o para té?

—No, para agua.

Ella, con aire de paciente irritación, dejó de hacerle caso y Adam, finalmente, se rindió y pidió té. Cuando lo hubo pagado y sacado del agua el saquito lo tiró sobre el mostrador y fue con la taza de agua caliente al retrete de caballeros. El suelo estaba cubierto de varias capas de arena y de algo que, a juzgar por el olor, parecía orina reseca. Puso la taza en el borde del sucio lavabo y, dejando la maleta en equilibrio sobre el radiador, la abrió y sacó las cosas de aseo. Recogiendo agua fría con la mano y añadiendo agua caliente de la taza consiguió jabonarse las cerdas y empaparse la cara con agua lo bastante caliente para suavizarlas. Cuando terminó de afeitarse, el rostro que le miraba desde el espejo moteado tenía un aspecto más civilizado. Era el doctor Silverstone. Ojos oscuros. Nariz que él prefería calificar de romana, no realmente grande, pero acentuada por su poca altura. Boca ancha como una cínica hendidura en el rostro fino. La cara era innegablemente clara de tez, a pesar de lo tostado que se había puesto, y estaba coronada por una cabellera castaña y revuelta. Un color poco apetecible. Pesado. Sacó un cepillo de la maleta y se disciplinó un poco el pelo. Aquel color le había hecho sentirse siempre levemente culpable. «Los niños deberían ser del color de la aceituna, no del limón o de la sémola», había oído decir a su madre una vez. Él era de color sémola, un término medio entre su padre rubio y su madre italiana.

Su madre había sido una mujer de ojos negros, de párpados increíblemente pesados, los ojos eróticos de un santo terrenal. Adam apenas recordaba ya su rostro, pero para ver de nuevo aquellos ojos no tenía más que cerrar los suyos. Cuando su padre volvía de noche a casa borracho-apóstata Myron Silber Stein, ahogándose en la Strega
[4]
que había adoptado junto con algunas frases italianas para mostrar la democracia que presidía su vida matrimonial, reverberante de alcohólicos gritos de socorro «O puttana nera!, O troia scura! O donna!, O Nafkeh!
[5]
». El niño yacía despierto en la oscuridad, temblando ante el ruido enfermizo de los puños de su padre contra la carne de su madre, la bofetada de la palma de ella contra el rostro masculino, ruidos que con frecuencia tomaban otro carácter muy distinto, cálido y frenético, líquido y urgente, mientras él yacía rígido, odiando la noche.

Cuando estaba empezando la escuela secundaria y su madre llevaba ya cuatro años muerta, Adam, habiendo descubierto la historia de Gregor Johann Mendel y los guisantes, se puso a reconstruir su propio esquema hereditario, esperando, sin confesarlo, que su cabello y sus ojos oscuros fueran genéticamente imposibles, que el pelo rubio de su padre le perteneciera a él por derecho propio, y que quizá, después de todo, fuese hijo bastardo, producto de la bella madre muerta y un macho desconocido poseedor de todas las nobles virtudes que tan evidentemente le faltaban al hombre a quien él llamaba papá.

Pero los libros de biología le dijeron que la mezcla de luz lunar y sombra suele dar por resultado sémola.

Qué le vamos a hacer. En cualquier caso, para entonces él ya se sentía unido a Myron Silberstein por lazos de cariño, tanto como de odio.

Para demostrarlo, so tonto, le dijo al rostro que le miraba desde el espejo, reúne doscientos dólares y luego déjale que te los pida y te los quite y te deje sin un centavo. ¿Qué era lo que había relucido en los ojos de su padre cuando sus manos, aquellas manos de portero, de violinista hebreo, con polvillo de carbón incrustado en los nudillos, se cerraron sobre su dinero?

¿Amor? ¿Orgullo? ¿La promesa de la mejor sorpresa de la vida, una borrachera inesperada? ¿Buscaba el viejo aún los goces del amor? Era dudoso. La impotencia a mediana edad es corriente en los alcohólicos. Tarde o temprano, ciertas cadenas nos atan a todos, incluso a Myron Silberstein.

Sólo una persona, la abuela, su
vecchia
, había conseguido achantar a su padre. Rosella Biombetti había sido una mujercita pequeña, del sur de Italia, con el cabello blanco en moño, y todo lo demás, por supuesto, negro: zapatos, medias, vestido, pañolón, incluso, a veces, el genio, como de luto por el mundo entero. Había hoyos en su rostro oliváceo, dejados allí desde los cuatro años, en la aldea de Petruno, y todos y cada uno de los ocho hijos de su padre habían tenido
vaiolo
, la temida viruela. La enfermedad no mataba a nadie pero dejó llenos de señales a siete de los niños y destruyó al octavo, llamado Muzi, cuya mente se diluyó por completo en la fiebre, dejándole convertido en una cosa que acabó volviéndose hombre viejo, en la parte oriental de Pittsburgh, Pennsylvania, y pasándose el día jugando con cucharas y tapones de botella, siempre envuelto en un jersey harapiento, incluso cuando el infierno de julio hacía hervir la avenida de Larimer.

En cierta ocasión, Adam había preguntado a la abuela por qué era así su tío abuelo.

—L'Arlecchino —dijo ella.

No tardó en enterarse de que el Arlequín era el temor interno que había perseguido a la abuela durante toda su vida, el mal universal, una herencia de la Europa de diez siglos atrás.

¿Muere un niño a causa del súbito ataque de una enfermedad inesperada? Se le llevó el Arlequín, que persigue a los niños. ¿Se vuelve una mujer esquizofrénica? El demoníaco amante, delgado y diabólicamente bello, la ha seducido y ha raptado su alma. ¿Se encoge un brazo por la parálisis, va muriéndose un hombre poco a poco bajo el peso de la tuberculosis?

El Arlequín está chupándole la vida a su victima, saboreando su viva esencia como un caramelo.

Al tratar de echar de casa al Arlequín, la vieja le había convertido en un miembro de la familia. Cuando las primas de Adam se hicieron mujeres y florecieron y comenzaban a hacer experimentos con lápices de labios y sostenes corniveletos, la vieja les gritaba que iban a atraer al Arlequín, amigo de robar virgos por la noche. Poco a poco, escuchando a la
vecchia
año tras año, Adam fue acopiando detalles. El Arlequín llevaba pantalones y chaqueta de remiendos multicolores, y era invisible, excepto cuando hacía luna llena, que le convertía el vestido en un reluciente traje de luces. Era mudo, pero su presencia se notaba por el tintineo de las campanillas y abalorios de su gorro de bufón. Llevaba una espada mágica de madera, una especie de porra de farsante que usaba a modo de varita mágica.

El muchacho pensaba a veces que vivía una maravillosa aventura ser el Arlequín, tan deliciosa y omnipotentemente malo. Cuando cumplió los once años y tuvo sus primeros sueños húmedos en torno a la lujuriante Lucy Sangano, que tenía ya trece, Adam, una víspera de Todos los Santos, decidió convertirse en Arlequín. Mientras los otros niños corrían de puerta en puerta en busca de aguinaldos, él fue deambulando, en la oscuridad súbitamente propicia, e imaginándose bellas escenas en las que le era permitido golpear las nalgas tiernas y jóvenes de Lucy Sangano con su espada de madera, ordenándole silenciosamente: Enséñamelo todo.

Rosella expulsaba el mal de ojo de cuatro maneras, de las que sólo dos, asperjar agua bendita e ir todos los días a misa, le parecían inocentes a Adam. Su costumbre de untar los pestillos de las puertas con ajo era muy molesta porque dejaba las manos pegajosas, y el olor cortante le ponía en ridículo en el colegio, por más que él, personal y secretamente, encontrase agradables los últimos efluvios en la palma sudorosa de la mano cuando, de noche, se la llevaba a las ventanillas de la nariz.

La más poderosa defensa contra el Arlequín consistía en pasar los dos dedos del medio bajo el pulgar, extendiendo el índice y el meñique para simular los cuernos del demonio, escupiendo sin saliva por entre ellos y diciendo a continuación las palabras de rigor: afuera, mal de ojo, scutta mal occhio, pu pu pu. Rosella hacía este rito varias veces al día, lo que también le ponía nervioso a Adam; para algunos de los amigos de Adam, este signo con los dedos era secreto e indicaba otra cosa, una expresión despectiva de incredulidad, resumida con una palabra rápida y poco grata. Los no iniciados encontraban graciosísimo ver a la abuela de Adamo Silverstone hacer su signo secreto y salaz. Esto le costó su primer puñetazo en la nariz y mucho resentimiento.

Su joven alma estaba dividida entre las pías supersticiones de la vieja y el padre que todos los días de Yom Kippur
[6]
cuidaba de no emborracharse y con tan fausto motivo se iba de pesca. La superstición y la religión de la vieja tenían sus atractivos, pero mucho de lo que decía era verdaderamente estúpido. La mayor parte del día Adam votaba silenciosamente a favor de su padre, quizá porque buscaba en aquel hombre algo que le permitiera admirarle.

Y, a pesar de todo, cuando, a los ochenta años, teniendo él quince, la vieja enfermó y comenzó a decaer, Adam estuvo angustiado por ella. Cuando el Packard largo y negro del doctor Calabrese comenzó a parar, con creciente regularidad, ante la casa de pisos proletarios de la avenida de Larimer, el muchacho rezaba por ella. Cuando murió, una mañana, con una coqueta sonrisa en los labios, lloró, dándose cuenta por fin de la verdadera identidad del Arlequín. Ya no quiso hacer más el papel de bufón enamorado que era la muerte; en su lugar decidió que algún día tendría un coche largo y nuevo como el del doctor Calabrese, y combatiría al Arlequín con todas sus armas.

Adam se despidió de la vieja en el funeral más fastuoso que podía ofrecer la casa de seguros de la muerta, Los hijos de Italia, pero nunca se separó completamente de él. Años más tarde, cuado ya era todo un médico y todo un cirujano y había hecho y visto cosas con que ella jamás soñara en Petruro o incluso en Pittsburgh, su reacción instintiva ante la desgracia seguía siendo una búsqueda inconsciente e instantánea del Arlequín. Si tenía una mano en el bolsillo, involuntariamente los dedos se ponían en forma de cuerno. Su padre y su abuela habían dejado en él un conflicto interno interminable: tonterías, se burlaba el hombre de ciencia, mientras el muchachito estaba murmurando: scutta mal occhio, pu pu pu.

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